La narradora argentina Samanta Schweblin, con Siete casas vacías, ganó el codiciado premio a mejor...

La narradora argentina Samanta Schweblin, con Siete casas vacías, ganó el codiciado premio a mejor...
Algunas personas padecemos de indecisión y la necesaria decisión se nos presenta como un martirio. No significa que queramos seguir un dictamen para ahorrarnos el titubeo sino que el titubeo, como el balbuceo, forma parte del organismo y ni es dulce, ni extirpable, ni ejemplar. Los indecisos suscitamos en nuestro alrededor personal un baraja de dudas que en exposición, arracimadas o sobrevolando son como una nube de insectos dañinos y necesariamente feos.
El indeciso, además, no se redime al tomar una decisión y otra, aun terminantes, puesto que su carácter fundamental le lleva siempre a dudar de lo decidido y no averiguar de qué modo podría actuar más adelante parta acertar y curarse. El caso de las personas decididas al lado hace que el indeciso se sienta como en un mundo de carriolas. Un mapa donde su senda apropiada debe trazarla con enorme fatiga y temeridad a cada paso.
¿Por qué unas personas lo tiene tan claro y otras tan oscuro? No hay más respuesta que la obviedad de las determinantes diferencias. Unas diferencias que si al decidido le llevan a exasperarse ante el que no lo es, al indeciso lo convierten en un mendigo de la virtud de los determinados. ¿Cuestión de valentía? ¿Cuestión de lucidez?. Ninguna de las dos cuestiones salda la cuestión.
El indeciso lo es desde el nacimiento a la muerte de modo que sólo en las contadas ocasiones en que ve algo claro, se aboca volcánicamente hacia aquello. Los indecisos son así vacilantes pero también, a menudo, violentamente caprichosos puesto que el capricho sería su excepcional y explosiva guía. O también podría decirse que si la decisión pasara por las luminarias del encaprichamiento, el caprichoso indeciso, se hallaría esporádicamente salvado.
La voluntad de decidir no se adquiere pero, ciertamente, la capacidad para elegir movido por una fuerte ilusión tan fuerte como pasajera, compensa la carencia del sujeto.
¿Sujeto? Por entender la relación que sujeta el eje de las buenas decisiones suspiraría quien por ser tan indeciso vive la libertad de elección como un tormento y el tormento en una vergonzosa forma de ser.
Prefiere dejar las cosas como están. Le conviene más la amenaza que el camino para la desaparición de la amenaza. Dice que el acuerdo con Irán no es bueno y que hay que mejorarlo. Pero todos sabemos que no quiere que haya acuerdo alguno. De ahí que pida la luna: incluir el reconocimiento de Israel por Teherán, un argumento de una debilidad extrema, que el ex negociador iraní Seyed Hussein Mousavian desmontaba ayer en estas mismas páginas: de acuerdo, y que Israel reconozca en justa correspondencia al Estado palestino. Estamos ante la repetición de la misma jugada dos décadas después. Los halcones, con Netanyahu en cabeza, tampoco querían los acuerdos de Oslo (1993 y 1995), que debían conducir a un tratado de paz y a la autodeterminación palestina. Primero los rechazaron y luego decidieron aceptarlos de boquilla y boicotearlos en los hechos, especialmente sobre el territorio palestino, mediante la colonización. Los acuerdos de Oslo tenían muchos defectos, como los tienen los de Lausana sobre el programa nuclear iraní. Recibieron críticas de los radicales de ambas partes, israelíes y palestinos. Eso sí, abrían las puertas a un proceso. Pero de futuro incierto, que había que ir ganando día a día. Eran, como los de ahora, la alternativa al mal mayor. En frase famosa de Churchill, mejor jaw-jaw que war-war, es decir, mejor darle a la lengua que al gatillo. Eso es todo. Lo peor que le ha pasado a Netanyahu es que se ha quedado solo con su war-war. Nada entusiasmaba tanto a los halcones como la frase amenazante de que todas las opciones estaban encima de la mesa. La eventualidad de un bombardeo era lo único que les permitía justificar la continuación de la negociación. A Netanyahu no le interesa un Irán que deje de ser amenazante, se integre en la economía global (están salivando ya las grandes firmas mundiales de la energía y del consumo) y proyecte todo su peso geopolítico. Un Irán así, ahora difícil de entrever, obliga también a Israel a cambiar, ante los palestinos y en relación a su oculta y potente arma nuclear. Netanyahu, a 20 años vista, ha vencido a Oslo. El precio es inmenso (en vidas humanas, con la de Rabin en primer lugar), pero puede crecer todavía si termina haciéndose incompatible la democracia israelí con la identidad judía de Israel. La jugada de Obama con Irán es envolvente y conduce a superar la derrota de Oslo con esta apuesta mayor, cuyo desenlace deberá tropezar necesariamente con los palestinos. El conflicto palestino no es la causa universal de todos los conflictos, como pretende una cierta visión ingenua de la región, pero no habrá paz, estabilidad e integración regional, Israel incluida, sin la resolución del contencioso palestino. Washington ha virado definitivamente con Obama. La democracia no llegará por los cambios de régimen promovidos por la fuerza sino por las reformas que facilitan la diplomacia, la cooperación y la apertura económica.
Lo comentamos antes en el Moleskine: Atticus Lish es la sensación literaria de Estados Unidos del...
Una nota en VIU sobre mi libro para niños ?Decreto ser feliz? (Santillana) que tantas satisfacciones...
-A medida que nos acercamos a la muerte deseamos no oír.
-No hay lema más bobo que insistir en aprovechar el instante. El instante no existe.
-La felicidad se advierte cuando ya ha pasado. La desdicha es de rabiosa actualidad. Actualidad que rabia.
-Se esforzaba en ser él mismo. Una redundancia imposible.
-Ser innovador, sin embargo, es igual a ser el que soy. Tal como Dios ha logrado, por ese camino, ser el máximo inventor.
- El mal es familiar. El bien, un visitante.
- Lo dulce se apodera del cuerpo. Lo salado se apodera del alma.
- Toda línea recta es la revelación máxima.
- El color procede de otro mundo. Nos desmantela.
- La soberbia propende a borrar el mapa.
- La humildad nos alimenta, gota a gota.
- Sueño con una nave industrial donde pintar embarcaciones
- La natación nos incluye en la felicidad de la nada
- No somos género humano. Todo esa abstracción pertenece a los libros.
- El ser humano es un penacho de humo, disipándose
-La conciencia de vivir es muy débil y el amago de muerte la aniquila.
- No es el dinero quien nos hace ricos sino la posesión de cuanto sea.
- La belleza es el mayor alcohol para el artista
- Sólo podía amar compadeciendo
- El abismo es la cima de la fe.
- Te amo tanto porque nunca me miras.
- Esta oscuridad es el efecto de la sabiduría. No se sabe tanto como cuando todavía nada se ha aprendido.
- Médicos tan ciegos como pájaros de yeso.
- La insuficiencia es la consciencia.
- La inteligencia mata
- Tu falsa inocencia es igual al máximo vicio.
El único ruido que altera el paisaje son los motores del aire acondicionado, que aún no saben cómo silenciar en esta isla con nombre de cómic, Banana Island, bañada por el mar de Arabia y tan frente a frente de Doha como Algeciras de Tánger. El crepúsculo ha llegado hacia las siete, pero la luna llena refulge desde media tarde, enredada tras las cortinas de nubes. El skyline qatarí, cuando enciende sus luces, queda silueteado por un halo azul y fucsia: tal vez quieran imitar los rosados atardeceres que se deshacen en hebras. Artificial y a la vez ambicioso es ese trozo de Nueva York o Chicago en medio del desierto donde tan prioritarios son el control burocrático y la seguridad que cuando pagas en cualquier centro comercial te piden hasta el teléfono. Banana Island no es Katara, la popular playa donde las mujeres sólo pueden bañarse con un traje de licra o neopreno de la cabeza a los pies. Aquí se lucen indistintamente bikinis y niqabs, y la mezcla resulta tan liberal como obscena. El mar tiñe la calma de un plata semejante al papel de aluminio. El único movimiento extraño es el de una bandada de aves que se alzan en un vuelo nervioso. Han desaparecido las moscas. La temperatura es perfecta y una suavísima brisa actúa de mecedora. Pero, de repente, el paisaje se trastorna. Ninguna previsión meteorológica anunciaba tormenta. Tormenta de arena, arremolinada y salvaje. Se acerca deprisa. Una espiral blanca que apunta al cielo y parece capaz de tragarse la tierra. Las palmeras danzan, en trance; las alarmas se disparan cada minuto. Y la arena se filtra por debajo de las puertas, incluso por el ojo de la cerradura, hasta impregnar tu paladar. Lo leí en Kafka en la orilla, de Murakami: “A veces el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentado evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote”. Asegura que la tormenta de arena es metafísica y simbólica, pero que aun así te rasga la carne. Me acordé de sus palabras, consciente de que la literatura invade la vida con su componente premonitorio. Al leer, a veces actuamos como si quisiéramos prepararnos para lo que ignoramos; yo anoté esas líneas, las aprendí: “La persona que surge de una tormenta de arena nunca será la misma que penetró en ella”. Coches detenidos en medio de la nada, desaparecidos en el mar, caos, sirenas, y la arena pegada a la garganta. Había que tratar de dormir con el silbido del desierto recordando cuando, en los pueblos, se iba la luz y las mujeres nos hacían rezar a santa Bárbara. Tras las ventanas, el mar escupía barro. Amaneció con cinco centímetros de arena cubriéndolo todo, incluso las almas. (La Vanguardia)
La novela 10:04 (editado en castellano por Reservoir Book, un sello de Penguin Random House) ha...
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OBSERVEMOS A LOS BICHOS CON CUIDADO, como si esta mañana pudiésemos convertirnos en una azarosa mezcla de zoólogos y entomólogos. Animalillos ciertamente sin gracia, los primeros. Regordetes, con uñas que harían pensar en los colmillos de un vampiro y tan cegatones como Moroco, el tartamudo ayudante del Inspector Ardilla, el personaje de los dibujos animados de los setenta. Pero lejos de ser lentos o apocados, los topos no detienen su vocación de mineros y excavan un túnel tras otro justo allí donde a nadie más se le hubiese ocurrido trazarlo. Tampoco es que sus rivales sean más hermosas o sutiles: sólo los más valientes o perversos acarician sus lomos, y su galería de ojos -argos de jardín- o sus mandíbulas, por no hablar de sus picoteos, nos obligan a repudiarlas injustamente. Como sea, las arañas no atienden a sus críticos y, tan obcecadas como los anteriores, lanzan por doquier sus hilachos hasta construir deslumbrantes rosetones en mitad de los arbustos.
Apenas conviven topos y arañas: mientras unos emprenden sus búsquedas en el subsuelo y si brotan a la superficie es sólo para tomar aire y presumir tímidamente sus hallazgos, las otras bordan a pleno sol, apenas camufladas, y no tienen empacho en exhibir, arrobadas ante su propio talento, los florilegios de sus telares. No es que topos y arañas se desprecien mutuamente: en el fondo albergan altas cuotas de admiración -o llana envidia- hacia las labores de los otros, solo que, en el ecosistema en el cual ambos son prisioneros, pocas veces se atreven a expresarlo. Siglos atrás, topos y arañas apenas se diferenciaban, y alguien con el entusiasmo suficiente podía escalar de una condición a otra sin sorprender a nadie. Aquellos buenos tiempos por desgracia se han agotado y hoy los topos son más topos que nunca, y las arañas, todavía más arañas. ¿Qué le vamos a hacer? Los primeros agotan su vida -y su vista- en estudiar un sinfín de materias para poder edificar sus túneles: ¿cómo habría de quedarles tiempo para maravillarse ante una vulgar telaraña? Y las arañas son aún peores: desprovistas de la sabiduría necesaria para apreciar la belleza arquitectónica de un túnel, ni siquiera se les ocurre pasearse por alguno.
Enfangados en sus particulares laberintos, topos y arañas suelen olvidar que sus labores son equivalentes o que comparten al menos el mismo origen. Unos y otras se asumen privilegiados y se consideran mejores dibujantes del mundo que sus competidores. Los topos ven a las arañas como meros flâneurs o diletantes, artesanos con poca formación y mucho tiempo libre dedicados a copiar la naturaleza más que a descifrarla; las arañas, a su vez, contemplan a los topos con el respeto que merecen profesionales -digamos un electricista-, enzarzados en resolver sus ecuaciones o sus fórmulas. Insisto: ni unos ni otras se dan cuenta, o quizás prefieren no darse cuenta, de que sus prodigios provienen de una fuente común: ese órgano, más grande o más pequeño, más lúcido o más sentimental, que dirige todas nuestras pesquisas. El cerebro.
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Supongo que la fábula resulta transparente. Admirados científicos que hoy nos acompañan: sí, ustedes son los gallardos topos. En cambio yo, igual que el resto de mis colegas artistas o escritores, somos las espantosas arañas.
¿El topo como emblema de la ciencia?, se quejarán ustedes. ¿Esa bestezuela ciega y adiposa? Estoy seguro de que ustedes hubiesen preferido el águila con su gran vista o el delfín que se abisma en los océanos del conocimiento o de perdida un elefante de infalible memoria. Habrán de disculparme: el topo es perfecto para ustedes. Su ceguera es otra forma de visión, como la de Tiresias: en medio de la oscuridad, se abren paso, siguiendo tanto su instinto como las lecturas de sus herramientas, por esos caminos que poco a poco nos revelan los secretos del cosmos. En cambio nosotros, los artistas, somos viles arañas no nada más por nuestra tendencia a mordernos unos a otros, sino por el carácter juguetón, casi pueril, de nuestras creaciones. Mientras ustedes, hombres y mujeres de ciencia, descifran las leyes del universo, nosotros nos conformamos con nuestras bagatelas: frescos, novelas, sinfonías.
El relato vuelve a resultar injusto porque, de nuevo, tanto las abigarradas fórmulas que sueñan con explicar el tiempo o la materia, o los teoremas que revelan una singularidad química, biológica o matemática, provienen del mismo lugar que una trama romántica, un poema metafísico, un tríptico renacentista o un lied de Schubert: nuestro cerebro. Y en particular de ese insólito producto de nuestro cerebro, tan manoseado como poco estudiado, al que damos el nombre de imaginación.
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Sacerdotes y místicos tienen todo el derecho de argumentar otra respuesta: que uno o varios dioses, maliciosos o severos, bondadosos o iracundos, encerraron en nuestros pobres cuerpos un alma inmortal que desde dentro nos controla. Una bonita idea que, en mi humilde opinión, se halla más bien en mi campo de trabajo: el de la literatura de ficción. Por ello los demás tendríamos que convenir, en palabras de Francis Crick, que sólo somos nuestro cerebro.
Drástico, inquietante, acaso sobrecogedor, pero no por ello menos cierto: todo lo que somos y todo lo que nos ocurre, ocurre aquí adentro, en este molusco oscuro y silencioso que la evolución hizo crecer en nuestras deformes cabezotas. Y ese todo no solo incluye nuestros recuerdos de la infancia, ese Pollock y ese Velázquez, la suave lluvia de ayer por la mañana, el amor por mi mujer o mi espanto ante la tragedia de Ayotzinapa, sino también esas leyes que gobiernan al mundo que ustedes, amigos científicos, persiguen tan afanosos. Por demencial que nos parezca, la relatividad o el modelo estándar no suceden más allá de las nuebes, en el intangible dominio de lo real, sino aquí adentro, en las millones de neuronas regadas en cada uno de nosotros.
Con estas afirmaciones no pretendo aproximarme a un solipsismo wittgensteineano ni a un idealismo extremo, tan fantasioso como esa novela de David Markson en la que el personaje está convencido de ser el único habitante del planeta. Para esquivar de una vez este callejón sin salida, asumamos de manera práctica, como suelen hacerlo ustedes, que la realidad existe (más allá de que no podamos aprehenderla directamente) y que la realidad es inteligible. En otras palabras: que nuestro cerebro fue modelado por las mismas leyes que rigen el universo y que, por esta única razón, es capaz de decirnos cosas ciertas respecto a lo que sucede conmigo y a lo que sucede allá, en el vasto dominio del mundo. (Si no confiáramos en este axioma esencial, sería momento de marcharnos de vuelta a casa.)
Obviemos, pues, el alud de divagaciones filosóficas, epistemológicas y psicológicas que podrían enfangarnos en este punto para concluir con esta hipótesis -sería mejor decir con este cuento- provisional: toda la ciencia que ansía comprender el cosmos, y todo el arte que aspira a representarlo, son productos de la imaginación, ese poderosísimo mecanismo generado por nuestro cerebro para relacionarnos con el afuera.
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¿Por qué la evolución nos dotó con esta inmensa corteza cerebral? Sin duda, no para que recordemos nuestra primera comunión o nuestro primer beso, ni para que enhebremos hondas reflexiones en torno a la muerte, como han apuntado algunos antropólogos, o para que agotemos las horas dándole vueltas a la inmortalidad del cangrejo. Aunque de todo ello sea capaz el cerebro humano, su función evolutiva es distinta: otorgarnos una ventaja competitiva frente a los demás animales -exceptuando quizás a los delfines. ¿Y en qué consiste dicha ventaja? En adelantarnos, mejor que cualquier otra criatura, al después.
El cerebro humano es, por encima de todo, una "máquina de futuros". Así fue diseñado y por ello nos resulta imposible alterar su configuración. Gracias al poder combinatorio de nuestra corteza cerebral, podemos desprendernos de las órdenes dictadas por nuestros genes y reaccionar frente al ambiente más rápido y mejor que cualquier otro mamífero. De la capacidad de predecir más o menos adecuadamente los hechos venideros ha dependido nuestra supervivencia y nuestro errático dominio sobre la Tierra.
Describiré el proceso de forma somera. Los sentidos llevan información del mundo hacia el cerebro: éste la organiza, limpia, pule y da esplendor (como la Real Academia con la lengua) y por fin la convierte en patrones más o menos generales. De este modo, si el sujeto llega a toparse a continuación con un escenario semejante, el cerebro puede dictarle cómo reaccionar con mayores posibilidades de sobrevivir o de obtener algún beneficio.
Gracias a este mecanismo, que nunca se detiene, los humanos somos seres esencialmente imaginativos -y narrativos. Querámoslo o no, nuestro cerebro genera escenarios de futuro sin parar. La ciencia y la literatura nacen de esta pulsión natural: tanto el astrónomo -el topo- que busca un patrón para explicar el movimiento de los astros como el escritor -la araña- que va desvelando los movimientos de sus personajes, hunden sus trabajos en esta irremediable obsesión asociada con la arquitectura evolutiva de nuestra mente. (Igual le sucede a los lectores: si una novela o un cuento se ponen en marcha es gracias a que nuestro cerebro no puede dejar de preguntarse qué pasará después.)
La imaginación no es, entonces, sino el recurso de nuestro cerebro para concebir futuros posibles. Sea que investiguemos la realidad a fin de hallar reglas que nos permitan predecir el comportamiento del tiempo o la materia, sea que nos desdoblemos por medio de la ficción para atestiguar vidas distintas a la nuestra -a decir verdad, para vivirlas-, nos hallamos frente al mismo procedimiento, desatado en el torbellino de nuestras neuronas, de producir un inagotable torbellino de imágenes del mundo.
Esas imágenes, huidizas y caóticas, que se presentan ante nosotros sin freno ni control -como ese avestruz con botas de plástico que entreveo ahora, sin razón alguna, al lado de aquella puerta-, poco a poco son organizadas por el cerebro o, más bien, por esa otra elusiva construcción imaginaria a la que hemos dado el nombre de conciencia o, más comúnmente, de yo. Resulta inevitable que así sea: sin ese orden, sin esa estructura -que es, antes que nada, una ficticia cadena temporal-, el magma de imágenes se volvería tan abrumador como inútil.
El diseño evolutivo de nuestro cerebro nos torna, pues, en sujetos narrativos: si el yo es una suerte de anomalía "en serie" en medio de la arquitectura "en paralelo" de las neuronas, el orden secuencial que le conferimos a la realidad deriva de esa voluntad nuestra de contarlo todo, de narrarlo todo como si por fuerza contase con un principio y un final. Topos y arañas sometidos a la misma condena: darle orden a una realidad que lo esquiva. No otra cosa es, pues, imaginar.
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Albert Einstein: "La imaginación es más importante que el conocimiento. Porque el conocimiento está limitado a lo que conocemos y entendemos ahora, mientras que la imaginación abarca el mundo entero y todo lo que existe alguna vez por conocer y entender."
La frase del padre de la relatividad no hace sino resumir, en otras palabras, lo dicho hasta ahora. Pero, ¿cómo surge esa imaginación? ¿Y qué relación mantiene con el pensamiento racional, ese que se dedica puntualmente a enlazar causas y efectos, y que solemos asociar de manera más enfática con el pensamiento científico?
Lo decíamos antes: nuestras neuronas se hallan ensambladas en un sistema "en paralelo", es decir que, para llevar a cabo su titánica labor de organizar la información proveniente del universo, se ponen en marcha de forma simultánea, a fin de procesarla de mil maneras distintas en el menor tiempo posible. Nuestro yo, en cambio, se comporta de forma lineal, imponiendo una sucesión a cuanto observa.
Si lo anterior es cierto, el yo tendría que ser visto sólo como un vasto conjunto de ideas inmateriales, producidas por el cerebro material, con una clara función evolutiva: hacernos creer que tenemos un centro, una suerte de controlador de vuelo de nuestro cerebro, nos permite cumplir mejor con nuestra principal tarea: sobrevivir y reproducirnos con éxito. El resultado de este salto evolutivo ha sido prodigioso: el yo -la autoconciencia- nos ha proveído con una singular capacidad para separar el adentro del afuera y para conferirnos una compleja individualidad de la que carecen la mayor parte de los animales (otra vez, delfines excluidos).
Pero mientras el pensamiento racional, metódico, organizado de manera temporal, se lleva a cabo bajo el control del yo, nuestro cerebro en paralelo continúa funcionando por su cuenta, indiferente a sus mandatos dictatoriales. Y acaso sea allí, en esa miríada de neuronas interconectadas en paralelo, donde encuentra su sitio la imaginación. O al menos la imaginación más desbordada. La que da origen a la creatividad -y a la demencia.
La imaginación, la loca de la casa, nos suele parecer por ello ingobernable. De ahí que las arañas nos creemos inspiradas por las caricias de las musas o tentadas por lúbricos demonios. Porque es allí, en esa turbulencia, en ese maremágnum del cerebro en paralelo, donde las ideas brotan y reverberan, se quiebran y recomponen, se mezclan y se persiguen, mutan y revolotean sin que el platónico palafrenero del yo les imponga sus arrestos. Cuando Einstein afirma que la imaginación es más importante que el conocimiento, se refiere justo al frenesí de las neuronas en paralelo, libres e insumisas, frente al yugo racional, obsesionado solo con los datos, impuesto por el yo.
La ciencia y el arte comparten suerte: el yo dicta y organiza, investiga y se impone metas, diseña cuadros y esquemas, verifica datos y persigue inconsistencias, pero entretanto el cerebro en paralelo echa a andar avalanchas de patrones, tsunamis de ideas, cascadas con imágenes basadas en esos mismos datos, esperando que el yo elija las más productivas, las más prometedoras. No es casual que otros identifiquen este mecanismo con el incómodo nombre de intuición.
Los científicos siempre lo han sabido tan bien como los artistas, aunque por vergüenza prefieran callarlo: antes que la hipótesis racional o el frío análisis de los datos predomina la intuición. La imaginación. Y es que, como han detallado estudios recientes en el novedoso campo de la psicología de la ciencia, así ocurre en la mayor parte de las mentes científicas. El apego inicial a una teoría -o a una trama o a un personaje- se produce de inmediato, sin que nos demos cuenta, casi desde que nos planteamos un problema: igual que en muchas otras áreas de nuestra vida, es nuestro cerebro, y no nosotros, quien decide hacia dónde ir. En la mayor parte de los casos, el investigador o el escritor parten de esa intuición irracional -de ese primigenio acto de imaginación- y sólo después, a posteriori, se empeñan en comprobarla o desarrollarla.
Max Planck: "Una y otra vez el plan imaginario que uno intenta construir se rompe y haz de intentar otro. Esta visión imaginativa y esta fe en el éxito son indispensables. El puro racionalismo no tiene cabida aquí." Vale la pena aclarar que lo dicho por el gran físico alemán se aplica tanto a los topos como al de las arañas.
A mitad del Atlántico, 13 de noviembre, 2014
La dominicana Rita Indiana dejó en el 2011 la música, donde había obtenido bastante celebridad, para...