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Nico, hielo y nailon

No se ha repetido una voz como la suya. Glacial. Lineal. ?Un ordenador IBM con el acento de la Garbo?, la definía el Popism de Warhol. ?Ahí estaba su grave y diáfano contralto, sin rastros de vibralto, perfectamente ajustado en el tono. Era una profesional de los pies a la cabeza?, en palabras de su biógrafo Richard Witts, quien asistió atónito a una actuación en la BBC donde todos los demás invitados recurrían al play back menos ella: la yonqui, la punki, la mentirosa compulsiva, la Miss Pop 1966, la Dietrich de la Velvet Undeground: Nico. Cómo nos fascinaba en los ochenta cuando cantó en Madrid, un año antes de morir, ataviada de melancolía pero capaz de mantener el efecto hipnótico de su voz. Como buenos veinteañeros, permanecíamos ajenos a sus pies descalzos y a su retorcida maternidad: cuando a su hijo Ari, nacido de una relación con Alain Delon, le dolían los dientes, ella le pasaba un dedo untado de heroína. Años más tarde, él confesó: ?Mi madre me ayudaba a pincharme heroína y compartíamos las agujas?. A Nico le gustaba decir que era una superviviente: convivió con el caballo hasta los cuarenta y nueve años, a diferencia de sus amantes Jim Morrison o Brian Jones. Fue una compositora que trabajaba con el lirismo, singularísima, pero en vida se la trató como a una yonqui que se había tirado a una buena pandilla de estrellas. También fue un icono para la moda: ?Sencillo significa elegante y dramático, que son buenos cimientos?, dijo en una entrevista. Estos días suena de nuevo una de sus canciones míticas, Sunday morning. La trae un anuncio de H&M, con una parejita entre folk y rock, versionada con azúcar y resucitando aquel flower power que ella trataba con sarcasmo. Nada que ver con la heladora profundidad de Nico. Se cumplen este año 30 de su último disco de estudio, Camera obscura, justo intentaba alzar el vuelo después de una época donde quiso dejar de ser Nico para tomar el alma de Christha Päffgen aquella niña bastarda y huérfana, demasiado alta y demasiado rubia para pasar desapercibida por la vida hasta que se convirtió en un cesto luces y sombras, de sublimación y calamidad. También de frivolización de una bohemia que causaría estragos. Nico se erigió en una contradicción permanente, compleja hasta en sus propias mentiras, que acababa creyéndose. Esa belleza vikinga y un sorprendente desparpajo de veinteañera, una mezcla entre Brigitte Bardot y Kate Moss, le valió las portadas de Harper´s Bazaar o Vogue. Pero ella siempre necesitaba algo más excitante. De la mano de Fellini, siempre dispuesto a celebrar la belleza femenina, hizo un cameo en la mítica Dolce vita. Y a mitad de los sesenta empezó a cantar persiguiendo el recuerdo de los discos de Zarah Leander que le ponía su madre. Su muerte en Ibiza cayó igual que un blues entre trágico y absurdo: se despeñó cuando bajaba en bicicleta al pueblo para comprar marihuana. Antes de salir de casa se arrolló el pañuelo a la cabeza, muy cuidadosamente, según contó su hijo. No la volvería a ver. Un taxista la encontró medio muerta en Ses Figueretes. Intentó que la salvaran en cuatro hospitales pero en tres fue rechazada por extranjera y por colgada. En el cuarto una enfermera le diagnosticó una insolación. Murió de hemorragia cerebral tras una larga agonía. Sus amigos le dijeron al biógrafo que la moraleja de la vida de Nico era ?No te pongas enfermo en España?. No fue un final romántico para quien cantaba: ?Las encantadoras huellas plateadas emborronan mis páginas en blanco?. Pero permanece su voz existencialista como un cubo de hielo y nailon. Delicatessen / Sybilla

Conservo el honor de haberle hecho una de sus primeras entrevistas, gracias a Pepa Domingo, que con su tienda de Lleida se adelantó dos décadas a la moda. Era tan tímida que hablamos frente a un espejo en lugar de hacerlo cara a cara. Sus prendas son filosofía y botánica. Hasta mañana tiene una tienda efímera en el taller de Nani Marquina. Quiere sentirse ?como una compañía de titiriteros que llega a una ciudad, abre sus baúles durante unos días y luego se va a otra?. La gran Sybilla. Puro siglo XXI / Irene Escolar

Tiene un porte distinguido y su mirada absorbe la vida. Une talento y belleza con radicalidad y desborda con su inquietud por las letras. Irene Escolar, hija y nieta de una histórica estirpe teatral, pasea estos días la mención especial del jurado que acaba de obtener en San Sebastián. Es una rara avis, que alterna el teatro con la biblioteca, cuya versatilidad no entiende de tablas o pantallas, de personajes de época o personajes en busca de autor. Sátira y libertad / Martin Amis

El Holocausto es un asunto resbaladizo si se enfoca desde la comedia. Por eso Martin Amis, desmarcándose de la polémica que ha acompañado a su nueva novela, La zona de interés (Anagrama), insiste en que ?la risa no siempre entraña felicidad, te puedes reír por desdeño, por desprecio, y ahí entramos en la sátira, que no es más que una ironía militante con la que quieres destruir lo que te produce la risa?. Este es el brillante matiz de un novelista virtuoso y osado. (La Vanguardia)

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3 de octubre de 2015
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¿Quién ganará el Premio Nobel de Literatura?.- La carrera por el…

¿Quién ganará el Premio Nobel de Literatura?.- La carrera por el Premio Nobel llega a su final y este año la bielorusa Svetlana Alexievich (en la foto) encabeza la lista de las apuestas por encima de Haruki Murakami, Ng?g? wa Thiong?o, Phlip Roth, Joyce Carol Oates y el sirio Adonis. Pueden leer aquí este comentario sobre los principales candidatos (en inglés)

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1 de octubre de 2015
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Entre la peste y el cólera

El objetivo es terminar con la guerra. Pero la guerra también es una oportunidad para que cada uno avance sus peones. Si la guerra se hace a costa de los sirios ?más de 300.000 muertos, nueve millones de desplazados y exiliados, numerosas ciudades y abundante patrimonio arrasados?, lo que vaya a ser la paz también se hará a costa de los sirios. Así de duras y crueles son las relaciones internacionales con los perdedores. Con la salvedad de que en este caso son los europeos los designados para pagar la factura, en forma de dinero para frenar al Estado Islámico (EI) y de recepción de los refugiados que huyen en tromba.

La partida se juega en dos tableros, el diplomático, que tiene estos días su escaparate en la Asamblea General de Naciones Unidas, y el militar, sobre el terreno, donde todo está cambiando. Nadie ha planteado todavía la opción terrestre, probablemente la única que puede acabar con la peste yihadista, aunque es la que propugna Teherán, que ya la pone en práctica con alcance limitado a través de Hezbolá, la sucursal libanesa, que auxilia a El Asad, el cólera, en las regiones limítrofes.

Entre la peste y el cólera, el EI y la sanguinaria dictadura de El Asad, todos van decantándose. Para Vladímir Putin, el régimen alauí es la única garantía de estabilidad. Para François Hollande, El Asad es el problema ?quien abrió las puertas del infierno? y no parte de la solución, con derecho a presidir una transición. Barack Obama comparte este punto de vista pero parece cada vez más dispuesto a ceder en una gran alianza anti-EI que aparque hasta el final el destino del autócrata.

Rusia utiliza a Siria para regresar al centro del tablero internacional tras la crisis ucrania y por eso acude con aviones y tanques en auxilio de El Asad, trenza una alianza para compartir información con Irán, Siria e Irak e incluso bombardea desde el aire. Irán se juega la hegemonía en la región en competencia con Arabia Saudí. Erdogan utiliza Siria para frenar a los kurdos, vencer en las elecciones de noviembre y reforzar sus poderes presidenciales. Francia, que siempre aspira a sobrevivir internacionalmente, lanza sus aviones contra el EI con la extraña cobertura legal del derecho de defensa contra los terroristas franceses, para evitar que regresen y atenten en casa.

Por si quedaban dudas sobre la desorientación estratégica de Estados Unidos y sus aliados occidentales, ahí está la ciudad afgana de Kunduz, 300.000 habitantes, de nuevo en manos de los talibanes, que han desalojado al Ejército afgano 14 años después de la guerra que Washington entabló contra ellos. No es el Estado Islámico, claro está, sino su primo hermano adscrito a Al Qaeda, que se impone como primera tarea pasar cuentas con las organizaciones afganas que defienden los derechos de las mujeres. La derrota recuerda la guerra global contra el terror inaugurada por Bush tras el 11-S, que Obama quiso abolir pero está perdiendo ahora frente a la Rusia de Putin, de nuevo enredada en Oriente Próximo 40 años después de su expulsión cuando era todavía la Unión Soviética.

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1 de octubre de 2015
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¿Por quién suenan las sirenas?

El 19 de febrero de 1941 comenzaron a caer las bombas sobre Swansea, una ciudad en el sur de Gales.

Los habitantes no esperaban un bombardeo de la Luftwaffe tan al oeste de la isla, tan lejos del Mar del Norte. Pero los nazis sabían que de la importancia del puerto de Swansea.

Las bombas cayeron durante tres días, sin parar. Hasta el 21 de febrero.

Cuando el cielo se despejo, habían caído 1.273 bombas explosivas y más de 56.000 incendiarias.

Murieron 230 personas.

Treinta y siete eran niños.

Hubo más de 400 heridos.

Ochocientos cincuenta y siete edificios quedaron en ruinas, incluyendo la tienda de Ben Evans, que había vendido de todo y para todos por más de medio siglo.

Pete Rose dice que su madre nunca pudo olvidar el sonido espeluznante de las sirenas.

*          *          *

Pasaron 75 años y en algún momento a comienzos de este año, las sirenas empezaron a sonar otra vez.

Cada día, entre las cuatro y media de la madrugada y las seis o siete.

“El sonido fantasmal de una sirena de bombardeo ha estado despertando a la gente en cientos de casas en una ciudad duramente bombardeada por los nazis hace 75 años”, escribe Gemma Mullin en el “Daily Mail”.

En su artículo, Debbie Leyshon, de 46 años, comenta: “Todos lo escuchan entre la madrugada y las primeras horas de la mañana. Suena como las sirenas en las películas de guerra.

El “Boston Newstime” cita a Pete Rose, quien escucha la sirena cada vez que visita la casa de su madre.  

“El sonido la vuelve loca”, declara Pete.

Algunos piensan que es el tren local que pita al entrar a un túnel.  Otros, que es la sirena de una vieja fábrica, que por alguna extraña razón vuelve a sonar. Hasta algunos vecinos afirman que el ruido viene de un pub cercano.

*          *          *

¿Y si fuera otra cosa? ¿Y si Swansea fuera la avanzadilla de la memoria, los primeros en escuchar una sirena interior que nos está recordando que los bombardeados, los masacrados, los muertos de miedo fuimos nosotros y que seguimos siendo nosotros?

George Orwell usó en su crónica “El camino de Wigan Pier” la metáfora del canario en la mina: los mineros llevaban a las profundidades a un pobre canario, porque cuando empezaba a escapar el gas letal, era el primero en sufrir sus consecuencias.

Cuando el canario se mareaba, había que correr: el desastre ya estaba aquí aunque todavía no lo sintiéramos.

En Siria están cayendo hoy las bombas. Al intentar escapar, nuestros hermanos se ahogan en el Mediterráneo. Si sobreviven, se agolpan desesperados en las alambradas de las fronteras. Les pegan y los humillan.

Desde este lado, muchos quieren cerrarles las puertas de Europa.

*          *          *

Y ahora pregunto: ¿Por quién están sonando las sirenas de Swansea?    

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30 de septiembre de 2015
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Los sapiosexuales

Hubo un tiempo en que se propagó una leyenda urbana que pudo llegar a hacer mucho daño a la cultura, me refiero a la poca destreza sexual de los intelectuales. El hombre insuflado de saber no tenía buen currículum en la cama, más bien todo lo contrario: era un presunto acto fallido en sí mismo. Se les suponía demasiado ensimismados para aplicarse en las artes eróticas, aparte de su exceso de narcisismo, que les impedía entregarse a los placeres de otro cuerpo. El caso es que la idea de los intelectuales como pésimos amantes ?con gran maledicencia se daba por hecho que la tenían pequeña? se extendió entre las mujeres y estas empezaron a mirar con suspicacia a los mismos que antaño habían ocupado el Olimpo de sus fantasías. Fue así como el modelo de profesor torturado, aquel que leía poemas de Auden con voz ronca pero besaba como si en lugar de lengua tuviera un embudo, entró en franco retroceso. Además de su fama de malos folladores, aquellos tipos capaces de traducir a Goethe o sintetizar a Kant también eran pobres como ratas. Futbolistas, actores, mecánicos hipster, top models o bomberos encumbraron un nuevo ideal erótico que se fue perpetuando en calendarios y anuncios. El último revuelo procede de Francia, donde unos deportistas hipermusculados salen desnudos en un calendario, y parecen absolutamente cómodos con su anatomía. Uno de ellos, Sylvain Potard, campeón de artes marciales, ha recibido incluso la atención de la exministra de Sanidad, que ha venido a decir: ?Oh la là… ¡qué bendición!?. El señor Potard aparece sentado sobre unas dunas con una mirada serena, ajena a la pujanza con la que emerge su pene. ?No hay ningún retoque?, ha tenido que afirmar, saliendo al paso de las acusaciones de Photoshop. Pero con los nuevos códigos de este mundo hipersexualizado triunfa una nueva etiqueta social, la del sapiosexual, que, según el estudio de la Universidad de Maryland, acaba de un plumazo con la idea de que el intelecto está reñido con Venus. Todo lo contrario: demuestra que la actividad sexual estimula el crecimiento de nuevas células cerebrales mejorando nuestro ejercicio cognitivo. Aquellas personas provistas de ingenio, humor y empatía resultan más irresistibles y duraderas como amantes que los Míster Bíceps. Incluso el mítico calendario Pirelli ?una sofisticada versión del almanaque para camioneros? ha decidido sustituir este año a las modelos ligeras de ropa por señoras de cabezas burbujeantes, y ahí están, retratadas por Annie Leibovitz, Patti Smith, Yoko Ono o Amy Schumer, cuyo atractivo no reside tanto en sus tetas, sino en su cerebro, órgano gracias al cual se lo han pasado estupendamente bien en la vida. (La Vanguardia)

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30 de septiembre de 2015
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Blasco Ibáñez. Novelas VI

Tal y como anda de disperso y solicitado el personal (me refiero en concreto al público lector) romper una lanza en favor de Blasco Ibáñez resulta  bastante desalentador. Sin embargo, el lector  que todavía disfruta con una historia bien contada, el que aún se maravilla ante la capacidad expresiva y evocadora del lenguaje o quien agradezca que el autor piense en él y se esfuerce por seducirlo y tenerlo fascinado mientras va construyendo un universo que es imaginario y al tiempo real como la vida misma, ese lector, digo, puede regocijarse porque la Fundación Castro acaba de publicar el sexto y último volumen de las novelas de Blasco Ibáñez. En total, mil páginas repartidas entre cuatro novelas. La primera (La reina Calafia) y la última (El fantasma de las alas de oro) se desarrollan en ese ambiente cosmopolita que Blasco dominaba como nadie en su tiempo y que tanta fama le valió.

                Pero, por la razón que sea, en esta ocasión me han interesado más las dos narraciones centrales, dedicadas al descubrimiento y colonización de América. Blasco  pasó muchos años documentándose para enfrentarse a uno de los proyectos más ambiciosos de su trayectoria como escritor: contar la aventura americana en cuatro episodios dedicados, respectivamente, a Cristóbal Colón, Alonso de Ojeda, Hernán Cortés y Pizarro. De tan gigantesco propósito sólo pudo completar los dos primeros episodios, ahora publicados en edición de Ana L. Baquero Escudero: En busca del Gran Kan (Colón) y El caballero de la Virgen (Ojeda).

                Hay ejemplos sublimes de qué pasa cuando un historiador que domina el lenguaje y los recursos de la narrativa invade terrenos propios del novelista  pero sin traicionar los rigurosos  límites del científico que se atañe a lo que él ha podido averiguar y probar. Y hablo por ejemplo de  las prodigiosas descripciones  que hace Steven Runciman en La caída de Constantinopla (hay una cuidada edición en la editorial Reino de Redonda) todas ellas de una plasticidad inigualable y al mismo tiempo rigurosamente documentadas y demostrables. Es famoso el episodio en el que los críticos de Runciman le afearon que contara con todo detalle cómo los defensores constantinopolitanos rechazaron uno de los innumerables ataques turcos deslumbrando a los atacantes con el fulgor de sus escudos previamente bruñidos. ¿Puede, dijeron los críticos, un historiador recurrir a la leyenda para colorear sus escritos? Runciman les demostró que, dada las respectivas posiciones del  sol, los defensores y los atacantes  el día de aquel asalto, era perfectamente factible que, como dice la leyenda, aquellos hubiesen deslumbrado a estos hasta el punto de desbaratar unos  propósitos que más adelante se vieron sobradamente colmados.(Otra descripción prodigiosa de ese libro se produce cuando los turcos saltan finalmente por millares las murallas y se diseminan por las calles cimitarra en mano mientras las campanas de todas las iglesias de la ciudad tañen su mensaje de adiós).

                Los dos libros de Blasco Ibáñez sobre América son un ejemplo no menos notable de qué pasa cuando un novelista bien documentado y comprometido con su propia imagen de escritor fiable y nada frívolo, se decide a contar un  episodio histórico que encima soporta una abrumadora carga ideológica, a favor y en contra. No pretendo decir que Blasco Ibáñez lograse dejar de lado su opinión personal o que en estos libros no haya una carga ideológica muy patente. Pero cuando las leyes de la narración se imponen y el escritor se deja llevar por aquello que le distingue del historiador, el resultado es impresionante. A veces se trata de un simple trazo visual, como por ejemplo cuando un desesperado y mísero Colón encuentra refugio en el monasterio de la Rápita y encuentra además un ávido interlocutor en la persona de un joven médico de Palos llamado Garci Hernández. Blasco dice que conversaban  […] "paseando por un pequeño claustro, amarillo de sol y rayado de negro por la sombra circular de las arcadas”. Qué fantástica concisión y qué reto para el lector visualizar en el espacio ese escenario tan sucintamente trazado. Hay centenares de ejemplos más.

                Pero cuando más brilla el escritor es cuando se adentra en aspectos que el historiador pocas veces desarrolla, como dando por supuesto que el lector ya sabe de qué se está hablando. El lector puede hacerse una idea de qué hablo si acude a la página 370 en la edición de la Fundación Castro y busca, casi al final, un pasaje que empieza diciendo: “Cuando llegaron a Palos la flotilla ya estaba lista para partir”. Desde ahí, y hasta la página 383, se da noticia de cómo eran las carabelas y cómo transcurría la vida a bordo, cómo se estibaba la impedimenta, qué alimentos llevaban consigo, hasta dónde debían ir para cargar un agua no tan contaminada como la del río Tinto, y toda clase de detalles más que a uno le hubiera gustado saber y nunca pudo preguntar por no saber a quién acudir. Y la respuesta no podía ser más sencilla: a Blasco Ibáñez, que se sabía incluso las oraciones que recitaban los grumetes en voz alta a diferentes horas del día. Y lo mismo cabe decir de los modos de vida, la vestimenta, los alimentos y hasta los hábitos sexuales en el siglo XV, primero en España y después en América. Eso sí, desde que en las primeras páginas sale un desharrapado caminante  que resulta ser Cristóbal Colón, al autor le cuesta casi otras doscientas páginas subirlo a las carabelas camino de algo que el descubridor no podía ni imaginar. Claro que, de por medio, Blasco ha contado la situación de los judíos en vísperas de su expulsión, el final de la Reconquista, una historia de amor de Colón o las interminables gestiones de este en las cortes de España y Portugal, donde antes el lector ha sido informado de los logros de don Enrique el Navegante, el estado de los descubrimientos marítimos, las situación de la cartografía de la época o los sistemas de financiación de las expediciones de conquista. O dicho de otro modo: hay que tomárselo con calma y  dejarse llevar confiando  en que el autor sabe lo que hace. Y sí, sabe perfectamente lo que hace.

 

Vicente Blasco Ibáñez. Novelas VI

Edición de de Ana L. Baquero Escudero

Biblioteca Castro

 

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30 de septiembre de 2015
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Palabras en libertad

En América Latina vivimos frente a un caleidoscopio no se detiene en la composición de sus figuras. Como una de nuestras más viejas fantasmagorías, los caudillos se repiten en un juego infinito de espejos nublados por los viejos vapores del populismo. Los dictadores no son materia agotada ni de la literatura ni del periodismo. No son espectros del viejo pasado, sino imágenes vivas del siglo veintiuno, arrastrados por la marea de la historia que no cesa de copiar sus eternos movimientos.

Y la violencia institucional que generan va dirigida contra los medios de comunicación que estorban su pesadilla demagógica de sociedades uniformes, cuando el poder pretende un espacio único de opinión, cansino y monocorde, donde sólo debe reinar la ideología oficial. Leyes represivas, cierre de medios, cadenas oficiales interminables, compra forzada de periódicos, estaciones de radio y televisión que pasan a ser parte del coro político del estado, amenaza de cancelación de licencias, uso de las cuentas de publicidad gubernamental como arma de coerción y chantaje.

El diario Tal Cuál de Caracas fue asfixiado, entre la falta de papel para su impresión, el cierre de las fuentes de publicidad estatal, investigaciones fiscales y pleitos judiciales enderezados contra su director, Teodoro Petkoff, quien no pudo recoger en Madrid el premio Ortega y Gasset, pues tiene el país por cárcel.

De acuerdo al Instituto Prensa y Sociedad, en el término de un año 34 periódicos y revistas en 11 estados del país habían llegado a una situación precaria en Venezuela debido a la falta de papel, obligados así a cerrar, o reducir su tiraje. Se obliga a los proveedores de Internet a bloquear sitios cuando las informaciones disgustan al gobierno; las estaciones que trasmiten por cable son sacadas del aire. Todo entra en el rango de lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos califica como "censura indirecta".

Un gobierno electo se convierte en un gobierno autoritario cuando invade la institucionalidad y restringe o anula las libertades públicas, de hecho o a través de leyes o reglamentos. Y por mucho que se envuelva en un espeso manto retórico, el autoritarismo, de derecha o izquierda, viene a ser el mismo.

Y cuando las leyes buscan reglamentar el pensamiento y sujetarlo a normas burocráticas, entramos en ese mundo oscuro que Kafka delineó tan bien en sus novelas: el mundo procesal donde todos somos culpables por utilizar las palabras, y la única manera de demostrar inocencia es con el silencio. Nacen así los ministerios de la Verdad, como en el mundo de George Orwell, y el estado se convierte en una especie de orden religiosa que vigila el pecado ideológico y amenaza con las llamas del infierno.

En Ecuador se ha creado la Superintendencia de la Información y Comunicación que aplica sanciones brutales, como ha ocurrido con el diario El Comercio, castigado con una multa equivalente al 10% de su facturación comercial de los últimos tres meses causas a un reportaje sobre el déficit presupuestario en el sistema de salud.

Y llegan los absurdos. La misma Superintendencia ha considerado "sexista" una tira cómica de Olafo el amargado porque su esposa Helga aparece de delantal, ocupada en la cocina. El censor ha fruncido el ceño. No hay que reírse, es peligroso.

El beneficio que el estado pueda dar a sectores marginales de la población, y aún el crecimiento económico y la reducción de los márgenes de pobreza, no son contradictorios a la libertad de opinión que es un derecho fundamental de los ciudadanos, igual que el bienestar.

Al contrario, todo proyecto de desarrollo económico se vuelve provisional si carece de fundamentos democráticos, y a la postre resultará en fracaso, tal como la historia enseña repetidas veces. La imposición de esquemas cerrados de pensamiento, que excluye a aquellos que disienten de la doctrina oficial, y los castigan, convertirá en catástrofe cualquier experimento de cambio. Tal como el secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha expresado muy recientemente en una carta abierta dirigida al canciller de Venezuela, Elías Jaua:

"Ninguna revolución puede dejar a la gente con menos derechos de los que tenía, más pobre en valores y en principios, más desiguales en las instancias de la justicia y la representación, más discriminada dependiendo de dónde está su pensamiento o su norte político. Toda revolución significa más derechos para más gente, para más personas...la Democracia es el gobierno de las mayorías, pero también lo es garantizar los derechos de las minorías. No hay democracia sin garantías para las minorías".

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30 de septiembre de 2015
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Escritos políticos. Cabrera Infante

Este libro de mil doscientas cincuenta páginas no contiene ninguna novela pero sí el apasionante relato de varias vidas, todas encarnadas en la figura de Guillermo Cabrera Infante. El primero, que podría titularse "El hijo de los comunistas", empieza por el principio, y el montaje diacrónico del material publicado se agradece, como en las epopeyas fundacionales. En 1951, el autor es un joven periodista que  -alimentado desde la cuna con una estricta dieta marxista prescrita por sus padres, cofundadores en Cuba del Partido por antonomasia y fieles a su ortodoxia hasta el fin de sus días- se confiesa, en la impagable crónica autobiográfica de cierre, que le hace un guiño a Sterne, como "criatura con suficientes anticuerpos comunistas como para estar efectivamente vacunado de por vida contra el sarampión revolucionario". Pero el apasionado lector y espectador en sus facetas más degustativas y selectas se da de cara un día, por sus amistades y sus afinidades, con la Historia, en mayúscula. Ha fundado con un grupo de cinéfilos también muy jóvenes la Cinemateca de Cuba, ha conocido a una muchacha con la que poco tiempo después se casará, y publica su primer cuento en ‘Bohemia', por el que (Fulgencio Batista acababa de dar su golpe de estado) se le expulsa de la escuela de periodismo y se le encarcela. Sale de prisión, y ya casado y padre de una hija da el salto a su segunda personificación novelesca: nace G. Caín, de la costilla del cine, pues con ese seudónimo -inicialmente una tapadera-  formado por las primeras sílabas de sus apellidos se da a conocer, de un modo que deslumbró pronto dentro y fuera de Cuba, escribiendo sobre películas en la revista ‘Carteles' y convirtiéndose, junto a James Agee, Manny Farber, José Luis Guarner o Pauline Kael, en uno de los críticos más ocurrentes e inteligentes que ha habido.

 

    Pero el Caín vividor y sensual, humorístico, dado al invento verbal y vacunado contra los maximalismos, no puede dejar de mirar a su alrededor. Y así en 1957 ve a varios de sus amigos detenidos o muertos a manos de la policía batistiana, entra él mismo en actividades clandestinas, se compromete. Al año siguiente, aparece en su vida Miriam Gómez, escribe la mayoría de cuentos y ácidas viñetas de violencia política que después formarían su primera obra narrativa, ‘Así en la paz como en la guerra', y la palabra no le basta: sirve de enlace entre los comunistas paternales y el recién creado Directorio Revolucionario de la guerrilla, a la que le pasa armas de contrabando, y estaba preparándose, a modo de jefe de prensa no-oficial, para llevar a dos periodistas norteamericanos a la Sierra Maestra cuando, el 31 de diciembre, abdica, así lo escribe él, el dictador Batista.

       ‘Mea Cuba. Antes y después' es el segundo volumen de la obra completa en curso, pero hay que decir que además de ofrecerse en sus páginas una ordenación ampliada de aquel devastador ‘Mea Cuba' que hizo decir a Susan Sontag en los años 80, cuando empezaron a aparecer sus textos en distintos medios, "He was the first to see it" ("Fue el primero que lo vio"), el tomo tiene como ‘entrada' fuerte las casi doscientas páginas inéditas en libro, y sus tres singularidades. Por un lado, reflejan la formación de ese gran cronista que fue, cuando el oficio no tenía el relieve que hoy tiene, Cabrera Infante, ya antes de iniciar su auto-construcción como novelista. Por otro, dan la medida de lo que significó ‘Lunes de Revolución', de donde proceden estos artículos firmados por él, responsable también del semanario. Y en tercer lugar, el más crucial, componen un retrato que muchos parecen haber querido, si no borrar, olvidar: el de un hombre de treinta años que fue parte de una vanguardia intelectual comprometida en la lucha contra la dictadura y que creyó fervientemente en la revolución no tutelada por el comunismo soviético que empezó siendo el movimiento guerrillero de Fidel Castro. Una revolución en la que, además de la justicia social y la libertad democrática, cabría un acercamiento a la realidad que pudiese armonizar la dialéctica materialista, el psicoanálisis y el existencialismo, por citar literalmente las palabras sin firma, escritas por Cabrera Infante, que aparecen a modo de presentación del número 1, de 23 de marzo de 1959, de la citada revista.

     Hace un mes pasé dos tarde enteras en la casa que el escritor cubano de pasaporte inglés habitó casi cuarenta años en el centro de Londres con su segunda esposa Miriam Gómez, una viuda de escritor emprendedora, fiel y muy valiente en las decisiones. La mayor parte de la primera tarde la ocupó el examen de los tres grandes volúmenes encuadernados en un cartoné algo gastado que recogen la mayoría, pero no la totalidad, de la colección de aquel legendario suplemento semanal que en su trayectoria, desde marzo de 1959 a noviembre de 1961, traza de modo sucinto pero esclarecedor la novela de una decepción personal y el fin de una revolución audaz y liberadora.

     Esos volúmenes que yo repasaba tienen su propia historia. Cuando el autor de ‘Tres tristes tigres' abandonó para siempre su país a finales de 1965, en circunstancias de ‘thriller' esperpéntico que él ha narrado con gran viveza en su libro póstumo ‘Mapa dibujado por un espía', pudo llevar a sus dos hijas adolescentes del primer matrimonio, pero no, en un limitado y muy vigilado equipaje, sus libros, y entre ellos, la valiosa y bien conservada colección de la revista. Una década después, Juan Goytisolo viajó a Cuba, cuando ya la verdad de la dictadura se hacía palmaria para quienes, como él mismo, la defendieron tantos años con buena fe y esperanza, y, en un gesto admirable y no sin riesgo, decidió hacerles un obsequio a sus amigos Guillermo y Miriam: rescatar esos cuatro volúmenes de ‘Lunes de Revolución' que seguían en poder del padre del escritor, ya entonces repudiado por el régimen castrista, meter en su maleta tres de los cuatro (falta el volumen correspondiente al año II), pasar la aduana, y entregárselos en Londres a quien, junto con Carlos Franqui, el, digamos, editor, y Pablo Armando Fernández, subdirector, había hecho posible su existencia.

     Más allá de cualquier mitomanía, la lectura de muchas páginas de esos tres mamotretos tamaño sábana produce la emoción de la obra bien hecha en circunstancias difíciles y aurorales. En el mismo texto de presentación antes mencionado, ‘Una posición', Cabrera Infante expresa con modestia que la finalidad es "realizar para Cuba la labor divulgatoria que hiciera en España una vez la Revista de Occidente", añadiendo a continuación una coda de premonición optimista que tampoco deja de impresionar, sabiendo nosotros ahora lo que pasó apenas tres años después de haber sido escrita: "jamás se volverá a dar una ocasión como ésta -también en el orden de la vida diaria- en que una revista que antes estaría dedicada a una exigua minoría, se vea repartida entre los cien mil ejemplares de Revolución. Se trata ni más ni menos que de un regalo que hace el diario de la Revolución a sus lectores y a la cultura".

     El regalo queda en los anales y en las bibliotecas. El primer número, bellamente compaginado e ilustrado, tiene unos contenidos de asombrosa calidad: un trabajo de Sergio Rigol sobre las raíces nazistas de Heidegger, un perfil de James Dean firmado por Edgar Morin, entre artículos de Maxwell Anderson y Lydia Cabrera y dibujos de Saul Steinberg. En el número 2, Ionesco, Isaac Babel y Piñera, en el 29 un atrevido diseño letrista (casi ‘avant la lettre'), y en todos un sinfín de grandes colaboradores entre los que destacan Bruno Schulz o Gertrude Stein, nombres nada frecuentes entonces, compartiendo espacio con Lezama Lima, Calvert Casey y portafolios de fotografía americana de vanguardia. La revista anti-dogmática.

    El grueso libro que recopila el tomo I del año III (no hubo ya volumen II, ni año IV) da motivos para la melancolía. Por imperativos superiores que Franqui le comunicó a Cabrera Infante, se suceden números sobre Laos, Vietnam o Rumanía que huelen a boletín de propaganda: cánticos de alabanza de infames poetas, panorámicas de campos de maíz y alegres labriegos, gráficos explicativos de los triunfos del socialismo leninista. Corría el año 1961, y al suplemento se le permitió un canto del cisne, el número especial sobre Picasso, con 48 páginas de inéditos literarios del pintor y trabajos de, entre otros, Albert Skira, Apollinaire y Juan Larrea, de quien se imprime su texto sobre el ‘Guernica' poco tiempo antes leído en el MOMA.

       Los propios artículos de Cabrera Infante en ‘Lunes de Revolución' reflejan el conflicto que desgarraría al escritor. En alguno de 1960 como ‘Peregrinaje hacia la Revolución' o ‘La marcha de los hombres' leemos aún su entusiasmo por la nueva era iniciada, y su invectiva sardónica contra quienes la desdeñan, aunque ya en el primero una conversación suya con el presidente Dorticós vaticina las amenazas de la vigilancia ideológica en el trabajo intelectual: "La Revolución entrará lentamente en la obra de nuestros artistas y de nuestros escritores", le dice el presidente. Es de enorme interés ‘Las vértebras de España', en el que relata su paso por Madrid, volviendo de un viaje oficial a la URSS, con una mezcla de pena, clarividencia y crudeza crítica. La obra maestra de este conjunto, ‘La letra con sangre', íntima crónica bélica de la "guerrita de Bahía de Cochinos", introduce muy sutilmente la sombra de la sospecha que había empezado a materializarse, según lo ha contado quien la sintió con él, Miriam Gómez, al ver una madrugada, saliendo en automóvil de la ciudad de Matanzas, su marítima Vía Blanca llena de enormes camiones tapados con lonas y circulando sin identificación, como fantasmas; el preludio de la intervención soviética que él mismo vería en el campo de batalla junto a su gran amigo Walterio Carbonell. Cuando Cabrera volvió de Playa Girón, aún con el rostro tiznado por la pólvora, se abrazó a su mujer Miriam y le dijo: "Este hijo de puta nos ha engañado".     

    Aunque haya mayoría de textos combativos, de uno y otro signo, ‘Mea Cuba. Antes y después' recupera, en una colocación que lo aclara y realza, su extraordinario libro de prosas ‘Vista del amanecer en el trópico', con sus viñetas de gran potencia lírica sobre la violencia, tanto la revolucionaria como la que la precedió y la siguió. Pero hay otro factor que merece ser resaltado: el retrato del artista como crítico literario, que ya se vio en la primera edición de ‘Mea Cuba', pero aquí, en el desdoblamiento de contenidos que el autor decidió en su momento y ha sido enriquecido, cobra una notable dimensión. Un recorrido informado y agudo sobre la literatura de Cuba, un pequeño país rico en escritores de la talla (y sólo citamos a unos cuantos) de José Martí, Lezama Lima, Lydia Cabrera, Lino Novás, Alejo Carpentier, Carlos Montenegro, Virgilio Piñera, Calvert Casey, Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, de quienes escribe semblanzas llenas de buen juicio.

     Los nombres más presentes en el utilísimo índice onomástico son los de dictadores: Batista, Franco, Hitler y Stalin, todos por detrás de Fidel Castro, que cuenta con varios cientos de anotaciones. Este libro, que es la múltiple historia de un desengaño, un doloroso exilio, un descrédito y una reivindicación final de la decencia y la verdad, es también el reflejo de una obsesión con un espíritu maléfico, y recuerda en eso la de Max Aub con Francisco Franco y más aún la de Bulgakov con Stalin. Estos dos magníficos escritores obsesos se guiaron por el humor en su diatriba, y así lo hizo Cabrera Infante, quien por encima de la indeseada encomienda de ser la conciencia de un triste país, tuvo el mérito de expresarla sin perder la risa. 

 

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‘Castroenteritis'

                                                                  

Lo último que escribió Cabrera Infante, poco antes de morir, fue un artículo publicado el 27 de febrero de 2005 en las páginas de Opinión de El País y que concluye este volumen de su obra completa. Se llamaba ‘La Castroenteritis aguda', y no era la primera vez que él usaba ese término médico-paródico para calificar la infección fidelista; en 1990, ‘La Castroenteritis' aún no era aguda, en el artículo de ese título recogido después en ‘Mea Cuba', aunque ya lleva, dice el articulista, más de tres décadas causando víctimas. En años posteriores, el mal dará paso por escrito a  otras variantes: ‘La castradura que dura' y la ‘Castrofobia', síndrome que sin duda aquejó al escritor. Es sin embargo en el primer texto, el de 1990, donde lo detecta: "una enfermedad del cuerpo (te hace esclavo) y del ser (te hace servil), y la padecen nativos y extranjeros", estos últimos, apostilla, ocupando la planta de la "Gastroenteritis chic". Cabrera, que ya desde finales de los 60 sufría la anatema no sólo del régimen castrista sino de ciertos medios intelectuales afines, hace un poco de cirugía, y saca a relucir las insuficiencias democráticas de Carlos Barral, Felipe González y Julio Cortázar, por quien se sintió traicionado en un notorio y debatido episodio, tras haber trabajado en el guión cinematográfico de un cuento del argentino. Es en todo caso un hecho irrebatible para quienes a principios de los años 70 lo experimentamos de cerca, dudando aún entonces juvenilmente sobre quién tenía razón, que Cabrera Infante fue objeto del cordón sanitario que se aplica a los apestados, y que entre sus practicantes hubo grandes escritores que "lo vieron tarde" o, como en el caso de García Márquez y Saramago, no lo vieron nunca. A todos ellos, siguiendo en el registro medicinal, el autor cubano les diagnostica y les receta: "Aunque la enfermedad es infecciosa [...] y a veces suele ser fatal, tiene un antídoto poderoso: la verdad. La verdad desnuda crea anticuerpos que combaten la Castroenteritis eficazmente". Cabrera Infante fue el médico de su honra, pero no sabemos si su tratamiento, aún rechazado por no pocos, acabará imponiéndose en la salud pública de su tierra natal.

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29 de septiembre de 2015
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El Boomeran(g)
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