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Entrevista con Juan Diego Flórez: “Antes mi agudo era más insolente”

Se encuentra en la cima. A los 42 años y a pocos meses de cumplir dos décadas sobre los escenarios, el tenor Juan Diego Flórez está más requerido que nunca. En Perú, su país natal, su cara adorna una estampilla. Por sus agudos estratosféricos lo adoran en los grandes teatros. En el templo operístico de La Scala de Milán quebró la tradición de no hacer bises que había impuesto Arturo Toscanini hace 75 años. No se pudo negar: lo habían estado aplaudiendo por más de diez minutos.

Esa noche de 2007 cantaba el aria de los nueve do de pecho de La hija del regimiento de Gaetano Donizetti. En 2008 repitió la misma aria en el Metropolitan de Nueva York, y en 2012, en la Opera de París, donde ningún cantante había hecho un bis desde la inauguración del teatro. 

Últimamente Flórez ha saltado desde los escenarios y los videos de las óperas de Gioacchino Rossini, Vicenzo Bellini y Donizetti, que lo colocaron como el tenor lírico-ligero del siglo, a nuevos repertorios con  L’amour, una colección de arias francesas que requieren menos piruetas agudísimas y más poso dramático. Vive en Viena con su mujer y sus dos hijos pequeños, y desde allí viaja por todo el mundo. En diciembre volverá a Barcelona con un regalo: hará en el Liceu por primera vez uno de los papeles más importantes del bel canto: el Ernesto de Lucía de Lammermoor.

Esta es la entrevista con el tenor que publiqué en el Cultura/s de La Vanguardia el sábado pasado.

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En el perfil que hizo de Ud. Julio Villanueva Chang en su libro De cerca nadie es normal se detiene en su infancia y el personaje que sale es a la vez un niño juguetón, atrevido imitador de sus profesores, y al mismo tiempo un alumno serio y aplicado. Tal vez el cantante de hoy tiene que ver con esas cualidades aparentemente incompatibles…

(Ríe) Sí, yo era muy travieso pero sentía responsabilidad. Era prácticamente el hombre de la casa. En mi familia mi padre estaba ausente, aunque venía y visitaba, no estaba. Mis hermanas son mujeres… quizá eso de ser el hombre de la casa desde pequeño me llevó a decirme: tienes que ser responsable, era algo que me surgía de dentro.

¿Cuándo supo que quería o debía ser cantante de ópera?

Yo estaba estudiando en el colegio y a los 16 años llegó un profesor de música y nos propuso aprender trozos de zarzuela. Como yo tocaba la guitarra y cantaba música popular, él me llamó e hice varios solos de esa antología de la zarzuela, y él me decía: ‘Canta así: ahhh, laaa’ (canta impostando exageradamente). Yo lo imitaba exactamente pero sin tener técnica ni nada. Yo pensaba que si le pedía lecciones de canto él me iba a enseñar… Pero no tenía dinero, y me propuso que entrara al conservatorio, que era gratis. Entonces a los 17 años entré al conservatorio. Y ahí fue que, queriendo aprender canto para la música popular, descubrí el mundo de la música clásica. Me sumergí en ese mundo que para mí era mágico.

Y en ese camino, casi desde el comienzo de su carrera, su canto ha gustado tanto que a menudo lo obligan a repetir arias. ¿Qué sintió en La Scala cuando lo ‘obligaron’ a quebrar la tradición y repetir el aria de La fille du regiment?

En esa aria de Tonio yo había hecho bis muchas veces. Cuando llegué a Milán y los aplausos no paraban, lo volví a hacer. En La Scala yo no sabía que había una especie de veto impuesto por Toscanini hacía 75 años. Yo llegué al teatro al día siguiente y me dijeron que había roto con esa tradición. A mí me parecía que no era verdad. Yo tenía un CD de Alfedo Kraus de una Linda de Chamounix y él hacía el bis y en el disco decía La Scala. Yo le dije a mi agente: ‘Tengo este disco y aquí dice La Scala’, y él me dice: ‘No, está equivocado… ¡es en Génova!’

Eso es algo que pasa en la ópera que no sucede en otras artes. Los aplausos para cada cantante, hay como una temperatura, una ola de aplausos cuando sale cada uno…

Sí, porque yo creo que el público se contagia. Son como una gran persona, ¿no? El cantante, yo al menos, me doy cuenta cómo el público está esa noche ya desde el inicio, cómo van participando. Lo mismo te das cuenta cuando están con ganas de fastidiar, de quejarse. Ya sabes que después de la función van a haber abucheos o silbidos. En recitales y conciertos es incluso más notorio.  Son dos horas y media de piezas, y ahí te das  cuenta cómo está el público y tú mismo puedes llevarlo donde quieras si lo sabes hacer. Al principio te dices: esta noche lo voy a tener difícil para levantarlos. Hay que hacerlo, y poco a poco los traes hacia lo que quieres, y terminan entregados.

Muchos dicen que su voz era un prodigio desde el comienzo, pero que en un principio no estaba tan cómodo y en su salsa como ahora como actor… ¿Es justo decir que su crecimiento como actor fue más lento?

Yo siempre he ido seguro, tranquilo, siempre he sido muy autocrítico en todo. Pero la actuación depende mucho de cómo te encuentres con el canto. Cómo de apacible es ese canto. Cuanto más interiorizada sea la técnica, más libres estás para dejarte llevar en el drama y la actuación. Siempre me he preocupado mucho por el modo de cantar, la técnica. Creo que la respiración es lo que ha cambiado más en mí en estos años. Yo me siento muy cómodo con mi modo de respirar de ahora, y eso hace que me encuentre más en mi cuerpo: más cómodo, y pueda dedicarme a la actuación. Entonces pienso que antes estaba un poquito preocupado por lo que hacía vocalmente. Ahora menos. Antes el agudo era más insolente, más inmediato. El tiempo pasa y la voz cambia. En la respiración creo que está la clave también de la actuación.

He leído que se compara con el mundo de los atletas y específicamente con el tenista Roger Federer. Es la relación entre la elegancia y la efectividad…

Exacto. A mí me gusta mucho Federer porque él casi no hace esfuerzo cuando juega. Es como una bailarina de ballet. Entonces eso me gusta mucho porque ese es el sentido del canto. Que sea natural, que tenga gracia. Ese es mi ideal.

Este momento, el de estar por estrenar un papel, ¿Qué tiene de distinto hacer el Edgardo de Lucía de Lammermoor por primera vez? ¿Y en el Liceu?

Quería absolutamente traer un título y estrenarlo en Barcelona esta temporada. Pensamos en varios, y yo quería incorporar a mi repertorio la Lucia. Siempre me gustó el repertorio que hacía Alfredo Kraus. Creo que ahora puedo abordarlo, y es una de las óperas importantes, y es la ópera en la que yo vi a Kraus por primera vez en Nueva York cuando yo tenía 20 años. Es el canto, el estilo de canto, con el cual yo cantaré: elegante, sin forzar… brillante. Eso es a lo que aspiro.

Hace cuatro años fundó la Sinfonía por el Perú, que sigue el modelo de enseñanza de música en barrios pobres de El Sistema del Maestro José Antonio Abreu en Venezuela. ¿Por qué le parece que es importante, cree que puede traer mejoras sociales en su país?

Cuando supe del Sistema de Venezuela comencé a recopilar información. En el 2009 me invitaron a cantar en Venezuela con la orquesta y Gustavo Dudamel. Me preparé para ir unos días antes. En esos días Dudamel y Abreu me llevaron a todos los sitios y pude vivir lo que era eso. Y me dije: esto lo tengo que hacer en Perú. Porque me di cuenta cuán beneficioso podía ser. Tenemos tantos niños pobres y abandonados, que la música puede rescatar de un modo impresionante porque los reinserta en la sociedad mediante la música, tocando en una orquesta o cantando en un coro. Eso es tan poderoso... el niño se ve a sí mismo de un modo distinto, se proyecta de otra manera. Me traje a Abreu a Lima, fuimos a hablar con algunas empresas, con el presidente de la república… y el proyecto salió definitivamente en mayo de 2011. Fueron dos años de gestación. Ahora ya tenemos unos 15 centros, una orquesta infantil y un coro infantil fantásticos.

En ese perfil de Julio Villanueva Chang, de hace diez años, al final dice que le quedan por hacer dos cosas: tener un hijo y aprender a silbar. Ahora tiene dos hijos. ¿Cómo lo cambiaron?

Mucho, mucho. Se han convertido en el centro de todo. Uno pasa a vivir para ellos. Ya no es tu carrera, tus problemas, todo es ellos. Cómo organizar el calendario para estar con ellos. A veces viene toda la familia, como en setiembre en Londres; otras veces regreso de un concierto y voy a casa antes de irme a otro. Y programo muchas óperas en Viena, donde vivo, para estar con la familia… entonces todo cambia. No quiero que crezcan sin su padre. Eso no. Porque eso fue lo que yo tuve. Es más importante estar con ellos que cualquier cosa.

¿Y le queda todavía aprender a silbar?

No sé silbar melodías pero sí sé silbar fuerte, con dos dedos en los carrillos...

Pero tal vez es bueno que tenga algo que todavía no haya dominado, que no sepa, ¿no?. A su edad ha hecho tantas cosas que tal vez ni soñaba …

Sí. El año próximo cumplo 20 años de carrera. Pavarotti hizo más de cuarenta, Kraus, 50. ¡Veinte años no es nada!

Y de pronto, Flórez se pone a cantar el tango de Gardel y Le Pera: “Que veinte años no es nada…”  

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27 de noviembre de 2015
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Novelas como monstruos

Como un antiguo héroe  griego, el lector se ve obligado a abandonar la rutina de su hogar: deja atrás su familia y sus costumbres, incluso las convenciones de su lengua, se prepara con unos cuantos pertrechos, una brújula o un astrolabio que de poco habrán de servirle, y se aproxima a la primera página que es como un muelle en la ribera de su isla. Divisa el horizonte marino, negro e infinito -cientos de páginas en lontananza-, se arma de valor y aborda la nave que habrá de conducirlo más allá de donde sus mapas indican "Hic sunt leones". El trayecto le llevará días o semanas que transcurren como años o siglos, y desde luego no será ya el mismo cuando, tras un sinfín de aventuras y desventuras, regrese a casa más viejo y más cansado, pero también más sabio.

            Fernando del Paso pertenece a esa estirpe de escritores que, al amparo de la tradición que va de Cervantes y Rabelais a Mann y Faulkner, pasando por Tolstói, Dostoievski, y el conjunto de la narrativa decimonónica, no piensan que una novela sea una excursión o un desvío en el camino -un entretenimiento o una diversión pasajera-, sino un largo viaje de exploración, a veces sin regreso; una aventura dominada por el arrojo y la curiosidad, por el ansia de conocimiento y la fascinación ante los peligros del lenguaje, capaz de abducirnos a un mundo que se parece al nuestro, sin serlo, y de trastocarnos en el proceso.

            Frente a quienes hoy prefieren obritas breves y reconfortantes, juegos metaficcionales y eruditos, provocaciones lúdicas y exploraciones de la intimidad o las "novelas sin ficción" que tanto celebra hoy la crítica, Del Paso y los suyos anteponen una poética más arriesgada -una poética de la desmesura- que quizás no esté acorde con nuestros tiempos dominados por la prisa y el ingenio. En las novelas de Del Paso -esa sucesión de obras maestras formada por José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio, escritas a intervalos de una década- cabe todo lo anterior, y mucho más: un lenguaje juguetón y delirante, brillante herencia del barroco; la Historia con mayúscula que tanto incomoda a los apóstoles de lo mínimo; una ruptura de géneros que destroza las fronteras entre narración, ensayo, poesía y teatro; y una serie de personajes -con su pluralidad de voces y puntos de vista- que no dejan nunca de exhibir una poderosa vida interior, amalgama de sus contradicciones y conflictos. 

            Si José Trigo (1966) puede ser vista como una novela en torno al movimiento ferrocarrilero de 1959; Palinuro de México (1977) como uno de los más agudos relatos del movimiento estudiantil mexicano de 1968; y Noticias del Imperio (1987) como la summa ficcional del efímero reinado de Maximiliano y Carlota, cada una de ellas se resiste a la superficial clasificación de "novela histórica": las tres son despliegues lingüísticos, llenos de juegos, retruécanos, albures y disparatados flujos de conciencia que harían palidecer al más experimental de los experimentalistas; son ensayos o crónicas que podrían haber sido firmadas por profesionales del periodismo o de la historia; son un vasto tejido de breves vidas, cómicas y patéticas en buena parte de los casos, tristes y oscuras en otros; son catedrales en las que uno puede refugiarse por horas, dispuesto a contemplar los detalles de cada altar o vidriera; y son, por supuesto, monstruos llenos de ripios y defectos, bestias con mil ojos o uno solo, tentáculos y escamas, lenguas venenosas y pedazos de otras criaturas. Y es en todo ello, en esta acumulación de excesos que jamás pierde su orden propio, donde radica su poder y su belleza. 

            El malentendido según el cual durante la gran época de literatura latinoamericana -de la publicación de La región más transparente, en 1958, a La guerra del fin del mundo, en 1981- sólo debía contarse un gran novelista por país, oscureció el hecho de haber vivido una auténtica Edad de Oro. Por fortuna la simplificación comienza a desvanecerse y hoy vemos que en México nuestra "Generación de Medio Siglo" fue en efecto portentosa: a Fuentes, Pitol, Pacheco y Poniatowska, ganadores del Cervantes, hoy se suma justamente Fernando del Paso -para mí, el mayor narrador vivo en nuestra lengua-, sin que debamos olvidar a los ya fallecidos Salvador Elizondo y Juan García Ponce (o a la mejor de nuestras cuentistas: Inés Arredondo). Si ellos tuvieron el arrojo de escribir estos monstruos, es hora de que nosotros nos atrevamos a combatirlos con nuestra lectura y relectura.  

 

Twitter: @jvolpi

 

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27 de noviembre de 2015
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La niebla de la guerra

Es fácil declarar la guerra. Más difícil es librarla y ganarla. El llamamiento a las armas tiene un prestigio épico que la propaganda belicista aprovecha. Bate el tambor y los muchachos le siguen con entusiasmo. Siempre hay un comienzo exaltado antes de la tragedia.

Motivos para declararla no faltan: atacan nuestras capitales, persiguen y expulsan a millones de árabes de sus países en dirección a la tierra prometida europea, pretenden que restrinjamos nuestras libertades y cercenemos nuestras garantías individuales, arruinan los destinos turísticos del área mediterránea, destruyen fronteras y se proclaman soberanos sobre un territorio donde declaran un califato terrorista. ¿Hace falta algo más?

El filósofo de la guerra, Karl von Clausewitz, la definió hace casi dos siglos como ?un mar inexplorado, lleno de rocas (...) que hay que surcar entre las tinieblas de la noche?. De su visión sale la idea de que toda contienda se halla sumergida en una espesa niebla en la que solo los generales más perspicaces y resueltos son capaces de orientarse.

En nuestra época de guerras asimétricas, la niebla desborda el campo de batalla, alcanza a los objetivos estratégicos y penetra en nuestras vidas y nuestro lenguaje. Esa fuerza terrorista, minúscula al lado de las mayores potencias militares, saca ventaja de todo, incluso de las palabras. Primero busca que se le reconozca como un Estado con una fuerte identidad ideológica y religiosa: Islámico. Es decir, el califato mahometano redivivo. Luego reta a sus enemigos: quiere que sus acciones criminales sean actos de guerra y que se le declare la guerra. Tiene para ello herramientas teológicas especiales: el yihad, que libran los muyahidines en cumplimiento del deber religioso de defender la religión verdadera.

La niebla también se cierne sobre la identidad del enemigo. Apenas sabemos quién es y de dónde sale. Entre los suníes es fácil atribuir su nacimiento a la CIA y al Mossad. Quienes se llevan la peor parte conspirativa entre nosotros son los regímenes petroleros del golfo, con Arabia Saudí y Qatar en cabeza. Algo se le atribuye también a Turquía. Y a Bachar el Asad, naturalmente, puesto que se propone dividir a la oposición y convertirla en un enemigo peor que su propia dictadura.

Bajo la niebla, no se distingue entre amigo y enemigo. Y, para colmo, nadie se enfrenta a uno solo, sino que tiene al menos dos. O tres, como Turquía: los kurdos, Bachar el Asad y el ISIS, probablemente por este orden. Para los saudíes, el enemigo principal es Irán y el secundario los terroristas califales que cuestionan su liderazgo islámico. Para Irán, son dos en uno, porque amalgama el ISIS con los sunitas del Golfo. Incluso los europeos tenemos dos, aunque pronto habrá que optar entre El Asad, principal responsable de la destrucción del país y de la oleada de refugiados, y el ISIS, que quiere destruirnos a nosotros.

Para ganar esta guerra, si acaso es una guerra, hay que salir de la niebla estratégica y distinguir bien al enemigo y a quienes pueden ser nuestros aliados. El derribo de un avión ruso por Turquía demuestra que andamos en dirección contraria, hacia donde la niebla se hace todavía más espesa.

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26 de noviembre de 2015
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Últimas noticias de Sergio Chejfec

Jonathan Franzen declaró una vez que, como método de escritura de su novela Las correcciones, hubo días en que se vendaba los ojos y se ponía orejeras y tapones en los oídos para teclear en la máquina; era su forma de concentrarse en la escritura, de "liberar la mente de los clichés". Esa búsqueda de lo sublime da para la caricatura. A eso, prefiero a quienes dejan entrar el ruido del mundo mientras escriben; César Aira, por ejemplo, que trabaja en los cafés entre concentrado y distraído: "He probado escribir solo en casa pero no me funciona tan bien. Ahí veo la pared, lo que veo siempre... Si en el café donde estoy escribiendo entra un pajarito (una vez pasó), entra también en lo que estoy escribiendo".

Se me ocurren estas cosas mientras leo Últimas noticias de la escritura (Entropía; Jekyll and Jill), el nuevo libro de Sergio Chejfec, a medio camino entre la crónica personal y el ensayo. Inspirado por Derrida, Jacques Rancière y Friedrich Kittler, el escritor argentino reflexiona en este libro sobre las múltiples conexiones entre la escritura manual y la digital y va a contrapelo, con lucidez, de aquellos que piensan que, al dejar de escribir a mano, hemos perdido una relación natural con la escritura. Chejfec cree que "la escritura en computadora puede ser increíblemente próxima y envolvente"; tenemos hoy una relación natural con el procesador de palabras, y escribir a mano puede más bien resultarnos muy extraño.

A la condición material, física de la escritura -el manuscrito, el libro impreso--, Chejfec opone la condición virtual de la escritura digital. La composición impresa es más definitiva; Chejfec se decanta por lo que él llama, a partir de Rancière, la "presencia pensativa" de un texto digital, el hecho de que su inmaterialidad le da un carácter más hipotético, menos asertivo, "más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico". La elección del instrumento de escritura, lo sabemos, condiciona también la poética del escritor (Nietzsche: "nuestras máquinas de escritura trabajan en nuestro pensamiento"). La escritura digital influye en la elaboración de un texto: como muestra de la escritura electrónica, Chefjec menciona algunos textos de Agustín Fernández Mallo, Lorenzo García Vega o Carlos Gradín. Aparece así un "verosímil digital", diferente al verosímil agotado del realismo tradicional.  

En la base de todo esto está la pregunta por el aura del original es tiempos de reproducción digital, la condición, digamos, sagrada de un texto. ¿Si no hay manuscritos, si no hay originales, puede haber aura? El aura es una aporía, sostiene Chejfec con acierto: aparece en el momento en que el original puede ser reproducido. Pero el aura se las ingenia para reaparecer: por ejemplo, en las tecnicas de apropiación de Lamborghini -que escribía sobre libros ya publicados--, y también en la forma en que subrayamos y doblamos un libro, convirtiéndolo en original (cada tanto leemos de académicos que recuperan las anotaciones y subrayados de los libros de las bibliotecas de Borges o Foster Wallace). 

Chefjec recuerda la libreta verde donde hace sus anotaciones manuales "inestables", sus días copiando textos de Kafka, y nos pasea por eccéntricos de la escritura, como Santiago Badariotti, que llegó a transcribir en una Remington treinta mil páginas de libros, o artistas de la performance escritural, como Tim Youd, que pasa a máquina clásicos de la literatura (pero no cambia de papel, con lo que el resultado de la transcripción de una novela es "una hoja saturada de tinta"). Chefjec nos hace ver que escribir es una actividad tan natural como extraña.  

(La Tercera, 9 de noviembre 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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25 de noviembre de 2015
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