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Dos historias

Si uno observa la vida entera de los humanos, tras separarnos del padre simio, puede que vea una larga línea de sucesos que se siguen el uno al otro racionalmente: del politeísmo al monoteísmo, del mundo agrícola al informático, de las monarquías a las democracias, y así sucesivamente. Es la historia según Hegel, en la que cuanto sucede no tenía más remedio que suceder. Hay víctimas colaterales, cierto, pero no cuentan para la historia. Es una historia teológica. Siberia, por ejemplo, para Hegel estaba fuera de la historia. Cuando Dostoievski lo leyó en Semipalatinsk rompió a llorar, como cuenta László Földényi en su célebre ensayo. El terrible sufrimiento, la mortal tortura que estaban soportando los condenados, no entraba en la historia, era daño colateral, inevitable para el avance progresista de la historia real.

Nuestro peregrinaje bajo el sol también se puede ver a la manera de Benjamin y entonces comparece la historia trágica. En este otro modelo, empujadas por el huracán del progreso, montañas de cadáveres se van acumulando a los pies del Ángel del Progreso, el cual avanza, pero de espaldas, horrorizado por la carnicería que va lloviendo torrencialmente ante él. Para esta otra historia, el sufrimiento de los condenados en Siberia es el único contenido de nuestra enigmática residencia en el cosmos.

Casi todos los políticos son hegelianos. ¿Qué importancia tiene el hambre, el sufrimiento, la prisión del inocente, la sumisión del pueblo a la idiotez, ante el imparable progreso ideológico de la nación, piensa Maduro? El pueblo revolucionario se satisface con canciones, prédicas televisivas, deportes viriles, o cuando llevan en sus brazos a un recién nacido, creen Maduro y sus seguidores.

Solo Merkel dejó entrar en la historia, es decir, en Alemania, a la tragedia. Un rato.

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19 de enero de 2016
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La filosofía no puede ser útil para una sociedad sustentada en su repudio.

He reiterado aquí la tesis aristotélica según la cual  la filosofía como expresión mayor de la disposición fundamental del ser humano a la simbolización y el conocimiento, la filosofía como activación  de nuestras facultades específicas, carece de otra finalidad que sí misma: "Y puesto que filosofan con vistas a escapar a la ignorancia, evidentemente buscan el saber por el saber y no por  un fin utilitario. Y lo que realmente aconteció confirma esta tesis. Pues sólo cuando las necesidades de la vida y las exigencias de  confort y recreo estaban cubiertas empezó a buscarse un conocimiento de este tipo, que nadie debe buscar con vistas a algún provecho. Pues así como  llamamos libre a la persona cuya vida no está subordinada a la del otro, así la filosofía constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que sí misma" (Metafísica, 982b17-18)

De ahí  la esterilidad de enfrentarse a los detractores de la disciplina mediante proyectos  de una "filosofía" aplicada, una filosofía que acepta estar al servicio de otros fines, una filosofía que no tiene confianza en sí misma que no se ve como expresión  de la  genuina disposición del ser humano y en consecuencia como causa final de una educación que responda a la paideia de los griegos.

Exigencia filosófica es luchar políticamente para que la sociedad posibilite que todo ciudadano esté en disposición de filosofar. Hay que combatir pues a quienes sostienen que el objetivo de la educación es formar ciudadanos susceptibles de adaptarse a un contexto social contingente, por más o menos democrático que este sea (no olvidemos que fue el régimen democrático de Atenas el que  condenó a la cicuta al filósofo). Quizás  la filosofía pueda ayudar a ser mejor técnico, físico o biólogo, pero ello sólo como consecuencia de que tras (más allá de) su práctica, el especialista entrevé que está la filosofía, entrevé los interrogantes mayores a los que se ve confrontada  la condición humana.  Como Marcel Proust decía del arte, la filosofía ha de servir a los ciudadanos, pero sólo puede hacerlo siendo cabalmente filosofía.  Pero ésta de manera alguna puede ser útil para la sociedad sustentada precisamente en el repudio de la filosofía. O aun: al enemigo de la filosofía no se le vence argumentando que la filosofía es útil a sus fines.

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19 de enero de 2016
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David Bowie en la ciudad irreal

La canción que más me gusta de Bowie habla de una casa de locos al otro lado de la ciudad. El mismo Bowie confesó una vez que procedía de una familia de locos. Su hermano, por ejemplo, padecía esquizofrenia. A ese hermano Bowie lo abandonó, como el personaje que interpreta en la película Feliz navidad, Mr. Lawrence, donde un militar británico confiesa haber abandonado a su hermano discapacitado, en circunstancias terribles.

 

 

Feliz navidad, Mr Lawrence es quizá la mejor película de Bowie, que nunca fue un buen actor, quizá porque toda la imaginación y toda la fuerza que ponía en sus interpretaciones escénicas como cantante pop-rock, le abandonaban cuando tenía que interpretar un personaje cinematográfico. Misterios de la naturaleza.

Tenía un ojo de cada calor. Todo empezó la noche en la que uno de sus amigos le dio un puñetazo. Bowie pudo haber perdido la visión, pero tras varias operaciones consiguieron salvar su ojo, si bien la pupila le quedó permanentemente dilatada, haciendo que pareciera de otro color. Bowie se inventó historias mucho más pintorescas para explicar el milagro de su rostro, y en más de una ocasión lo esgrimió como prueba de su naturaleza extraterrestre.

Aunque David Bowie procedía del Swinging London y de finales de los sesenta, como músico llegó a la madurez, a una madurez deslumbrante, a finales de los setenta con la trilogía de Berlín: Low, Heroes y Lodger. En esa época llegué a sumergirme profundamente en su música. Antes de editar Low, Bowie hizo un viaje a Rusia y la recorrió en el Transiberiano. Se notaba aire estepario en sus nuevos discos. Su luz empezó a decaer en los años noventa, en parte porque el mismo David Bowie decidió huir de su propia sombra bajo los cielos de Nueva York y en compañía de una mujer que, según dicen, se parece mucho a la reina de Saba.

 

 

Muerto el héroe y el antihéroe, los que negaban sus últimos discos ahora lo alaban hasta el límite de lo posible. En toda sociedad, la necrofilia siempre ha sido una pasión muy por encima de la tendencia a cantar a los vivos y a la vida. Yo me he limitado a presentarlo como mito, como “relato compartido” por muchas personas que disfrutaron de su música, sus cambios, sus sobresaltos, sus noches a tumba abierta, sus amores de uno y otro signo, y sobre todo de su descubrimiento del verdadero Berlín, más allá de su propia fábula de espías, muros infranqueables y cenizas de la guerra.

En 1987 estuve en Berlín, a los dos lados del telón de acero, en parte por lo atractiva que me parecía la ciudad tras el filtro que le ponían Lou Reed y David Bowie, y en parte porque quería constatar que Berlín era una ciudad real.

Seguramente David Bowie había ido a Berlín por la misma razón. Se trataba de una ciudad que exigía ser constatada, no solo imaginada. Como todas las ciudades apocalípticas y vinculadas a la destrucción, Berlín era pura sustancia mítica. O te acercabas a ella y la tocabas, o te parecía más irreal que Avalón.

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18 de enero de 2016
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Hay vida después de Mas

Artur Mas se ha ido. Un día volverá, dicen algunos, pero son muchos los que le dan por enterrado. Veremos. Los augurios de supervivencia forman parte de la venta de su retirada, facilitada por la plaza vacante que tenía el nacionalismo convergente: su primer ex presidente, el fundador y padre de la patria, no está, ha desaparecido, se ha convertido en el innombrable. La función que se le asigna a Mas es, como mínimo, la que tenía Pujol antes de la confesión de julio de 2104. Es algo así como el presidente emérito. El masismo es un pujolismo que prefiere olvidar su nombre. En todo caso, cuanto mejor le vayan las cosas a Puigdemont menos futuro tendrá Mas o tendrá un futuro más emérito y menos efectivo. Puigdemont lo tiene muy difícil, es verdad, pero a más Puigdemont, menos Mas y viceversa.

Otra cosa es el ?procés?, que se encuentra ahora en una inflexión decisiva, la primera de verdad desde que empezó propiamente, en 2012. Una de las mayores virtudes del independentismo es que vive al día, muy acorde con la sociedad digital e instantánea. En el ?procés? no hay pasado ni futuro, todo es presente. Y si el presente permite sobrevivir, hay proceso, con Mas y sin Mas. La bicicleta solo cae si se para. No tiene memoria autobiográfica y de ahí que no le importe decir y hacer hoy lo contrario de lo que hizo y dijo ayer o de lo que dirá y hará mañana. El último episodio, el más reciente, es quizás el más doloroso. Hasta la noche del jueves 7 de enero Artur Mas rechazaba hacerse a un lado porque se identificaba abierta y directamente con el futuro del ?procés? y a las 72 horas sus panegiristas --los mismos que le habían convencido de que él era el ?procés?-- ya estaban explicando que se equivocaban quienes le identificaban con el ?procés? y en consecuencia daban por perdido a este último.

Es un buen momento, por tanto, para intentar evaluar cómo ha quedado todo tras la caída de Mas. La pregunta malintencionada es si hay ?procés? después de Mas y la respuesta podría ser que sí lo hay, pero que ha cambiado de naturaleza y de dirección. En primer lugar por una cuestión de personas. Aparentemente, los convergentes buscaban un presidente para evitar las elecciones, ganar tiempo ?un año sin posibilidad de disolver el parlamento?y refaccionar el partido a fondo. También librar la batalla sucesoria entre los actuales candidatos: Gordó, Rull, Turull, Homs, quizás Munté y ahora Puigdemont. ¿O no? El presidente neutro puede ser un deseo, pero no existe: una vez se encuentra la persona para la tarea interina e incluso para imaginar el regreso triunfal de Mas, esta persona entra en juego con toda naturalidad y cuenta además con bazas incluso más serias que otros.

También ha cambiado el paisaje político. Mas tenía ante sí la mayoría absoluta del PP. Puigdemont ya tiene aliados en Madrid y en el propio socialismo sin haberse movido, solo por virtud de las elecciones generales. El gobierno y el calendario que recibe Puigdemont pertenecen a la etapa anterior y sobreviven en la actual únicamente como amenaza disuasoria. Los dirigentes del proceso lo saben e incluso admiten en privado, pero evitan hacer doctrina pública: saben que no habrá independencia, pero creen que solo nos moveremos hacia el referéndum o hacia el reconocimiento del Estado plurinacional si mantienen viva la disuasión movilizadora.

¿Vamos hacia la ?paix des braves?, que solo se hace entre duros de ambos bandos? Esta expresión, la paz de los valientes, es del general De Gaulle para referirse a la guerra de Argelia. Aunque Puigdemont es uno de ellos, en cuanto ha entrado en detalles ha mostrado un ángulo de visión estratégica algo más abierto y menos esencialista que la de Mas, al que nadie va a echar en falta a la hora de tender de nuevo los puentes, al contrario: la independencia no es un objetivo en sí misma sino que está al servicio de la gente. Si alguien le demuestra seriamente que las personas estarán mejor servidas con otras fórmulas, estaremos al cabo de la calle.

Cuesta más convencer a un converso que a un creyente de toda la vida.

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18 de enero de 2016
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El Boomeran(g)
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