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El encanto de lo incompleto

Una cosa es lo feo y otra lo imperfecto. La imperfección lleva consigo la falta de complexión o acabamiento pero no necesariamente el error. No es, al cabo, nada insólito para el arte. El arte discurre entre la idea original (prevista o sobrevenida), su esbozo y su gloriosarealización.

Ahora mismo el Met Breuer de Nueva York presenta una exposición sobre el caso de la obra no terminada. Puede parecer una morgue de lo que se comenzó y no culminó pero, visitando en directo sus obras, podría concluirse que lo más atractivo del romance entre el autor y la obra no se encuentra en la relación sexual completa sino en el deseo por alcanzarla.

Varias decenas de obras desde el Renacimiento a la actualidad recorren el episodio de cuadros que por unas u otras razones quedaron históricamente sin terminar.

En ese trance crítico del Met, aquello que cumplió del todo su proyecto aparece con una intención proverbialmente fracasada. Los blancos que se presentan en algunos retratos de Lucian Freud, los emborronamientos sin corregir que definen varios lienzos del pintor inglés Joseph Mallord William Turner son, a simple vista, deficiencias. Sin embargo, si la mirada se deja llevar sin final, lo incompleto, lo inacabado, lo falto de terminación, resulta lo más interesante de la creación.

Todo artista es más en su intención que en su aplicación. ¿Cuadros sin terminar? Precisamente este defecto conduce al efecto de conocer más sobre el cuadro y su pintor. Sería como saber de alguien mediante una autopsia prematura en contraste con saber del artista mediante el frío expediente de la admiración.

Cualquier artista, empezando por los mejores, sufren alguna carencia o malestar en sus vidas, como es fácil de predecir. Un dolor en su salud o en su estado ánimo que cuando entregan la obra certificadamente concluida, se esconde bajo este documento sin corazón.

Todo artista desea amar (a su obra, a su amante, a su paisaje interior) tanto como anhela ser amado en su profesión y en su modesta condición humana. Sin embargo, qué verdad incierta se hace transmitir en la perfección. Lo incompleto, lo medio acabado, lo imperfecto, llevan al artista a una exposición más personal. No sería la mera exposición de su trabajo en el trasunto de la creación. ¿Creación? Está en definitiva es manos de los dioses, que ni sufren ni padecen. La duda, el dolor, la vacilación del autor solo se representan vivamente en la obra por terminar. Con o sin posible solución. En ese intervalo se revelan los problemas. En ese intervalo que todavía no ha logrado el lustre reglamentario se transparenta la pugna del autor contra sí mismo, el lienzo y la Humanidad. O, en definitiva, la exposición del Met Breuer es más que una exposición de pintura. Muestra al ser humano -artista o no- que se revela no en el fin mismo sino en la compleja peripecia de la vida aún sin acabar.

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30 de mayo de 2016
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Guerra al tacón

Es una mala noticia para las feministas metrocincuenta o metrosesenta que se le declare la guerra al tacón, a esos zapatos de altura que Julia Roberts o Kristen Stewart se quitaron en nombre de la libertad, permitiendo que sus delicados calcañares pisaran el alquitrán recalentado de la Costa Azul. Poco mérito tiene la primera con su 1,75 m, y estoy segura que no las hubieran detenido por calzar unas bailarinas, pero las reivindicaciones requieren un lenguaje plástico, un símbolo que contenga dolor y a la vez placer, que tenga foto. El código de vestimenta del festival de cine obliga a las mujeres a llevar tacones. Sin duda se trata de un asunto verdaderamente galante; también los exigen para franquear las puertas de los clubs más privados de intercambios de parejas. Hay en ese caché escénico una voluntad de mostrar la feminidad más exaltada, y por ello la siempre tan masculina organización del evento ha consentido esa línea anacrónica en los requerimientos a sus participantes féminas.
Que en este siglo palpitante los zapatos altos sean un dictado es un disparate con mecha de fuego. Una recepcionista de la firma de servicios profesionales PwC fue despedida en Londres al negarse a ir con tacones. Se presentó su primer día con zapatos planos y el jefe le anunció que tenía que cambiárselos. La chica respondió que aquello era discriminatorio y la echaron. Desde una plataforma on line ha conseguido las firmas necesarias para que el Parlamento británico revise la ley que autoriza a las empresas privadas a dictar el tipo de calzado de sus empleados.
No obstante, hay muchos tacones que son razonadamente elegidos. Sus portadoras sienten un vínculo directo con ellos. Recolocan su cuerpo, arquean la espalda y pisan con eco. Temen tener que pagar pronto impuestos por llevarlos. Cuenta Vicente Verdú en sus deliciosos Enseres domésticos (Anagrama) que “el zapato, en cuanto a eslabón entre tiempos y especies, nunca duerme”. Es una declaración personal e histórica “porque se relaciona con las prendas de primera necesidad”. No negaré que haya una intención de sorpasso en esas directivas que se sostienen sobre stilettos de diez centímetros jornadas enteras, ataviadas de autoridad estética y rigor profesional. Pero el fetichismo erótico sigue pesando en la composición de unas caderas balanceantes. Es Venus en un pedestal. Es el andar de una mujer como ideograma de deseo –por eso funciona con tanta efectividad la pasarela–, la querencia de diversas civilizaciones por elevarse unos centímetros del suelo a riesgo de torturar su pies. A fin de poder amortiguar el dolor y dar rienda suelta al placer, una empresa norteamericana, Thesis Couture, ha reclutado a ingenieros aeronáuticos para patentar la suela del futuro, que permitirá andar sobre prominentes tacones casi flotando, como si pisáramos la Luna. Lo escribe en sus sofismas Vicente Núñez: “Futuro es desobediencia”. Tacones eternos.
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30 de mayo de 2016
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El mapa maldito de Oriente Próximo

No fue un tratado. Tampoco fue un compromiso formalizado en un documento rubricado por las dos partes. Se trata meramente de dos notas dirigidas por el secretario de Asuntos Exteriores británico, Edward Grey, a su homólogo francés, Paul Cambon, y un mapa coloreado. Pero vale como acuerdo, que fue comunicado a los gobiernos de Italia, Rusia y Japón, y muchos historiadores consideran como un tratado con efectos vinculantes que alcanzan hasta hoy mismo y al que se atribuyen casi todos los males que sufre la región.

Las dos notas llevan las fechas del 15 y del 16 de mayo de 1916, ahora acaba de cumplirse un siglo, pero su existencia no se conoció hasta noviembre de 1917, cuando vieron la luz gracias a Lev Trotsky, comisario de Asuntos Exteriores del gobierno soviético recién instalado tras la revolución bolchevique, que las dio a conocer a la prensa moscovita como denuncia del reparto secreto del mundo establecido por las potencias imperiales europeas a espaldas de las poblaciones afectadas, exactamente lo contrario al derecho de autodeterminación propugnado por los bolcheviques y por el presidente Woodrow Wilson.

Ahora hace un siglo la guerra europea se hallaba en su tercer año. Estados Unidos todavía no había entrado en liza. Y Francia y Reino Unido querían reforzar su alianza con el reparto de los despojos del imperio otomano, específicamente en la región donde el legendario T. E. Lawrence estaba preparando la revuelta árabe contra la Sublime Puerta. Unos y otros tenían el ojo avizor a una materia prima que prometía mucho, el petróleo, con la idea de trazar una línea que abriera paso a un oleoducto desde las primeras explotaciones en Mosul hasta el Mediterráneo.

Los artífices fueron dos diplomáticos sin aspiraciones de pasar a la historia, pero que terminaron dando su nombre al acuerdo. Si Potsdam y Yalta, lugares de celebración en 1945 de las conferencias de los aliados al término de la Segunda Guerra Mundial, fueron los emblemas del reparto del mundo en áreas de influencia entre Moscú y Washington, en el caso de Oriente Próximo tras la Primera Guerra Mundial este papel lo jugaron los nombres de estos dos personajes de biografía anodina: un aristócrata, militar y diplomático inglés, Mark Sykes, por parte de Londres, y un abogado y diplomático parisino, François George-Picot, por parte de París.

Sykes-Picot es un ejemplo de diplomacia secreta en un escenario de guerra, que busca ante todo el equilibrio geopolítico entre los que se presumen protagonistas de la paz. Pero más importante que los contenidos del acuerdo es la leyenda conspirativa tejida a su alrededor. Según el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, no hay conflicto en la región que no esté diseñado hace cien años con estos acuerdos. Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos, ha atribuido las actuales dificultades en Siria e Irak ?a la creación de estados artificiales compuestos de grupos étnicos, religiosos y cultural totalmente distintos?. Precisamente ahora, con el centenario, los yihadistas del ISIS quieren ?clavar el último clavo en el ataúd de la conspiración de Sykes y Picot?.

Según el geógrafo Michel Foucher (revista Telos, mayo de 2016), probablemente el primer especialista mundial en la historia de las fronteras, menos de 700 kilómetros de los 14.000 que conforman los trazados actuales, salen de Sykes-Picot. Las potencias extranjeras participaron en su delimitación en una proporción muy inferior a lo que dice la leyenda: el 16 por ciento se debe a la intervención francesa, el 26 por ciento a la británica, el 14?5 a la rusa y el 29 a los otomanos y a sus sucesores turcos.

Ni siquiera lo que se atribuye a Sykes-Picot está en los documentos, cuyas conclusiones solo se aplicaron en parte en los tratados y conferencias que sellaron la Gran Guerra. Las líneas artificiales atribuidas al oscuro tratado pertenecen en realidad a la conferencia de San Remo de 1920, en la que se produjo el auténtico reparto.

El acuerdo ahora centenario, del que surgieron cuatro estados nacionales (Líbano, Irak, Siria y Jordania), es solo el emblema de aquella partición, en la que cuentan al menos dos documentos diplomáticos más de similar trascendencia. Uno es la correspondencia cruzada en 1915 y 1916 entre el jerife de La Meca Hussein ben Ali y el alto comisionado británico para Egipto, Henry McMahon, por el que se atribuye a la dinastía hachemita el liderazgo árabe en la región. El otro es la Declaración Balfour de 1917, contradictoria con la anterior, en la que el secretario de Estado británico Arthur Balfour reconoce el derecho a establecer en Palestina ?un hogar nacional para el pueblo judío?, de la que surgirá Israel, el quinto y más polémico de los Estados con fronteras de la marca Sykes-Picot.

Tres de los jugadores del actual tablero de Oriente Medio tienen especial empeño en la nulidad de aquel acuerdo. Turquía, porque el reparto se hizo a su costa, como potencia derrotada en la guerra. Los kurdos, porque son los más interesados en un rediseño de fronteras que les permita existir como nación independiente sobre territorios actualmente de Siria, Turquía, Irak e incluso Irán. Y finalmente, el yihadismo terrorista, porque tiene la pretensión de borrar las fronteras estatales y establecer una comunidad islámica internacional dirigida por el califato islámico.

Parece claro que la revisión de Sykes-Picot, si fuera posible, produciría mayores daños que los que se pretende resolver. La idea de que hay fronteras naturales sobre las que se asientan naciones eternas étnica o culturalmente delimitadas es una fantasía esencialista decimonónica que conduciría a la fragmentación de Oriente Medio en un mapa ingobernable con decenas de micro estados, cada uno con sus correspondientes irredentismos y sus rivalidades vecinales. La causa de los actuales problemas, según el historiador francés Henry Laurens, no son las fronteras artificiales sino la falta de democracia. ?La UE se ha podido construir ?ha declarado recientemente al diario libanés ?L?Orient-Le Jour?- porque se trataba de un movimiento democrático con consultas regulares a la población en cada etapa?.

Si algo está claro en el centenario de Sykes-Picot es que son las potencias regionales, es decir, Turquía, Irán, Arabia Saudí e Israel, y no las viejas potencias imperiales europeas o la superpotencia americana, las que deben devolver la paz a la región. Y no mediante la refacción de las fronteras a través de acuerdos secretos, sino con la difícil, improbable y lenta ?fórmula europea? que da voz democrática a las poblaciones a la hora de superar las fronteras nacionales.

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30 de mayo de 2016
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Un héroe de nuestro tiempo

Cuando era niño, le fui a comprar el periódico a mi padre. Mientras caminaba hacia casa, anduve ojeando un poco el rotativo y me fijé en el anuncio de una película rusa titulada Hamlet. Ya en casa, le pregunté a mi padre quién era Hamlet. Mi padre me miró sorprendido y dijo:

-Pero hijo, ¿no conoces al príncipe de Dinamarca?

-Pues no -respondí indignado. ¿Acaso tenemos contactos con la aristocracia internacional?

-Quizá cuando lo conozcas se convierta en uno de tus mejores amigos- acabó diciendo mi padre.

No se equivocó. Años después, cuando pude leer por primera vez Hamlet, me quedé fascinado con el príncipe danés. Hamlet no es hombre de muchos amigos, pero a mí me incluyó enseguida en su círculo.

Hamlet es el héroe más paradójico de Shakespeare. Hamlet lo sabe todo y, con un voluptuoso resentimiento lleno de negrísima bilis, se calla, como monje devoto de la mortificación, o como un irónico absoluto.

Hamlet es la ironía límite, o la ironía en el límite mismo de lo posible, y practica un sarcasmo tan forzado como envenenado, que le vuelve más loco todavía.

No es que no hable porque no puede, es que no sabe cómo expresar, en lenguaje ordinario, todo lo que sabe y siente. Está atónito al principio, y al final conquista la "catatonia": la física y la mental. Su suerte estaba más que echada.

Entre los héroes del pasado, cuyas vidas nos sabemos de memoria, Hamlet es el que más se parece a nosotros, y justamente por eso su figura empezó a valorarse de verdad a finales del siglo XIX y principios del XX, y todavía en los años veinte Eliot, lector agudísimo, aseguraba que Hamlet era un bodrio artístico.

Ironías de la vida y del teatro... Antes no entendían a Hamlet, al oscuro, divertido y escurridizo Hamlet: les parecía demasiado incoherente, demasiado impertinente, demasiado indeciso, demasiado loco. Les parecía un héroe de nuestro tiempo y, no queriendo pecar de anacronismo, dejaron que lo reivindicaran los hijos del existencialismo y las dos guerras mundiales.

Y fue así como llegó hasta nosotros su desgarbada figura declamando continuamente su celebre cuestión, que algo tiene que ver con la cuestión de Descartes, que existía porque pensaba. Ser o no ser, he ahí el dilema. Pensar o no pensar, he ahí la cuestión, la única cuestión real de la conciencia.

Coleridge, que tenía una visión muy neurótica del príncipe danés, decía que lo único que le ocurría a Hamlet era que, a diferencia de los que le rodeaban, tenía un mundo propio del que no le apetecía salir. Lo que equivale a calificarlo de autista. No creo que sea ese el problema. Hamlet es la soledad del que sabe que el mundo es no-mundo. Hamlet es el absurdo de nuestros días.

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30 de mayo de 2016
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American Smoke. Viajes al final de la luz

Como él dice de sí mismo en varias ocasiones, Iain Sinclair es un mitómano y como tal un obsesivo recopilador de rastros. Lo mismo le da que dichos rastros sean físicos o mentales  y que la huella la haya dejado uno de sus personajes o sea inventada por él mismo. Lleva toda la vida tomando apuntes, emborronando libretas de notas y atesorando reliquias (“Las reliquias son la verdadera autobiografía”, dice en algún momento) y si no tiene más es porque “carece de posición” para pagar las sumas indecentes que se piden por las más valiosas.

                Pero atención porque él mismo es un mito (lo que aquí se ha dado en llamar un escritor de culto) y no solo sabe que se debe a sus seguidores sino que sabe también que está obligado a dar lo mejor de sí y a no  mostrarse inferior a nadie. Aunque  su viaje a América en realidad  es una especie de peregrinación algo tardía en busca de las reliquias que aún queden vivas de sus grandes ídolos de juventud (Charles Olson, Jack Kerouac, Allen Gingsberg, William Burroughs, Gregory Corso, etc) no por ello Sinclair renuncia a su sentido crítico ni a utilizarlo, como acostumbra, en plan estilete a veces insidioso. Y dice de los beat: “Lo que nunca habíamos captado cuando éramos estudiantes en Dublin era lo tribal e interconectada que estaba en realidad la escena contracultural americana: todo el mundo conocía a todo el mundo, todo el mundo follaba con todo el mundo […] Y todos tenían planes de  pensiones […] Los beats de la primera generación de los años cuarenta se habían acostado todos con todos en algún momento, en una cápsula convulsa de favores e intercambios, permutaciones que ahora [se refiere al momento de su viaje a América] eran catalogadas y exhibidas como reliquias sagradas con impías etiquetas de precio”.

                A esa simultánea demostración de distancia y devoción, se le une la celebrada capacidad de Sinclair para unir en un solo aliento informaciones relativas a hechos, personajes y épocas tan dispares que se necesita estar muy atento para no perderse en los vericuetos de las elipsis. Por ejemplo, cuando visita a Burroughs en su casa de California le basta ver sobre una mesita un ejemplar de Palimpsesto, de Gore Vidal, para que se le ocurra un torrente de información heterogénea y rusiente pero que él ofrece en plan de rápidos mandobles contra unos y otros: “Me había olvidado que a Burroughs le había gustado el jovencito chulesco de la foto de autor de la sobrecubierta de El juicio de Paris […] un muchachito majo y pulcro […] con el que se había ido una noche de copas [...] antes del rollo de una noche que Kerouac había tenido con Vidal en el Hotel Chelsea. Norman Mailer, que lo leía todo en escabrosos términos psicosexuales post-hemingwayianos, decía que cuando Vidal “desvirgó el esfínter de Jack,” lo lanzó a un vórtice de alcoholismo y autocompasión del que no se escaparía nunca”.

También es muy vistoso su apunte sobre Gregory Corso, aunque se podría poner una docena de ejemplos similares: “Corso mangaba lo que podía  de sus amigos para llevárselo a los tratantes de libros de Nueva York que cuidaban de él, le daban un sitio donde vivir y le iban a buscar la heroína”. Ni compasivo ni protector pero tampoco en busca del sensacionalismo: ese tipo de apuntes, que parecen sacados directamente de sus libretas de viaje, son como latigazos marca de la casa.

                 Tampoco es que sea todo el libro así, pero Kerouac es uno de sus favoritos y aunque el capítulo que le dedica es unos de los más intensos, al mismo tiempo Sinclair no cierra en ningún momento los ojos ante el grotesco espectáculo económico que terminó montándose en torno a los beatniks y al que no fueron en absoluto ajenos sus representantes más venerados, incluyendo al propio Kerouac. Ahora recuerdo el acierto de una página dedicada a los epitafios que el New York Review of Books atribuía a diferentes escritores notables y a otros personajes de la vida intelectual norteamericana de la época. En la lápida de la tumba de un escritor beatnik se leía: “Antes muerto que publicado”.

En cambio son muy notables las páginas dedicadas a Charles Olson, el alma mater del mítico Black Mountain College, probablemente el vivero de poetas y pensadores más importantes de la historia literaria norteamericana, pues como maestros o alumnos estuvieron íntimamente vinculados a aquella institución gente de la talla de Josef  Albers, John Cage, Merce Cunningham, Wilhem de Kooning, Walter Gropius, Robert Rauschenberg, Buckinster Fuller, Robert Creely o Ed Dorn. Sinclair no solo conoce a fondo al Black Mountain College (hoy tristemente arruinado y reducido a residencia de estudiantes) sino que mantiene con Olson una intensa relación personal  que no parece haber quedado afectada por la muerte de Olson en 1970. Es muy emocionante la imagen del poeta que va surgiendo según el buscador de rastros se mueve de aquí para allá pisando los paisajes que él pisó, entrando en las tabernas que él frecuentó o hablando con gente que todavía puede contarle cosas de él y ofrecerle algún aspecto de él que no conocía (e incluso alguna edición inencontrable hasta para un rastreador de primera). Al lector le cabe la posibilidad de hacer una aportación personal a la creación que realiza Iain Sinclair visionando en Internet la lectura que hace el propio Olson de Maximus to Gloucester, Letter 27 : más que una lectura parece que Olson le esté haciendo a su auditorio una especie de ofrenda íntima y apasionada de ese poema excepcional.

                Es mucho más limitada en cambio su captura de Roberto Bolaño. Da la sensación de que conocía más al poeta chileno por su biografía o por los ecos de su leyenda post mortem  que por haber establecido una relación tan profunda y fructífera como la que tuvo con Olson y algún otro de sus ídolos.

 

American Smoke. Viajes al final de la luz

Iain Sinclair

Traducción de Javier Calvo

Alpha Decay

 

 

 

 

 

 

 

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30 de mayo de 2016
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Sin frenos ni tacones

Produjo un vicio complaciente el admirar a esas dos mujeres fuertes y encantadoras, Thelma y Louise, paladear su vehemencia, fraternidad y empatía, incluso en el dolor. Se erigieron en dos heroínas comparables al más bravo de los machos en busca de adrenalina, hasta el extremo de ser enaltecidas –no tanto las actrices como sus personajes– y reventar las taquillas (más de 45 millones de dólares solo en EE.UU.). Cuántas veces, al contemplar a una pareja de mujeres con gafas de sol y al volante, hemos dicho: “Parecéis Thelma & Louise”. El ansia de libertad que exhalan deja en segundo plano su final, una feliz tragedia.
En ese Cannes tan glamuroso y controvertido se acaba de celebrarse el 25.º aniversario del film. El premio Women in Motion reunió a Susan Sarandon –actriz todoterreno que igual arremete contra Woody Allen que declara su deseo de rodar porno femenino– y Geena Davis, estandarte de una feminidad de mejillas sonrosadas y labios carnosos. Juntas celebraron la mitificación de un film que aúna victoria y derrota con exaltación whitmaniana y que le valió un Oscar a su guionista, Callie Khouri, el primero obtenido por una mujer en solitario. La crítica saludó la versión femenina de un género fundamental en el cine norteamericano como las road movies, películas de compañerismo y fuga, de almas inconformistas que resoplan contra lo establecido. Buena parte de las feministas valoraron que Thelma & Louise alcanzaran lo que los existencialistas llamaron trascendencia: “Habiendo experimentado lo que supone tomar sus propias decisiones, no están dispuestas a renunciar a esa libertad. Una decisión extraordinaria que ennoblece a Thelma y Louise, los personajes y la película”, sentenció Linda López McAlister, en Feminist Film Reviews.
A pesar de que sus protagonistas acaben despeñándose voluntariamente por el Gran Cañón, no cabe entender la cinta como apología del suicidio. Pero ahí está el vértigo tan liberador como autodestructivo. La determinación de no volver atrás. Una decisión que nos remite al club de las escritoras suicidas que prefirieron abandonar en lugar de aflojar. O cuya locura fue mortal. En 1941, Virginia Woolf se llenó los bolsillos de su abrigo de piedras de todos los tamaños, rumbo hacia el río Ose. Le dejó una carta a su marido, Leonard. “No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo”. Ella oía voces y no quería sufrir más. En 1963 Alfonsina Storni se dejó llevar por las aguas de un mar embravecido; en su último poema había escrito: “Si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido”. Se trataba de un dolor difícil de sobrellevar: el ánimo negro, los neurotransmisores en fuga, un pesar por ser criaturas atravesadas de melancolía y abismo. Sylvia Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik antes de tomarse un frasco de barbitúricos: “Sucede que oigo que la noche llora en mis huesos”.
Sarandon aprovechó ese Cannes misógino donde las prostitutas de lujo tienen la agenda llena y las mujeres siguen siendo minoría en las películas –en Hollywood nueve de cada diez estrenos han sido realizados por hombres– para arremeter contra la industria del cine: “Hoy no se hubiera filmado esta película”, dijo. Robin Wright ha conseguido equiparar su salario con el de Kevin Spacey en House of cards peleando. No ocurre con la mayoría, actrices que viven en precariedad, sin voz ni papeles y que no pueden permitirse mostrar sus pies ennegrecidos sobre la alfombra roja de La Croisette como hicieron Julia Roberts y Kristen Stewart. Los tacones se erigieron en símbolo de opresión en un momento muy Thelma & Louise. Aunque puede que sea mucho más eficaz y elegante no bajarse de ellos: basta con encontrar tu horma.
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28 de mayo de 2016
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Experiencias cutáneas

 

 

Pertenezco a una familia de leprosos. Sí, pertenezco a una familia de leprosos, o al menos así lo consideré durante toda la infancia. Mis primas Las Cacharritas podían bañarse en la piscina pero no su hermano que, al reblandecerse, dejaba buena parte de la epidermis, y quizá de la dermis, flotando sobre unas intensamente cloradas aguas. Hablo de la década de los cuarenta, de la piscina de la casa de veraneo de mis tíos Higinio y Consuelo (hermana de mi padre), del pueblo barcelonés llamado entonces Caldetas y de mi primo político, hijo de un hermano de mi tío Higinio . En cualquier caso, el niño, del que no recuerdo su verdadero nombre (a nivel interno era conocido por El Leproso), pertenecía de modo indiscutible al sector menos influyente de la familia. También, en aquellos años, volví a ver despojos flotando, gracias a una excursión al santuario de Lourdes organizada por el colegio de San Ignacio donde cursaba Preparatorio: sumergían a los enfermos en unas sombrías piletas que, quizá por eso, por el color mate de la superficie, permitían ver las pústulas y otras excrecencias arrebatadas de aquellas pieles amarillentas. Finalmente, el balneario de La Puda de Montserrat, ahora en ruinas, fue el tercero y definitivo escenario en el que se me permitió ver tamaño espectáculo: mi abuela materna Carmen tomaba las aguas y, en una visita dominical realizada con mi padres, aproveché el sopor en que los adultos se sumían tras la copiosa y renombrada comida para escaparme del férreo control y recorrer a la carrera el laberíntico edificio hasta llegar extenuado a una especie de galería que, como los anfiteatros de los quirófanos, permitía observar la zona de baños en la cual, en ese momento de lógica ausencia de bañistas, unas empleadas, que por su atuendo me parecieron monjas, pasaban sobre el agua inmóvil unos artilugios con los que recogían como cáscaras de fruta que iban echando dentro de pequeñas palanganas.    

 

 

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28 de mayo de 2016
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La ópera del malandro

Hasta hace poco hablábamos de Brasil como el ejemplo de un país donde la izquierda gobernaba de manera más que exitosa. Lula da Silva, un obrero metalúrgico entrenado en las fraguas sindicales, había conquistado a puro pulso electoral la presidencia; y sus programas sociales lograron que amplios sectores de población dejaran la pobreza para incorporarse a la clase media. Treinta millones de personas que vivían en la "economía sumergida", pasaron a tener un salario formal, nada menos que un quince por ciento de la población.
Estos programas de asistencia no contradecían a la economía de mercado, que seguía funcionando a plenitud para felicidad de los empresarios, entre ellos quienes talaban la selva amazónica para sembrar soya y venderla a China; y, por primera vez, el crecimiento sostenido parecía ser obra de la continuidad, pues Lula no había hecho tabla rasa de las políticas de su antecesor Fernando Henrique Cardoso, como suele ocurrir en América Latina a cada cambio de gobierno.
Lula, en la cima de la popularidad, pudo escoger como sucesora a una antigua guerrillera urbana, encarcelada y torturada por la dictadura militar. Dilma Rousseff era la heredera de un modelo exitoso, a la cabeza de un país que se colocaba entre las diez economías más grandes del planeta, listo para colarse entre las cinco mayores, al lado de Estados Unidos, China e India, y que reclamaba un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Nadie metió nunca a Brasil en el saco de los gobiernos populistas fallidos, y era fácil hacer comparaciones con Venezuela, donde más bien la pobreza seguía creciendo. Hasta que comenzaron las protestas masivas en las semanas anteriores al Mundial de Futbol de 2014. Millones salieron a las calles en más de 200 ciudades pidiendo la renuncia de la presidenta.
Es cierto que la economía se había desacelerado, y que el tiempo de las vacas gordas llegaba a su fin, trayendo inflación y desempleo. Pero el edificio, que de lejos lucía firme y entero, comenzaba a venirse abajo, sobre todo porque lo carcomía la polilla implacable de la corrupción, escándalo tras escándalo que llegarían a alcanzar al propio Lula y a su círculo más íntimo, y del que no se escapan tampoco los líderes de los partidos de oposición, diputados y senadores.
Todo comenzó desde entonces a parecerse a la Opera de Malandro, el musical de Chico Buarque de Holanda que tiene por personajes a los arribistas y buscones del dinero fácil salidos de los bajo fondos. Estos otros, más conspicuos, se atropellan en la carrera para hacerse millonarios de la noche a la mañana.
En las cámaras legislativas, donde la presidenta Rousseff fue desaforada, la cuchilla pende sobre las cabezas de más de la mitad de diputados y senadores, acusados de delitos de corrupción, y hasta de narcotráfico y homicidios, según la organización independiente Transparencia Brasil.
Un alegre y ruidoso escenario de vodevil. Hay en ambas cámaras 28 partidos políticos, que los electores no saben distinguir porque tienen nombres muy parecidos, entre los que se repite la denominación "cristiano", pues no pocos son apéndices de sectas religiosas. El payaso Tiririca ganó su asiento de diputado con un mensaje electoral simple: "¿qué hace un diputado? La verdad no lo sé, pero si votas por mí, te lo diré".
La sesión donde se desaforó a la presidenta Rousseff fue un reality show insuperable, transmitida en vivo y seguida como si fuera un partido de fútbol, cada voto cantado a viva voz, en versos rimados o en prosa, y dedicado a "la familia cuadrangular", a la secta evangélica de pertenencia, a la madre querida, al hijo por nacer, al cumpleaños de la tía solterona. Y a los torturadores del tiempo de la dictadura.
Con voz llena de emoción, el diputado Jair Messias Bolsonaro, quien ha cambiado siete veces de partido, y aspirante a la presidencia de la república, evocó el triunfante golpe militar de 1964, al emitir su voto "por la familia, por los niños inocentes en las aulas de clase, contra el comunismo, por nuestra libertad...por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Dilma Rousseff...". El coronel homenajeado dirigió durante la dictadura militar un centro de tortura, y al llegar la democracia fue procesado y condenado.
Brasil sigue siendo un país promisorio, diverso, creativo y sorprendente. A los jueces toca apuntalar ahora el edificio de la democracia con más electores en América Latina, metiendo en cintura a los malandros.

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27 de mayo de 2016
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