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La lista de Caimán

Salvo la de la compra, inapelable, todas las listas corren el riesgo de ser injustas o equivocadas. Pero ¿qué haríamos nosotros, pobre mortales, sin esa lotería de Babel para distraernos y vivir la ilusión de que nuestros designios son trascendentales? Al celebrar sus primeros cien números, publicados en los nueve años trascurridos desde que, a principios de mayo de 2007, apareció la revista entonces llamada Cahiers du cinéma España y hoy conocida como Caimán Cuadernos de cine, el equipo que la dirige con empeño y solvencia ha tenido -entre otras actividades programadas- la iniciativa, nunca antes hecha en nuestro país a tan gran escala, de pedir a 350 personas vinculadas de una u otra forma al cine, su lista de las diez mejores películas de la historia del séptimo arte español. El cuadro de honor resultante, en algunos casos con explicaciones o justificaciones de los votantes, depara sorpresas.

   ‘Viridiana' de Buñuel resulta ser la mejor de todas, a trescientos puntos de diferencia de la segunda, ‘El espíritu de la colmena', seguidas ambas por dos títulos de Berlanga, ‘El verdugo' y ‘Plácido'; la quinta, sin embargo, constituye un acontecimiento ‘epocal', como dicen los mejor hablados. En 1979, cuando se vio de tapadillo en el desaparecido cine Azul de Madrid, ‘Arrebato', de Iván Zulueta, fue defendida a ultranza en la prensa por tres o cuatro personas, entre las que me cabe el orgullo de haberme contado, mientras la plana mayor de la crítica la ignoraba, la vituperaba y poco menos que pedía su prohibición. Zulueta murió a finales de 2009 apartado de la creación cinematográfica, como lo están, a su pesar, Jaime Chávarri (cuya obra maestra ‘El desencanto' logra el puesto número diez), Erice, Mario Camus, Patino o Regueiro, entre otros directores que encabezan el cómputo de los más votados.

   La lista de Caimán da que pensar. Varios de los consultados votan con frivolidad, y nadie se lo podrá reprochar, pues nada hay más veleidoso que ponerle puntos y orden de preferencia a las obras artísticas. Pero no todo es capricho, olvido o diseminación de preferencias, como la que sufre, y no es el único, el para mi gusto mayor cineasta vivo de nuestra historia, Manuel Gutiérrez Aragón, votado por muchas de sus películas sin que ninguna aparezca entre las cien mejores. Inaudito.

   Mas allá de la flagrante injusticia de estas competiciones, el tiempo y las modas dejan mella. Directores nuevos de calidad más que dudosa son entronizados en la lista, en algún caso votados en masa por sus paisanos. El cine también produce, como es lógico, su ‘prêt-à-porter' de temporada. Pero el tiempo sirve asimismo para hacer justicia poética, y esta es una de las virtudes de la lista de Caimán. Zulueta es aquí sacado oficialmente del purgatorio de una España negra y cateta que no podía tragar el perfil escabroso de sus historias, y a la vez encontramos a otros olvidados en razón de su pertenencia al bando triunfador de la guerra civil. El más grande de todos ellos fue en mi opinión Edgar Neville, aristócrata y franquista libertino, cuya filmografía es encumbrada en la votación, con dos magistrales obras entre las primeras cuarenta y varias más incluidas en la pedrea de las menciones.    

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14 de junio de 2016
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La soledad de Bombillón

Se cumple ahora un año de la muerte de Bombillón. Bombillón el fotógrafo. El fotógrafo animalista del que conservo dos obras suyas, dos retratos estremecedores. El primero es un plano frontal de un alacrán cebollero, esa bestia menuda, vigorosa, que remeda a la perfección a un perro de presa y de la que Bombillón era admirador irreductible, en parte, según me dijo, porque gracias a ella consiguió el único notable en sus estudios al enumerar, en un examen de ciencias naturales en que se pedía citar un insecto ortóptero, varios de los nombres que recibe en nuestra patria: alacrán cebollero, cortón, grillo real, grillotalpa, y otros que ya no recuerdo. El segundo es terrible. Un caracol recién aplastado pero aún vivo es devorado por una gran babosa negra y una caracola, ese gasterópodo del que se acostumbra a encontrar su concha cónica vacía pero que rara vez se puede ver completo y menos en labores canibalísticas. Bombillón dejaba su alma en las imágenes. La soledad suicida del alacrán cebollero, salido de la cuneta herbosa tras la tormenta e inmortalizado en el punto en el que se dispone a cruzar la carretera, y la soledad indefensa del caracol de huerta con la cáscara hecha trizas y un resto de vida débil ofrecida a la voracidad de dos teóricos amigos de la familia, eran formas de su soledad. ¿Nos estará fotografiando, como nuevos animalejos, desde la soledad celeste? 

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14 de junio de 2016
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El arroz y el reloj

Le pregunté hará unos tres meses a Pablo Iglesias de dónde había salido lo de “tictac”, esa onomatopeya a la que durante un tiempo se aficionó, y respondió que fue “completamente improvisada” en un tren rumbo a Valencia, mientras preparaba un discurso. El traqueteo y el ruido de un reloj al escaparse se acoplaron. Tictac. Presión. Le sonó bien y empezó a repetirlo. El mensaje de Iglesias caló rápido en el disco duro de sus seguidores. Se sintió aludido el estudiante que amasa con dientes los últimos minutos antes de entregar el examen con el que se juega el futuro, o la familia apretada en una casa de sardinas forrada de ultimátums. La sensación de ir contrarreloj provoca un tipo de sed que se enrosca en el fondo de la garganta, una sequedad punzante, la certidumbre de que el tiempo corre contigo dentro.
Que se lo pregunten a las mujeres, que han tenido que soportar esa imagen tan propia de Alicia en el país de las maravillas, con un conejo que las persigue agitando el llamado reloj biológico mientras ellas se preguntan si de verdad existe. Si es la naturaleza salvaje, la que puja por engendrar vida, o bien responde al mandato cultural, aquel empeñado en sostener que una mujer sin hijos es una mujer frustrada. “Las mujeres en muchos momentos y lugares han sentido la presión de tener hijos. Pero la idea del reloj biológico es una invención reciente. Apareció por primera vez a finales de 1970”, asegura la escritora Moira Wiegel en su nuevo libro Labor of love: The invention of dating del que esta semana adelantó una entrega The Guardian. “La idea de que ser mujer es una debilidad está incrustada en el fondo del término reloj biológico”.
Es curioso que un concepto acuñado para describir los ritmos circadianos acabara acotado al territorio de la fertilidad, señalando una limitación y a la vez cierto histerismo. Algunas feministas no han querido contemplar esa llamada de la naturaleza, que otras han asegurado sentir en forma de deseo totalizador. Las hay que consideran el reloj un cuento sexista, una cortapisa a la libertad de las mujeres, ya que los hombres parecen excluidos de la bomba del tiempo para ser padres. Nadie les dirá que se les pasa el arroz, ni los azuzará para congelar sus espermatozoides como a ellas sus óvulos, a fin de no dimitir de sus expectativas de género.
Periódicamente aparece un santón dispuesto a resolver la cuadratura del círculo de la feminidad. El último ha sido el presidente turco, Erdogan, quien ha asegurado que rechazar la maternidad y las tareas del hogar supone para la mujer “perder su libertad”. “Le falta algo y es mitad persona”, afirmó sin pestañear. La cuenta atrás se sirve en todos los formatos posibles, desde la edad para dejar de llevar minifaldas hasta la de volar en parapente. Y un invisible metrónomo de cuerda se empeña en marcar el compás a las mujeres, como si no supieran leer la partitura de su propia vida.
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13 de junio de 2016
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Es una falsedad asegurar que las masas sólo aceptan mensajes simples

Los principios que formuló Goebbels acerca de la propaganda siguen pesando sobre nosotros, en parte porque son errores absolutos, y pertenecemos a una cultura que insiste en sus errores con una necedad angustiosa.

Uno de los tópicos que más se corean a ese respecto es el de que “la capacidad receptiva de las masas es limitada”, pero ocurre que las masas están compuestas de individuos. ¿La capacidad receptiva de los individuos es limitada? Hasta cierto punto, y en cualquier caso, no tan limitada como decían los nazis y todos los que siguen sus enseñanzas a ese respecto, y que son muchos, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda.

¿Si la capacidad de las masas y sus individuos era tan limitada para los nazis por qué se dedicaron a quemar libros que no se distinguían precisamente por su simpleza? ¿Tenían miedo de que las masas, presuntamente tan limitadas, los asimilaran mejor que el mismo Goebbels?

¿Cuando las masas escuchan obras capitales de Händel o Beethoven podemos decir que su capacidad de comprensión es limitada o más bien alcanza límites que sobrepasan la propia masa?

Los políticos que sólo se dedican a trasmitir mensajes simples (de una simpleza próxima a la deficiencia mental) siguen evidentemente los principios de Goebbels. Trasmiten a las masas su propia simpleza mental. Arrojan sal sobre la tierra, y sal sobre las cabezas de quienes les escuchan. Al parecer ignoran que las masas están compuestas de individuos llenos de vida y de conciencia.

El buen orador puede dirigirse a masas muy amplias sin recurrir a los mensajes simples y simplificadores. El buen orador se dirige a cada individuo de la masa más que a la masa en sí. Por eso evita los lugares comunes, las ideas recibidas, las simplezas y las bajezas de toda índole. Y sabe pasar del lenguaje confidencial a las ideas generales con naturalidad y delicadeza. Sabe que el susurro puede ser mucho más eficaz que el ladrido.

Desde mi agnosticismo recuerdo el sermón de la montana del Evangelio según San Mateo. Se trata del discurso más masivo de Jesucristo, y curiosamente también el más contradictorio y el más complejo. Todas las formas de persecución y desdicha se dan cita en él, y cada individuo de la masa que escucha siente las palabras del orador atravesando su mente y su corazón. El hombre de Nazaret habla a cada individuo en particular.

Gracias a esa forma de hablar, no es el individuo el que se disuelve en la masa, es más bien la masa la que se disuelve en el individuo y en él desaparece. Queda la palabra llegando a cada ser en toda su pureza y en toda su complejidad. Desaparecen las simplezas fuera de lugar: desaparece la odiosa y esterilizadora propaganda: esa técnica que convierte el verbo en excremento y las palabras en monedas baratas sin cruz y sin cara. Alabanzas al vacío que el buen orador evita como la peste para así llegar de verdad a las almas vinculadas a la masa, y a la masa vinculada a las almas.

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13 de junio de 2016
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Desmemoria maoísta

Nada que celebrar. En los próximos diez años habrá muchas ocasiones para evocar los hechos que ocurrieron hace medio siglo, pero es muy dudoso que las autoridades chinas quieran conmemorarlos. No lo han hecho ahora y no se puede esperar que lo hagan en el futuro.

La Gran Revolución Cultural Proletaria empezó oficialmente el 16 de mayo de 1966, hace 50 años, con una notificación secreta de la dirección del Partido Comunista, que solo se difundió entre los cuadros superiores, a los que se conminaba a sofocar una conspiración para instalar la dictadura de la burguesía. Su primera expresión pública fue un editorial del Diario del Pueblo quince días más tarde, titulado ?Echemos todos los monstruos y demonios?, en el que se urgía a la denuncia de los burgueses y los contrarrevolucionarios que querían conducir al país de nuevo al capitalismo.

Más ocasiones para el cincuentenario. La foto de Mao, con 72 años, chapoteando en el Yang Tse, en la que se demostraba las dotes olímpicas del Gran Timonel, este próximo julio. En agosto, la primera concentración de Guardias Rojos, alentados por las soflamas de Mao, en la plaza de Tiananmen. Para 2017, los 50 años de la purga de Liu Shaoqi, primer traidor revisionista y heredero designado de Mao. Para 2021, el cincuentenario de la muerte de Lin Biao, sucesor del sucesor liquidado, en un extraño accidente aéreo cuando se fugaba hacia la maldita Unión Soviética. Zhou Enlai lloró cuando se vio como número dos del régimen, el puesto más peligroso durante la Revolución Cultural. La última ocasión para esas conmemoraciones que incomodan en China y, ¡ojo!, también a los más veteranos de la izquierda occidental, será el centenario de la muerte de Mao, en 1976, cuando quedó clausurada aquella etapa convulsa, que sembró China de violencia y caos, y entre uno y tres millones de personas muertas.

No es un asunto de conmemoraciones históricas, ni siquiera de hacer las paces con el pasado, como sucede en muchos países, sino que afecta directamente a la autoridad del Partido Comunista e incluso a la concentración del poder en manos de una sola persona, es decir, a la personalidad de Xi Jingping, el cuarto sucesor de Mao, al que se atribuyen gestos e ideas directamente inspiradas en el fundador de la República Popular. Así lo indican la concentración de poderes en sus manos, la oleada de purgas anticorrupción, el intervencionismo del partido en la economía, la represión contra los disidentes e incluso un incipiente culto a la personalidad. Quedará todavía más claro si Xi Jinping, que llegó a la cúspide en 2012, intenta permanecer en ella más de los diez años preceptivos, como su predecesor Hu Jintao, abandonando así la idea de una dirección colectiva para regresar al poder personal maoísta.

La purga iniciada hace 50 años no tenía nada que ver con las tradiciones de represión interior de los partidos comunistas, hasta el punto de que fascinó a buena parte de la izquierda mundial y desencadenó una increíble oleada de papanatismo maoísta, coincidiendo con Mayo del 68. El editorial del órgano oficial del Partido de junio de hace 50 años llamaba a los jóvenes a atacar todo lo viejo: costumbres, cultura, vestidos e ideas para sustituirlos por otros nuevos. Era el estreno de la moda Mao que prendió en todo el mundo, con sus casacas de cuello redondo y sus gorras, el Pequeño Libro Rojo, los murales espontáneos o dazibaos en las universidades y los guardias rojos vociferantes y fanáticos, dedicados a acosar a burgueses, burócratas y revisionistas.

Una generación entera fue adoctrinada para que pusiera en práctica violentamente las nuevas consignas, de forma que en pocos días las viviendas burguesas y los templos fueron arrasados, los profesores vieron contestada su autoridad y muchos cuadros del partido se vieron conminados a confesar sus crímenes de viejos reaccionarios. La purga enfrentó a líderes y organizaciones unos con otros y destruyó lo que quedaba de la sociedad china tradicional hasta situar el país al borde la guerra civil y obligar a la intervención del ejército, todo bajo la orientación del llamado Pensamiento-Mao-Zedong, que se añadió con su guión al marxismo-leninismo como ideología de la ortodoxia revolucionaria.

Solo Mao quedó a resguardo, envuelto en un culto casi religioso, que se mantuvo tras su muerte, momento en que la revolución se dio por terminada. Una resolución oficial de 1981 da por bueno el balance de Mao en un 70 por ciento y condena el 30 por ciento restante, a cuenta de sus últimos diez años de aventurismo irresponsable, aunque su memoria ha quedado preservada en los billetes de banco, en el mausoleo de la plaza de Tiananmen, lugar todavía de culto con sus largas colas para ver el cadáver o más probablemente su doble en cera y, sobre todo, en la desmemoria sobre sus crímenes.

En diez años de Revolución pasaron muchas cosas y ninguna buena. Millares de cuadros fueron deportados a campos de reeducación y los estudiantes revolucionarios terminaron trabajando en durísimas tareas agrícolas. La memoria de la época es terrible y dolorosa, y afecta a todos, incluidos los dirigentes. A las vidas perdidas o destrozadas, las instituciones clausuradas y la economía devastada, se sumaron carreras interrumpidas, estudios abandonados, familias dispersadas y amistades rotas. Las pérdidas afectaron a la cultura, las creencias, la dignidad y la confianza entre personas. Según el historiador Frank Dikötter, Mao obtuvo exactamente el resultado contrario al que buscaba: ?En vez de luchar contra los restos de la cultura burguesa, subvirtió la economía planificada y vació el partido de ideología, en resumen, enterró el maoísmo?. Sin saberlo, preparó el país para combinar mercado libre y hegemonía comunista.

Gracias a Mao con la Revolución Cultural y a Deng Xiaping con la represión de la revuelta de Tiananmen en 1989, el Partido Comunista consiguió rehuir dos fantasmas que le hacían temer por su futuro, es decir, por la pérdida del poder. El primero se llamaba Nikita Jruschov, el dirigente soviético que denunció los crímenes de Stalin y el culto a la personalidad, identificado por Mao con el demonio del revisionismo y combatido a partir de la Revolución Cultural hasta dividir el movimiento comunista internacional, de forma que proliferaron partidos maoístas en todo el mundo, enfrentados a los partidos comunistas tradicionales, más moderados y reformistas, y amigos de Moscú. El segundo es Mijail Gorbachev, el dirigente comunista que no utilizó las armas contra el pueblo y abrió las puertas a la democracia y al pluralismo hasta liquidar el bloque soviético.

Para los dirigentes comunistas, siempre mirándose en el espejo de la Revolución Rusa, la entera historia del Partido Comunista, incluida la Revolución Cultural, merece ser defendida en bloque porque explica el éxito actual del socialismo capitalista chino dentro de la economía globalizada. Su desmemoria es cínica y selectiva: aprueba calladamente los efectos, que han conducido a China donde está ahora, pero lamenta los métodos, que se propone no repetir y que sabe utilizar para mantener los reflejos conservadores de una sociedad decididamente hostil a las revueltas y a la inestabilidad.

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13 de junio de 2016
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Borrar el pasado para construir el presente

El historiador israelí Omer Bertov investigó durante años la relación entre los hechos del pasado y la memoria del presente, entre la tarea de los historiadores y las construcciones del “recuerdo oficial” de las naciones.

Era lógico que en algún momento desembocara en la rica historia de los judíos en Galitzia, el territorio que hoy queda en Ucrania Occidental. Los judíos eran un tercio de la población, en algunos pueblos más de la mitad. Entre 1941 y 1945 fueron masacrados por los nazis con la ayuda de milicianos locales.

De allí venía su familia. En uno de esos pueblos, Buchach, había crecido su madre. De ese pueblo había emigrado antes de la invasión nazi, antes de que todos los judíos, sus papeles y sus recuerdos fueran exterminados.

¿Qué queda hoy en Galitzia de la población judía? ¿Cómo se recuerda el pasado, cómo se construye la memoria?

Tras visitar uno a uno los pueblos de la región, con la ayuda de guías locales, tras registrar los monumentos, los museos, las placas, los cementerios, los edificios de sinagogas y escuelas y casas de judíos que aún quedan en pie, Bertov llegó a una dolorosa conclusión: Hoy se construye la identidad ucraniana borrando el pasado, escondiendo 500 años de su presencia y protagonismo en la cultura, la política, la economía, la vida social de Galitzia.

Una de las razones es personal: en las matanzas y persecuciones participaron los padres y abuelos de los habitantes ucranianos de hoy. Pero otra tiene que ver con la actual construcción de la identidad de Ucrania en oposición a los años de discurso soviético: esos milicianos locales que fueron los líderes de las cacerías de judíos, que hoy serían considerados nacionalistas de derecha, fueron también los que se rebelaron contra las tropas soviéticas. Son los héroes del pasado que los ucranianos de hoy quieren recordar.

Mientras, a los judíos asesinados se los vuelve a matar. No queda ni el recuerdo. Por eso el libro se llama “Borrados”.

Y “Borrados” es un libro extraño, difícil de entender a primera vista, áspero, incómodo. Se organiza como un relato de viaje pero lo que se busca es lo que no está, lo que se oculta. En cada pueblo Bertov compara los documentos sobre la rica vida de siglos de las distintas comunidades que convivieron en esa zona: ucranianos, polacos y judíos en primer lugar, y también rusos y alemanes. El siglo XX barrió con esa riqueza. Las tropas soviéticas arrasaron con los polacos y alemanes; los nazis exterminaron a los judíos con ayuda de los ucranianos; volvieron los rusos y construyeron el pasado heroico de ucranianos y rusos unidos por la revolución;  tras la caída del Muro de Berlín y ahora, con la latente guerra civil entre pro-rusos y pro-occidentantes, la historia oficial procura limpiar el pasado de todos los pueblos que convivieron, se mezclaron y luego se mataron en este ingrato suelo.

¿Qué era este edificio?, pregunta Bertov a los vecinos de una gran sinagoga a la que quitaron todos los símbolos judíos y hoy es un almacén. Nadie sabe responder. ¿Quiénes son las víctimas de la guerra?, le pregunta a las placas del museo local de otro pueblo. Los valientes ucranianos. En la mayoría de los monumentos y cementerios falta la referencia a quiénes fueron los muertos por los nazis. Los judíos, borrados de la vida, ahora son borrados de la historia.

Bartov pregunta por los suyos, pero su trabajo puede servir como un preciso modelo para estudiar otros casos en los que las necesidades de construir identidad colectiva en el presente lleva a borrar pasados indeseados. En su introducción, comienza hablando de su infancia en Tel Aviv y su descubrimiento de que esas mismas calles donde estaba construido su barrio habían sido de los palestinos expulsados. Otro pasado borrado. 

Como historiador, Bertov pisa en su trabajo el terreno de los periodistas, que viajan, entrevistan, buscan en el presente las huellas del pasado.

En su estilo despojado, limpio, aparentemente anti-sentimental, “Borrados” guarda entre líneas la melancolía, el dolor, la incomprensión de una historia tan oculta y tergiversada que ya casi ni quedan las huellas para poder reconstruir lo que fue y darle a los miles de muertos de esta región castigada al menos el calor del recuerdo.

El de Omer Bertov es un trabajo de amor, de justicia. Cuando el último vestigio del paso de este pueblo castigado haya sido borrado de la Ucrania occidental, tal vez este libro sea una clave para que tantas vidas, tanta cultura, tanto gozo y sufrimiento, tantas historias no se pierdan para siempre.     

Omer Bartov: Borrados. Vestigios de la Galitzia judía en la Ucrania actual. Malpaso. 247 páginas

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11 de junio de 2016
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Amor extremo

¿Qué es el amor? En primer lugar es la pérdida de peso, luego la ascensión ligera, segura, de un vuelo directo; es el tormento que lo invade y lo cubre todo como una cúpula gigantesca; es un estrecho sobre cerrado, es una angustia infinita junto a una generosidad ilimitada…”. Estas líneas pertenecen a los diarios íntimos de Gala que la editorial Galaxia Gutenberg publicó hace cinco años, tras el hallazgo en un baúl del castillo de Púbol de un cuaderno manuscrito, inédito, redactado por ella con pulso literario, intención e imágenes bellas. “No sabes dónde acaba Gala y empieza Dalí”, razonaba Montserrat Aguer, directora de los Museos Dalí. En sus textos se aprecia un sentir vulnerable y apasionado, lejos del cliché de la mujer fría, dura e interesada, la que afirmaba: “Me importa poco si Dalí me ama o no. Personalmente yo no amo a nadie”. Aquella a la que le cambiaba el color de los ojos, quien inventó parte de su biografía, la que tanta tinta vertió con su relación casta y a la vez extrema con el pintor, fue tachada de vampira, pragmática marchante que obligaba al pintor a banalizar su arte firmando joyas, cerámica y objetos variados. La figura de Gala parece cortada por el arquetipo jungiano de la destructora, que tiene que ver con “lo secreto, escondido, lo tenebroso, el abismo, el mundo de los muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo angustioso e inevitable”. Y cierto es que fue espiritista, voyeurista, oscura hasta lo enigmático. Un personaje que responde a dos clásicos antagónicos: la bruja y la musa.
“Llamo a mi esposa: Gala, Galuchka, Gradiva (porque ha sido mi Gradiva); Oliva (por el óvalo de su rostro y el color de su piel); también la llamo Lionette, porque ruge, cuando se enoja, como el león de la Metro-Goldwyn-Mayer; (…) Abeja (porque descubre y me trae todas las esencias que se convierten en la miel de mi pensamiento en la atareada colmena de mi cerebro). Me trajo el raro libro de magia que debía nutrir mi magia, el documento histórico que probaba irrefutablemente mi tesis cuando estaba en proceso de elaboración, la imagen paranoica que mi subconsciente deseaba, la fotografía de una pintura desconocida destinada a revelar un nuevo enigma estético”, escribió el pintor. Cuando se conocieron, en el verano de 1929, durante un viaje a Cadaqués y Figueres junto a su primer marido, Paul Éluard, Magritte y Buñuel, Madame Éluard supo que pronto dejaría de serlo. Fue igual que el impacto de un rayo. La pareja se instalaría en el estudio que el pintor poseía cerca del parque de Montsouris y Gala pronto asumió tareas de musa y agente –dicen que no siempre en este orden–. Su relación fue complicada y fértil; yació sobre la atracción que él sentía por ella como en la construcción de un mundo irreal que desafiaba lo real.
El amor de Gala y Dalí es fuente inagotable. Este mes, Espasa publica una novela firmada por Carmen Domingo, Gala-Dalí, en la que elabora un retrato del personaje: “Una mujer que siempre tuvo múltiples hombres y cuyas relaciones desinhibidas le ayudaban a controlar a los demás”. Por ello siempre ha sido “la mala” de la historia. Como si bastara el juicio maniqueo para deshacer satisfactoriamente el nudo de los amores diferentes. Pero volvamos a las líneas del inicio en las que ella definía el amor como: “(…) la desesperación, la duda, la decadencia, la alegría extrema, sin lindes, la alegría que te hiere y te clava en tu sitio, alegría inmensa. Fe sin verificación, admiración vivificante”. Gala dedicó la última parte de su diario a Dalí, al que describió como un árbol que la abrazaba con sus ramas. Las raíces estaban en ella. Cuando murió, Dalí se negó a comer.
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11 de junio de 2016
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