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El rey Lear

Javier Fernández de Castro

¿Tiene sentido el considerable esfuerzo humano, económico y editorial que implica ofrecer al público una vez más una obra de Shakespeare? Pienso, sin ir más lejos, en el hercúleo reto profesional y personal que le ha supuesto a Andreu Jaume hacerse cargo de la traducción y el prólogo, por cierto que espléndidos ambos, así como la profusa y muy necesaria sección de notas al final del volumen. En cierto modo toda obra de creación (y la presente traducción lo es, qué duda cabe) entraña una indudable osadía porque equivale a pedir silencio y decir: sé que hay docenas de traducciones de Shakespeare y que algunas de ellas son excelentes, pero aquí está la mía y os ruego que le prestéis atención porque es una aportación, un paso más hacia la comprensión y disfrute del mejor pero más oscuro Shakespeare.

Es decir que ahí es nada el reto asumido por Andreu Jaume al encargarse de la presente edición de El rey Lear, y de ahí que lo califique de hercúleo.   

            Si la pregunta acerca de la utilidad de reeditar a Shakespeare se la formulasen al anciano e incombustible Harold Bloom (un hombre que lleva más de sesenta años leyendo y enseñando a leer a Shakespeare y que a sus ochenta y seis años como físicamente no puede trasladarse al aula de una universidad continúa recibiendo en su casa a un grupo de alumnos para leer con ellos al Bardo) la respuesta no podría ser más positiva e inequívocamente entusiasta: sí, por descontado que tiene sentido poner a Shakespeare una y otra vez al alcance de quienes él califica de “resistentes”.

            Bloom comparte con Samuel Johnson, quien no por casualidad era conocido por sus contemporáneos  como Doctor Johnson, la convicción de que Shakespeare “fue más allá de todo lo precedente e inventó lo humano tal como lo conocemos ahora”. Y todavía da un paso más adelante al afirmar que “las obras de Shakespeare no han terminado de librar todo el caudal de conocimiento (acerca de lo humano) que atesoran”. En  ese sentido, cada nueva edición, o cada vez que se representa una obra suya en un teatro, es una oportunidad más de conocernos a nosotros mismos. O  por decirlo en palabras del propio Jaume en su prólogo: “Mucho más que otras tragedias, El rey Lear ha ido adquiriendo, sobre todo a lo largo del siglo XX, una centralidad en la constelación dramática de nuestra cultura […] que obedece al alcance radical de sus elementos trágicos, capaces de despertar con el tiempo un significado que está latente en sus personajes, prefigurando siempre algo  que aún no ha llegado del todo, que no vemos todavía con claridad pero que Shakespeare adelantó, legándonos la obligación de interpretarlo y aguantarlo. No por casualidad  Emily Dickinson decía que Shakespeare es nuestro futuro”.

            Elegir para esta empresa El rey Lear era una decisión lógica porque está considerada, junto con Hamlet, como su tragedia más ambiciosa y compleja, pero también calculadamente ambigua. Esa “darker purpose” (su resolución más oscura) a la que Lear hace referencia en la escena inicial de la obra, va a condicionar tanto el desarrollo de la misma como condicionante es el obstinado silencio de Cordelia ante la impositiva presión paterna para que le declare públicamente su amor tal y como han hecho previsoramente sus hermanas a fin de ver confirmadas sus respectivas herencias. Un silencio que acaba costándole a Cordelia morir ahorcada y a Lear, en esa prodigiosa escena final en que aparece con el cuerpo sin vida de su hija en brazos, morir de dolor. Este brutal desenlace de la ocurrencia de un rey que decide repartir su reino entre sus tres hijas va más allá de lo apocalíptico (y más allá de la condena o salvación de acuerdo con los méritos de cada uno que imponía la moral convencional de la época) porque en realidad implica el inapelable imperio de la nada. “Nada es nada”, dice Lear ante la obstinada negativa de Cordelia  a conceder la clase de amor que su padre le exige. De hecho, esa aniquilación de todo resquicio de esperanza y justicia era tan inconcebible para el público de la época que hasta mediados del siglo XX El rey Lear se estuvo representando con un final edulcorado en el que Cordelia no solo sobrevivía a su osadía sino que terminaba felizmente casada.

            Para terminar con la (por otra parte ociosa) cuestión de la utilidad de seguir editando a Shakespeare no resisto la tentación de copiar la respuesta que le dio Harold Bloom a un profesor universitario que le preguntó acerca de qué sentido tenía haber dedicado sus vidas a enseñar literatura: “Combatimos en la retaguardia, compañero. Perdimos la guerra. Y cuando pierdes la guerra, lo único que puedes hacer es reunir a los que quedan y establecer una postura en la que tú y yo y los pocos que hayan resistido luchemos, gente que cree en valores humanistas y, finalmente, en el efecto civilizador de la gran literatura”. Pues eso.

 

 

 

El rey Lear

William Shakespeare.

Edición y versión de Andreu Jaume

Penguin Clásicos

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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