

PASTORES DE LOBOS. Cerca del castillo de Lusiñán, antigua morada del hada Melusina, aún pueden encontrarse algunos viejos y muy enflaquecidos pastores que parecen más bien espectros; dícese que apacientan rebaños de lobos.
La vida cambia tanto
de un día para otro
que ya ha perdido
toda credibilidad.
Vivir es dejarse timar.
Tardará en levantarse la niebla. Puede que la entera presidencia trascurra entre las nubes de la incertidumbre. El anciano Henry Kissinger, 93 años, acaba de señalarlo en una entrevista a Jeffrey Goldberg en la revista The Atlantic: Trump ni siquiera se ha planteado que pueda existir un orden mundial. Sus ideas sobre política exterior son nulas, y cuando existen, directamente nocivas. Para culminar el disparate, la formación de su equipo se está empantanando en peleas de palacio por el favor del nuevo emperador.
El centro del poder y también las disputas por las poltronas tienen un campo de batalla en la Torre Trump, en la Quinta Avenida de Nueva York, donde el magnate se reúne, recibe llamadas de todo el mundo y despide colaboradores. Algunos de los vicios más antiguos del poder llegan instalados en el carácter del personaje: el nepotismo que ha situado en el equipo de transición a sus tres hijos y a su yerno Jared Kushner; la arbitrariedad en nombramientos y decisiones, en función a veces de la última opinión escuchada o en otras de las retribuciones y venganzas personales de los miembros de la amplia familia presidencial; el conflicto de intereses, propio de un presidente constructor que se ha propuesto lanzar un plan de inversiones en infraestructuras por valor de 1.000 millones de dólares.
Las únicas voces con voluntad de limitar la incertidumbre llegan del otro lado, de los demócratas. De Hillary Clinton con su discurso de aceptación de la derrota, toda una lección democrática y de respeto de la regla de juego. Y de Obama, que hace por la cuenta de su sentido de Estado lo que Trump no ha hecho todavía como presidente electo: asegurar a los aliados que los tratados serán respetados.
Una conversación de hora y media entre ambos presidentes, saliente y entrante, bastó para convencer al novato de la conveniencia de conservar parte del sistema de salud reformado, por lo que no parece descartado que también se convenza de la necesidad de conservar el lazo transatlántico sobre el que se ha construido la paz y la estabilidad que hemos conocido en los últimos 70 años.
La expectación es a estas horas enorme e irá aumentando cuanto más se acerque la jornada del 20 de enero, el Inauguration Day o toma de posesión, sobre todo porque es dudoso que disminuyan las incertidumbres y muy probable lo contrario, algo a lo que pueden contribuir los nombramientos con proyección exterior, especialmente los de los secretarios de Estado, de Defensa, el director de la CIA y el consejero nacional de Seguridad. Algunos de los nombres que están sonando, como el del ex alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, solo pueden acrecentar la inquietud.
Las nueve semanas que faltan para la entrada solemne en la Casa Blanca son para colmo especialmente peligrosas. Lo son todas las transiciones y en todas las latitudes, pero más en la primera potencia y en un momento de cambio tan drástico como el relevo de Obama por Trump. Este interregno es un vacío que convoca a todas las conjuras internas y externas para que lo llenen de aventuras bélicas y desestabilizaciones. Niebla y luces de alarma es lo que se atisba en el paisaje internacional.
De cien en cien
los años pasaron
sobre mi propia historia.
No pude detener
esa luz,
divina y criminal,
que me rasgaba
el rostro,
el cuello joven,
las manos limpias.
Esa luz despiadada
pero no infame
llegaba
como una oleada natural
de tiempo y uñas.
Una invasión invisible
que deshacía
todas las presas
a los psicoanalistas y
a la farmacología
de cualquier especialidad.
Su fulgor extremo
velaba el pensamiento
y hasta la confiada creatividad.
Fue tal su potencia,
agigantada a cada paso,
que terminó
engullendo fácilmente
toda porción de mi edad
o mi memoria
desde los pies a la cabeza.
Y también
la vida de mis compañeros
con sus pertenencias y sus baratijas.
Enseres y aficiones
que habían creado
dueños dorados
y no eran sino basuras
entre aquella
descomunal oleada
de asesinatos transparentes
y que los sabios conocían
como una generalidad.
APARIETENSES. Pueblos del septentrión que adoran al sanguinario oso blanco, ya descrito por el espía y hechicero Arnús. Son transparentes como el cristal y tienen las manos estrechas y cortantes para resbalarse por la nieve. La barba les crece en la nariz, carecen de lengua, pero estan dotados de dos sólidas hileras de dientes que sacuden musicalmente para expresarse. Sólo salen de noche y se propagan por medio del sudor, que se hiela formando embriones.
Digo sin orgullo,
comúnmente,
que he conocido de cerca
azules trances de muerte.
Muerte seria, muda y enteca.
Muerte bien erguida
en contraste con
la sensación desmayada
o moribunda
que al referirla
adquieren
muchos funerales.
La muerte-muerte,
muerte fehaciente
no deprime el espíritu
ni inocula
una aguada flaccidez.
Es, por el contrario, estimulante.
Vivifica al manifestar su ahínco
y encono.
De estos momentos cruciales,
enérgicamente mortales
obtuve el conocimiento
o la evidencia
de que toda depresión,
cualquier desfallecimiento
ocurre dentro de la representación
No falsa pero enfermiza.
Y la muerte no enferma nunca
Es incólume,
blindada
contra todo medicamento.
Solución absoluta
de líquidos en venas traslúcidas
celadas por la piel.
De ahí la dificultad para asir
sus elementos genuinos
que si acechan
ni se ven ni se palpan.
Cualquier dolencia
aún siendo infame
es sustanciosa y fílmica
La muerte, en cambio,
no puede filmarse
ni referirse
Es fatal, gaseosa,
Infinita, cenital.
Rubén Darío fue un músico que como él mismo dice vivía "loco de armonía". No lo ocultaba. En su novela inconclusa El oro de Mallorca, el protagonista es un famoso compositor latinoamericano, Benjamín Itaspes, pero de inmediato reconocemos que se trata de él mismo, disfrazado así para hacer una confesión autobiográfica, amarga y triste. O más bien que un disfraz, es su verdadera alma la que muestra en esos capítulos. El alma del músico que siempre cargó con su piano Pleyel, y que terminó perdiendo en una casa de empeño, agobiado por las deudas.
Su preferido entre los personajes de la mitología griega es Orfeo, músico, y entre los dioses del panteón latino, Pan, músico también. Y su poesía que más nos gusta, la que entra por el oído, es pura música, sino oigamos los compases que tiene la Marcha Triunfal, clarines, trompas de guerra, y donde los timbales marcan el ritmo en el desfile de los vencedores.
Y aquel poema A Margarita: ¿Recuerdas que querías ser una Margarita/
Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,/ cuando cenamos juntos, en la primera cita,/ en una noche alegre que nunca volverá...tiene la medida y la cadencia de un tango. Sin olvidar que Borges escribió letras de milongas, a las que Piazzola puso música.
Pero contra lo que alguien pudiera pensar, en la prosa tiene que haber música, y el que escribe en prosa debe tener oído musical, para la melodía y para el ritmo. Esto podría parecer contradictorio en mi caso, pues mi tío Alberto Ramírez, chelista y compositor de boleros, nos declaró sordos a mi hermana Luisa y a mí tras sus esfuerzos frustrados en enseñarnos solfeo. Quizás era el horario de las lecciones. Las dos de la tarde es la peor hora para enseñar a solfear, igual que para aprender mecanografía, en lo que también fracasé, pues nunca aprendí a escribir con todos los dedos, como Dios manda, sino que me quedé usando los dos índices que picotean en el teclado, un anacronismo en esta era de los dedos pulgares.
Desde entonces he inventado la teoría, muy a mi favor, que hay dos oídos, el que reproduce entonando, en lo cual confieso mi sordera, pues si me atrevo a cantar lo hago en un solo tono, y el oído que oye y puede recordar un quinteto de cuerdas o una sinfonía a la primera frase, el mismo oído que distingue los compases de un tango o de un bolero y reconoce cada instrumento en un concierto, y sobre todo, el que me da la medida al escribir.
Vengo de una familia de músicos, abuelo y tíos paternos, todos miembros de una orquesta, y esa es mi vena artística, mi punto de partida. No me son extraños los monótonos ejercicios de clarinete de mi tío Carlos José en las tardes tranquilas de Masatepe, ni la figura de mi abuelo Lisandro inclinado sobre el papel pautado que el mismo rayaba con un curioso instrumento de cinco filos al que llamaba "pata", componiendo tal como se lo dictaba su cabeza, porque nunca pudo ser dueño de un piano.
Músicos pobres, pero que hallaban siempre felicidad en los "toques" esos viajes a caballo por los pueblos vecinos tocando en las misas de gloria, los rosarios rumbosos y las procesiones, lo mismo que en las barreras de toros y en bailes de gala; o ponían serenatas persiguiendo amoríos.
La literatura se emparenta, pues, con la música, o mejor dicho, ambas comparten la misma sustancia. Y un buen ejemplo es el nicaragüense Carlos Mejía Godoy, quien recibe este mes en Las Vegas el premio Grammy Latino que le ha sido otorgado en reconocimiento a su carrera de compositor, palabra que hay que descomponer de manera debida, en su sentido completo: compositor es el que crea música y letra. Es decir, un artista que saber oír, y sabe escribir. Y al escribir, lo hace en pocas líneas, para lo cua se precisa de maestría.
La polvareda que despertó la concesión del premio Nobel de Literatura a Bob Dylan aún no se asienta, y yo siento que Leonard Cohen se haya muerto sin recibirlo. Si se trata de premios literarios, además de musicales, como el Grammy, Carlos Mejía Godoy merecería más de uno, igual que Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Todos ellos son poetas de la altura de Jacques Prévert que escribió la letra de Hojas muertas, o el poema que fue a dar a la canción. Un poema que cubre toda la melodía, igual que Volvió una noche de Alfredo Lepera, en la voz de Carlos Gardel.
Conocí a Carlos en León, en 1960. Yo estudiaba derecho, y él llegó a estudiar medicina. Recuerdo un viaje que hicimos una noche a la playa de Poneloya a bordo de un jeep sin techo, de aquellos de la segunda guerra mundial, los dos atrás, hablando de música. Para entonces él empezaba a componer y yo a escribir, dos caras de la misma moneda, y él asegura que critiqué mal una de sus canciones primerizas. Cada vez que me lo recuerda, entre risas, yo prefiero responderle que ese episodio nunca existió.
La imagen de Carlos es inseparable de su acordeón, pero entonces tocaba también el serrucho, al que sacaba arpegios de película de vampiros. Su obra empezaba apenas a crecer, y hoy sus centenares de canciones tocan sentimientos de nostalgia y rebeldía que componen lo que podría llamarse el alma nacional de Nicaragua. Él le puso música y letra a la revolución, sin cuya música aquella gesta de todos no se explica, como tampoco se explica sin la poesía de Ernesto Cardenal.
Bastaría la Misa Campesina para que su obra quedara en la memoria. La grabación de 1979 en la que entra la Orquesta Sinfónica de Londres, con las voces de Miguel Bosé, Ana Belén, Sergio y Estibaliz, hay que oírla siempre.
Carlos es un poeta con los dedos en las teclas del acordeón.
Así como el siglo XX no comenzó hasta la guerra del 14, así también parece que esta vez va en serio y ha comenzado el siglo XXI. En sus orígenes debemos situar a Berlusconi, a los neonacionalistas y a la extrema derecha francesa. Luego su desarrollo ha ido mejorando los sistemas de captación de masas. Se fueron añadiendo el partido del payaso Grillo, los racistas holandeses y daneses, la xenofobia centroeuropea, los chovinistas ingleses del Brexit, los chavistas españoles, los separatistas vasco-catalanes y, finalmente, Trump.
En este crescendo con final wagneriano hay un elemento desolador. No lo hemos tomado en serio hasta que llegó la apoteosis. Cuando los judíos alemanes empezaron a inquietarse, ya era demasiado tarde. Muy pocos profesionales de la política han hablado con seriedad del nuevo totalitarismo rampante que aprovecha las leyes de la democracia para tomar el poder y destruirla. No es una payasada. Los medios para combatir lo que ya se encuentra bastante estructurado requieren estudio, resolución y fortaleza ejecutiva. Sobre todo, no negociar ni un solo privilegio más para los populistas y, a poder ser, negarles hasta el último céntimo mientras sea posible.
Esta situación no es sino el resultado de la destrucción final de los restos de Ilustración que aún quedaban en Occidente. Es ingenuo creer que el bombardeo de estupidez televisiva, irracionalidad social, estafa educativa, publicidad mendaz, corrupción y pornografía informativa no iban a tener como consecuencia esta enorme bolsa de ciudadanos sin capacidad crítica. Ahora hay que pensar cómo se vuelven a llenar con valores civilizados las conciencias barbarizadas, las cabezas huecas. Tarea que requerirá, seguramente, otro siglo de trabajo.