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Corte y moda

"¡Aquí está toda la corte!”, me dice uno de los grandes personajes de la vida social madrileña, Beatriz de Orleans. “¿Qué corte?” , le pregunto. “La corte del ¡Hola!”, afirma con su chisporroteante joie de vivre Beatriz Pasquier de Franclieu, hija de condes, criada en el château de Longpra, licenciada en Ciencias Políticas por la Sorbona y periodista de Women’s Wear Daily antes de casarse con el príncipe de Orleans. También fue una de las primeras mujeres consejeras delegadas en España, durante veinticinco años –en Dior–, y sobre todo una de las pioneras en reconocer que había acabado echando a su marido –tras 27 años de matrimonio y 4 hijos–, ya que llevaba mal que ella trabajara fuera de casa, por mucho que fuese imprescindible para mantener a la familia. “O aristócratas o artistas, a pesar de su ruina; los burgueses son un aburrimiento”, me ilustraba hace años. Ahora el príncipe se casa de nuevo y la prensa del hígado vuelve con habladurías sobre el título de esta mujer arrolladora que capitanea la Asociación Española del Lujo y siempre se ha bastado a sí misma.
Ocurrió en la residencia del embajador de Estados Unidos en Madrid, una mezcla de mansión estilo imperio y galería de arte contemporáneo, que esta semana convocó un cerrado homenaje a Carolina Herrera con motivo de sus treinta y cinco años de carrera, editados con mimo en un libro firmado por Fabien Baron. La familia Puig, propietaria de la marca, se mezclaba en el ¡Hola! en vivo. Damas de alcurnia, como las Fierro, Zurita o Ybarra o los Terry con sonrisa de sherry; mediáticas, como Marisa de Borbón, Cari Lapique o Blanca Suelves y apellidos tan regios como rancios no quisieron perdérselo. Incluso paseaba entre las obras de Roy Lichtenstein o Theaster Gates la duquesa de Franco, en su lejanía, de la mano de su hija Carmen Martínez-Bordiú. Las señoras departían animosamente en los aterciopelados tresillos de Mr. Costos y Mr. Smith, el embajador y su marido, mientras los jóvenes cachorros y los artistas fumaban en el jardín. La España eterna alternaba de maravilla con la modernez: Topazio Fresh, Amaya Arzuaga, los decoradores más finos, Pascua Ortega y Belén Domecq, Amaya Salamanca, Karlie Kloss, o las editoras de moda, mucho menos influyentes que las yanquis. Aquí a ninguna se le ocurre aupar a un candidato como Anna Wintour, una de las filántropas demócratas por excelencia, que acaba de coronar el glamur de los Obama con una portada de Vogue dedicada a Michelle vestida por Herrera.
Wintour y muchos diseñadores –de Jacobs a von Furstenberg– cerraron filas entorno a Hillary Clinton y recaudaron fondos. La moda americana, como la prensa, le volvió la cara a Trump. Hasta el punto de que la firma Ralph Lauren tuvo que hacer declaraciones al hecho de que tanto Hillary como Melania vistieran prendas del diseñador más all american, la primera por encargo; la segunda, sin avisar, compró el modelo en blanco en la tienda.
Cuando estoy al lado de Carolina Herrera siempre siento que me sobra o me falta algo. Pertenece a esas mujeres que proyectan equilibrios a su alrededor, así como una actitud firme y audaz. Le pregunto por la reacción de los diseñadores norteamericanos “¿Qué diseñadores? ¿Qué reacción?”, replica. Ella, que empezó vistiendo a Jackie Kennedy y le ha hecho trajes a Michelle Obama para su cita con el papa Francisco o el viaje oficial a Cuba, es contundente: “Si la primera dama de los EE.UU. te pide que la ­vistas, tienes que hacerlo, te guste o no te guste”. Acaso logre desenvolver a Melania Trump de su ­celofán.
Esta misma semana otro embajador en la capital, el de Colombia, Alberto Furmanski Goldstein, organizaba una cena en homenaje a Edgardo Ossorio, el zapatero preferido de Jennifer Lawrence u Olivia Palermo. El fundador y director creativo de Aquazzura, que aprendió el oficio trabajando para Ferragamo y Cavalli, dejó en evidencia hace unos meses a la hija del nuevo presidente electo denunciando que le había copiado unos zapatos diseñados por él: “¡Es una vergüenza @IvankaTrump! La imitación no es la forma más sincera de la adulación”. Hay mundos-nicho que nunca podrán tragar que los Trump, al estilo de los Kardashian, exhiban su noción del gusto, en las antípodas de la exquisitez, de la clase, de la gracia, de todo eso que no se puede comprar.
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19 de noviembre de 2016
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Niebla y señales de alarma

Tardará en levantarse la niebla. Puede que la entera presidencia trascurra entre las nubes de la incertidumbre. El anciano Henry Kissinger, 93 años, acaba de señalarlo en una entrevista a Jeffrey Goldberg en la revista The Atlantic: Trump ni siquiera se ha planteado que pueda existir un orden mundial. Sus ideas sobre política exterior son nulas, y cuando existen, directamente nocivas. Para culminar el disparate, la formación de su equipo se está empantanando en peleas de palacio por el favor del nuevo emperador.

El centro del poder y también las disputas por las poltronas tienen un campo de batalla en la Torre Trump, en la Quinta Avenida de Nueva York, donde el magnate se reúne, recibe llamadas de todo el mundo y despide colaboradores. Algunos de los vicios más antiguos del poder llegan instalados en el carácter del personaje: el nepotismo que ha situado en el equipo de transición a sus tres hijos y a su yerno Jared Kushner; la arbitrariedad en nombramientos y decisiones, en función a veces de la última opinión escuchada o en otras de las retribuciones y venganzas personales de los miembros de la amplia familia presidencial; el conflicto de intereses, propio de un presidente constructor que se ha propuesto lanzar un plan de inversiones en infraestructuras por valor de 1.000 millones de dólares.

Las únicas voces con voluntad de limitar la incertidumbre llegan del otro lado, de los demócratas. De Hillary Clinton con su discurso de aceptación de la derrota, toda una lección democrática y de respeto de la regla de juego. Y de Obama, que hace por la cuenta de su sentido de Estado lo que Trump no ha hecho todavía como presidente electo: asegurar a los aliados que los tratados serán respetados.

Una conversación de hora y media entre ambos presidentes, saliente y entrante, bastó para convencer al novato de la conveniencia de conservar parte del sistema de salud reformado, por lo que no parece descartado que también se convenza de la necesidad de conservar el lazo transatlántico sobre el que se ha construido la paz y la estabilidad que hemos conocido en los últimos 70 años.

La expectación es a estas horas enorme e irá aumentando cuanto más se acerque la jornada del 20 de enero, el Inauguration Day o toma de posesión, sobre todo porque es dudoso que disminuyan las incertidumbres y muy probable lo contrario, algo a lo que pueden contribuir los nombramientos con proyección exterior, especialmente los de los secretarios de Estado, de Defensa, el director de la CIA y el consejero nacional de Seguridad. Algunos de los nombres que están sonando, como el del ex alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, solo pueden acrecentar la inquietud.

Las nueve semanas que faltan para la entrada solemne en la Casa Blanca son para colmo especialmente peligrosas. Lo son todas las transiciones y en todas las latitudes, pero más en la primera potencia y en un momento de cambio tan drástico como el relevo de Obama por Trump. Este interregno es un vacío que convoca a todas las conjuras internas y externas para que lo llenen de aventuras bélicas y desestabilizaciones. Niebla y luces de alarma es lo que se atisba en el paisaje internacional.

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17 de noviembre de 2016
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Poema 23

De cien en cien

los años pasaron

sobre mi propia historia.

No pude  detener

esa luz,

divina y criminal,

que me rasgaba

el rostro,

el cuello joven,

las manos limpias.

Esa luz despiadada

pero no infame

llegaba

como una oleada natural

de tiempo y uñas.   

Una invasión invisible

que deshacía

todas las presas

a los psicoanalistas y

a la farmacología

de cualquier especialidad.

Su fulgor extremo

velaba el pensamiento

y hasta la confiada creatividad.

Fue tal su potencia,

agigantada a cada paso,  

que terminó

engullendo fácilmente

toda porción de mi edad

o mi memoria

desde los pies a la cabeza.

Y también

 la vida de mis compañeros

con sus pertenencias y sus baratijas.

Enseres y aficiones

que habían creado

dueños dorados

y no eran sino basuras

entre aquella

descomunal oleada

de asesinatos transparentes

y que los sabios conocían

como una generalidad.

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17 de noviembre de 2016
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Pueblos del mundo 1

 

APARIETENSES. Pueblos del septentrión que adoran al sanguinario oso blanco, ya descrito por el espía y hechicero Arnús. Son transparentes como el cristal y tienen las manos estrechas y cortantes para resbalarse por la nieve. La barba les crece en la nariz, carecen de lengua, pero estan dotados de dos sólidas hileras de dientes que sacuden musicalmente para expresarse. Sólo salen de noche y se propagan por medio del sudor, que se hiela formando embriones. 

 

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16 de noviembre de 2016
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Autodespedidas

Deberíamos haberle hecho más caso –es lo que acostumbramos a decir cuando fallece alguien admirado– pero andábamos entretenidos con el Nobelón a Dylan, cuya noticia coincidió en fecha, el 13 de octubre, con la despedida en vivo de Leonard Cohen. Los cronistas que estuvieron en la presentación del último disco de Cohen, You want it darker, cuentan que le temblaban las manos, el cuerpo entero apuntalado por el bastón, generoso hasta el extremo de recitar un poema, y a pesar de la debilidad, elegante y gentil. Lo acompañaban sus hijos y su primer rabino. Los periódicos titularon bien grande su declaración de amor: “Me propongo vivir hasta los 120 años”, cuando él sabía que aquellas canciones, fieles a su voz ahumada, grietas de terciopelo, eran las últimas de su vida.
Escribía sir Thomas Browne que “pirámides, arcos, obeliscos no fueron más que las irregularidades de la vanagloria, y enormidades desenfrenadas de la magnanimidad antigua”. Hoy, en este mundo que entrega sus tesoros a la custodia de la nube, se lava una y otra vez la cara de la muerte con brillo, y da fe de la extinción de un mundo antiguo –aquel donde los calendarios colgaban en las cocinas, se esperaba pacientemente una semana para ver el siguiente capítulo de nuestra serie, y en la calle incluso había revueltas sindicalistas–. Acaso por ello, uno de los últimos fenómenos de la cultura mainstream consista en que cuando muere un ídolo se revisa su legado de forma apresurada, casi histérica, con homenajes forzados y virtuales (y los perfiles más activos se sienten con la obligación de dar su pésame, rendir tributo y contagiar sentimentalmente a la red, además de sumar seguidores). Se trata de un nuevo rito funerario, azucarado por la tecnología, que a la vez identifica a nuestro pasado, el mundo de ayer, el que evapora y se nos evapora, una señal inequívoca de que nos estamos haciendo viejos. “Nosotros, por el contrario, lo hemos vivido todo sin la vuelta atrás, del antes no ha quedado nada ni nada ha vuelto”, escribía Stefan Zweig en el prefacio de su espléndido El mundo de ayer.
David Bowie, Prince, Umberto Eco, Michel Tournier, Ettore Scola, Muhammad Ali, Johan Cruyff, Sonia Rykiel, Zaha Hadid… son algunos nombres, fallecidos este año, que forman parte de nuestra memoria no sólo musical, literaria o deportiva, sino de la más íntima. Con ellos creímos despejar algún kilómetro de abismo, nos abrieron el hambre de curiosidad y belleza, nos acompañaron en las horas del amor y en las del sofá, e incluso en las realidades paralelas: qué bien te ausentabas un rato del mundo con las canciones de Cohen. Pero lo que más palidece es que en estos adioses sentidos también nos despedimos de aquellos que fuimos.
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16 de noviembre de 2016
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Poema 22

Digo sin  orgullo,

comúnmente,   

que he conocido de cerca

azules trances de muerte.

Muerte seria, muda y enteca.

Muerte bien erguida

en contraste con

la sensación desmayada

o moribunda

que al referirla

adquieren

muchos funerales.

La muerte-muerte,

muerte fehaciente

no deprime el espíritu

ni inocula

una aguada flaccidez.

Es, por el contrario, estimulante.

Vivifica al manifestar su ahínco

 y encono.

De estos momentos cruciales,

enérgicamente mortales

obtuve el conocimiento

o la evidencia

de que toda depresión,

cualquier desfallecimiento

ocurre dentro de la representación

No falsa pero enfermiza.

Y la muerte no enferma nunca

Es incólume,

blindada

contra todo medicamento.

Solución absoluta

de líquidos en venas traslúcidas

celadas por la piel.

De ahí la dificultad para asir 

sus elementos genuinos

que si acechan

ni se ven ni se palpan. 

Cualquier dolencia

aún siendo infame

es sustanciosa y fílmica

La muerte, en cambio,

no puede filmarse

ni referirse

Es fatal, gaseosa, 

Infinita,  cenital. 

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16 de noviembre de 2016
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Música y letra

              Rubén Darío fue un músico que como él mismo dice vivía "loco de armonía". No lo ocultaba. En su novela inconclusa El oro de Mallorca, el protagonista es un famoso compositor latinoamericano, Benjamín Itaspes, pero de inmediato reconocemos que se trata de él mismo, disfrazado así para hacer una confesión autobiográfica, amarga y triste. O más bien que un disfraz, es su verdadera alma la que muestra en esos capítulos. El alma del músico que siempre cargó con su piano Pleyel, y que terminó perdiendo en una casa de empeño, agobiado por las deudas.

            Su preferido entre los personajes de la mitología griega es Orfeo, músico, y entre los dioses del panteón latino, Pan, músico también. Y su poesía que más nos gusta, la que entra por el oído, es pura música, sino oigamos los compases que tiene la Marcha Triunfal, clarines, trompas de guerra, y donde los timbales marcan el ritmo en el desfile de los vencedores.

            Y aquel poema A Margarita: ¿Recuerdas que querías ser una Margarita/
Gautier? Fijo en mi mente tu extraño rostro está,/ cuando cenamos juntos, en la primera cita,/ en una noche alegre que nunca volverá...tiene la medida y la cadencia de un tango. Sin olvidar que Borges escribió letras de milongas, a las que Piazzola puso música.

            Pero contra lo que alguien pudiera pensar, en la prosa tiene que haber música, y el que escribe en prosa debe tener oído musical, para la melodía y para el ritmo. Esto podría parecer contradictorio en mi caso, pues mi tío Alberto Ramírez, chelista y compositor de boleros, nos declaró sordos a mi hermana Luisa y a mí tras sus esfuerzos frustrados en enseñarnos solfeo. Quizás era el horario de las lecciones. Las dos de la tarde es la peor hora para enseñar a solfear, igual que para aprender mecanografía, en lo que también fracasé, pues nunca aprendí a escribir con todos los dedos, como Dios manda, sino que me quedé usando los dos índices que picotean en el teclado, un anacronismo en esta era de los dedos pulgares.

            Desde entonces he inventado la teoría, muy a mi favor, que hay dos oídos, el que reproduce entonando, en lo cual confieso mi sordera, pues si me atrevo a cantar lo hago en un solo tono, y el oído que oye y puede recordar un quinteto de cuerdas o una sinfonía a la primera frase, el mismo oído que distingue los compases de un tango o de un bolero y reconoce cada instrumento en un concierto, y sobre todo, el que me da la medida al escribir.

            Vengo de una familia de músicos, abuelo y tíos paternos, todos miembros de una orquesta, y esa es mi vena artística, mi punto de partida. No me son extraños los monótonos ejercicios de clarinete de mi tío Carlos José en las tardes tranquilas de Masatepe, ni la figura de mi abuelo Lisandro inclinado sobre el papel pautado que el mismo rayaba con un curioso instrumento de cinco filos al que llamaba "pata", componiendo tal como se lo dictaba su cabeza, porque nunca pudo ser dueño de un piano.

            Músicos pobres, pero que hallaban siempre felicidad en los "toques" esos viajes a caballo por los pueblos vecinos tocando en las misas de gloria, los rosarios rumbosos y las procesiones, lo mismo que en las barreras de toros y en bailes de gala; o ponían serenatas persiguiendo amoríos.  

            La literatura se emparenta, pues, con la música, o mejor dicho, ambas comparten la misma sustancia. Y un buen ejemplo es el nicaragüense Carlos Mejía Godoy, quien recibe este mes en Las Vegas el premio Grammy Latino que le ha sido otorgado en reconocimiento a su carrera de compositor, palabra que hay que descomponer de manera debida, en su sentido completo: compositor es el que crea música y letra. Es decir, un artista que saber oír, y sabe escribir. Y al escribir, lo hace en pocas líneas, para lo cua se precisa de maestría.

            La polvareda que despertó la concesión del premio Nobel de Literatura a Bob Dylan aún no se asienta, y yo siento que Leonard Cohen se haya muerto sin recibirlo. Si se trata de premios literarios, además de musicales, como el Grammy, Carlos Mejía Godoy merecería más de uno, igual que Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. Todos ellos son poetas de la altura de Jacques Prévert que escribió la letra de Hojas muertas, o el poema que fue a dar a la canción. Un poema que cubre toda la melodía, igual que Volvió una noche de Alfredo Lepera, en la voz de Carlos Gardel.

            Conocí a Carlos en León, en 1960. Yo estudiaba derecho, y él llegó a estudiar medicina. Recuerdo un viaje que hicimos una noche a la playa de Poneloya a bordo de un jeep sin techo, de aquellos de la segunda guerra mundial, los dos atrás, hablando de música. Para entonces él empezaba a componer y yo a escribir, dos caras de la misma moneda, y él asegura que critiqué mal una de sus canciones primerizas. Cada vez que me lo recuerda, entre risas, yo prefiero responderle que ese episodio nunca existió.

            La imagen de Carlos es inseparable de su acordeón, pero entonces tocaba también el serrucho, al que sacaba arpegios de película de vampiros. Su obra empezaba apenas a crecer, y hoy sus centenares de canciones tocan sentimientos de nostalgia y rebeldía que componen lo que podría llamarse el alma nacional de Nicaragua. Él le puso música y letra a la revolución, sin cuya música aquella gesta de todos no se explica, como tampoco se explica sin la poesía de Ernesto Cardenal.

            Bastaría la Misa Campesina para que su obra quedara en la memoria. La grabación de 1979 en la que entra la Orquesta Sinfónica de Londres, con las voces de Miguel Bosé, Ana Belén, Sergio y Estibaliz, hay que oírla siempre.

            Carlos es un poeta con los dedos en las teclas del acordeón.

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16 de noviembre de 2016
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Ya llegó

Así como el siglo XX no comenzó hasta la guerra del 14, así también parece que esta vez va en serio y ha comenzado el siglo XXI. En sus orígenes debemos situar a Berlusconi, a los neonacionalistas y a la extrema derecha francesa. Luego su desarrollo ha ido mejorando los sistemas de captación de masas. Se fueron añadiendo el partido del payaso Grillo, los racistas holandeses y daneses, la xenofobia centroeuropea, los chovinistas ingleses del Brexit, los chavistas españoles, los separatistas vasco-catalanes y, finalmente, Trump.

En este crescendo con final wagneriano hay un elemento desolador. No lo hemos tomado en serio hasta que llegó la apoteosis. Cuando los judíos alemanes empezaron a inquietarse, ya era demasiado tarde. Muy pocos profesionales de la política han hablado con seriedad del nuevo totalitarismo rampante que aprovecha las leyes de la democracia para tomar el poder y destruirla. No es una payasada. Los medios para combatir lo que ya se encuentra bastante estructurado requieren estudio, resolución y fortaleza ejecutiva. Sobre todo, no negociar ni un solo privilegio más para los populistas y, a poder ser, negarles hasta el último céntimo mientras sea posible.

Esta situación no es sino el resultado de la destrucción final de los restos de Ilustración que aún quedaban en Occidente. Es ingenuo creer que el bombardeo de estupidez televisiva, irracionalidad social, estafa educativa, publicidad mendaz, corrupción y pornografía informativa no iban a tener como consecuencia esta enorme bolsa de ciudadanos sin capacidad crítica. Ahora hay que pensar cómo se vuelven a llenar con valores civilizados las conciencias barbarizadas, las cabezas huecas. Tarea que requerirá, seguramente, otro siglo de trabajo.

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15 de noviembre de 2016
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