Vicente Verdú
De cien en cien
los años pasaron
sobre mi propia historia.
No pude detener
esa luz,
divina y criminal,
que me rasgaba
el rostro,
el cuello joven,
las manos limpias.
Esa luz despiadada
pero no infame
llegaba
como una oleada natural
de tiempo y uñas.
Una invasión invisible
que deshacía
todas las presas
a los psicoanalistas y
a la farmacología
de cualquier especialidad.
Su fulgor extremo
velaba el pensamiento
y hasta la confiada creatividad.
Fue tal su potencia,
agigantada a cada paso,
que terminó
engullendo fácilmente
toda porción de mi edad
o mi memoria
desde los pies a la cabeza.
Y también
la vida de mis compañeros
con sus pertenencias y sus baratijas.
Enseres y aficiones
que habían creado
dueños dorados
y no eran sino basuras
entre aquella
descomunal oleada
de asesinatos transparentes
y que los sabios conocían
como una generalidad.