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Poema 121

Patológicamente

la buena salud

es el estado menos

detectable

y apreciable

del cuerpo.

Basta que la carne rosada

se circunvale de salud

para que desaparezca.

Sin olor, sin dolor, sin rumor

Es así como la salud

se comporta a la manera

de como un fantasma

absoluto.

Se establece y lo borra todo.

Llega y nos extingue.

No siquiera queda

tras su paso

la huella que la delate

puesto que su naturaleza

consiste

en desnaturalizarse. 

Hacerse inconstatable.

Desde ella nada

es posible decir,

ni aullar, ni señalar.

Sólo es posible

,para la investigación,

atentar ominosamente

contra su invisible

entidad

de azúcar transparente.

Después una fiebre, un daño,

un gato peligroso

emana de su ausencia.

Gracias a él

o mediante alguna

otra alimaña

Tomamos en cuenta

el tiempo en que

residió en nosotros

contra el horror.

Porque sanos

no somos nada cierto

y sólo la enfermedad

nos devuelve la presencia.

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6 de abril de 2017
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Amores bestiales

Uno de los encantos de la factoría Disney ha sido su maestría a la hora de hacer hablar a los animales. La marginación del patito feo, el dolor por la muerte de la madre de Bambi o la profunda soledad de la Bestia han proporcionado, además de un animado marco moral, una muestra del poder transformador de la empatía. Fábulas con moraleja que han perpetuado los papeles de hombres y mujeres, y han propagado una idea del amor más propia de la ciencia ficción que de la realidad, hoy pretenden ser reescritas. Pero por mucho que blanqueen sus estereotipos prejuiciosos, la actualización del cuento de hadas sigue bra­ceando a la desesperada en su intento de poner al día los clásicos, quitarles moralina y querer convertir a Caperucita en feroz y al lobo en un animal maltratado.
A raíz del estreno de la nueva versión de La bella y la bestia, la crítica ha ensalzado el empoderamiento del papel femenino, que esta vez protagoniza una Emma Watson sobrada de carácter y despegada de la cursilería de las princesas rosa. Aunque otros se preguntan por qué la cinta no se ha atrevido a revisar la cada vez más borrosa frontera entre lo humano y lo animal, esa construcción cultural de la percepción humana que se impone sobre otras condiciones de ser. Y es que los animales ya no son lo que eran. En Holanda, por ejemplo, donde hay censados 17 millones de ciudadanos y más de 33 millones de animales de compañía, el Colegio de Veterinarios está presionando al Gobierno para imponer un seguro médico obligatorio para las mascotas. En Suiza, con una de las legislaciones más completas en materia de protección animal, estos tienen derecho a un abogado. Y en la siempre inesperada Canadá, una sentencia de la Corte Suprema dictaminó que las prácticas sexuales zoófilas son legales, siempre y cuando los animales no sean penetrados y no sufran ningún tipo de daño.
Enfoquemos el asunto desde otro punto de vista: en EE.UU. el comercio relacionado con los animales de compañía corrobora la tendencia a humanizarlos. En el 2015 el sector facturó más de 100.000 millones de euros en EE.UU., Europa y Japón. Ropa y joyas para perros, spas y hoteles para gatos, juguetes para hurones, e incluso ritos funerarios y cementerios. No es ni un fenómeno nuevo, pero crece la intensidad con la que las mascotas se apropian de un espacio que antes les estaba vedado. Un tercio de los españoles considera a su perro, su gato o su tortuga más importante que sus amigos. Ya viajan en metro, pronto se sentarán en los restaurantes y puede que acaben impartiendo clases de fidelidad incondicional, ese bien tan escaso en el mundo de los humanos. ¡Cómo sus dueños no van a tratar de “amorcito” a esas criaturas!
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5 de abril de 2017
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Poema 120

Un signo,

casi continuo  y desolador,

era la sangre

fluyendo mansamente

por la nariz,

días después del tratamiento.

No consistía

en una hemorragia

tormentosa

ni formaba

un pequeño torrente

con vigor.

Sino que manaba

un hilo colorado,

dulcemente,

desde las fosas

hacia el labio superior

y sin que su paso se hiciera perceptible

Deslizándose pues

como una secreción

natural y finita.

Un rastro colorado

llamaba la atención

principal de ese fluir

pero a él se sumaba

integralmente

un lecho de secreción

acuosa

transparente, fina y sumisa.

Era la seña conjunta

e indecible

de que adentro,

en las volutas

del organismo,

se hubiera destruido

o, mejor, desgastado

algo proverbial.

Fallo elástico

en algún conducto

o, simplemente,

en la general resistencia

de las vías centrales

o no,  

incapaces de

contener la energía

de la circulación

sanguínea

y de cualquier caudal.

Aún el más debil,

como parecía el paso  

de esa humedad sanguinolenta

huyendo sin prisa  

del cuerpo macilento.

Demolido o violentado 

hasta esa flaqueza

que ya se advertía

en la insólita fatiga 

con sólo la acción

de vestirse o desvestirse.

Y, en ciertos momentos,

con sólo el breve movimiento

de alzarse desde el asiento para

dar la mano a la visita.

Dos cuerpos:

el suyo nominado y él mío desdicho,

como una súplica,

Testimonio pre-letal (prenatal).

La última razón

geométrica

que separaría la

mi última existencia

de su paseante  extinción.

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5 de abril de 2017
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Estad alerta

Cuando se alcanza cierta edad no es raro sentir admiración por alguien a quien, sin embargo, despreciamos moralmente. En mi caso, a Elias Canetti, de quien leo cuanto se publica, aunque sé que tenía un ánimo inicuo. Dotado de gran inteligencia y ese talento de los sefardíes, siempre errantes, para la palabra, lo aumentó con una vida en cinco lenguas. Empero, desde la altura de mi edad, no puedo perdonarle sus infames groserías sobre la generosa Iris Murdoch, su amante y sin embargo su víctima. Sólo un hombre mezquino puede escribir caricaturas de la mujer que le amó.

 

Sin embargo ¿cómo escapar a quien consumió su existencia en un diálogo despiadado con la muerte? Vivió poseído por los muertos. Los cuerpos desnudos y helados de su padre, de su madre, de su esposa, de toda la familia judía, reposaban tendidos sobre sus hombros, como en un grabado de Goya. Una vida entera sin dejar un solo día de zaherir, hostigar, insultar a la muerte como lo más humillante e insoportable de nuestra condición.

Tenía planeado un Libro de los muertos desde 1940. Nunca llegó a concluirlo. Quedaron ocho legajos, conservados en la Biblioteca Nacional de Zúrich. De ellos hizo una edición Galaxia Gutenberg en 2010, pero ahora, en el recién aparecido El libro contra la muerte, reúne una parte más considerable de lo que escribió a lo largo de su combate contra la Nada. Al final, calló y cayó. La Gran Dama lo alcanzó en 1994, a punto de cumplir los 90 años, y no le perdonó sus injurias. El último comentario fue: "Noto que mi vida se disuelve en una reflexión obtusa y opaca porque ya no apunto cosas sobre mí. Intentaré remediarlo". No pudo remediarlo. Se había olvidado de sí mismo y la Gran Dama aprovechó el descuido. Como el lobo cuando el pastor duerme.

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4 de abril de 2017
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Viaje a las profundidades de un amor perdido

Aunque soy devoto de la obra de Fogwill, aún no me había acercado a su Help a él, si bien tras haber leído Los pichiciegos, creía que no me iba a decepcionar. Y así fue.

En Help a él, Fogwill narra la historia del duelo por una muerte, y lo hace desde una perspectiva moderna, si bien desliza a lo largo del texto elementos simbólicos que no conviene desdeñar. Al comienzo de la historia el narrador nos habla de Vera, a la que amó en el pasado, al principio de forma insistente, y más tarde esporádicamente. Vera se ha suicidado precipitándose desde el piso donde vivía con su padre y con su primo. La familia pertenece a la clase alta bonaerense, y es bastante corrupta, salvo Vera, que vive al margen de las ganancias y las pérdidas.

Vera es drogadicta, mística, melancólica, apasionada y de una belleza desgarbada y envolvente. El narrador la puede vencer dialécticamente, pero ella lo derrota siempre a través de la intoxicación. Es una experta en drogas, en brebajes. Es una hechicera de nuestra época.

Tras la muerte de Vera el narrador acude al cuarto en el que la ausente pasó sus últimos días. Vera ha dejado para él una caja llena de recuerdos y un brebaje, que Adolfo, el primo de la ausente, le aconseja tomar. Y lo toma.

El brebaje es la representación de Vera, su espíritu, su sustancia anímica, podríamos decir, sintetizada en un elixir.

El brebaje conducirá al narrador a una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, en la que se llevará al cabo el verdadero duelo.

Los antiguos griegos solían experimentar duelos de varios días, en los que tenían prohibido hablar. En esos días el doliente se dejaba poseer enteramente por el alma del muerto. En esos días solo existía el muerto. Tras ese período de silencio, se organizaba un gran banquete, en el que los asistentes regresaban finalmente al mundo y se desfogaban riéndose, bebiendo y festejando la vida. Al parecer se trataba de un proceder de gran eficacia psicológica. Tras la intimidad con el fantasma del muerto, la intimidad y el jolgorio con los que aún habitaban el seno de la vida.

En el relato de Fogwill las cosas acontecen de forma similar. A través del brebaje de Vera, el narrador llega a una intimidad sofocante con el alma de la difunta, y con su cuerpo.

De la misma manera que Vera se precipitó en el vacío, ellos se precipitan, la difunta y el narrador, en el vació sideral.

Al final del relato, el duelo se habrá llevado a cabo de forma tan real como exponencial, y el fantasma de Vera irá quedando atrás. El narrador ha experimentado el más íntimo, el más atroz, y el más liberador de los duelos, convirtiendo a su antigua amante en el más definitivo objeto de su amor, y en el más envolvente objeto de ficción.

El narrador ha muerto a su manera con Vera, ha conocido la inmensidad y la simplicidad de la muerte, en todas sus facetas, y le ha dicho adiós para siempre.

Ya lo decían los antiguos japoneses: la muerte es tan grande como una montaña y tan leve como un cabello. En el relato de Fogwill nos adentramos en esa terrible paradoja.

El fantasma del Vera será para el narrador el aleph a través del cual accederá al enigma del amor y a los misterios del universo. Help a él me ha llevado a territorios de una brevedad y una vastedad acordes con lo que quiere contar. No se puede pedir más de una novela de cien páginas.

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4 de abril de 2017
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Música del sufrimiento

Sorprende favorablemente que un especialista del sacrificio del arte tenga tantísimo éxito industrial y comercial, incluso en España, ajena además por genética a la costumbre del musical americano. Con ‘La La Land' (‘Ciudad de las estrellas'), Damian Chazelle, un hombre de solo treinta y dos años, vuelve a esa tradición y la enriquece, aunque lo que define su acusada personalidad es la música, más que el género musical: la música como metonimia de lo que es sufrir y si es preciso morir en la consecución del gran arte, visto éste como lo que bien puede llegar a ser en el inmediato futuro, una quimera en vías de desaparición. Tal es el tema latente en sus tres películas de largometraje realizadas hasta la fecha.

 

     La primera, rodada en blanco y negro en Boston, contenía ya en el título, ‘Guy and Madeline on a Park Bench' (2009), un homenaje a los musicales de lo ordinario y lo provincial hechos por Jacques Démy; los nombres de la pareja que se ama y se separa y no termina de reconciliarse en un hermoso final abierto corresponden a los del protagonista y la modosa muchacha que al fin se casa con él en ‘Los paraguas de Cherburgo'. Esta opera prima de Chazelle es una cinta breve y pobre de medios, con hechuras de documental callejero y un uso entrecortado de la cámara, a menudo pegada al cuerpo y a los rostros de los intérpretes de un modo que recuerda el de los primeros films de Cassavetes. Guy es un trompetista que deja a Madeline por otra chica, y Madeline deambula, ve pasar a la gente, se para ante una estatua ecuestre, y de repente en vez de seguir andando se pone a cantar y bailar sola. Empieza así el cine musical cotidiano, sin aspavientos, que le gusta a Chazelle, continuado en el segundo y último número en un restaurante, donde a Madeline le hacen coro y cuerpo de baile cinco camareros que trabajan con ella. Ese lirismo espontáneo, casi irreprimible, como improvisado ‘in situ', reaparece con más determinación y empaque pero igual fuerza de convicción en ‘La La Land', especialmente en las deliciosas secuencias de la primera cita nocturna de la pareja ante el ‘skyline' de Los Angeles y aquella en que Sebastian (Ryan Gosling) saca a bailar en un embarcadero a una anciana agradecida, ante la mirada atónita del marido de la señora, que no entiende tanta entrega instantánea. La alegría, la ligereza, el brío exaltado, tienen en estos ejemplos de Chazelle el eco ‘nietzschiano' del impulso dionisiaco que el filósofo atribuye al uno primordial (das Ur-Eine) que cantando y bailando se manifiesta como miembro de una comunidad superior, toda vez que "ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando" (cito de ‘El nacimiento de la tragedia' en la traducción de Andrés S. Pascual). El vuelo unificado de Mia (Emma Stone) y Sebastian se da de hecho en la escena del planetario de ‘La La Land', un momento de bella fantasía cinéfila, aunque ver volar en el cine siempre tiene el incómodo precedente de Mary Poppins.

   Entre esos dos títulos, Chazelle escribió y dirigió igualmente ‘Whiplash' (2014), que le dio ya notoriedad y tres oscars de la Academia. Se trata de una dura fábula de aprendizaje encarnada por Andrew, joven catecúmeno de la batería, y Fletcher, el mesías castigador y a veces sádico que enseña música en un conservatorio de Los Ángeles. Los practicantes de esa rama del arte que es el jazz son estudiados con especial acuidad en las dos historias ‘angelinas', gente abnegada y ambiciosa que quiere ser la mejor de su especie en un territorio sin apenas población; o como se dice rotundamente en una escena de ‘La La Land', "el jazz se muere y lo dejan morir diciendo que ya tuvo su vida". Dichos fanáticos dignos de admiración se niegan a esa muerte, o la asumen con heroicidad; pocas imágenes más expresivas en su profunda alegoría que la del joven Andrew  -que ya ha sacrificado su noviazgo para seguir sin distracciones sentimentales el camino de su perfección profesional-  con la mano ensangrentada metida en una bolsa de hielo antes de empuñar de nuevo los palillos de su instrumento y pasar otro examen de religión del arte en que el maestro Fletcher martiriza a sus tres alumnos en liza a lo largo de un ensayo de la pieza ‘Caravan', secuencia culminante de ‘Whiplash'.

    ‘La La Land', por mucho que su colorido y su amargo final dulzón puedan engañar, es una parábola sobre el fracaso. Sus dos jóvenes artistas viven una realidad amarga en la ciudad del éxito por antonomasia, y durante más de una hora de metraje no lo tienen, o lo saborean sólo, como los pobres felices, en la fiesta de sus ensueños. En esa primera parte del film, marcada por los guiños cinéfilos tan del agrado de Chazelle, destaca el set piece de emocionante tributo al pasado; en la cuna del moderno Hollywood sigue abierto un antiguo cine, el Rialto (que luego se ve, de pasada, ya clausurado), y en él sus pocos espectadores se sientan a ver ‘Rebelde sin causa' de Nicholas Ray. Pero el celuloide se quema en mitad de la proyección, como podía pasar en los días del aparato numérico, y la pareja decide continuar la trama por sí mismos, visitando el Planetario de Los Angeles que hacía de escenario a la alucinada tragedia de los tres antihéroes de Ray.

    La película de Chazelle acaba en positivo, pero el logro de sus dos figuras desiderativas se consigue separadamente; como en sus largometrajes anteriores, pasión amorosa y creación artística son ecuaciones imposibles, viene a recordarnos este notable cineasta, y los triunfos de Mia como actriz idolatrada y de Sebastian como propietario de un afamado ‘night club' y pianista recalcitrante tienen el paralelo de unas vidas privadas previsiblemente trilladas. No es casual que el número más largo y elaborado de ‘La La Land' sea un ‘potpourri' brillantísimo de la gran escuela musical anterior a esas patochadas supuestamente renovadoras que fueron ‘Moulin Rouge' o ‘Romeo + Julieta'. Aunque su productor musical sea el mismo Marius de Vries que trabajó en aquellas con el director Baz Luhrmann, Chazelle se mueve en una división infinitamente superior. Y también arrasa en taquilla.

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4 de abril de 2017
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Poema 119

Por raro que parezca,

los agujero negros

son "cuerpos" celestes.

La astronomía es la más

sabia y muy maternal

de todas las disciplinas.

No parece que se proponga

hallar oro ni plata

en sus pesquisas

sino luz y oscuridad.

A inasequibles millones

de años luz

a miles de millones

de años luz,

más largos que 

el firmamento

infinito.

Su mina central es luz.

Su medida es luz,

Su horizonte es sólo luz.

Agua iluminada.

Espejismo sin distancia

final.

Los agujeros negros

proveen

de "horizontes de sucesos",

todos ellos sin  una clara

definición para la vista

pero cuajados de luz

auténtica.

Una luz original

aparentemente débil

como las mortuorias

de nuestra pobre especie

o una luz ampliada

como mariposas de nácar.

Mataría a cualquiera

ese fulgor

con sólo aletear 

cerca los ojos.

Los ojos que cerramos

Al prójimo

como si efectivamente

se apagara toda luz

al morir y quisiéramos

protegerlo de su claror

fantasmal.

Luz viva

en el luto

de la oscuridad

relente amenazante

en el filo del charol

Luz en apariencia

extinta

en el agujero negro,

con una avidez

por su presencia, al estilo

del corazón

en un charco

que demanda piedad.

Luz como las estrellas

que fulgen como

sedientos fantasmas

tras haber entregado

su alma de seda a Dios.

Paupérrimos

Seres humanos

burlados

miles de millones de años

antes de su Jesucristo.

Ahora convertido

en una chispa

sin fe.

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4 de abril de 2017
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