Vicente Verdú
Un signo,
casi continuo y desolador,
era la sangre
fluyendo mansamente
por la nariz,
días después del tratamiento.
No consistía
en una hemorragia
tormentosa
ni formaba
un pequeño torrente
con vigor.
Sino que manaba
un hilo colorado,
dulcemente,
desde las fosas
hacia el labio superior
y sin que su paso se hiciera perceptible
Deslizándose pues
como una secreción
natural y finita.
Un rastro colorado
llamaba la atención
principal de ese fluir
pero a él se sumaba
integralmente
un lecho de secreción
acuosa
transparente, fina y sumisa.
Era la seña conjunta
e indecible
de que adentro,
en las volutas
del organismo,
se hubiera destruido
o, mejor, desgastado
algo proverbial.
Fallo elástico
en algún conducto
o, simplemente,
en la general resistencia
de las vías centrales
o no,
incapaces de
contener la energía
de la circulación
sanguínea
y de cualquier caudal.
Aún el más debil,
como parecía el paso
de esa humedad sanguinolenta
huyendo sin prisa
del cuerpo macilento.
Demolido o violentado
hasta esa flaqueza
que ya se advertía
en la insólita fatiga
con sólo la acción
de vestirse o desvestirse.
Y, en ciertos momentos,
con sólo el breve movimiento
de alzarse desde el asiento para
dar la mano a la visita.
Dos cuerpos:
el suyo nominado y él mío desdicho,
como una súplica,
Testimonio pre-letal (prenatal).
La última razón
geométrica
que separaría la
mi última existencia
de su paseante extinción.