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Férreo control

Con una vigilancia global avanzada, por ejemplo con los muros de nuestro búnker de la isla de Guam fácilmente traspasables por el ojo de las cámaras, aún hay quien, en un acto extremo de ingenuidad, pretende refugiarse en el ejercicio del pensamiento sin saber que ya se están instalando lectores de lo más profundo del raciocinio, capaces incluso de adelantarse a la elaboración de las ideas. Así, no resulta ocioso buscar una redifinición del hombre perfecto, sustentada en la aceptación de la inutilidad del ocultamiento y en el disfrute de un elevado grado de estolidez.

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4 de junio de 2017
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Los seres queridos de Vera Giaconi

Un amigo me conminó a que leyera Seres queridos (Anagrama, 2017), el segundo libro de cuentos de Vera Giaconi (Uruguay, 1974); estaba tan desesperado por compartir su entusiasmo que me regaló su ejemplar. Tenía razón en hacerlo. Si hace algunos años Carne viva (2011), el primer libro de Giaconi, fue descrito como "realista con un resquicio gótico", Seres queridos podría describirse de la misma manera hasta llegar al último cuento, "Reunión", en el que el resquicio se amplía hasta dejar un boquete abierto por el que se cuela un mundo sorprendente, complejo y siniestro: treinta de las mejores páginas que he leído este año.

Estos cuentos toman como bandera una frase de Clarice Lispector que habla de "la crueldad de la necesidad de amar... la malignidad de nuestro deseo de ser feliz". Dentro de la institución familiar, estamos condenados a querernos, pero puede que eso permita que afloren sentimientos atroces. En "Pirañas", la metáfora es perfecta: Víctor ha perdido dos dedos por culpa de un ataque de pirañas, pero  su hermana Romina y él son los que en verdad se comportan en su relación como esos peces de "bocas dientudas y feroces". Apenas aparezca una debilidad, uno atacará al otro, replicando al mismo tiempo los ataques de los padres: todo está por estallar desde la primera frase, y estalla en una situación tragicómica, pues mientras un hermano le da un puñetazo al otro, en la cocina los padres están "librando otra batalla y nadie sale a preguntar qué pasó" (hay que decir, de paso, que el "realismo" de Giaconi, que abreva tanto de Alice Munro como de Flannery O'Connor, es lo suficientemente elástico como para incorporar con naturalidad un anómalo ataque de pirañas en este cuento).

La prosa de Giaconi está matizando todo el tiempo: los detalles cuentan, tanto en las descripciones como a la hora de capturar sentimientos sutiles. Los retratos son brillantes: está Dumas, el abuelo del cuento con el mismo título, "eternamente bronceado aunque tenía dos trabajos... Con el fino bigote negro, la sonrisa amplia y esa facilidad para vencer el espacio personal de la gente..."; Adrián, el "tasador", incapaz de tener compasión de nadie: "mira alrededor y sabe que en casa de su madre nada vale nada; que ahí no existe la posibilidad de descubrir un tesoro escondido. En principio están los muebles y esa extraña obsesión de su madre por el mimbre. Los sillones, la lámpara del comedor... Todo es de mimbre"; y las hermanas de "Los restos", que, cuando se muere la menor de las tres, van a su caserón a revisarlo y preparar la "reunión íntima" de despedida: "Para muchos ésa sería una tarde amarga, y Graciela dijo que ellas debían encargarse de que todos tuvieran la boca llena de comida y no de frases hechas y comentarios fuera de lugar".

Los tres cuentos mencionados se encuentran entre los mejores, junto a "Bienaventurados" -una historia devastadora acerca de "un corazón simple"- y "Reunión". Si las atmósferas de Giaconi tienen siempre algo enrarecido, el magistral "Reunión" radicaliza la propuesta: la narradora relata la noche del reencuentro con su amiga Clara y su esposo Javier, que acaban de regresar a Buenos Aires después de vivir un tiempo en Bangkok. Los lectores se enterarán en el segundo párrafo que los esposos, que vivían desesperados por tener un bebé, ahora tienen una hija llamada Mali; la verdad acerca de Mali sugiere algo siniestro --¿magia negra?-- y convierte en literal el gran tema de este libro: una persona, una pareja, una familia pueden crear un espacio en el que sus actos son vistos por ellos mismos como "perfectamente lógicos y entendibles", pero, vistos desde afuera, todos, absolutamente todos, somos unos monstruos.

 (La Tercera, 4 de junio 2017)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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4 de junio de 2017
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La viuda valiente

La institución del matrimonio, después de haber nutrido de grandes obras maestras el teatro, la novela y, más modernamente, la poesía, prolonga el dramatismo y la intriga cuando los escritores dejan, además de un legado, cónyuges. Se habla ahora bastante de viudas cicateras o mangoneadoras, quizá por la sencilla razón numérica de que hay más hombres escritores célebres que mujeres, algo que cambiará en poco tiempo. Mientras llega el momento de hablar con la apropiada normalidad de los ‘malos viudos', es justo recordar que familiares y allegados los ha habido siempre, desde que el libro es libro, y a no pocos les debemos un eterno agradecimiento. La reina de las solteras, Emily Dickinson, tuvo una hermana, Lavinia, y una sobrina, Martha, que le hicieron justicia póstuma sin cortapisa ni avaricia, mientras que albaceas muy próximos como los de Lord Byron quemaron, en la chimenea de su editor John Murray, las 400 páginas de las Memorias del poeta. La cuestión permanente es el cómo guardar y administrar, el destruir o sacar a la luz con integridad lo que cualquier humano que escribe no ha roto antes de morir.

 

     Hace unos cuantos años (1992) Ian Hamilton, notorio sobre todo por sus rifirrafes con JD Salinger, que no se dejaba hacer la biografía que Hamilton perseguía, escribió un libro lleno de interés -y cierto rencor por la cerrazón del autor de El guardián en el centeno- sobre los legados literarios, Keepers of the Flame, título que mucho antes, en 1942  (y en singular, La llama sagrada), popularizó una memorable película de George Cukor; la guardiana de aquella llama del celuloide (nada menos que Katharine Hepburn) era la viuda de un dirigente de gran popularidad que rehúsa dar información al periodista-biógrafo (Spencer Tracy) que la visita: el prohombre escondía dentro de sí a un conspirador fascista. En la literatura y la filosofía ha habido también casos de intencionada falsificación o enmascaramiento biográfico post-mortem.

     Frente a ese ejemplo de ficción (el guión del Cukor, escrito por el formidable Donald Ogden Stewart, se basaba en una novela), conviene señalar que la leyenda de la viuda pacata o pérfida tiene contrarréplicas reales en las que la heredera enviudada, yendo a veces contra sus propios sentimientos e intereses, toma una decisión osada y franca. En nuestra lengua es reciente el ejemplo de Miriam Gómez, que, además de cuidar minuciosamente el material y los archivos de Guillermo Cabrera Infante, se vio en el dilema de difundir dentro de las obras póstumas del gran escritor cubano su Mapa dibujado por un espía, una novela muy dolorosa para ella. Ahora hemos sabido de otro protagonizado por la canadiense de origen Rita Labrosse, mujer de Witold Gombrowicz desde 1964 y desde 1969 su viuda, quien conservó desde la muerte del escritor "un diario íntimo en el que de vez en cuando anoto cosas privadas", según él le dijo un día de 1966 en que lo vio escribiendo en papeles de color y formato distintos a los que habitualmente usaba. De Gombrowicz ya eran conocidos y celebrados sus extraordinarios Diarios. El nuevo libro al que me refiero, Kronos, publicado en polaco en 2013 y hace pocos meses en francés (Stock, 2016) es, como lo llama el prologuista de esta última edición, "el diario del Diario", lo que significa que, si bien en sus más de 300 páginas no se encuentra la densidad y el pensamiento siempre original de los dos volúmenes de los Diarios, ambos son de alguna forma complementarios, en la medida en que su autor, inspirado por la lectura del Journal de Gide, se siente capaz de llevar simultáneamente un dietario público y otro privado. De ese modo contamos ahora con una guía descarnada y sucinta del pecador que, divagando, metiendo pullas o desnudándose ante nosotros, muestra su aguda inteligencia y una vena picante, cómica a veces y otras conmovedora.

     En una nota previa a las entradas de Kronos, que van desde 1922 a 1969, Rita Gombrowicz no duda en incluirse irónicamente, al igual que muchos otros seres que la precedieron en la historia literaria, formando parte de los "daños colaterales de vivir con un escritor". Esos daños no sólo se derivan de las manías, las costumbres alcohólicas o la infidelidad reiterada con la máquina de escribir. Un gran cínico, Cyril Connolly, dijo que el más sombrío enemigo dcoe la gran literatura es un cochecito de niños en el vestíbulo. De cumplirse, la advertencia (desatendida por el propio Connolly, que se casó tres veces y tuvo dos hijos) haría de los escritores máquinas solteras, un tanto neuróticos y proclives al solipsismo. Pero aquí hablamos de parejas felices. Cuando entre los manuscritos no publicados en vida de Cabrera Infante apareció Mapa dibujado por un espía (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013), se entendió la razón de que, al contrario que otros inéditos de su autor como La ninfa inconstante o Cuerpos divinos (ambos también editados póstumamente por Galaxia Gutenberg), casi nada se supiera de aquél. El valor de sacarlo sin expurgo por la viuda y heredera radica en que en esa trepidante crónica novelada del viaje a Cuba en 1965 para asistir al entierro de su madre, el escritor, entonces aún diplomático al servicio del gobierno de Fidel Castro y retenido a punto de embarcar en el avión de regreso a Europa, cuenta, en paralelo a los cuatro meses siguientes de pesadilla burocrática, la relación amorosa con una joven llamada Silvia. Enamorado de ella, el novelista relata en el libro que estuvo a punto de alterar su trayectoria y su matrimonio con Miriam Gómez, con quien, una vez que la dictadura castrista le permitió viajar, volvió y vivió en plena armonía hasta el fin de sus días.

    Rita Gombrowicz sabía desde el primer momento que su marido era un bisexual promiscuo con marcada preferencia a su propio sexo, pero en la trascripción ejemplar de las notas de Kronos, ella misma ha descifrado los términos a menudo elípticos o abreviados del diario. ¿No era mejor, tomada la decisión encomiable de no romper lo que su marido dejó a buen recaudo, ocuparse ella misma de su edición, aclarándola sin disimulo? Muerta o viva, escribe Rita, las palabras de Witold "no cambiarían nunca, estaban escritas en la piedra".

   La lectura de Kronos nos deja conocer una personalidad, más que una intimidad. La salud, la falta de dinero, el desarreglo vital; la dieta común de un hombre libre y voluptuoso, independiente y estricto, como lo fue el polaco. A esas páginas recobradas les confía sus dolores de piel, las inyecciones obligatorias cuando sufre de sífilis, y también, en un recuento nunca narcisista, la peripecia de sus ligues. En ese campo está alguno de los episodios de comedia más fulgurantes del libro, contrarrestados por la verdad superior de un cuerpo deseante al que la vejez le produce, así termina una entrada, "calma erótica". Y de nuevo la viuda se encarga de puntualizar, en otro comentario, el pensamiento narrativo y la figuración carnal del autor de Ferdydurke, quien jamás confió, nos dice, en una filosofía que no fuese erótica.

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2 de junio de 2017
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Joyce DiDonato: Música barroca para estos tiempos convulsos

La gran mezzosoprano estadounidense Joyce DiDonato vuelve a Barcelona y a Madrid a principios de junio para cantar la furia del impulso bélico y la armonía de la deseo de paz. En un programa ideado por ella, lucirá su brillante coloratura y ágiles melismas vocales, así como el poderío de los graves y la belleza de las largas notas sostenidas que ya son marca de la casa. Pero para la diva, que se encuentra en su plenitud vocal y artística, esto no es un torneo de gorgoritos: quiere dejar un mensaje y siente que en estos tiempos turbulentos, es más importante que nunca.

DiDonato ya tiene establecida una relación de amor y confianza con la mayoría de los grandes teatros de ópera de Estados Unidos y en las mecas de la ópera de Londres, París, Roma, Madrid, Barcelona, Berlin y el Festival de  Salzburgo.

El público del Liceu barcelonés recordará por años la forma tan pasional y tan distinta en que asumió los roles de las dos grandes cenicientas de la ópera: la burbujeante La Cenerentola de Rossini y la poética Cendrillon de Massenet. En esos dos grandes papeles mostró una fascinante paleta de color vocal, una gran versatilidad a la hora de tomar como propios estilos e idiomas diversos, y una capacidad actoral que hace difícil quitarle la vista de encima, incluso cuando no está cantando.  

DiDonato mostró varias de las cualidades que la llevaron a la altura artística en la que está cuando, en 2009, se lastimó seriamente la pierna izquierda al terminar la temible aria Una voce poco fa, del final del primer acto de El barbero de Sevilla de Rossini en el Covent Garden de Londres.

Tenía otro acto entero y un dolor terrible, pero estaban todos los  críticos y su Conde Almaviva era el gran tenor Juan Diego Flórez. Tres días después, allí estaba Joyce con yeso y en silla de ruedas, cantando divinamente su papel. Y entre tanto, informaba a sus seguidores en su web y en redes sociales, donde publicaba fotos de su yeso pintado con flores de colores. Y cada noche, al terminar la función, una ovación triunfal.

El crítico del New York Times Anthony Tommasini empezó su relato de esa noche de esta manera: “La noche del sábado en la Royal Opera House, la mezzosoprano estadounidense Joyce DiDonato dio un sentido literal a la vieja expresión de buena suerte en el teatro: Break a leg – ¡que te rompas una pierna!”

Como su famosa colega Cecilia Bartoli, DiDonato ha comenzado en los últimos años a aprovechar su fama creciente para emprender proyectos personales. Ahora mismo está surcando el mundo con un programa de arias y escenas que en conjunto cuentan una historia y dan una opinión sobre el mundo. Guerra y paz: La armonía a través de la música explora las pasiones de Eros y Tanatos con la música de furia y de placidez de compositores como Georg Friederich Händel, Henry Purcell y Claudio Monteverdi.

Con este programa llega esta semana al Teatro Real de Madrid y al Liceu de Barcelona.

En su página web Ud. presenta su proyecto Guerra y Paz como una personal y ambiciosa colección de arias de óperas barrocas. ¿Cómo seleccionó las arias, de qué manera la elección es personal y por qué piensa que hay un mensaje en la música del siglo XVIII que debe ser escuchado hoy?

La música de todas las épocas ha hablado de la guerra y de la paz, y algunas de las obras maestras más grandes fueron escritas en momentos terribles de conflictos. Por ejemplo, el Cuarteto para el final de los tiempos de Olivier Messien. El elemento particular que encuentro en el barroco es que ilumina este tema con la pureza de la música, de modo que el impacto emocional es mucho más directo. La guerra parece más fuerte y la paz más celestial.

En noviembre d3e 2015, los ataques  terroristas en París me llevaron a pensar en cambiar por completo el programa que tenía en mente. Sentí que necesitaba hablar del mundo en el que vivía de una manera más directa, y el tema de War & Peace se me apareció naturalmente. Tenía un grupo de arias de Händel y Purcell sobre mi piano, y todas hablaban de la guerra y de la angustia interna y la búsqueda de serenidad. Supe que tenía que cantar sobre eso.

Ud. ha centrado su carrera en la época barroca, el clasicismo y el romanticismo temprano. ¿Por qué piensa que ese repertorio le es adecuado, con el que se siente a gusto? ¿Qué le dice la música de esa época? 

Mi voz se alegra con la música que requiere fluidez y muchos elementos expresivos. Muchas veces en estas obras el texto se repite, por lo que el personaje debe sumergirse más y más en la psicología de sus emociones profundas, y esto está en la raíz de por qué canto: para expresar emociones profundas. Encuentro que está época era muy emotiva y al mismo tiempo conectada orgánicamente con la naturaleza de mi voz. Si me fuera a músicas más expansivas, como por ejemplo Wagner, creo que iría contra la naturaleza de mi voz. Supongo que un extra es que la música que canto también me nutre de una manera profunda, ¡y por eso gozo sumergida en estas melodías a diario!

En los últimos tiempos ha pasado del barroco a más papeles de bel canto, del romanticismo temprano. Percibe un cambio, un desarrollo en su voz, y qué piensa que cantará en los próximos años?  

Me imagino teniendo la misma fórmula que usé a lo largo de mi Carrera, con Händel, Rossini y Mozart como la columna vertebral de mi repertorio, pero extendiéndome y acercándome a música más moderna, obras francesas y más roles de bel canto. La diferencia es que crecí dentro del mismo Rossini: ¡pasé de la jovencita Rosina que quiere casarse con su príncipe en El barbero de Sevilla a la reina ponderosa y algo malévola de Semirámide!

Pese a que su agenda está llena, viene con frecuencia al Liceu de Barcelona. ¿Encuentra algo especial, algo distinto en este teatro y este público?

Tengo la idea de que están maravillosamente vivos e involucrados en lo que se le ofrece. Siento que si hago el esfuerzo especial en una cierta frase de profundizar más en las emociones, este público lo entenderá en seguida, y eso es una gran alegría para un intérprete como yo. Además, es la casa de Montserrat Caballé y de otros titanes del bel canto, así que si te aplauden allí es un regalo que no tomo con ligereza.  

Como mezzo soprano, frecuentemente debe actuar en “papeles de pantalones”, roles masculinos. ¿Cómo se prepara para actuar y cantar como un hombre? ¿Trata la partitura de forma distinta? ¿Y esta experiencia la ha ayudado a entender mejor al “otro” sexo?

Trato estos papeles exactamente igual que los otros: entrando a fondo en la psicología del personaje, la expresión musical, y tratando penetrar en la verdad de la escena. Adoro la energía que estos papeles me permiten, porque puedo entrar al escenario de una forma más agresiva, pasional (pienso por ejemplo en la entrada de Romeo en Montescos y Capuletos de Bellini, que canté en el Liceu la temporada pasada). Te empodera, y al mismo tiempo Bellini le permite al personaje ser increíblemente frágil y emocional, algo que se ve con mayor claridad porque es una mujer la que canta. Es una mezcla brillante de géneros y así la música emociona más.

Una de sus últimas óperas en el Liceu era la Maria Stuarda de Gaetano Donizetti, que incluye aquella tremenda plegaria con una nota alta muy difícil de sostener. ¿Cómo adquiere tal maestría ténica y al mismo tiemop logra producir un impacto emocional así en la audiencia?

Si mi trabajo está bien hecho, las dos cosas irán en tándem. Primero debo afinar los aspectos técnicos (en este caso en particular, sabiendo que es el momento más difícil de la ópera, ¡fue lo primero que empecé a ensayar!). Pero sabiendo bien que la técnica solo sirve para apuntalar el viaje emocional del personaje. Si soy fiel a eso, a través de mi voz el oyente se sentirá libre para sentir la inmensidad.

¿Qué le dice la palabra “diva”? ¿Se siente una diva?

Ese es un título que otros te dan, no algo con lo que yo me identifique. Solo puedo decir que  no tengo ningún deseo de ser “diva” fuera del escenario, o de sentirme más que nadie en ningún sentido. Desde los técnicos y las maquilladoras hasta el pianista asistente, todos estamos juntos contando la misma historia. Sin embargo, reconozco que necesito entrar al escenario con la sensación de poder y confianza de que tengo algo valioso que compartir con la audiencia. Si eso me hace una diva sobre el escenario, me alegra. 

Se la considera uno de los artistas clásicos más conocedores y hábiles con las nuevas tecnologías. ¿Cómo usa Internet y las redes sociales para promover su carrera y las causas en las que cree?

Mi único estándar es que comparto algo cuando siento que realmente tiene valor. No lo uso para promoverme a mí misma, sino como un medio para comunicarme directamente con los fans y los melómanos. Sé lo apasionada que mucha gente es sobre la música que ama y los artistas a los que siguen, y si esto les da un conocimiento más profundo sobre una obra o un proceso, me alegra mucho poder compartirlo. ¡Pero también me gusta cada vez más desconectarme de los aparatos y conectarme a la vida, al mundo increíble que me rodea en tiempo real!  

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31 de mayo de 2017
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Los nuevos esnobs

La ilusión de la autenticidad domina nuestras cuitas desde aquel famoso eslogan de Lucky Strike: “It’s toasted”, que no nació de la audacia de un grupo de publicistas como se ficcionaba en Mad men, sino por accidente. A pesar de que un incendio en la fábrica de American Tobacco Company destruyera buena parte de sus instalaciones, el depósito donde se almacenaba el tabaco –metálico– lo preservó del fuego, tostándolo. La necesidad aguza el ingenio. Y George Washington Hill, que sucedería a su padre como gerente de la marca, relató a Time que, paseando por la nave incendiada, su progenitor le preguntó a un compañero si había algo caliente que fuera verdaderamente apetecible: “La tostada de la mañana”, respondió. Y así nació ese “está tostado” que se traduce mentalmente por “es genuino”. La operación les salió redonda, una manera de sacarle partido a la realidad sin falsearla. Convertir las debilidades en fortalezas ha sido una constante del desafío humano frente al destino, y explica gran parte de las personalidades de los genios. “La naturalidad es una pose muy difícil de mantener”, escribía Oscar Wilde en Un marido ideal, y así resumía su forma de exaltar lo extremo. Hoy, en cambio, lo artificioso quiere ser natural, y la autenticidad se ha convertido en una forma de autoridad. Pero bajo esa aura de orgánico, de la etiqueta del huerto o la granja, de casero, también se agazapa lo falso.
El esnobismo se ha actualizado, y unos se arrodillan ante un artista que –con un presupuesto de ciento diez mil euros– ilumina automáticamente una sala vacía cada cinco segundos, al tiempo que otros degustan el peligroso y sabrosísimo pez fugu y lo cuelgan en Instagram para demostrar que su vida es la bomba. Esnobismo y pretensión, a menudo simbiotizados, son términos que no significan lo mismo: los primeros ganan en arrogancia, los segundos en tragicomedia. Dan Fox, en su entretenido ensayo Pretenciosidad, por qué es importante (Alpha Decay), sostiene que, gracias a la pretenciosidad, miles de parias han llegado a ser alguien en este mundo. “La pretenciosidad puede ser una forma de plantar cara al boato y las absurdeces de los poderosos”, asegura, y defiende que si nadie quisiera distinguirse de los demás o aspirar a más no podríamos evolucionar. Y más cuando la crisis ha expulsado a tres millones de personas de la clase media y nunca había estado tan baja la autoestima. La pretensión tiene una parte inconformista: la de querer sentirse especial en lugar de normal. “Nunca fracasarás como la gente corriente”, cantaban los Pulp. El legítimo deseo de dejar de ser uno mismo por un rato, de fantasear con que un día a uno se le ocurra algo tan simple y genial como “It’s toasted”.
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31 de mayo de 2017
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Maneras de no hacerse viejo

Alguien me pregunta cómo me llevo con las "nuevas tecnologías". Es decir, con el mundo digital. Mi primera reacción, antes de responder, ha sido sonreír con algo de benévola condescendencia frente a mi curioso interrogador. Estas "nuevas tecnologías" sólo pueden parecer nuevas a quien las ve de lejos, o nunca las ha utilizado. Yo empecé a meterme en ellas hace más de tres décadas.

Dejé de escribir a mano desde que tomaba apuntes en las clases de la Facultad de Derecho, pues no tardé en pasarme a las máquinas de escribir mecánicas que sobrevivían en las oficinas públicas como piezas de museo, y luego a las máquinas eléctricas que escribían apenas con un suave murmullo, como la que usé en los años setenta durante mi estancia en Berlín. Pero siempre quería tener a la vista una página perfecta, y cada vez que me equivocaba la hoja iba a dar al cesto de la basura.

Entonces, al comienzo de los años ochenta, cuando en medio de la guerra de los contras el gobierno de Reagan había impuesto un embargo sobre Nicaragua, un amigo me propuso traerme un ordenador de palabras desde Canadá, de contrabando, porque tenía piezas hechas en Estados Unidos, de modo que tuvo que dar una larga vuelta hasta Madrid, para ser embarcada desde allá a Managua.

Llegó la caja donde venía embalada la computadora IBM y sus accesorios, y me hallé frente a un artilugio de propiedades mágicas, como fabricado por las manos mismas del sabio Melquíades. Me dio el amanecer descifrando el manual hasta echarla a andar, y lograr que las letras verdes brillaran en la pequeña pantalla negra, con el cursor que pugnaba inquieto en espera de que presionara la siguiente tecla. Fueron necesarios unos 15 floppies para escribir mi novela Castigo Divino.

Pero aquella computadora primitiva, cuyo lenguaje ya nadie podría hoy descifrar, cambió radicalmente mi manera de escribir. Borrar líneas, suprimir párrafos, trasladarlos de lugar; y esos auxilios de las "nuevas tecnologías", ya para mí tan antiguas, empezaron a reducir el tiempo que antes necesitaba para escribir una novela. Calculo que a la mitad. Y hoy hay que sumar la posibilidad clave de volver sobre los personajes y evitar, como bien puede ocurrir, que uno cambie el color de sus ojos o del cabello decenas de páginas después, ya no digamos los nombres, que es lo menos que puede ocurrir.

Añoro aquellos tiempos en que debía levantarme de la silla a consultar el diccionario, o a buscar un dato en un libro metido en un lejano anaquel de la biblioteca. Pero son nostalgias nada más.

Si un día las computadoras dejaran de existir, algo muy improbable, y las viejas máquinas de escribir no pudieran usarse más, como creo que ya ocurre porque nadie fabrica los carretes de cintas de seda, entonces no dudaría en utilizar la pluma fuente, el bolígrafo el lápiz de grafito. Hasta el cincel, si fuera necesario volver a grabar las letras en piedra. Lo que nunca haría es abandonar el oficio de escribir, porque no es el instrumento el que me condiciona, sino la necesidad de ser escritor, y vivir para serlo.

Y lo mismo debo decir de la lectura. Desde que hace más de diez años mis nietos me regalaron una tableta que ahora me acompaña donde voy, sé que donde la encienda tengo a mano todos los libros del mundo. Soy viejo también en el uso de esta "nueva tecnología". Me encantan los libros verdaderos, hechos de papel, y sigo entrando a las librerías de todas partes del mundo en su busca. Es la primera visita que hago en una ciudad, como quien entra a un santuario, y de vuelta en Managua, ya no hallo dónde ponerlos. Pero puedo leer de las dos maneras, sin dificultades de ánimo, ni mala conciencia. Por el hecho de leer en la pantalla, no siento que esté traicionando a los libros, mis viejos y entrañables conocidos.

Y también están las otras "nuevas tecnologías" en las que me siento como pez en el agua: las redes sociales. Abrí mi página de escritor hace veinte años. Y mis seguidores y amigos en Facebook, en Twitter, son los amigos y seguidores de un escritor y de sus libros, y me siento feliz de poder comunicarme con mis lectores, tenerlos a mano, y que ellos me tengan a mano a mí.

Creo que una de las maneras de no hacerse viejo, es viviendo en el mundo nuevo.

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31 de mayo de 2017
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En modo verano

Cada año, cuando los días se dilatan, y por tanto la vida parece más larga, me pregunto si no somos más de verdad en verano. Con el acto de desvestirnos, al igual que al andar descalzos, sentimos que pesamos menos. Cuando nos aturdimos, a la hora de la siesta, ese momento de parálisis y sombra capaz de posponer cualquier urgencia, acordamos liberar el fardo que cargamos sobre nuestras espaldas. Las obligaciones del trabajo, los malabarismos en casa, las cartas del banco, las colas en ÿ la india, las matrículas, los seguros y los impuestos, la burocracia fina, y la gruesa… Ahí está el sinfín de servidumbres a las que nos entregamos, hasta que suena el timbre de la bicicleta y salimos en estampida. Así era en la infancia. No había otra alegría que se desparramara, incontenible, como la de terminar el curso. Empezaban las horas para dar de comer a los gusanos de seda, jugar al balón, holgazanear en el cuarto, leer, merendar tarde, iniciar alguna colección. Recuerdo los veranos con olor a mantequilla en casa de mis primas de La Seu, que vivían frente a la fábrica de El Cadí. El olor a la nata de la leche me entraba incluso por los oídos, igual que el cloro de la piscina donde Antonia y Amalia me enseñaron a nadar. Se iba cristalizando la idea de que las vacaciones traían una aspiración: la posibilidad de empezar algo, de cambiar de gustos, de inventarnos otro destino, de desalojar
las hojas amarillas del pasado que nos impiden ver la vida en azul.
Podríamos contar nuestras vidas a través de la sucesión de veraneos. Es fácil recordar los destinos elegidos, rememorar amores y olores, paisajes, la lluvia caliente en las tardes grises cuando la mayor ocupación es desocuparse. Porque lejos del lugar común de la indolencia o de la pereza, el verano es un paréntesis vital, acaso la estación del año que representa más fielmente cómo somos sin tarjetas de visita ni disfraces profesionales. En su brevedad se concentra la ilusión de un tiempo que nadie nos arrebatará, y en el cual soltamos los arneses que nos fijan a nuestro propio cliché. 
Hay una frase de Baudelaire, quien muy a menudo fue desconsiderado –humillado incluso– en los círculos literarios, que incide en el tamaño real de nuestra libertad: “En la extensa numeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX reemprende frecuentemente, hay dos puntos muy importantes que han sido olvidados, que son el derecho a contradecirse y el derecho a irse.” Abrazo el efecto liberador del verano, también su indulgencia y su fugacidad, la ausencia de protocolos, el viento salvaje que nos despeina, la invitación al descubrimiento sin movernos de la hamaca. Y, a la manera de Baudelaire, el derecho a irse de uno mismo cuando nos dé la gana.
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30 de mayo de 2017
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Poema 144

De diferentes puntos del cuadro,

en el centro de la tela,

aparecía su barba encanecida

y un puño verde del bastón esmerilado.

Una vara de apoyo impropia,

que difícilmente lo sostenía encorvado ante la mesa.

No era posible que regresara  

de ningún paraje conocido

puesto que no existían precedentes

que lo hicieran imaginable bajo esa figura.

Yo le amaba desde muchos años atrás

y sin cesar lo amaba.

También lo temía,

y su sombra se había ahincado  

a mi ilusión de escribir

Igual que la clave en un pianista,

Una donosura para un trapecista,

una exigencia para un creyente,

de esa molécula tan firme

que viví mucho tiempo alzado.

Y ahora, sin embargo,

en la terraza del  café,

yo me acercaba con dificultad

a abrazarlo

mientras él venía armado

como de un bastón maldito,

tan grave como sin fuerza

Cada cual, en ese instante,

nos habríamos reconocido   

como antiguos  vivos transparentes

y sin transición, cerradamente,

como unos muertos pavorosos.

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29 de mayo de 2017
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Desprecio

La semana pasada desayunamos leyendo la noticia del presunto blanqueamiento de capitales de Sandro Rosell, a quien se le atribuye haber trajinado la misma cantidad que Cristiano Ronaldo ha burlado al fisco –de quince en quince millones, y tiro porque me toca–, y nos topamos de nuevo con la evidencia de que los negocios del fútbol son tan opacos como los del ladrillo, el Palau o el Canal de Isabel II, pero se toleran mejor, se llame uno Messi o CR7, como si el ciudadano de a pie, cada vez más adelgazado de espíritu y de saldo, les debiera algo por alcanzar una gloria efímera gracias a sus goles.
Entre tantas noticias de lavandería de guante blanco y señoritingos con jet privado que pueblan las celdas carcelarias, también leímos que los psicólogos especializados en acoso escolar –sobre quienes recae la responsabilidad de evitar autolesiones o suicidios, por ejemplo– cobran quinientos euros al mes. Desde que se pusiera en marcha, el servicio del 900 018 018 –activo día y noche– ha atendido más de 17.000 llamadas: es tarea compleja la de hablar con un menor arrasado, vacío de autoestima y lo que es aún peor, de alegría. Las transferencias experienciales que estos profesionales logran por teléfono son de extrema importancia: sin verlos ni olerlos, intentan transmitirles confianza y un pu­ñado de herramientas que les sirvan. También procuran brindarles el coraje necesario para revertir una situación en la que el débil acaba por creer que merece ser vejado y mantiene en silencio su dolor.
El ministro Méndez de Vigo, al ser preguntado por este penoso asunto, ha echado balones fuera señalando que no compete a su departamento sino a la compañía adjudicataria del contrato público. Y añade que lo verdaderamente importante “es que el servicio sea bueno”. Al carajo con la precariedad que desalienta a los trabajadores sociales que no llegan a fin de mes. ¿Cómo una especialidad tan compleja –y lo son todas las que se refieren a docencia y tutela de niños y adolescentes– puede ser tratada de forma tan despreciable? Siento gran envidia por aquellos países que seleccionan a los estudiantes más brillantes para formarles como educadores. En Finlandia, por ejemplo, es necesario un 9 de media de nota de corte, y por supuesto, están muy bien pagados. La noción del triunfo no se apoya en burbujas y pelotazos, sino en una sólida formación de las generaciones futuras.
Estamos a la cabeza de Europa en temporalidad, con uno de cada cuatro contratos que se firman con esta fórmula que eterniza la inestabilidad social, y cerca de la mitad de los trabajadores se las arregla con salarios por debajo del mileurismo, según un informe elaborado por el sindicato de Técnicos de Hacienda (Gestha) con motivo del Primero de Mayo. ¿De qué sirve diseñar planes estratégicos nacionales si los pilares de los mismos no pueden soportarlos, empezando por el menosprecio hacia aquellos que forman y atienden a nuestros hijos?
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29 de mayo de 2017
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El fin de la propiedad

Los especialistas en robótica e inteligencia artificial vaticinan que las máquinas destruirán, en menos de cincuenta años, el sentido de la propiedad.

Para llegar a semejante conclusión llevan a cabo el siguiente razonamiento: en el futuro todas las industrias se verán sometidas a una despiadada competitividad. Debido a ello, prácticamente toda la producción será llevada a cabo por máquinas. En esas industrias, obligadas a abaratar costes hasta el límite de lo posible, la propiedad será un precio añadido e insoportable. Lo ideal será que no tengan propietarios o que sus propietarios aspiren a muy leves beneficios. Ser propietario no será interesante, ni siquiera será viable.

También dicen que ahora mismo los ordenadores tienen el cerebro de un insecto, pero dentro de diez años ya tendrán el de un ratón, dentro de veinte el de un hombre, y dentro de cincuenta el de un dios. Ya para entonces, un solo ordenador podrá albergar en su inmensa inteligencia todo el saber de la humanidad. Podrá además procesarlo y seleccionar, según el criterio infalible que le dará su gigantesca objetividad, lo mejor y lo peor de su memoria. Esa gran mente (¿ese Gran Hermano?) tendrá el poder de resucitar a seres cuya memoria haya quedado depositada en él. Por ejemplo, a partir de las obras de un filósofo y de las imágenes que hayan quedado de él, ese Gran Hermano podría materializar literalmente a ese ser, obligándole a regresar a la vida.

El lector se preguntará si esto es una fábula o una pesadilla. Bien, son las dos cosas a la vez. Porque aquí no se está hablando de una materialización virtual, se está hablando de una materialización real.

El ordenador podrá reproducir la "unidad de carbono" que fue básicamente Jean Paul Sartre, por poner un ejemplo. De modo que Sartre podrá volver a los estudios de televisión y hasta aclarar asuntos que no quiso dejar aclarados mientras le duró la vida material.

El problema, de ser cierto lo que nos cuentan, es que ese Gran Hermano también podrá resucitar a seres profundamente malignos, de los que ha quedado mucha información visual y sonora. ¿Habrá que pensar que en el futuro ni siquiera seremos propietarios de nuestra muerte?

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29 de mayo de 2017
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El Boomeran(g)
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