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Arte Casual

En 1984 acuño el término Arte Casual (A.C.), redacto un Manifiesto, he inicio un archivo de imágenes de este nuevo “género artístico”. Pasan los años, y con la salvedad de reportajes en Cultura/s de La Vanguardia y en la revista digital Caminos de Pakistán, el Arte Casual permanece adormecido. No es hasta 2016 cuando se produce su lanzamiento: Basilio Baltasar me invita a presentar una ponencia sobre A.C. en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, Elena Ruiz Sastre inaugura una exposición de A.C., comisariada por Enrique Juncosa, en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza que ella dirige, y la revista Granta le dedica su atención. En 2017, de la mano de los comisarios Yolanda Ochando y Luis Ordóñez, imparto un Taller de A.C. en La Térmica de Málaga y, para 2018, con el mismo equipo, se prepara, en la Universidad de Málaga, una exposición que recoja mis cuatro facetas creativas; escritura, A.C., acciones performativas y Arte Sonoro. Adjunto Manifiesto y fotografía de una muestra de A.C.

 

Manifiesto

 

¿Qué es Arte Casual?

1) El que se da en objetos o grupo de ellos, materiales sin vocación artística, que por su ubicación, colocación o combinación producen en el observador un placer visual sin haberlo pretendido el responsable de la situación.

2) Todo lo que es capaz de crear una “emoción estética” partiendo de elementos no “naturales” pero no “pensados”, en su construcción y/o en su colocación, con “mentalidad artística”.

 

Características

1) Casualidad, espontaneidad, involuntariedad de la Obra.

2) Transitoriedad, temporalidad, fugacidad del Hecho Artístico.

3) Adogmático, abierto, subjetivo, infinito, impredecible, aleatorio.

4) Popular, libre, democrático, público, comunitario.

 

Reflexiones sobre el Arte Casual

1) No es sarcástico; no se burla (del arte actual).

2) No es revanchista; no venga una afrenta al arte.

3) No es crítico.

4) No es iconoclasta.

5) Sino que es deudor del arte último porque éste nos ha enseñado a ver, a apreciar la descontextualización, las series, los nuevos agrupamientos de objetos, los acotamientos del espacio, los empaquetamientos, los apilamientos, el azar como fuente de placer estético.

 



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6 de julio de 2017
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Poema 160

Creíamos en un breve conjunto de amigos:

buenos, malos regulares.

Interesados, generosos, desvividos, infatigables.

Luego han salido más especies de compañeros

al necesitarlos más y arracimarlos- 

Amigos agrisados que han sido después como mariposas

y sueltos vencejos que han demorado  sus vuelos,

de apariencia oscuras  alocadas.

En una mayoría los amigos son caracteres sensibles  

que cambian la facción en ocos instantes,

al querernos por atrás o muy expuesto su vestuario.

Los amigos son una grey de rostros manifiestos o enmascarados

Los amigos, en los momentos cruciales,

como  manadas de caligrafías sentimentales.

Y en diferentes ocasiones inclasificables.

Nosotros les otorgamos seguramente esas apariencias

Previas y en ocasiones equivocadas.

De compañeros  inclasificables o anodinos

pasan a ser sorpresas entrañables.  

Los amigos más callados nos sorprenden.

Los más facundos nos son desleales, los alejados se acercan,

y los que creímos cetrinos, acomplejados o mudos

nos aprietan emocionadamente al abrazarnos.

Como en un gran discurso excelente, callan y hablan..

 Hay amigos, en efecto,

aquellos  que no sirven para nada más

y miran al reloj mientras apuran la cerveza

Otros que nunca acaban la cerveza de confianza.

Y finalmente un puñado  son oro,

El corazón de la esperanza.

 

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5 de julio de 2017
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Turista interior bruto

Eres una turista en la ciudad de los prodigios. Pasas desapercibida entre ellos, con sus pechos desnudos y sus gorras tutti fruti, expresión en desuso que tantas alegrías nos procuró. Te dejas llevar por la corriente, andas en la misma dirección que los caminantes uniformados con shorts y chanclas, intentas simular que recién descubres sus fachadas. Recuerdas la primera vez que estuviste en París o Nueva York y la avidez con que las recorriste, pero ya nunca más volviste a sentir lo mismo; ocurre con el amor. Avanzas por el paseo del Mar a sabiendas de que no te pertenece; allí sobras, expulsada por un olor a comida rápida mezclado con la arena. Es un aroma que no corresponde al lugar. De lejos, el agua parece limpia, piensas en bañarte como una turista más, pero algo te lo impide. Causa un pudor extraño el bañarse en la ciudad prodigiosa. Los chiringuitos se reproducen, trillizos, cuatrillizos, idénticos y rivales. Las tablas de surf se han convertido en un elemento de decoración playera: desatan las fantasías de la gente, que se imagina sobre ellas con el pelo y la piel ­secos por la sal. La marca de la libertad: todos soñamos con ser más salvajes y no hay manera. Un campeonato de voleibol sacude los cristales del hotel Arts, donde una colonia de americanos impone el lujo despreocupado. Visten en código do­minguero. “Sea noodles”, llaman a la fideuá. Me asombra cuántos adultos que pueden pagarse un hotel caro van tatuados como marinos de otra época. Siempre he desconfiado de los caprichos que se convierten en actos irreversibles, aunque ahora los quiten con láser. Algunos, tras tatuarse una calavera, se sienten reno­vados, otra forma de entender el lifting.
Ser turista te sitúa en una categoría adocenada y permisiva, aunque a la vez denigrante: no importa la apariencia. Clonados, idénticos, igual que las esquinas de las ciudades franquiciadas, su actitud transmite una manera provisional de estar en el mundo que los sitúa más allá del bien y del mal. Los turistas ven a los oriundos como personas ajenas y empequeñecidas en sus vidas anónimas. No quieren empatizar. El sentido del ridículo ha sido expulsado de su cartografía emocional. No viajan, turistean. Entre sus voluntades destaca la de llevarse de la ciudad un sentimiento y un puñado de fotos. Por ello cumplen a rajatabla un itinerario, un peregrinaje que incluye las patas de las cigalas, las cervezas en la playa y el disfraz de flamenco.
Los treinta millones de visitantes que pasan al año por Barcelona suponen cerca de tres mil millones de euros anuales. Riqueza, sí, pero ¿a qué precio? Todos conocemos ejemplos de ciudades postal, o mejor dicho, parques temáticos desprovistos de su sabor original, igual que un chicle gastado que al final acaban escupiendo hasta sus propios habitantes.
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5 de julio de 2017
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Ni envejecen ni mueren

Nunca me pierdo las tiras cómicas en los periódicos, costumbre de toda la vida. Antes de empezar a leer libros de letra corrida, me fasciné con las revistas de historietas donde los personajes eran obra de la mano de un dibujante, y lo que decían aparecía escrito dentro de globitos.

Y no sólo eso. Además de las historietas cómicas, provengo de las narraciones dramatizadas en la radio, y del cine. Todos ellas son maneras de contar, y así aprendí a apreciarlas. La palabra, mi instrumento de expresión, se vería excitada por esos otros instrumentos que aparentemente le son ajenos: la imagen fija, pero cambiante, de los dibujos de los comics; la imagen en movimiento del cine; y la voz sin imagen de la radio.

Cuando a un escritor se le pregunta por los primeros libros que leyó, generalmente comienza citando Sandokán, de Emilio Salgari, o La Isla del tesoro, de Stevenson. Pero yo no leí esos libros de niño, sino que los oí, interpretados por las voces del Cuadro Dramático de Radio Mundial.

Las revistas de historietas eran para mí como para don Quijote los libros de caballería, y cuando en el día no me alcanzaba para leer las que me prestaban, o alquilaba en los pequeños negocios donde se exhibían en cuerdas, sostenidas por prensadores de ropa, me las llevaba a la cama.

Los personajes, vestidos de manera estrafalaria, porque sus atuendos eran circenses, tenían súper poderes como Amadís de Gaula o Belianís de Grecia, y una doble identidad bajo la máscara, como en las novelas decimonónicas. El Capitán Marvel, Supermán, La Mujer Maravilla, El Fantasma, Linterna Verde, Mandrake el Mago. Y todos tenían un compañero, o escudero, su Sancho Panza.

En este catálogo de superhéroes, el principal era para mí el Capitán Marvel, una historieta que venía de Argentina. Vestía enteramente de rojo con un rayo en el pecho, y una capa bordada de domador de leones. El humilde voceador de periódicos, que se apoyaba en una muleta al caminar, se transformaba prestamente en el Capitán Marvel al pronunciar el nombre del mago SHAZAM, un anciano que le había otorgado sus poderes sobrenaturales como un acto de consagración mística, para defender el bien y la justicia.

El misterio de la doble identidad, como en las novelas de Dumas, estaba de por medio. El niño tullido, capaz de convertirse en héroe poderoso. El Fantasma, el duende que camina, enfundado en su sobretodo y de lentes oscuros, cuando no de antifaz y traje ceñido, dueño del anillo de la calavera heredado generación tras generación de Fantasmas, con el que marcaba la quijada de sus enemigos en duelos a puñetazos.

Pero hay algo más en las historietas que se aparta de las reglas del espacio temporal de las narraciones escritas, donde los personajes de los relatos tienen siempre una vida finita. Nacen, crecen, envejecen, mueren, porque siguen la lógica de la vida a la que la invención busca imitar.

En las historietas cómicas, en cambio, los personajes son inmortales. No envejecen nunca, ni mueren, porque la saga de sus aventuras y por tanto de sus vidas, se vuelve infinita, ya que pertenecen a una secuencia inacabable que no deja de repetirse. Mueren los dibujantes y guionistas, pero serán repuestos por otros que representarán a sus personajes con las mismas edades de siempre, en un ambiente siempre contemporáneo, como los antiguos pintores representaban las escenas de la pasión de Cristo en las ciudades donde ellos mismos vivían, con los castillos medioevales de fondo.

Y cuando en un museo admiro el retablo de un altar, donde cuadro tras cuadro se cuenta una historia bíblica y el texto de lo que dicen los santos y profetas sale en cintas de su boca, no dejo de pensar en las historietas de mi infancia y de mi vida.

 

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5 de julio de 2017
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Poema 159

 

El amor es

de lo más raro que existe.

No posee definición propia.

No posee medidas exactas,

no posee justificación cabal.

No se sabe de donde viene

ni a dónde se dirige

Tampoco dónde acaba.

Podríamos ser nosotros

la medida del amor

puesto que nada se recibe sin ofrecer.

 Nada elude el comercio.

Pero, en realidad, ¿quiénes somos? ¿qué valemos?

Nuestro precio proviene del aprecio

¿y cómo medir esa alhaja sin rostro?

Si el amor es una contraprestación

¿dónde se encuentra la balanza que sopesa?

Hay más amores desequilibrados que ajustados

Hay amores locos que se relacionan con los cuerdos

y amores recíprocamente cuerdos que no saben a nada

La justicia del canje, la equiparación absoluta,

tiende a producir resultados insípidos.

Alguien tiene que amar con locura.

O ambos,  desconociendo la equiparación.  

Porque todas las personas que se aman sin medida,

más allá del cálculo son más las enamoradas

La dicha del amor es una fortuna y requiere amar más

¡Como puede la fortuna de ese "más" dejar de apreciarse

hasta hacernos en verdad más y más felices.

Dignos de ser amados en un exceso halagador.

Pero, también, en cuanto se entra en cantidades

 desaparece el amor.

¿Es entonces el amor el soplo incalculable que despide el

espíritu sin dimensiones?

Es una vía por donde pasa el espíritu sin presentarse a la

evaluación.

El amor es un fuego, dicen la coplas.

El amor es una soflama, el amor es pura imaginación

o tan peligrosa como feliz devastación.

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4 de julio de 2017
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Príncipe de la arena, el viento y las estrellas

Algunos libros autobiográficos tienen el valor de la experiencia. Fueron escritos por hombres y mujeres de acción, que vivieron vidas plenas, viajaron, sufrieron y conocieron a gente fascinante. Después pensaron que sus aventuras merecían ser contadas.

Otros autores siguieron el camino inverso. Siempre soñaron con llenar el universo de letras, y para poder hacerlo salieron al mundo a buscar el contenido de sus futuros libros. Vivir para contarlo.

Antoine de Saint-Exupéry es el único escritor que conozco para quien la vida y su relato son la misma cosa. Esa es la maravilla de Correo sur, de Vuelo nocturno, de Tierra de hombres, de Piloto de guerra. Todas son historias de aviadores-filósofos que viven su oficio como una metáfora que no necesita ser desentrañada. El vuelo en esos aparatos rudimentarios e inestables de los años veinte es el viaje azaroso y mágico por la vida, y el peligro mortal del piloto es el precio que hay que pagar para poder ver en toda su maravilla el mundo de los hombres, las ciudades y los campos que pasan, los pequeños fuegos que iluminan el mar de soledades en la noche.

“Habitamos un planeta errante,” escribe Saint-Exupéry en Tierra de hombres. “De vez en cuando, gracias al avión, nos muestra sus orígenes.” Esta no es una idea que piensa el escritor cuando ya se bajó del biplano y el viento ya no aturde sus oídos. Tampoco es una noción previa que fue a comprobar en el cielo. Yo siento que Saint-Exupéry nos habla desde su cabina de piloto, mientras controla la altura y la presión y se le congelan las manos sobre el volante. Lo que vive lo va escribiendo para nosotros.

“Las colinas, bajo el avión, ya abrían surcos de sombra en el oro de la tarde. Las llanuras se volvían luminosas, pero de una luz inútil: en este país no terminan nuca de entregar todo su oro, así como después del invierno no terminan de renunciar a su nieve.” Así comienza Vuelo nocturno. Un piloto, que se llama Fabien y es todos los pilotos, debe llevar el correo desde Buenos Aires hasta la Patagonia. Su esposa lo espera, pero sabe que el mundo de Fabien está entre las estrellas y las tenues luces de la costa, que le marcan el camino. Su jefe, el inflexible Rivière, se pasea por el campo de aterrizaje en Buenos Aires. “Rivière tenía conciencia de estar arrancándole algo a la suerte, reduciendo la parte de lo desconocido, sacando a sus tripulaciones de la noche, hacia la orilla.”

Pero Fabien no llegará nunca, y Saint-Exupéry, que sobrevivió a terribles accidentes en Francia, en el desierto del Sahara y en Guatemala, nos mete en el centro de la tragedia para que vivamos con él el terror de Fabien, que se sabe condenado, la desazón presentida de la esposa y la tristeza infinita que Rivière, el duro, el fuerte, jamás podrá confesar. Ninguno de los personajes se pone a pensar si las mentiras y frivolidades que contienen las cartas que transportan los aviones valen la vida de estos héroes. Tampoco Saint-Exupéry, que hizo muchas veces la ruta de la Patagonia con sus grandes amigos y pioneros del vuelo comercial en América Latina, Mermoz y Guillaumet. Es la misión y hay que cumplirla. El mundo necesita héroes, y los de Saint-Exupéry lo son de una pieza. Miran el mundo con lucidez y melancolía, pero nunca dudan.

Vuelo nocturno es como la guerra de Troya contada por Aquiles.

Aviador

Saint-Ex, como lo llamaban sus amigos, fue desde la infancia una criatura de acción, que buscó infructuosamente su vocación en la marina, en el dibujo y en la milicia. Hasta que la encontró en la libertad del cielo. Y desde que piloteó su primer avión en diciembre de 1921, las estancias en la tierra se le hacían interminables. No veía la hora de volver a volar.

Pero también fue un hombre tímido, reflexivo, melancólico, que buscó siempre en la aviación mucho más que el vértigo de la aventura. “No puedes imaginar la calma y la soledad que uno siente a 4.000 metros de altura, solo con el motor,” le escribe a su madre en 1923.

Antoine de Saint-Exupéry nació en Lyon. Su padre pertenecía a una antigua familia noble empobrecida, y murió cuando Antoine tenía 4 años. Desde entonces el escritor mantuvo una relación muy fuerte con su madre. Las constantes cartas que le escribe, llenas de dudas sobre su capacidad y temores sobre el futuro, recuerdan mucho a las del joven García Lorca o las del poeta inglés de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen. “Por las noches me siento un poco triste … No tengo perspectivas. Necesito ocuparme con algo que me guste,” le escribe a su madre desde Estrasburgo, donde sufre su servicio militar a los 20 años.

Pero descubre los aviones y ya nunca dudará. Otra vez a su madre: “¡Si sólo supieras cuán irresistible es mi deseo de volar! De no lograrlo, sería muy infeliz…, pero lo lograré.” Casi se mata en las prácticas para obtener la licencia, y un grave accidente lo obliga a buscar trabajo de oficinista. Pero esa vida no es para él, y en 1926 comienza a hacer el vuelo, recién inaugurado, Toulouse-Dakar. Su jefe es el mítico Didier Daurat, el modelo para el Rivière de Vuelo nocturno.

Cuando Daurat le toma confianza, lo envía a una misión terrible: mantener abierto el tráfico aéreo por encima de las fuerzas árabes rebeldes entre Dakar y Casablanca. Saint-Ex pasó 18 meses en Cabo Juby, en medio del desierto. Si un piloto caía y los árabes lo encontraban, lo degollaban. Saint-Ex debía encontrarlo primero. Cuando le dieron la Cruz de Caballero de la Legión de Honor, se citó su “extrema sangre fría y su excepcional sentido del sacrificio.”

De 1929 a 1931, abre con veteranos del desierto como Mermoz y Guillaumet la ruta de la Patagonia. Vive en Buenos Aires y la odia, como a todas las ciudades. “No comprendo el gentío de los trenes de cercanías, esos hombres que se creen hombres y que, sin embargo, por una presión de la que no son conscientes, están reducidos, como las hormigas, a ser sólo usados. ¿Con qué llenan, cuando están libres, sus pobres domingos absurdos?”, escribe en Tierra de hombres.

Lo que ama es el desierto: “Yo conozco la soledad. Tres años en el desierto me han enseñado cómo sabe. Allí no da miedo dejarse la juventud en una tierra mineral. Lo que parece envejecer, lejos de uno, es el resto del mundo. Los árboles ya han dado sus frutos, las tierras se han cubierto de trigo, las mujeres ya son hermosas … La estación avanza, pero uno se encuentra retenido muy lejos … y los bienes de la tierra resbalan entre los dedos como la fina arena de las dunas.”

Para ese entonces, como una natural continuación de sus vuelos, se había convertido en escritor.

Escritor

El primer relato de Saint-Exupéry se llama, cómo no, El piloto. Aparece en una revista literaria en 1926, y cuenta la historia de un aviador que, como Antoine, sufre depresiones cuando baja del cielo. Correo del sur, de 1929, es su primera novela y se ubica en los escenarios africanos que tan bien conoce. André Gide, el novelista más prestigioso de la época, escribe un comentario elogioso y acepta prologar su siguiente libro, Vuelo nocturno, que aparece en 1931. Para ese entonces, la compañía que llevaba el correo entre Europa y Sudamérica, por la que arriesgaron tantas veces la vida los pioneros de la aviación, ya había quebrado, dejando a todos en la calle.

De vuelta en Francia, Saint-Ex intenta sin éxito ser piloto de pruebas, patenta inventos aeronáuticos y trata de batir el récord en el vuelo Paris-Saigón. Ya se sentía escritor de pleno derecho, y prueba su mano como periodista. Viaja por todo el mundo, y cubre para el periódico “El Intransigente” la guerra civil española.

Antes, en 1935, sufre un terrible accidente en el desierto con dos compañeros. Pasan cinco días casi muerto de sed y finalmente los rescata un beduino. Al revivir el momento del encuentro, cuando todo parecía perdido, traza también las líneas de su credo, un humanismo lírico:            

“En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré más de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos has reconocido. Y a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres … Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo no tengo ya un solo enemigo en el mundo.”

Guerrero

Pero sí tiene enemigos. La Alemania nazi invade su país, y Saint-Exupéry, ya pasados los cuarenta y maltrecho por tanto accidente, mueve influencias y conexiones para que los Aliados le permitan hacer vuelos de reconocimiento en territorio enemigo. No será él un intelectual que pelee sólo con la pluma.

Un año antes del comienzo de las hostilidades había sufrido su peor accidente aéreo. Intentando batir el récord de vuelo desde Nueva York a Tierra del Fuego, su avión sufre un desperfecto al levantar vuelo en el aeropuerto de Ciudad de Guatemala. Se fractura el cráneo y se destroza un hombro. Durante la lenta recuperación escribe Tierra de hombres, que gana el Grand Prix de la Academia Francesa y el National Book Award de Estados Unidos.

Con el comienzo de la guerra, exilado en Estados Unidos y esperando ser admitido entre los combatientes, escribe sin parar. Publica Piloto de guerra, un alegato por la liberación de su país, en 1942, y un año después, Carta a un rehén, una carta en la que urge a su amigo León Werth, escritor judío francés retenido en territorio ocupado, a no perder la esperanza . En medio de los odios de la guerra, promueve la comprensión y la tolerancia: “La verdad de ayer está muerta; la de hoy, aún por edificar … cada uno de nosotros posee una parcela de la verdad.”

Pero la comprensión de todos los hombres no aparta a Saint-Ex de su misión. Logra que lo admitan como piloto de guerra, y parte para Córcega con la Fuerza Aérea norteamericana, con la que cumpliría peligrosas misiones sobre territorio enemigo.

La última fue el 31 de julio de 1944. Partió a las 8:45 de la mañana desde Cerdeña para fotografiar las zonas ocupadas de Grenoble y Annecy. A la una y media, cuando le quedaba solo una hora de gasolina, aún no había vuelto. A las dos y media, sus compañeros sospecharon lo peor. Nunca se encontró su cuerpo.

En su habitación, hallaron una carta escrita poco antes, hoy publicada como Carta al General X. “Si llego a salir con vida de este trabajo ingrato pero necesario, me queda sólo una pregunta: ¿qué debe decirle uno a la humanidad?” 

Tres semanas antes de partir había publicado, en traducción al inglés, un libro totalmente atípico en su obra. Era una fábula “para niños”  y estaba dedicada a su amigo León Werth, quien, como explica a los niños en su dedicatoria, “es el mejor amigo que tengo en el mundo” y “vive en Francia, donde tiene hambre y frío”. Como pidiéndoles perdón, corrige su dedicatoria: “A León Werth, cuando era niño.”

Como sabemos gracias a él, todas las personas mayores, antes que nada fueron niños, aún cuando muy pocas lo recuerden.

Fabulador

Es el invierno de 1942, en plena guerra. Debió ocurrir de noche, en un tranquilo restaurant de Nueva York. La editora norteamericana Curtice Hitchcock nota que el autor francés con el que está comiendo no le presta atención. Mientras ella habla, él dibuja en una servilleta. La señora se inclina a ver qué dibuja. Es el perfil de un niño. Siempre está dibujando niños, dicen sus amigos.

“¿Qué dibujas?”, le pregunta. “Nada,” dice él. “Es el niño que hay en mi corazón.”

Casi sin pensarlo, Curtice Hitchcock le sugiere: “¿Por qué no escribes la historia de este niño en un libro infantil?”

Nunca había escrito un libro infantil. Nunca más volvería a hacerlo. Pero el libro que salió a la luz en Nueva York en abril de 1943 pronto se convirtió en el libro para niños más famoso del mundo.

Es, por supuesto, El Principito.

“En toda la producción literaria de Saint-Exupéry nada hace imaginar un libro como éste,” dice su biógrafa Joelle Eyheramonno. “A primera vista parece un libro inusual que no tiene relación con sus libros anteriores. Toma la forma de un cuento poético en el que los animales (y las plantas) hablan … Para algunos, era impensable que un hombre de acción, un héroe, se despachara de improviso con un libro para niños. Otros lo tomaron como algo incomprensible, hasta poco serio, digno de ser rechazado y hasta condenado. Por eso, cuando se publicó El Principito tuvo una fría recepción del público.”

La historia es bien conocida: el autor, un piloto cuyo avión se avería en el Sahara y sufre hambre y sed en el desierto, se encuentra con un niño rubio y triste que viene de un minúsculo planeta donde dejó tres volcanes y una rosa. En su deseo de conocer el universo, el Principito viaja a varios planetas, donde encuentra a un rey patético, un farolero burocrático, un borracho triste, un geógrafo ignorante y un frío hombre de negocios que cree poseer estrellas porque las tiene anotadas en un papelito.

Es un viaje a las miserias y arrogancias de los hombres, un viaje como los que 200 años antes el irlandés Jonathan Swift imaginara para su Gulliver.

Al llegar al último planeta de su recorrido, la Tierra, el Principito se desencanta porque encuentra miles de flores como la suya. Pero un zorro, que le pide que lo domestique, le da el secreto de la verdadera amistad: “El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.”

En los libros para adultos que escribe en ese tiempo, Saint-Exupéry reflexiona con amargura sobre la pérdida de sus amigos. Todos sus compañeros de los gloriosos días de Dakar y de la Patagonia, como Mermoz y Guillaumet, están muertos. Y su último amigo vivo, León Werth, tiene hambre y corre peligro.

En medio de la guerra y la destrucción, el zorro le dice al Principito: “Sólo se ve con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.”

Hoy lo leen los niños del mundo en 102 idiomas.

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3 de julio de 2017
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Filosofía con látigo

Conozco a estudiantes españoles que han querido hacer su Erasmus en Liubliana o un posgrado en un pueblo suizo, sólo porque en su universidad da clase Slavoj Zizek, un filósofo estrella, viral, que se ha erigido en mentor –ahora los líderes han sido enterrados por el mentoring– de una generación crecida de más a menos, que ha disfrutado de una infancia de clase media pero se ha tenido que contentar con una juventud de nuevo pobre; y aún y así prefieren ser free lance, manteniendo el control de sus horas en lugar de convertirse en modernos esclavos sin horario de salida. Atesoran la máxima de Goethe: “Pensar es más interesante que saber”, por lo que a veces su arrogancia intelectual desata humos, aunque resulte inspirador estar al tanto de sus filosofías. Frente a los jóvenes que viven en posición horizontal, agarrados al mando de la consola, ellos, verticales y en posición de salida, no rehúyen la pelea cuerpo a cuerpo, auténticos vocacionales de la acción ciudadana (la vo­cación la compone una visión y una misión, y así son ellos, visionarios y mi­sioneros). El 15-M hizo a muchos activistas con k, llamándoles a filas por su nombre, castigo del oficialismo bipartidista y la corrupción; y salieron en tromba desde el profesorado o el trabajo social, desde los casals o los barrios.
Muchos de estos jóvenes aguardaron horas el pasado jueves en Madrid para escuchar su oráculo de Delfos, al filósofo Zizek. La cola en el Círculo de Bellas Artes adelantaba a las del día siguiente, viernes, con el estreno de las rebajas. El pensador esloveno, vehemente y locuaz hasta lo torrencial, se prodigó en conferencias y entrevistas, alternando teoría y humor, incluso delirio –hasta llegar a quedarse solo en su defensa de Trump–, para hablar de populismo y comunismo, de capitalismo y cultura. No dejó pasar su desazón ante la falsa tolerancia y el sentimentalismo, y alertó de la función controladora de las redes. Zizek despreció también la acumulación de información en estos tiempos nuestros, que según proclama, no nos hace mejores ni más inteligentes. “Sintetizar y simplificar los datos es mejor que tener todos los datos. Somos ordenadores estúpidos; lo sabemos todo pero no discernimos. (...) Acumulamos datos, pero no tomamos decisiones”, declaraba a El Mundo.
Pero las buenas decisiones necesitan tiempo y se alargan: la política y la justicia son dos buenos modelos de una ­esforzada acción a la que podría denominarse slow-speed machinery. Sus planteamientos y resoluciones –y no digamos su implementación– se expanden de manera que el pasado acaba siempre siendo un prólogo. Da igual, el showman Zizek sacó una vez más el látigo, como en una cariñosa riña de niños, y fustigó a aquellos estudiantes que devoran sus vídeos en YouTube, a los guerrilleros urbanos con piercings, a los políticos de Podemos para decirles: pasad a la acción en lugar de darle vueltas a las cosas, no hay tiempo para seguir mirándose al espejo.
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3 de julio de 2017
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Orgullo con champán

En octubre de 2001, apenas un mes después del atentado de las Torres Gemelas, entré en el despacho de Glenda Bailey, una británica neoyorquinizada lo suficientemente excéntrica y buena periodista como para tomar el mando de Harper´s Bazaar –este año celebró su quince cumpleaños al frente de la histórica cabecera–. Tras describirme las nubes negras que sobrevolaban el Hudson y que contemplaba con horror desde su amplio ventanal de la Hearst Tower –en la 57 con la 8ª–, le pregunté cuál era su estado de ánimo y el de la redacción, a lo que respondió que, tras el hundimiento anímico, se había impuesto llevar tacones, más altos aún de lo habitual, para elevar la autoestima pisando fuerte. Los tacones como un acto de resistencia. En aquel momento me impresionó el gesto, histriónico pero a la vez cargado de simbología. La fe en el estilo sobreponía del abatimiento. Lo hubiera podido suscribir Diana Vreeland, la mujer que le confirió a la publicación el carácter de Biblia del nuevo gusto a mitad del siglo XX: "El estilo te ayuda a bajar las escaleras, a levantarte por la mañana. Es una forma de vida. Sin él no eres nadie. Y no hablo de ropa" sentenció.
El sábado 2 de noviembre de 1867 apareció el primer ejemplar de Harper’s Bazar, entonces escrito con una sola ‘a’. Aquel fue un año de avances: el cirujano y aristócrata Joseph Lister realizó en Glasgow la primera intervención quirúrgica bajo condiciones de asepsia, Alfred Nobel inventó la nitroglicerina y Karl Marx publicó el primer tomo de “El capital”. La engrasada maquinaria de la Revolución Industrial había puesto toda marcha hacía el progreso, aún un horizonte nítido. En ese contexto, la revista se presentaba como “un almanaque de moda, placer e instrucción”. En sus páginas colaborarían Henry James, Jack London o Normal Mailer, Man Ray, Henri Cartier-Bresson o Robert Frank y sus americanos tristes.
 
Pocos hubieran apostado a que 150 más tarde no solo estaría más viva que nunca, sino que tendría 32 ediciones internacionales. En su larga etapa, Glenda
Bailey ha elegido con habilidad a políticas y actrices en sus portadas. Y aunque ya hubieran posado Lauren Bacall o Audrey Hepburn, abrió el canon, atreviéndose con Lena Dunham, Beyoncé y Lady Gaga. Y para este aniversario Madonna –una de sus más cercanas amigas junto con Dona Karan o Hillary Clinton–  ocupó la portada con una reivindicación que podía leerse en plural: “Dicen que soy polémica, pero lo más controvertido que he hecho ha sido mantenerme”.
 
Esta semana, en la madrileña Casa Velázquez –territorio francés donde residen artistas becados–,con  uno de los mejores atardeceres de la villa, se celebró el 150 aniversario desde la edición española. Una Naty Abascal con paso de gacela, porque para ella la vida es una inagotable pasarela, desplegó encantos y bordados de inspiración española que tanto se llevan en París. Con Paz Vega, que desde que se cortó el pelo y cumplió años recobró el amor de las editoras, o Verónica Echegui, el mejor ritmo de la noche, Macarena Gómez y las modelos Ariadne Aritles y Teresa Baca bailó la nueva directora de Bazaar, Yolanda Sacristán (ex Vogue). Las directoras no suelen invitar a otras directoras a sus fiestas, pero algunas escapamos a esa norma no escrita, otra veleidad más del sector. Recuerdo cuando Daniela Cattaneo, italiana pragmática que estuvo en Vogue, me espetó en un ascensor de la Castellana:" pero qué barbaridad estos almuerzos entre directoras, si somos competencia feroz. En Italia es impensable". Emocionada,Yolanda Sacristán anunció su regreso Hearst (antes Hachette)–a veces los periodistas acaban donde empezaron, fieles al eterno retorno nietzscheano–, y la noche se alargó hasta bien entrada la madrugada, Sacristán, junto a la editora Benedetta Poletti, destacó una palabra: “orgullo”. El de la prensa en papel, el de su misión en la moda, el del histórico legado. Justo cuando el clamor del World Pride 2017 ha oxigenado un Madrid con brisa. Hasta el Prado y el Thyssen celebran “El amor diverso” y “La mirada del otro. Escenarios para la diferencia”, adorando a Caravaggio, Bronzino, Goya o Bacon. Dicen que la ciudad recibe dos millones y medio de visitantes estos días, pero se diluyen mejor que el guirigay de guiris gays, heteros e incluso alienígenas que atestan la sufrida Barcelona. Orgullo y estilo, dos estados de ánimo que engordan con buenas dosis de terquedad y champán.
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3 de julio de 2017
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El Boomeran(g)
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