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La otra guerra: Hijas e hijos de Malvinas

Para mi hijo José Pablo 

La primera vez que mi hijo supo que su papá había estado en una guerra, se quedó quieto, en silencio, tratando de comparar eso con algo de su propia experiencia.

“¿Y a cuántos mataste?”, me preguntó de pronto.

Le dije con alivio que a ninguno. Se decepcionó terriblemente. Tenía seis años y estaba entrando al mundo de los videojuegos y las películas de acción. Me quería ver como un héroe, valiente, atrevido.

Tardé mucho en poder reírme de la escena, en salir de mi nube de melancolía tanguera de ex combatiente de Malvinas. La levedad del comentario de mi pequeño había sido un regalo. Su mirada me sacó de la guerra real, del miedo a la muerte en las noches de guardia y el viento y el frío que arañan la mejilla y la memoria de los cuerpos partidos y las caras demacradas, mi último recuerdo de las islas en esa lancha lúgubre rumbo al buque hospital.    

Y un día mi hijo cumplió los 19, la edad en la que fui a Malvinas. Y me imaginé que me lo arrebataban para mandarlo a la guerra y pasaba tres meses sin saber cuándo podía llegar la carta diciendo que lo habían matado. Yo lo veía como un niño, hermoso y frágil, y en ese momento pensé: como nuestros padres nos veían a nosotros.

Hace mucho que no somos los chicos de la guerra. Y tal vez por pelearnos con esa idea de que éramos chicos, que no, que somos veteranos, que basta de tenernos lástima, que necesitamos otras cosas… no notamos que en nuestras casas y a nuestra sombra melancólica crecían chicos de una guerra que solo conocieron por su reflejo empañado en el padre.

¿Cómo es ser hijo o hija de un veterano de Malvinas? ¿Cómo fue crecer a la vera de un hombre que calla, que guarda secretos duros o memorias dolorosas? ¿Cómo fue celebrar en la escuela esos 2 de abril? ¿Y leer las noticias de los suicidios, los desquiciados, los que siguen dando vueltas en un desfile cansino con uniformes raídos por la memoria implacable?

Como escribo y soy periodista y doy talleres de contar el pasado y la memoria histórica, algunos de estos chicos me vinieron a ver, a contar sus historias. Me di cuenta de que no los habíamos escuchado. Ni siquiera nosotros, los ex combatientes, les dimos un espacio para contar sus experiencias y su dolor. Su propia guerra. De lo que conozco, solo el centro de veteranos CECIM de La Plata había hecho actividades y abierto un espacio de encuentro para los hijos.

Nuestra historia sí se contó. Faltan piezas, pero se contó, desde distintos ángulos y con énfasis a veces enfrentados.

El periodismo siguió los pasos de los soldados en su larga posguerra. Desde el primer intento, el revelador Los chicos de la guerra, de Daniel Kon, una serie de entrevistas en profundidad con ex combatientes recién retornados hasta la crónica de suicidados y desquiciados Nuestro Vietnam, de Daniel Riera y Juan Ayala, publicado en el 2000 en la revista Rolling Stone. Desde Iluminados por el fuego, las memorias del veterano y reportero televisivo Edgardo Esteban hasta 1.533 kilómetros hasta casa, el documental de Laureano Clavero sobre los dolidos veteranos de Miramar.

Hay también películas, canciones, historietas, innumerables tesis y textos académicos sobre los sobrevivientes de esa guerra. El historiador Federico Lorenz contó en Las guerras por Malvinas el papel de los relatos de ex combatientes en la construcción actual de la conciencia nacional, la antropóloga Rosana Guber analizó su cambiante identidad colectiva en De chicos a veteranos y la dramaturga y directora teatral Lola Arias convirtió sus historias en una obra con recuerdos, gritos y música en vivo en Campo minado.

¿Y nuestros hijos? ¿No nos habremos olvidado de ellos, de escucharlos y apoyarlos y acompañarlos en su propia, extraña guerra, con su tener que convivir con un papá que lucha con sus demonios?

Hace poco vino a la Universidad Alberto Hurtado de Chile, donde enseño, el joven cineasta belga Andrés Lübert. Trajo un documental sobre su padre chileno, quien de joven participó en el aparato de represión y tortura de la dictadura de Pinochet. El documental, El color del camaleón, es sobre los recuerdos, el dolor y la culpa del padre, pero también sobre la necesidad del hijo de saber, de entender, de sanar su propia herida.

“Los hijos no elegimos vivir con este trauma”, dijo Andrés. “Pero también nosotros necesitamos saber qué hacer con lo que les pasó a nuestros padres en una época casi incomprensible para nosotros”.

Nos contó que tras las proyecciones se le acercaban hijos de desaparecidos, de ex presos políticos, pero también de torturadores y policías de la dictadura. ¿Qué necesita, qué puede decir, que quiere hacer una hija (porque la mayoría eran mujeres)?

Malvinas es otra cosa. Los viejos “chicos de la guerra” hace 35 años que pensamos en Malvinas. Pero la gran mayoría lo pensamos para adentro, en silencio. Un hijo de veterano me dijo, cuando le pregunté de lo que le había contado su padre, que “el viejo es un hombre de pocas palabras”.

Entonces se me ocurrió empezar a poner el tema sobre la mesa, abrirlo al público proponiendo una charla abierta al Museo Malvinas, Federico Lorenz, y a la Fundación Tomás Eloy Martínez. En ambas instituciones la aceptaron entusiasmados. Participaron Verónica Liso, periodista que me contactó hace años porque quería escribir sobre los hijos de veteranos, los músicos Emiliano Anderfhrn y Nicolás Plácido: ellos dos trabajan en el Museo Malvinas, y están encargados de dar visitas guiadas al amplio espacio dedicado a las islas y la guerra en el predio de la ex Escuela de Mecánica de la Armada.

En la charla hubo muy buenas ideas y experiencias propias de los hijos, pero pocos recuerdos relacionados con la guerra de los padres. Sentí que estos jóvenes tenían ganas de saber más que lo que podían o querían contarles sus propios padres. Ellos tres y de otros que contacté para invitarlos estaban trabajando en el tema Malvinas: en el Museo o escribiendo o investigando sobre las islas, el conflicto, la soberanía. Tal vez para preguntarle al mundo lo que a ellos también les resultaba difícil hablar con quienes debían tener más cerca.  

Siento que esta actividad fue apenas empezar a rascar la superficie. Hay muchas historias dolorosas, mucho dolor atragantado, no contado. Hay hijos que ya habían nacido, que eran chiquitos, de soldados, oficiales o suboficiales que murieron en Malvinas. Hay hijas e hijos de ex combatientes cuyos padres se suicidaron, o murieron de enfermedades y accidentes que en nuestro caso siempre nos provocan preguntas y dudas lacerantes.

En Argentina desde hace décadas se trabaja desde distintos ámbitos con las hijas y los hijos de la violencia, de la dictadura, el exilio, el retorno. Los nietos recuperados por las Abuelas de Plaza de Mayo muestran una cara de cómo un pasado no protagonizado por ellos los marca de por vida y los obliga a tomar decisiones y preguntarse por su identidad.

En mi trabajo como periodista y profesor, recorro América Latina y en todos lados se me pegan a la piel y al alma las historias de hijos de la violencia. Memoria histórica hecha carne. En Colombia. En Guatemala. En Costa Rica. En México. Ahora en Chile.

Durante demasiado tiempo este país dio la espalda a los que volvimos agotados y amargados de unas islas demasiado famosas. Muchos tuvimos hijas e hijos. No les demos ahora la espalda a ellos. Tal vez más de uno pensó que mantenerlos alejados de ese infierno que bullía en nuestro interior era la forma de protegerlos. Debían vivir otra vida.

Pero es mejor hablar. Juntar y compartir historias. Arroparnos en nuestras pesadillas comunes. Es hora de ayudarlos a encontrarnos y encontrarse. Para que dejen de explotar de una buena vez las bombas sobre la trágica turba malvinera que llevamos dentro.

 

 Publicado en la revista Ñ de Clarín el 16 de setiembre de 2017 con el tíulo "Malvinas sigue doliendo en el cuerpo de los hijos": 

https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/malvinas-sigue-doliendo-cuerpo-hijos_0_r1M80LxiZ.html

 

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21 de septiembre de 2017
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Planetas errantes, planetas semánticos

 

Los filósofos, poetas, escritores de obra sólida y unitaria, con frondosa vegetación por fuera y mucho fuego por dentro, se convierten en planetas semánticos.

 

Platón es un planeta semántico, pero también lo son Sófocles, Descartes, Nietzsche, Primo Levi (y su opuesto Junger).

 

Y también lo son Poe y Whitman

 

A veces el planeta semántico se puedo componer de una sola obra de autor incierto, por ejemplo el Tao Te King (como hermosamente se escribía antes).

 

Son planetas porque podemos ver su límite, conformado por su obra, e intuir su redondez, porque forman en sí mismos un mundo que ilumina de algún modo el mundo, porque crean su propio sistema de fuerzas, su propia divina comedia.

  

Y son además planetas trasparentes y capaces de atravesar literalmente la materia sólida. Así se van desplazando de uno a otro cerebro, y hasta de uno a otro hemisferio de la mente, esos planetas semánticos, esos planetas errantes.

 

Me han hablado de gente que se perdió en el cinturón de los planetas semánticos, que por su forma se parece al cinturón de asteroides que hay antes de llegar Júpiter, pero otros hablan del valle de los planetas semánticos, y otros, a mi entender más acertados, hablan de la dimensión de los planetas semánticos. Dicen que hay miríadas y miríadas de planetas semánticos, pero que sólo brillan con la intensidad de una estrella veinticuatro.

 

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21 de septiembre de 2017
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El sexo de la música

Los azares del verano deparan sorpresas estupendas. A finales de julio me encontraba yo en la plaza de la Escandalera, en Oviedo, cuando comenzaron a juntarse gaiteros y danzantes. Al tiempo, también se amontonó un gentío de naturales y forasteros. El espectáculo, arcaico, casi fósil, era de un admirable colorido. Ellas llevan pañoleta, sayas hasta el tobillo rojas o verdes, mandil negro. Ellos calzón de paño abotonado en la rodilla, medias blancas y montera. El ritmo lo marcan las castañuelas y los tambores.
Unos días antes había visto por televisión los fastos del Orgullo Gay beneficiados por la alcaldesa Carmena. El contraste era interesante. Los del orgullo iban casi en cueros y se retorcían mostrando musculatura de manual. La música se parecía mucho a la de Oviedo, pero con instrumentos de discoteca. El zumbido monótono era armónicamente similar, pero mucho más sereno e inspirado el de los asturianos.
A mí me gustan las gaitas, aunque conozco de sobra todos los chistes que pueden hacerse sobre el instrumento. Creo que me emocionan por el recuerdo de los gaiteros escoceses del siglo XVIII que avanzaban impávidos en primera línea de fuego marcando el paso a los soldados. Caían como moscas y mostraban un coraje escalofriante. Ese sonido estridente, creado para infundir pavor en el enemigo, se convirtió en la gaita de ceremonia para tiempos de paz que sonaba en la plaza de la Escandalera.
Cuenta Ramón Andrés en su fundamental diccionario de música, mitos y magia, que el nombre de "gaita" viene del gótico "gaits", que es la cabra, porque la piel del odre suele ser de cabra. Pero, no sólo por eso. De hecho, la gaita ha sido desde la más lejana antigüedad un instrumento diabólico y cabruno. Es el usado en las orgías dionisíacas y, tras larga y continuada herencia, es la gaita que acompaña el baile campesino en las estaciones lúbricas que acaban en la madeja promiscua de carnavales y mayos.
De modo que se me apareció la celebración del Orgullo Gay como un desfile honesto y modoso, de buena gente sin disfraz, en pelota como para dar razón de su honradez, comparada con la locura que lleva en su alma la gaita y que, si no aparecía en la plaza de la Escandalera, sí anunciaba lo que estaba por venir en los centenares de fiestas aldeanas que trae consigo el verano. En ellas, sobre todo en las galaicas y con luna llena, la gaita suelta su chirriante soplido por debajo de las sayas y entre los calzones, como si rebuscara por las medias y el tanga, provocando verdaderas calamidades sexuales.
Vi yo, por tanto, dos espectáculos de verano, populares ambos, muy exhibicionista el uno y recogido el otro, de gran estruendo musical, pero hete aquí que el diabólico espectáculo del Ayuntamiento de Madrid era, en realidad, como de colegio de jesuitas, en tanto que el honestísimo de Oviedo escondía una incitación a la cópula de mucho mayor ardor e intención.
Ya de regreso, en el tren, recordé que todo estaba dicho en aquel maravilloso cuadro de Tiziano titulado "Amor sacro, amor profano" en el que, según los sabios, la lujuria viene representada por la mujer ricamente vestida, en tanto que el amor puro, casto y sagrado, lo encarna (y nunca mejor dicho) la Venus desnuda. Y yo diría que la figura del fondo está tocando una gaita.
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21 de septiembre de 2017
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12-04-2012

Nunca sentí mayor serenidad
que en las noches del desierto,
allá en el Azawad,
donde los cielos son más transparentes
que en cualquier otro lugar,
y donde los hombres
se llaman orgullosamente imoshag
-los libres, los nobles-
mientras te hablan de historias infinitas
en una lengua apenas comprensible.
Ya sé que bajo la arena
se ocultan los mismos crímenes y pasiones
que en el subsuelo
de nuestra abarrotada ciudad.
Pero lo que me tranquiliza
no es la inocencia del desierto
-los imoshag son duros, belicosos-
sino la efectividad de su redención.
Bajo las estrellas del Azawad
uno puede llegar a olvidarse de sí mismo.
Y la redención,
¿no es precisamente esto?

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21 de septiembre de 2017
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Café, copa y puro

Fueron muchas cartas de menú del día las que sucedieron durante mis tiempos juveniles, tras el bocadillo de tortilla de los años del instituto. Venían plastificadas, aceitosas, y en el mejor de los casos te la cantaban. Tener un trabajo traía implícito comer fuera de casa y poder pagarse un almuerzo. Pimientos rellenos, lentejas estofadas con chorizo, osobuco al horno, tortilla a la campesina… nombres de platos que hoy suenan antiguos y que saciaban unos estómagos que aún no conocían la gastritis ni la hernia de hiato. Pero, sobre todo, que conseguían detener la jornada, paralizarla durante dos y hasta tres horas, un lapsus mayor que cualquier rezo, y lo sobrellevábamos sin lastre alguno. Entonces la hora de comer era sagrada y despaciosa. Se almorzaba sobre un mantel de cuadros con los compañeros de trabajo o amigos, incluso había tiempo para alguna cita galante, aunque en esa hendidura de tiempo se iba también al gimnasio, al tinte, a depilarse o a leer poemas al parque.
Después llegaron los ticket-comida, que restringían el libre albedrío, y se catapultó el formato denominado “comida de trabajo”, ese invento para hacer dos cosas a la vez, como si en un restaurante se alcanzaran más acuerdos que en una sala de reuniones. No sé bien cuándo ocurrió, si fue con la llegada de los teléfonos inteligentes y su hiperconectividad, pero el tiempo se estrechó y dejaron de caber las cosas en sesenta minutos. Salir a comer casi no compensaba, contando con la acidez y el olor a fritanga. Estalló la crisis, y lo primero que hicieron los españoles fue lo que los yanquis llevan haciendo en sus oficinas desde <em>El apartamento</em>: llevar el táper al trabajo. Con afán de gourmet, de nutricionista o de simple esnob, el bombardeo visual de platos nunca había sido mayor en la redes, por mucho que sus usuarios, de lunes a viernes, difícilmente puedan arañar una hora para salir a comer. En el 2013 –aún en el ojo del huracán de la crisis– el 72% de los trabajadores españoles iba habitualmente a comer fuera de la oficina, según el barómetro FOOD (Fighting Obesity through Offer and Demand). Cuatro años después, un 33% comein situ alimentos que ha preparado en casa. Ya nadie aguanta los tres martinis antes del almuerzo inmortalizados por Hollywood. Algunos intentaron sustituir el llamado power lunch por el desayuno de trabajo, pero no acabó de cuajar: la primera hora del día es arriesgada para socializar. “Almuerzo ligero y cena temprana”, impone el código contemporáneo, tan sólo desafiado por las cien familias que mandan en España y que siguen fieles a la tradición de café, copa y puro, cuya sola enumeración evoca un largo bostezo, también de los de antes.
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20 de septiembre de 2017
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Poema 177

Puesto que la esperanza

se dice que es lo último

que se pierde

rebuscado en los intersticios de los dedos

y la fibromialgia de al lado.

Todo por hallar

creciendo, proviniendo, 

un polvo dorado que ese color y el blanco

compusiera

una escaramuza de la carene terne.

Una fisura  por donde acceder

a regiones todavía sin inaugurar

en el día a día.

Regiones, he pensado, 

en las que el polvo remanente

se generaba por el roce entre el sentir y el ser

las ganas de seguir aquí y el la inercia

 -demasiado inercia- por conducirnos

hacia más allá-

Todo  hecho

con la sencilla intención

de sobrevivir.

¡O es que existe otro modo polvoriento

de no hacerse polvo decisivo?

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20 de septiembre de 2017
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09-04-2012

Hay un tablero de ajedrez
flotando en medio del océano.
Algunos marineros
dicen haberlo avistado
desde la cubierta de sus buques;
otros aseguran
que han escuchado la historia
en reputadas tabernas de lejanos puertos.
Lo más prodigioso es que, a pesar del oleaje,
todas las piezas están perfectamente alineadas,
listas para el inicio de la partida.
Sólo los grandes capitanes
se han arriesgado a aceptar el desafío.
El juego acostumbra a durar mucho tiempo.
Días enteros, meses, años incluso.
Neptuno siempre gana.

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20 de septiembre de 2017
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Poema 176

Nadie escucha el sentido de tu voz.

En nadie se introduce el significado de tu lástima.

Tu lástima es una lengua

ácida que acidula

venenosamente  el sabor de los demás.

Nada  facilita tu esperanza de consuelo

alrededor.

Nadie hay para lamer

tus llagas.

Nadie hay delante o detrás que asuma

un nuevo color

un ajeno olor aciago.

El sentido que perturba su existencia.

La existencia sin más.

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19 de septiembre de 2017
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Fanfarria  y  contrapunto

En ‘Las películas de mi vida', Bertrand Tavernier reserva un apartado central, para mi gusto el más bello, a celebrar juzgando, como es su norma en este elocuente catálogo comentado, las músicas del cine francés y las figuras de ciertos compositores; para él son, ante todo, Joseph Kosma, Georges Delerue, Antoine Duhamel, algunos de los músicos ‘serios' que trabajaron para el cine, como Honegger y Auric, y, en particular, Maurice Jaubert, un temperamento raro y malogrado (murió combatiendo en la Segunda Guerra Mundial a los cuarenta  años) cuyo rescate, en una subsección a él dedicada, se agradece especialmente. Sabiendo lo obstinado que es Tavernier, en lo bueno y en lo malo, no han de sorprender sus silencios; la omisión, por ejemplo, del incomparable Michel Legrand.

Las músicas de cine son el cajón de sastre de muchas tropelías, de muchos lagrimeos incontenibles y de algunas piezas melódicas que recordamos mejor, pasados los años, que las historias a las que servían de acompañamiento. El filósofo Adorno, en un curioso ensayo co-escrito con Hanns Eisler, se mostró receloso de ese apartado de la música aplicada a las pantallas, que según él está concebida para fomentar la desatención del sujeto receptor, el espectador. Y aunque su análisis se ciñe demasiado al patrón clasicista hollywoodiense, Adorno lleva razón: una gran mayoría de las partituras cinematográficas son intervencionistas en el peor sentido del término, destinadas a servir de distracción o llenado de un vacío semántico, a salvar, casi siempre de modo imposible, lo que ha nacido muerto en el diálogo o la filmación, actuando las notas musicales como la fanfarria que anuncia a las almas sencillas del público lo que deben sentir.
 
Desde que Adorno escribió ese texto, el concepto de banda sonora ha evolucionado mucho, más fuera que dentro de nuestro país; el cine español sigue siendo, con notables excepciones (‘La novia' de Paula Ortiz es una de ellas), gregario y poco aventurado. En ese sentido fue ejemplar el empeño, con resultados lógicamente desiguales, del productor Elías Querejeta, que, dentro de su política de "equipos de autor", encomendó durante muchos años los trabajos sonoros a Luis de Pablo, responsable, entre otros grandes logros, de las canciones infantiles dislocadas de ‘El espíritu de la colmena' o de los melismas del Misterio de Elche con los que arranca ‘Peppermint Frappé'. También es muy significativo que Almodóvar, tan ecléctico y pop en sus gustos, haya recurrido -sin desdeñarlos del todo- a la columna dorsal sonora, de corte dramático, que el estupendo Alberto Iglesias le confiere a sus últimos títulos.
 
Fuera del campo de los musicales a la antigua usanza, un género que venero, o de los films enteramente cantados (de Demy a Chazelle), confieso que mi preferencia es silenciosa. El teatro, otro medio representativo, y hablo claro del gran teatro de prosa y de verso, no necesitaba de las ilustraciones líricas, ahora frecuentes, en otro de los rasgos de influjo fílmico que sufre no siempre para bien el noble arte de Talía. Igual el cine, que nació mudo, por imperativos técnicos, y cuando habló distinguió elegantemente entre lo dicho y lo cantado. Una buena partitura, como la de Mica Levi para ‘Jackie' de Pablo Larraín, es un añadido inteligente, audaz en conceptos y en resonancia, pero qué maravilla es sentarse en la butaca de un cine y darse cuenta, al cabo de una hora y media, de que sólo el viento y la lluvia, los pasos en la noche de la ciudad o la voz de los intérpretes nos han dado compañía. Es uno de los factores que hay que añadir al haber de los cineastas Dogma, su rechazo a la música externa, inducida y no nacida de una fuente concreta de la acción plasmada. No todas las películas de Lars Von Trier me gustan, pero me gusta de ellas el palo seco de las imágenes dialogadas.
 
Así como grandes músicos contemporáneos, concertistas y operistas, han escrito para el cine (la lista es más extensa y prestigiosa de lo que se piensa), hay otra categoría de refinamiento a la inversa que ha dado resultados extraordinarios. Me refiero a la elección de músicas clásicas pre-existentes en películas a veces completamente desligadas por estilo y temporalidad de aquellos originales. Recuerdo cuando el ‘Adagio' de Albinoni, aún no degradado por el abuso, marcaba poderosamente las atmósferas sombrías de ‘El proceso' (1962) de Orson Welles; después vendría en el propio Welles su Satie (otro abusado) de ‘Una historia inmortal' (1968). Pero no se olviden los ejemplos anteriores de un renovado uso de los clásicos: la Misa en Do Menor de Mozart en ‘Un condenado a muerte se ha escapado' (1956), o, del mismo Bresson, las entradas majestuosas del ‘Magnificat' de Monteverdi en ‘Mouchette' (1967). Como en tantas otras cuestiones para-cinematográficas, Pasolini es un referente; ya en su debut de ‘Accattone' (1961) introdujo varios fragmentos de J.S. Bach, pero marcó sobre todo nuestra escucha creativa del cine combinando la sacralidad vocal de Bach con la ‘Missa Luba' congoleña y los espirituales afroamericanos que tan neto perfil de elevación profana dan a ‘El evangelio según Mateo' (1964). Ninguno de estos ejemplos citados aspira a prevenir o remachar; si cabe, a abrir en paralelo a los fotogramas un canal de sonido no necesariamente concordante.
 
Hay un apéndice cruel a esta historia. Un sacrificio voluntario, o un veredicto público descompensado, inapelable, al cultivar el artista un registro más popular o más audible que otros suyos. Walton, Shostakovich, Bernstein, Kurt Weill, Luis de Pablo, Prokofiev. El cine les agradecerá siempre su contribución, y ellos, contentos o recompensados, no se desviaron un ápice de su destacada trayectoria personal en la ópera, la sinfonía o la orquesta. No se puede decir lo mismo de otros músicos de talento como Korngold o Morricone, Nicola Piovani, Ryuichi Sakamoto, Badalamenti. Y tampoco del mayor compositor de bandas sonoras del siglo XX, Bernard Herrmann. ¿Quién recuerda la cantata ‘Moby Dick' o su extensa adaptación operística de ‘Cumbres borrascosas', grabadas ambas en Unicorn bajo la batuta del propio maestro neoyorkino? No es mala música, aunque algo prolija la ópera, y a veces ambas, la grabada en laboratorio y la ejecutada en sala de conciertos, comparten un mismo espíritu, el peculiar romanticismo herrmanniano, lúgubre y rico en cromatismos. Pero esas piezas, y otras suites orquestales en las que puso empeño, nunca se tocan, mientras que nadie olvida lo que compuso en ‘Vértigo' y en ‘Psicosis', en ‘Fahrenheit 451' y en ‘Marnie la ladrona', en su iniciación con ‘Ciudadano Kane' y en su despedida con ‘Taxi Driver'. El contrapunto del genio.
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19 de septiembre de 2017
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Parálisis

Hace casi 40 años, el coronel Tejero dio el último golpe de Estado. Militares y tropa, a la manera romántica, tomaron la Institución y aguardaron la llegada de la autoridad competente. No vino. Todo tenía un aire antiguo, de novela del ochocientos, y ni siquiera los tanques de Milans lograron subirlo al siglo XX. Fue el último golpe moderno y a partir de entonces vendrían los golpes posmodernos.

Pocos creían que aquellos infelices pudieran lograr el control del país, pero, por si acaso, nadie se movía. Los jefes de izquierdas o sindicales corrieron a ocultarse. La pequeñez de los diputados puso de relieve a dos de ellos, un militar y un civil, que se mantuvieron en pie ante el matonismo golpista. Los demás, se agacharon.

Pocos creían en la eficacia golpista, pero, por si acaso, más valía no figurar. Durante días, la gente no habló de otra cosa y todas las actividades quedaron paralizadas. El golpe chupaba como un tifón la totalidad de las energías del país. Por lo menos hasta que empezaron a gotear militares por las ventanas del Parlamento, una de las escenas más chuscas de aquel grotesco guiñol.

Vivimos ahora un golpe posmoderno muy similar. El actual Tejero se llama Puigdemont y también ha surgido de la nada, pero a diferencia del coronel este golpista se muere por aparecer en la radio, la televisión, la prensa, y sobre todo (lo más infantil) las llamadas redes sociales. De hecho, el golpe lo está dando en el mundo inmaterial y compite con Rajoy en audiencia, hora punta, publicidad, seguidores telemáticos y fotografías en la prensa extranjera. Como Kim Jong-un, ha dado orden de que todos sonrían a la cámara.

Es otro modelo, pero el efecto es el mismo: allí están todos agachados hasta saber quién gana. No hay ni dos de pie.

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19 de septiembre de 2017
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El Boomeran(g)
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