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Medio siglo de contar

La editorial Océano me propuso una Antología Personal de mis cuentos escritos a lo largo de medio siglo, y tras un largo y duro debate sentimental conmigo mismo terminé eligiendo veinte de entre un centenar. "Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean", le dice don Quijote al hidalgo a quien se encuentra en el camino. 

Pero a la hora de decidir cuáles quedaban de entre esos hijos de las entrañas, recordé también que, al cabo de su vida, Rubén Darío hizo una selección de sus poemas para una antología personal, y no le tembló el pulso al eliminar todo Azul, su celebrado primer libro. 

Publiqué mi primer libro, Cuentos, a los 20 años, de mi propio bolsillo, una edición artesanal de 500 ejemplares, compuesta a mano en la imprenta de mi amigo el escritor Mario Cajina Vega. 

Dejé ejemplares en consignación en las pocas librerías de Managua para volver cada sábado a preguntar cuántos se habían vendido. Me gusta repetir que en una de esas ocasiones la propietaria de la librería Selva, al contar los diez ejemplares que le había dejado, halló que había once.   

Era impensable que un amigo comprara tu libro, y, además, estaba de por medio una broma lapidaria. Quien lo recibía de regalo, te decía: "firmámelo, para que no digan que lo compré". Se lo conté una vez a Gabriel García Márquez, y cuando me dedicó El amor en tiempos del cólera, escribió: A Sergio, para que no digan que compró este libro; con el abrazo de siempre. 1987.

Mi padre quería que yo fuera abogado.  Y antes  de presentarme delante de él con mi título universitario, primero le llevé aquel libro de cuentos. Temí entonces lo que iba a decirme,  que de escribir no se come, primero la maldición de la música, pues mi abuelo y tíos paternos eran todos músicos pobres,  y ahora la maldición de la literatura; pero tomó el pequeño volumen, lo hojeó, y me dijo: "ahora tenés que escribir una novela". 

No me desanimó, y me dio un consejo que él consideraba lógico: ir de la escala menor a la mayor. El oficio me enseñó, sin embargo, que se trata de dos géneros con pesos distintos, pero no subordinados.

Cuando a un escritor se le pregunta por los primeros libros que leyó, generalmente comienza citando Sandokán, de Salgari, o La Isla del tesoro, de Stevenson. Pero yo no leí esos libros de niño. Los oí. Reinaban entonces las radionovelas, igual que reinaba el cine, también decisivo en mi formación de escritor, junto a las  historietas cómicas.
 
Todos ellas son maneras de contar. La palabra, mi instrumento de expresión, se vería excitada por esos otros instrumentos que aparentemente le son ajenos: la imagen fija, pero cinética, de los dibujos de los comics; la imagen en movimiento del cine; y la voz sin imagen de la radio.
 
Era eso lo que me fascinaba de las radionovelas, el poder soberano de las voces, que se convertían en personajes por sí mismas, con autonomía de los rostros y figuras de los actores dueños de esas voces. Las voces me incitaban a imaginar la imagen.
 
YNW Radio Mundial tenía su propio "cuadro dramático", y además de Sandokán, y La isla del tesoro,  pasaba por capítulos El derecho de nacer, del prolífico escritor cubano Félix B. Caignet, guionista, novelista, poeta, periodista, crítico de teatro, compositor y cantante. Sus radionovelas, más tarde telenovelas, superan las trescientas.
 
También era popular una serie de la misma radio que tenía por personajes a la clásica pareja del marido oprimido y la esposa mandamás. Los oyentes eran invitados a enviar argumentos por correo, y si alguno era escogido, su autor se ganaba un premio.  Mandé uno a los doce años, que se acercaba a un verdadero guión, y gané. Mi argumento, cuya trama no recuerdo, había sido dramatizado por aquellas voces famosas.
 
Mi padre, envanecido por mi triunfo, financió mi viaje en bus a Managua para que fuera a recibir el premio, y pude penetrar entonces al santuario mítico de Radio Mundial en el barrio San Sebastián. El director del "cuadro dramático"  me acogió con elevados elogios. Luego tecleó en su máquina una orden para que retirara en las oficinas de Licores Bell, patrocinador del programa, dos botellas de ron Cañita, el más popular entonces en las cantinas de Nicaragua. Fue el primer premio literario que recibí en mi vida.
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18 de octubre de 2017
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21-01-2013

Vuelve el Caballero

tras siete años en Tierra Santa.

Su Dama le espera en el castillo.

Siete años son muchos, pero ella ha esperado.

En ese tiempo todo se ha destruido:

la hacienda, las creencias, las ilusiones.

Pero ella ha esperado mientras la desolación

se apoderaba de las tierras y de los corazones.

Él ha vuelto. Más viejo, mucho más viejo,

con la violencia y el fracaso grabados en las arrugas,

y la mirada extraviada en algún lugar del largo camino.

Jerusalén, la negra Jerusalén, todo lo trastocó.

Es un viejo, perseguido de cerca por la muerte.

Ella, sin embargo, lo ve joven,

lleno de aquellas esperanzas que le empujaron a la cruzada.

Es aquel hombre apuesto y valiente

que quería sacrificarse en el altar de los ideales.

La Dama y el Caballero permanecen siete horas mirándose,

como si quisiesen vengarse de los siete años perdidos.

Luego, él tras ella, se dirigen a la alcoba.

Un fuego protector brilla en la chimenea de piedra.

Al desnudarse sienten la timidez de la adolescencia.

Pero el fuego ayuda: se abrazan, se aman.

Así hasta el amanecer, siempre en silencio.

El viento golpea los porticones,

como si alguien se anunciara con insistencia.

El Caballero y la Dama se miran a los ojos,

y al fin se reconocen sin máscara alguna.

Todo es incierto, menos el amor.

 

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18 de octubre de 2017
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Tarde y mal

Para cuando entrego esta columna aún no se sabe si el Gran Timonel proclama la Neopatria o la deja cocer a fuego lento. Da lo mismo. Estoy persuadido de que Rajoy le obsequiará con varias semanas más para que siga comprando diputados en Bruselas, periodistas neoyorquinos, mediadores ruinosos o chefs de la butifarra. Es colosal los miles de millones que ha ido situando la Generalidad en opinión pública extranjera durante estas décadas. Si a eso se añade los centenares de profesores que ha situado en las universidades del mundo, los extranjeros invitados, premiados, agasajados o corrompidos, la cifra, descomunal, ha causado efectos desastrosos. Lo más bonito es que la hemos estado pagando los españoles. Y mientras tanto nuestros servicios de inteligencia y los de exteriores juegan al mus.

Dada la incompetencia de este y anteriores gobiernos, lo que diga el golpista es indiferente. Le volverán a regalar un jamón de bellota. "¡Esto les hace felices, Mariano!". Pero diga lo que diga el zelote o Mariano, de nada valdrá, porque lo único útil sería recuperar el mando de los Mozos, suprimir la independencia educativa, depurar los colegios donde los matones abusaron de los niños como engranajes de su codicia, sustituir a los rectores talibanes, cerrar los medios de información corrompidos, en fin, una tarea imposible de llevar a cabo sin convicción y coraje. O sea, improbable con el pocovale de Sánchez.

Algunos de ustedes, más o menos equidistantes, estarán pensando: este imbécil quiere que las hordas incendien Barcelona. Miren, eso no sucederá o sólo un poco. Los de la CUP no son los franceses de 1968. Ellos tampoco pudieron tomar el poder. ¡Y tenían de su lado a los obreros! Así que, ¿ha hablado ya el fantasma? Pues da lo mismo.

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17 de octubre de 2017
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18-01-2013

Recuerdo que la vida no era un camino de rosas.

En la infancia, junto a la avidez insaciable,

el desconcierto crecía más y más

al intuir cómo sería la edad adulta;

luego llegaba ésta, con sus leyes incomprensibles,

con mentiras con las que un niño mentiroso

jamás se hubiese atrevido, con sus renuncias,

sobre todo con sus renuncias, esas rendiciones lastimosas

que apartan a los hombres de sus sueños;

y en el peor momento nos invadía la vejez,

fea, ruin, irrevocable,

destinada a poner cerco a la última dignidad.

No era, desde luego, la vida un camino de rosas.

Ahora, sin embargo, más que la cadena de hierro,

que nos ataba despiadadamente a la tierra,

mi memoria se entretiene con los instantes de cristal

que, cada tanto, rompían los eslabones

y nos arrastraban, dichosos, hacia el cielo.

¡Dios mío, cuántos momentos deliciosos

me permitió aquella vida que ya no tengo!

Ahora no sufro es cierto, el temor de los vivos,

pero, átomo en la eternidad, tampoco amo.

¡Qué importa que no fuera un camino de rosas!

Era vida, y esto bastaba.

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17 de octubre de 2017
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El teatro: recreación  y  recuerdo

      Mi entrada en el bachillerato tuvo aparato teatral, no en sí misma, dentro de un colegio de los hermanos Maristas donde yo era un alumno del montón, sino por el regalo que mis padres me hicieron para celebrarla. Un regalo antiguo, de primeros de siglo, aunque a mí me llegó bastante más tarde, exactamente en el año 1956. Entonces, y por algún tiempo después, se vendía en las mejores tiendas del ramo, del ramo de los libros, a la sazón floreciente, un artilugio de extraordinaria belleza y confección catalana, ‘El Teatro de los Niños', que su autor y editor presentaba así: "Juguete educativo que ofrece un doble interés, pictórico y literario; ejercita, instruye y deleita".

    Ese autor, con su nombre algo críptico, y casi gótico, C. B. Nualart, fue el gran amenizador de mi adolescencia, el causante no ya de que aquel niño poco dado al fútbol entretuviera deleitosamente las tardes de los jueves haciendo teatro, sino también el de la apertura a un mundo de ficción que los especimenes de dicho invento escénico representaban de forma colorida y espectacular. Considerado hoy objeto de culto, y aun de museo, el Teatro de los Niños de C. B. Nualart escondía dos intrigas más: la elección de las obras y la plasmación de sus decorados, y  -esto lo averigüé veinticinco años después de haber recibido el regalo-  el nombre completo del responsable, Carlos Barral Nualart, impresor, cartelista, diseñador, escritor ocasional y alma principal de Industrias Gráficas Seix y Barral Hnos. S. A., que publicaba El Teatro de los Niños, así como padre (fallecido prematuramente en agosto de 1936) de nuestro más contemporáneo Carlos Barral (Carlos Barral Agesta), el poeta y gran editor barcelonés.

    No voy a seguir contando mi vida como empresario amateur y ejecutante de esas representaciones privadas (algunas sin embargo cobradas, barato, a mis amiguitos del colegio) de, entre otras, ‘Sancho Panza gobernador', ‘Caperucita Azul‘ (¿fue esta alguna vez, en la preguerra, Caperucita Roja?), Lohengrin, el caballero del cisne', ‘Por el amor de sus vasallos', ‘El mercader de Venecia', y mis favoritas del repertorio, ‘¡Viajeros al tren!', con su arranque en el andén de una estación, ferrocarril incluido, y ‘El pirata arrepentido o la doncella generosa', sugestiva, además de su título bifurcado, por la trama corsaria y los decorados inolvidables de su primer acto, situado en el puente de mando de un bien armado galeón

    Aquel gran teatrito del mundo con escenografías modernistas y aun románticas de tupidos bosques, palacios neoclásicos, interiores manchegos, salones Art Déco, venecias lacustres, y, en la comedia dramática en dos actos ‘Los lobos del mar', "la cubierta de un acorazado, con las grandes torres de artillería gruesa y en el fondo el horizonte del mar", despertaba sin duda, como era la intención de Barral Nualart, el apetito pictórico de los niños, aunque también su afán literario, ya que, por abreviado y endulzado que estuviera, el texto era parte esencial. Conservo como tesoros doce obras del Teatro de los Niños, algo más de la mitad de las que estaban entonces en distribución, con la correspondiente embocadura magnífica, su telón de sube y baja, sus forillos y sus personajes recortables, alguno mutilado de un brazo o una pierna por la herida del tiempo pasado entre cajas y mudanzas. Pero conservo asimismo los doce libretos que fueron la primera obra literaria leída por mí, y probablemente por todos los adolescentes que dispusieran de aquel juego, tan figurativo y tan trepidante o más que el de los soldaditos de plomo favorecidos por una edad anterior a la de los muñecos plastificados y digitalizados. Se trataba de obras que, cuando condensaban figuras tan potentes en su comicidad, su halo heroico y su crueldad como Sancho Panza en su ínsula (sin Don Quijote), Lohengrin o el judío Silok (sic), acomodaban las tramas, los conflictos y la palabra a la capacidad y el entendimiento juvenil, sin que por ello el didáctico Barral Nualart dejara de incluir en sus folletos indicaciones de colocación y reparto de los niños, recordándoles con pundonor y sin aparente ironía que "Es conveniente ensayar el conjunto antes de una representación definitiva".

            

    Alguna reciente polémica ha enfrentado en nuestro país a dos facciones que, teniendo ambas su parte de razón, parecieron esgrimirla en una contienda a mi modo de ver exagerada y, en el bando más numeroso, desvirtuada por sus bromas pesadas. Resulta evidente que el teatro de texto, o la escritura teatral, tiene una trayectoria de siglos que, al igual que la de la poesía, ninguna transubstanciación ha hecho desaparecer. Igualmente, decir teatro de texto no es redundante ni cosa de Perogrullo, pues han existido desde Grecia y en todos los continentes actuaciones dramáticas en las que el rito podía sobre el recitado, siendo en ese sentido, no se olvide, una de las más frecuentadas y duraderas la misa cristiana, mantenida sin interrupción en cartel más siglos y en muchos más escenarios que ‘La ratonera' y ‘La cantante calva' juntas. Hablamos naturalmente, y ahora con mayor respeto a la creencia religiosa, de representaciones en las que el oficiante repite cada domingo o cada día de culto un prontuario de invariantes prefijados: el guión sagrado, el ‘legerdemain' con el pan y el vino, las salidas y entradas por los laterales, la postración de hinojos y otros movimientos corporales sobre el escenario que es el altar, por no hablar del ropaje teatral de vivos colores y tiras bordadas, la lengua arcana (cuando se hacía así, antes del doblaje impuesto por el Vaticano) y la tropa infantil de utileros y mano de obra del sacerdote. En tal sentido, los sacrificios dionisiacos y la propia misa cristiana serían precedentes y tal vez inspiradores de un teatro de imagen y ‘performance' en el que la palabra es subsidiaria o periférica, una mera ordenación de consignas que el acto mismo -orgiástico o redentor-  sustenta.

     Según analizó el jesuita Jungmann en su extraordinaria obra ‘El sacrificio de la Misa', las misas (y otras celebraciones de la liturgia católica tradicional) son rememoraciones solemnes de algo sabido y creído de antemano, no muy distinto de lo que supone para el espectador actual medianamente instruido ir al teatro a ser, más que sorprendido o informado, recordado de la venganza punitiva de Electra o la inevitable muerte expiatoria del rey Lear y sus hijas. El padre Jungmann dedicó las mil páginas de su libro a resaltar con gran agudeza y base teórica las vicisitudes ilusionistas del rito, a partir de esta premisa: "La misa es una función religiosa en la que se reúne la Iglesia para llevar a cabo el acto primario y principal de su misión, una función religiosa consagrada al Señor y consistente en una acción de gracias, una oblación; más aún, en un sacrificio ofrecido a Dios que atrae bendiciones sobre aquellos que para este fin se han congregado". (J.A. Jungmann, S.I. ‘El sacrificio de la misa. Tratado histórico-litúrgico'. B.A.C, Madrid, 1963, página 208).

    Resulta fácil entender el argumento -no necesariamente surgido de una lectura del hoy tal vez poco atendido Jungmann- que inspira a muchos ‘teatristas', directores, actores, escenógrafos y dramaturgos, en la acepción más estrictamente germánica de este último término. Para ellos y los que están de su parte, el teatro no debería quedar reducido a la adoración perpetua de un número amplio de textos sagrados que comprende desde los trágicos grecolatinos hasta, pongamos ahí el límite provisional, los grandes nombres del siglo XX, Pirandello, Ibsen, Chéjov, Strindberg, García Lorca, Arthur Miller, Genet; y mucho menos en un tiempo como el presente, en que el librepensamiento laico se enfrenta a la obediencia dogmática de las religiones de libro. Representar a esos profetas de la palabra dramática con la fidelidad y la totalidad verbal de otras épocas y otros públicos sería, para los que opinan así, como limitarse al cumplimiento de una costumbre cultural; un acto de fe más que un deber de creación.

   Siguiendo ese argumento, sin duda sugestivo, se podría llegar a la equiparación del hecho teatral con las misas, las corales protestantes o las cinco oraciones diarias prescritas por el Islam, que no son, ni pretenden ser, intervenciones activas de una creencia sino recordatorios pasivos, rutinarios, por muy interiorizados que estén en el espíritu del feligrés. Esa formalidad la entendemos bien los que tenemos origen o educación cristiana si recordamos que, tras la institución de la eucaristía, Cristo deja un mensaje: "Haced esto en recuerdo mío". Un mandamiento divino para que todo lo que viniera después de la creación original fuese representado sin merma del original ni desvío herético.

    Hay naturalmente una vía intermedia entre la mímesis puesta al día de un texto clásico y el simple cóctel de alguno de sus elementos (fragmentos de la letra, el argumento, un leve perfume) que da por resultado una obra nueva "inspirada en" o "hecha a partir de" Molière o Marlowe. Prefiero hablar poco de ello, siendo yo en este terreno, además de traductor lo más fiel posible de Shakespeare, Bernard Shaw, Tennessee Williams, Rattigan o Albee, autor de dos relecturas libres en clave dramática de ‘Electra' y ‘Medea'; por fortuna, puedo acogerme, con desparpajo o egoísmo, a la legislación anterior en ese campo, que incluye no adaptaciones o traducciones libres sino recreaciones de los trágicos griegos debidas a escritores de la talla de Lope de Vega, Racine, Marguerite Yourcenar, O´Neill o Virgilio Piñera, que han de ser entendidas, leídas o vistas como obras propias de sus autores y no de Esquilo, Eurípides o Séneca.

    Más que ‘versión' o mero precipitado, el teatro de imagen, tal y como lo han practicado con genio Gordon Craig, Meyerhold, o más próximos a nosotros, Bob Wilson y Lepage, es una alternativa legítima y enriquecedora, que llena de signos una espacio vacío que en otras circunstancias se llena de palabras. Y Wilson, con más fortuna a mi juicio que Castellucci, también juega al prestidigitador: fundir la palabra y la ausencia de palabra. Entre nosotros, directores de escena como Albertí, Rigola, Carme Portaceli y, muy recientemente, la más joven Carlota Ferrer (en su montaje de ‘Blackbird' de David Harrower), utilizan la música, en discordancia, para reforzar la línea de una acción sincopada.

   Ahora bien, hay un lamento (yo lo dejo escapar alguna noche al salir de un teatro) que no es por la libertad de recortar, repartir papeles sin atender al color o al sexo de los intérpretes, situar en el día de hoy o en el futuro lo que acaecía en la corte de Castilla o en la antigua Corinto, cuanto por el adelgazamiento del material que se ofrece, su conversión en un condensado que en la novela o la poesía no sería aceptable por los lectores. Una especie de desesperada búsqueda del público entendido como nuevo sujeto de una modernidad ‘líquida' que no aguanta el sólido metal de las palabras, lo que lleva a veces a un imperio de la facilidad, y a no pocos teatristas españoles a afirmar que el espectador de hoy, acostumbrado a las series, a ver interruptamente y malentender las ficciones en un móvil o en el saloncito de su chalet en la sierra, es incapaz de estarse quieto tres horas de espectáculo teatral, aunque éste sea fulgurante.

    Y un tic muy extendido que personalmente aborrezco, siendo yo, creo, nada sospechoso de menosprecio de la imagen filmada. Me refiero a la circunstancia de que cada vez es más raro el montaje, teatral y operístico, que no esté ayudado de proyecciones, como si la palabra y la voz humana, sin el soporte de la ‘moving picture', tardara más en llegar o no llegara nunca al entendimiento de una cultura crecida en el cine. La mía lo fue, y yo no sería quien soy, como escritor, como lector, como espectador, sin la pedagogía del séptimo arte. Lo que llamaré la "moda del vídeo teatral" desautoriza, entre otros, a Shakespeare y Valle-Inclán. El primero, además de gran constructor dramático fue ese artífice genial de imágenes escritas que se permite reconstruir líricamente en el diálogo entre Próspero y su hija Miranda el trepidante naufragio, una escena de pura acción, con que arranca ‘La tempestad', luciendo también su maestría en el no mostrar y el referir en un ‘fuera de campo' puramente verbal, por ejemplo célebre en la descripción que hace Gremio de cómo Petruccio doma en la boda a la fierecilla Katherine. El segundo haciendo de sus acotaciones un correlato narrativo o poético de la acción escénica, que lo ideal sería incorporar como monólogo exterior a la acción dialogada. Nunca a la pantalla de plasma que hoy nos persigue como un lugar común del teatro.

     Pero no es España el único sitio en el que estos afeites y facilidades se imponen cada día que pasa más que el anterior. Acaba de llegar a mis manos la nueva edición en papel de The New Oxford Shakespeare, un volumen de 3.382 páginas al cuidado, entre otros especialistas, de Gary Taylor, responsable en 1988 de una edición completa que revolucionó los estudios shakesperianos. No se trata aquí, como es lógico, de juzgar los criterios filológicos de este audaz y a veces convincente ‘scholar'. Lo malo está en el modo de presentar y tratar de acercarnos al Bardo, en una exhibición de condescendencia cobarde que sonroja. Abandonando la práctica de prologar cada obra con una introducción, el libro cuenta con dos prólogos firmados por Taylor y su coeditora Terri Bourus en los que se dirimen, más que los específicos del dramaturgo y sus textos, cuestiones como "¿Por qué leer a hombres blancos muertos?", y "¿Por qué leer obras de teatro si puedo ver películas?". En el espíritu del aparato que acompaña a las 44 obras que la nueva edición reconoce como de Shakespeare flota la sospecha de la divulgación más gruesa, del afán de atraer y a la vez humillar al estudiante joven, pues, en vez de "monólogos críticos" los autores prefieren "un bricolage: una colección creativamente organizada de citas representativas", presentando un menú corto y estrecho de platos variados, con el deseo de que el lector pueda "pensar que esto es Shakespeare en tapas" ("You may think of this as tapas Shakespeare", escriben, sic, con todo el morro). Un teatro, pues, como bar de aperitivos y espirituosos de baja graduación.

    A su modo entre erudito y chamarilero, esta operación favorece otra creencia del pasado que pensábamos desterrada: el buen teatro literario se lee, y al teatro en general se va a ver cosas y personas en movimiento. Goldoni, Valle-Inclán, Pinter o Bernhard, lo ofrecen todo junto por el mismo precio.

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16 de octubre de 2017
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Poema 181

En ocasiones no vemos

lo evidente.

No amamos a quien nos quiere bien,

no queremos lo que nos beneficia,

no escogemos con tino

Escogemos a ciegas.

Sin ton ni son.

Y estando lúcidos, nos inclinamos 

por lo peor de lo peor.

Esta es la genuina condición humana.

La esencia de la enfermedad,

de la muerte y la calamidad.

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16 de octubre de 2017
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¿Hablamos?

Hubo un tiempo en que, cuando nos despertaban por teléfono, intentábamos que no se nos notara el sueño aún agarrado a la garganta.
Insistíamos en aclarar la voz, en asegurar que ya estábamos en pie, acaso para disculpar nuestra somnolencia o para no hacer sentir mal al despertador humano que nos había levantado de la cama. Entonces aún no aparecían los números entrantes en la pantalla del teléfono fijo, y por tanto podía sorprendernos cualquiera, desde nuestro jefe a un ex. Un sentimiento retributivo, y a la vez moral, nos obligaba a coger la llamada en lugar de rechazarla: habíamos recibido una educación fundamentada en la cortesía, y no atender una llamada, además de una desconsideración, podía ser una imprudencia, una dimisión de la comunicación social que nos brindaba el cable.
Hoy, en cambio, ¿por qué nos resulta tan difícil marcar un número que no pertenezca a una aseguradora, a una central de alarmas o a una cita médica? Toleramos con resignación esas llamadas de trámite, a través de un algoritmo que filtra y clasifica a los interlocutores hasta que por fin aparece una voz humana, casi siempre fatigada y lejana. Sabemos que a un robot se le puede molestar a cualquier hora, pero no a los ciudadanos del siglo XXI, acosados por la exigencia de un tiempo que se les escapa por el sumidero, y con una nueva noción de la privacidad. No se les osa llamar sin aviso previo pues ya no sólo se trata de un acto invasivo, sino hasta de mala educación. Nos citamos por WhatsApp e incluso por e-mail: “Estás disponible?”, nos preguntamos, con temor a ser inoportunos. Consideramos que para comunicarse oralmente son necesarias muchas más energías que para colocar un mensaje, sea de texto o de voz, sin necesidad de fricción con el otro. Ello ha provocado que lo real parezca más impostado que lo virtual: dos personas llamándose de forma espontánea en lugar de una cadena de mensajes, que en realidad son mucho más invasivos que esa llamada. Las pantallas actúan de escudo frente a la realidad: no dejamos de mirarlas, pues nos hacen sentir propietarios de un arsenal de herramientas, de imágenes y entretenimientos varios, pero nos desentendemos del mundo de afuera a nuestro antojo. La razón principal, el puente que en su día estableciera Edison para escuchar la voz humana –incluso la que no llegaba nunca como en aquel angustioso monólogo de Cocteau–, se ha transfigurado en una central de datos que a la vez nos aísla y enmudece.
En las redacciones antes se llamaba constantemente por teléfono, y lo siguen haciendo, no siempre con suerte, los mayores de cincuenta años. El resto prefiere comunicarse a través de las redes, con signos y emojis en lugar de palabras y grafías personales. La conversación, entendida como arte sin fin, y como una forma de pensar colectivamente, se ha espesado y desfallecido. Paradójicamente, nunca como ahora, en España, se había invocado tanto la palabra diálogo, olvidando, eso sí, su significado: “Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. Un buen diálogo puede llegar a agotar el tema, pero nunca a sus interlocutores.
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16 de octubre de 2017
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Mamas

Una sensación generalizada de impotencia, de desolación, de rabia, se produce tras la irrupción de las noticias sobre los devastadores e incontrolados efectos de los incendios forestales. Incluso, en sectores no especialmente sensibilizados por las cuestiones ambientales, surgen comentarios y discusiones sobre las posibles causas de los mismos y sobre los medios utilizados para combatir y acabar con las llamas. Existen, de hecho, numerosas teorías, a menudo enfrentadas, que puntualmente aparecen tanto en la calle como en los medios y que aun siendo defendidas, como es proverbial en nuestro país, como las únicas que explican el desastre, van dejando abierto, poco a poco, incendio a incendio, un minúsculo resquicio hacia una visión globalizada del problema. Hay ya una percepción general de que las cosas no son tan simples como algunos se empeñan en defender y de que los sistemas empleados en la lucha no han sido hasta ahora los más adecuados. 

Los incendios forestales se originan por innumerables causas: rayos,  prácticas agrícolas, prácticas ganaderas, obtención de suelo urbanizable, obtención de madera o de pasta de madera, negligencia de excursionistas y domingueros, quema de maleza por cazadores para forzar a salir determinadas piezas, chispas de trenes, pirómanos de corte vengativo-sentimental, pirómanos con ansias de notoriedad, pirómanos esteticistas, y así una relación casi infinita. Además el fuego se propaga ahora con mucha mayor facilidad al contar con la preciosa ayuda de los cultivos forestales de resinosas y otras especies de crecimiento rápido que nada tienen que ver con el arbolado autóctono (de ahí el error al utilizar la palabra repoblación). Y luego... nuestra fervorosa pertenencia a la cultura del fuego; el fuego como fiesta, como liturgia, como inevitable protagonista de todas nuestras celebraciones religiosas y políticas sea en forma de hoguera, de petardo, de cohete o simplemente en forma de luz, la manifestación más inocua y civilizada del fuego pero que antes de la electricidad sólo se podía obtener mediante la presencia mágica de la llama. 

Sin embargo, este panorama desolador de árboles y suelos calcinados, de fauna exterminada, de bienes personales perdidos irremisiblemente, podría erradicarse, romper para siempre el ciclo maldito. Porque hay que decir que todo incendio, incluso todo gran incendio, es, al principio, un pequeñísimo incendio, y esta perogrullada es la clave del problema. Desde luego sin abandonar las campañas de prevención, de concienciación, de eliminación de peligros potenciales, la acción, toda la energía, necesita concentrarse en dos movimientos: la detección instantánea y la intervención inmediata; el diagnóstico precoz del cáncer de nuestros bosques mediante un sistema constante de vigilancia con un equipo de especialistas, no necesariamente numeroso, pero con gran movilidad y rapidez de respuesta.  

Las mamas -las ubres, los pechos, el eufemístico "el pecho"-, aquejadas por un mal cruel pueden salvarse si el diagnóstico es precoz. Ese carácter nutricio, beneficioso, confortable, que las define, es obviamente aplicable a la tierra. El tratamiento del mal también es el mismo. No sabemos con exactitud la etiología de la enfermedad, sí sabemos cuáles son las causas de los incendios, pero estas causas al ser tantas y concurrir combinadas no podemos eliminarlas. Sólo una rápida detección e intervención salvará de esta lacra a una naturaleza que es de todos aunque algunos se esfuercen en hacernos creer lo contrario. Las generaciones venideras merecen actitudes que permitan un legado de ríos limpios, de costas libres de edificaciones, de bosques lácteos.

 

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16 de octubre de 2017
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17-01-2013

El Espíritu se manifiesta en los nombres

y planea, armonioso, por el mundo

cuando los nombres se corresponden con las cosas.

Pero si los nombres son amordazados,

de modo que ya nada tienen que ver con lo que nombran,

y las cosas, perdida su palabra,

se hunden en el sumidero del sentido,

el Espíritu vacila y, al fin, huye

en busca del gran refugio silencioso,

y abandona a su suerte a los blasfemos.

 

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16 de octubre de 2017
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El Boomeran(g)
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