Rafael Argullol
Vuelve el Caballero
tras siete años en Tierra Santa.
Su Dama le espera en el castillo.
Siete años son muchos, pero ella ha esperado.
En ese tiempo todo se ha destruido:
la hacienda, las creencias, las ilusiones.
Pero ella ha esperado mientras la desolación
se apoderaba de las tierras y de los corazones.
Él ha vuelto. Más viejo, mucho más viejo,
con la violencia y el fracaso grabados en las arrugas,
y la mirada extraviada en algún lugar del largo camino.
Jerusalén, la negra Jerusalén, todo lo trastocó.
Es un viejo, perseguido de cerca por la muerte.
Ella, sin embargo, lo ve joven,
lleno de aquellas esperanzas que le empujaron a la cruzada.
Es aquel hombre apuesto y valiente
que quería sacrificarse en el altar de los ideales.
La Dama y el Caballero permanecen siete horas mirándose,
como si quisiesen vengarse de los siete años perdidos.
Luego, él tras ella, se dirigen a la alcoba.
Un fuego protector brilla en la chimenea de piedra.
Al desnudarse sienten la timidez de la adolescencia.
Pero el fuego ayuda: se abrazan, se aman.
Así hasta el amanecer, siempre en silencio.
El viento golpea los porticones,
como si alguien se anunciara con insistencia.
El Caballero y la Dama se miran a los ojos,
y al fin se reconocen sin máscara alguna.
Todo es incierto, menos el amor.