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La fuerza de las palabras

Quedó de pie, impávida, quizá latente, sí expectante, a la espera de una acometida, o al menos de un contacto en las zonas habituales: manos, hombros, cara y, últimamente, pechos. Pero no fue así. Me alejé. En el centro de la gran habitación aparecía plantada como un árbol superviviente de un monocultivo fracasado. Volví sobre mis pasos, no podía dejarla de esta manera. Me acerqué despacio pero resuelto, y la besé en el cuello; olía a suavizante de marca blanca. Ya en el coche, dándole al motor de arranque, recordé sus últimas palabras: “Te irás y no podremos completar el pasatiempo”; era demasiado intensa en sus apreciaciones, me confundía, yo necesitaba tener la mente despejada. Bajé del coche. Entré en el edificio. Abrí la puerta del aula. Y la vi en su mesa de trabajo. Se asustó. Se dio cuenta de que mi regreso obedecía a causas de fuerza mayor. No se movió. Aguardó sentada a que profiriera lo que no quería oír. Al terminar mi prédica ella había disminuido. Se estaba consumiendo. Dijo algo. Pero no logré captar el total del significado. Era ya una figura minúscula que cayó al suelo al resbalarse de la silla. Quedó desparramada. Recogí esos restos. Y los metí en un cajón. Seguían menguando. La goma de borrar Milán se convirtió en su lápida.        

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8 de marzo de 2018
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Todos los días, el día

Han transcurrido muchos ochos de marzo, igual que unos de mayo o veintitreses de abril, en que el peso de lo cotidiano acaba tragándose el culto a la fecha. Soy reacia a las jornadas temáticas, las que exaltan un asunto cuya importancia tendría que hervir todo el año. “El 8 de marzo es como un Sant Jordi pero en femenino”, me dice mi colega Celeste López, ducha en el tema. Tiene razón, para unos es una especie de orgullo femenino, mientras otros lo ven igual que una rutina establecida: se refrescan las cifras, se deplora la brecha salarial, se emiten documentales sobre la evolución de la mujer desde la ley de 1975, cuando nuestros derechos eran equiparados a menores de edad, enfermos mentales “y sordomudos”. Éramos niñas cuando los médicos por fin pudieron recetar la píldora a nuestras madres, Avon llamaba a su puerta y los bancos las animaban a abrir una cuenta corriente mediante spots inauditos. Generaciones de pioneras que sintieron el pellizco de la libertad, y nos la transmitieron: la importancia de tener un talonario propio y una firma válida.
Cinco meses después de la explosión del MeToo y del Time’s Up –movimientos extendidos por las actrices de Hollywood, que han ejercido de punta de lanza, más abrazadas al pragmatismo que al puritanismo– la mecha ha prendido imparable y la jornada de mañana se plantea globalmente como una demostración de fuerza que no pide, sino exige, acelerar la igualdad real. Nunca se había sentido tanta empatía con el feminismo, cada vez más desposeído de leyendas y demonios alimentados por la ignorancia de quienes creen que a las mujeres nos mueve el revanchismo y el deseo de humillación masculina.
Cuando era una joven periodista confiada, algún jefe me llego a decir que no le tocara los huevos. Nunca callé: “No temas, es lo último que haría”, replicaba. He vivido algunas escenas desagradables, llamadas obscenas, sin embargo mentiría si confesara que me marcaron. “Pobres patanes”, pensaba, lejos de lloriquear, meditando sobre las mujeres valiosas que iban quedándose petrificadas en las mesas de redacción, mientras becarios menos dotados que ellas se convertían en sus jefes. Mañana se han convocado huelgas y parones mientras las redes denuncian el analfabetismo sexual –hombres que no saben separar cabeza de cuerpo– y los macro y micro machismos a los que nos hemos habituado. Muchas trabajadoras no pueden permitirse un día sin sueldo, pero aún y así limpiadoras, políticas, enfermeras, periodistas, científicas, educadoras o cajeras pretenden dejar el mundo en pause para que la igualdad no se siga posponiendo con la habitual desidia. Y a mí me hace recordar los créditos de las películas de mi juventud: cuando no salían nombres femeninos, apagaba la tele pues aquello era garantía segura de aburrimiento.
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7 de marzo de 2018
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Equivocaciones fatales

En Ecuador se sigue celebrando el comienzo del desmontaje de un sistema autoritario, de esos de supuesta duración indefinida, gracias a las soluciones que la misma democracia, mientras respire, es capaz de ofrecer. Una salida pacífica, en la que prevaleció la voluntad popular.
Un referéndum ideado por el presidente Lenin Moreno, en el que el votante tuvo ante sí una serie de siete preguntas, la más importante de ellas la prohibición de la reelección indefinida, cuyo principal destinatario era su antecesor en el cargo, el ex presidente Rafael Correa. La repuesta ciudadana fue rotunda. No más reelección.
Correa, electo tres veces presidente de Ecuador de manera democrática, con un total de diez años en el poder, no fue un caudillo de botas militares y espadón al cinto. Doctor en economía con estudios en Bélgica y Estados Unidos, buscó llevar adelante reformas profundas a través de la llamada revolución ciudadana, pero sin que faltaran las pretensiones de control social, los abusos de poder, y graves restricciones a la libertad de prensa.
Fue dueño también de un exacerbado estilo de discurso y de actitudes airadas y confrontativas, y protagonizó actos melodramáticos, como cuando en octubre de 2010 se abrió los botones de la camisa poniéndole el pecho a los policías rebeldes que lo habían secuestrado en un cuartel.
Los regímenes políticos creados por caudillos iluminados, que llegan a convencerse de que sin su presencia en el poder los países se exponen a descalabros y fracasos, tienen distintas maneras de alcanzar su final. Pero ese final siempre llega.
En Ecuador ha ocurrido de la mejor manera posible: sin violencia y sin derramamiento de sangre, todo debido a un error de cálculo, o una fatal equivocación de Correa, quien eligió, según sus propias cuentas, a un sucesor provisional, su antiguo vicepresidente durante dos periodos, para que la calentara la silla presidencial mientras regresaba a ocuparla. Esos mismos malos cálculos le decían que, de todos modos, al cabo de esos pocos años, el pueblo estaría reclamando a gritos su regreso.
Que un caudillo escoja a un sucesor al que decide que va a mangonear fácilmente, y cuyo único papel será el de cumplir funciones protocolarias, mientras el verdadero poder sigue estando donde debe estar, sólo que ahora detrás de bambalinas, es un recurso que funciona cuando el sucesor es lo suficientemente dócil, pero en otros casos, y valga el presente ejemplo, ha probado ser fatal.
Uno clásico es el del general Plutarco Elías Calles, caudillo máximo de la revolución mexicana, uno de quienes la convirtió en "revolución institucional". Impedido de permanecer en la presidencia más allá de 1928, debido a la regla de oro "sufragio efectivo, no reelección", se quedó sin embargo manejando en la sombra a sus obedientes sucesores; los ministros de estado le rendían cuentas a él, no al presidente que ocupaba nominalmente la silla del águila. Pero le llegó su hora fatal con la elección del general Lázaro Cárdenas en 1934. Calles persistió en su empeño, hasta que un contingente militar entró la medianoche del 9 de abril de 1936 en su dormitorio de la casa hacienda de Santa Bárbara, y muy al alba fue obligado a subir a un avión que lo llevó al exilio en San Diego, California.
La sorpresa de Correa debió haber sido muy grande al darse cuenta de que había confiado su despacho en el palacio de Carondelet, para que se lo mantuviera en orden, a quien más bien iba a cerrarle para siempre las puertas de ese despacho: cría cuervos, y te sacarán los ojos. Moreno pasó a ser el traidor; mientras para el propio Moreno, Correa no es ahora sino "un opositor más".
Moreno demostró desde el principio que iba en serio, cuando separó del cargo a su vicepresidente Jorge Glas, acusado de actos de corrupción dentro de la trama del caso Odebrecht. Los tribunales lo encontraron culpable, y ahora purga una condena de 6 años de prisión. Este juicio sacó de sus casillas a Correa, lo mismo que la política de diálogo que su sucesor inició con la oposición. Sentía ya pasos de animal grande, y el referéndum vino a ser el tiro de gracia.
Las réplicas del sismo que significó la defenestración de Correa siguen dándose, y las luchas de poder dentro del partido oficial Alianza País son evidentes, entre acusaciones y zancadillas. Pero Moreno parece contemplarlo todo desde arriba. Tras el referéndum, y sin posibilidad de prolongar su propio mandato, puede concentrarse en consolidar su legado democrático.

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7 de marzo de 2018
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Shakespeare, Missouri

Aunque hubo precedentes griegos y el fecundo modelo senequista, la primera ‘revenge play' propiamente dicha fue ‘La tragedia española' de Thomas Kyd (circa 1587), y de ella saldrían, con tintes no menos sangrientos y mayor genio poético, las tragedias de venganza de Marlowe y Shakespeare. Escribiendo diez años después del presumible estreno de la obra de Kyd, Francis Bacon, el filósofo isabelino, no el pintor, dijo que la venganza es un modo de justicia salvaje, que "cuanto más crece en la naturaleza humana, más debería la ley arrancar". El dramaturgo anglo-irlandés Martin McDonagh empezó su carrera en el cine con una tragedia bufa un tanto shakesperiana titulada ‘Six shooter' (‘Seis disparos'), corto extenso situado básicamente en un tren en el que Brendan Gleeson viaja después de la muerte de su esposa, asiste a otras dos muy truculentas en el vagón y pretende la suya y la de su conejito de indias, sin lograr, a falta de bala, más que la del roedor. Ese cortometraje, que obtuvo el Oscar del año 2006 en su categoría, contenía ya, además del ‘gore' extremo y un esmerado tratamiento tanto de la dicción enfática como de la palabrota, el mayor foco puesto en los actores, algo quizá propio de quien al iniciarse en la dirección cinematográfica contaba en su haber muchas piezas teatrales de éxito, de las que al menos tres han sido traducidas y representadas en España. El naturalismo agridulce de su teatro apenas aflora en sus películas, que, de tener un entronque escénico propio, sería con ‘The Pillow Man' (2003) y ‘Hangmen' (2015), parábolas alegóricas más que estampas costumbristas.

Su primer largo, ‘In Bruges' (aquí ‘Escondidos en Brujas', 2008) resultó deslumbrante y lleno de invención, como si al alejarse del paisaje y la tipología irlandesa McDonagh enriqueciese su personalidad, se extranjerizase y fuera, en suma, más Beckett que O´Casey, más Mamet que Synge. Había algo muy ‘mametiano' en la figura filosófica de los tres matones, sin perder nunca la impronta ‘shakesperiana', sobre todo en el excelente final de exterminio ‘gore' en la plaza central de la ciudad belga. No eran malos influjos, como puede verse, si bien McDonagh se enredaba en la sub-trama del enano y el rodaje dentro de la película, una exigencia de guión sugestiva pero demasiado hinchada. En su segunda película, ‘Siete psicópatas' (2012), rodada en Estados Unidos con un reparto aún más estelar que en la anterior, el pastiche fílmico auto-referencial se hacía indigesto, desembocando en un fracaso completo. Cinco años después, con ‘Tres anuncios en las afueras' (‘Three Billboards Outside Ebbing, Missouri'), McDonagh parece haber encontrado la clave del éxito en un film que, de manera a mi modo de ver incongruente, se ha asociado al cine de los Coen en función sobre todo de la presencia protagonista de Frances McDormand, esposa de Joel y actriz relevante de al menos cinco títulos de los hermanos; menos humorística y menos elíptica que las de ellos, a mí me parece de nuevo tangente, aun en su atmósfera rústica, a la esfera de Mamet.

‘Tres anuncios en las afueras' ha perdido, para acercarse al ‘mainstream' de calidad, la parte oscura que daba su brillo a ‘Escondidos en Brujas', película misteriosamente divertida y seductoramente insensata, como si la prosa del ‘thriller' y el drama sanguinolento al modo ‘Tito Andrónico' se amalgamaran en una accesible poesía hermética. Sabiendo que el director es un hombre de letras, pensé, antes de entrar al cine, que la localización en un ficticio pueblo de Missouri podría esconder un homenaje críptico a T.S. Eliot, que nació en Saint Louis, la gran ciudad portuaria de ese estado del Medio Oeste. Nada ‘eliotiano' hay sin embargo en el film, que, contando una historia de meandros insospechados, de aparecidos, de sorpresas, tiene un arranque no diré que lento pero sí algo lerdo: la mística rural ya ha dado, en el cine de Hollywood, todo lo que tenía que dar, y para trascenderla hay que poseer un genio superior al de McDonagh. Este, sin embargo, y es justo decirlo, no incurre en la mirada turística del extranjero, al hacer, tanto en ‘Siete psicópatas' como en la nueva, fábulas enraizadas en el territorio norteamericano.

Una vez superada esa traba inicial de las presentaciones pueblerinas y los estrambóticos genios del lugar, la película alza el vuelo, descansando de manera firme en sus tres actores centrales, McDormand, que tiene el papel antipático de la vengadora inclemente, Woody Harrelson y Sam Rockwell, los policías más bien corruptos pero con corazón. Ellos tres, y el inteligente diseño de los giros argumentales, dan grosor a la historia, enriqueciendo el molde de la venganza salvaje -a ratos fatigoso- de la mujer que denuncia en sus carteles la inoperancia policial. Así, mientras Mildred, la madre coraje, va humanizándose sin perder su furia, Willoughby (Harrelson) y Dixon (Rockwell) adquieren la densidad de los perversos de Shakespeare: seres incompletos, implacables, violentos, pero no por ello privados de incertidumbre, de temor y necesidades. Y de elocuencia.

La despedida del sheriff Willoughby en la jornada campestre, su intimidad hogareña, las cartas de adiós y el disparo en el cobertizo de los animales no sólo sirven para colorear la trama sino que marcan los siguientes estadios de la peripecia: el visitante sospechoso que amenaza a Mildred en la tienda, el exmarido y su boba novia adolescente que algo sabe de los clásicos, el incendio intencionado de los anuncios, la relación de la madre televisiva con su hijo el castigado policía Dixon, personaje que paulatinamente se adueña del film para terminarlo en esa hermosa indeterminación del viaje a la venganza que nunca sabremos si llega al derramamiento de sangre o se queda en la conciencia.

 

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5 de marzo de 2018
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Manadas de elefantes

Siempre hemos convivido con elefantes metidos en la habitación, mirándonos más asustados que nosotros a ellos, simplemente porque ni los vemos. Y, así, no nos resulta extraña esa expresión anglosajona que se utiliza como metáfora de aquello que existe pero hacemos ver que no, sobrevolando el tema, a pesar de su importancia, enorme igual que un paquidermo. Por la razón que sea, nadie está dispuesto a tratarlo. Kevin Simler y Robin Hanson, escritor y doctor en Ciencias Sociales por Caltech, respectivamente, acaban de publicar The elephant in the brain (Oxford University Press), en el que relacionan decisivamente dicha circunstancia con uno de los hechos más importantes –y obvios– en torno a la mente humana: que somos maestros del autoengaño, equipados con un “punto ciego introspectivo” que oculta nuestros motivos más profundos y egoístas, incluso cuando idénticos intereses nos resultan fáciles de detectar en otros. El autofingimiento se apodera de las relaciones sociales hasta el extremo de construirlas. El jarro de verdad parece demasiado frío para uno mismo.
Simler y Hanson detallan esta adaptación evolutiva que hace que nuestro cerebro nos proteja, haciéndonos creer mucho mejores –y desinteresados–, al tiempo que oscurece el miserable egoísmo que domina nuestro comportamiento. De ahí que, en una sociedad huérfana de mitos y dioses, mercantilizada hasta el aburrimiento y clonada con los mismos cafés, tiendas, y ahora bares de cereales, en casi cualquier ciudad del planeta, acoja un ideal y bracee por hallarle un alto sentido a la vida, más allá de lo raro y lo bello que resulta vivirla.
En la actualidad, manadas de elefantes continúan conviviendo a diario con nosotros. Ahí están el abismo de la desigualdad, el galopante acoso escolar, el preocupante despertar de la heroína o el éxodo masivo de jóvenes científicos que aquí son ignorados. Hay auténticas fieras, incluso, que tampoco vemos. Con los juicios de las tramas de corrupción política, hemos atisbado la manera en que se juegan los cuartos los gerifaltes: cómo compa­drean y qué trampas urden desde una doble moral, la misma que les hace perdonarse inmediatamente: por un lado roban, por otro se sacrifican por su país con un sueldo ridículo. Esa es la ley, no de la selva, sino del poder, que se ha parasitado en nuestra democracia. La de los fondos reservados, el 3%, las tarjetas black, la financiación ilegal y la contabilidad B. Que el poder corrompe es un hecho aceptado de facto. Acaso su ejercicio agrande aún más ese punto ciego que estudian los científicos, y que produce espejismos, enmascarando la verdad por aniquiladora que sea. Siempre fuimos advertidos del peligro que supone creerse las propias mentiras, pero cabría preguntarse por qué Simler y Hanson –o Lakoff en su día– se empeñan con los elefantes, y no escogen jirafas o pavos reales para embellecer nuestras miserias.
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5 de marzo de 2018
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No sólo es testosterona

Nikolas Jesús Cruz, 19 años, 17 muertos en Parkland; Adam Lanza, 20 años, 28 muertos (20 de ellos niños) en Newtown; Eric Harris y Dylan Klebold, de 18 y 17, 13 muertos en Columbine. Y, en España, muy recientemente, dos niños de 14 años detenidos por matar a un matrimonio tranquilo en su casa de Bilbao, y una pandilla de entre 12 y 14 investigados por violar a un compañero de 9. Todos varones. Mataron, torturaron y violaron en la edad en que, según la biología, se alcanza el pico más alto de testosterona, conocida popularmente como la hormona de la agresividad. O de la masculinidad. “En la medida en que la violencia es un problema de hombres jóvenes, no casados o rebeldes que compiten por la dominación, sea directamente o en nombre de un jefe, en realidad el problema es que el mundo hay un exceso de testosterona” escribe Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro (Paidós). Ayer, en La Vanguardia se publicaba este titular: “La violencia machista en menores se triplica en 10 años”. Tal vez no sea nuestro oficio preguntarnos por qué –por mucho que nos corroa–, pero sí es obligación nuestra averiguar cómo. De qué manera se tolera la agresión al otro como parte del juego, sin discriminar entre los videojuegos y la realidad. Cómo se pasa del miedo infantil a la oscuridad, al placer de la dominación.
Pinker lidera la teoría del progresivo declive de la violencia en la edad moderna apelando a las fuerzas luminosas de la razón, la ciencia y el progreso. Afirma que “los hombres, con mucho, son el sexo más violento”, y demuestra que a lo largo de la historia, el reconocimiento de los derechos de las mujeres y la oposición a la guerra van de la mano. Hasta evoca la Lisístrata de Aristófanes, cuando las mujeres atenienses hacen una huelga de sexo para que sus maridos pongan fin a la guerra del Peloponeso. Generaciones de hombres pacíficos han demostrado que la violencia es sólo una de las herramientas de relación social, de ningún modo inevitable. Pero, a pesar de la pretendida domesticación de la agresividad y de la educación en valores, ¿qué está ocurriendo para que se exacerbe la barbarie entre jóvenes, y no sólo norteamericanos y armados? ¿No debería ser adaptado el modelo educativo al nuevo escenario, incrementando su impronta humanista?
Hace pocos días escuché al presidente del Gobierno, a propósito del debate del modelo de inmersión lingüística, sobrevolando el asunto. Declaró que la revolución digital es “la verdadera política de educación hoy”. Sin ninguna duda. El iPad, y no el Prozac, ha acabado sustituyendo a Platón, al tiempo que los adolescentes del siglo XXI le sacan la navaja a su novia tres veces más que en el siglo pasado. A mayor desculturización, más poblada es la selva.
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28 de febrero de 2018
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Jordi Matas, el arte del articulista político

La semana pasada presenté un libro con dos imputados. Durante la presentación el autor, el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Barcelona Jordi Matas, me preguntó si era mi primera vez. Y sí. Pero no me dio miedo. 

El otro presentador era Carles Mundó, quien fue Conseller de Justicia del gobierno catalán de su tocayo Puigdemont. Mundó pasó de visitar las cárceles como ministro a estar alojado un mes en una de ellas por su participación en la declaración de independencia catalana. Su juicio apenas está empezando. Por su parte,  Matas, está acusado de participar en la organización del referéndum ilegal del 1 de octubre del año pasado.

El acto, en la Facultad de Derecho de la UB, corría el riesgo de transformarse en una tribuna política, y en cambio fue una calmada reflexión a tres voces sobre la necesidad de pensar, dialogar, estudiar, leer y sobre todo, recuperar la calma y el silencio, aún o sobre todo desde la discrepancia.

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El libro de Matas, “Opinión política: artículos en tiempos convulsos”, es el número 12 de la colección Periodismo Activo que desde el 2012 dirijo en la Editorial de la UB, y consiste de medio centenar de columnas de opinión sobre política, partidos, alianzas y peleas en España y Cataluña, pero también sobre la función y el futuro de la universidad, sobre la sociedad y la cultura catalana, sobre Europa y el mundo.

Todos fueron publicados en el diario El País hasta que dicho medio decidió no publicar un artículo sobre los hechos ocurridos durante el referéndum (y que está incluido en el libro). Matas enfatizó en la presentación que en los siete años en que colaboró con El País nunca le había sido cortado, censurado o rechazado un artículo o un tema. Esta fue la primera y la última.   

Este es un resumen de algunas cosas que dije en la presentación y que escribí en la contraportada del libro.

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Un viejo maestro de periodismo solía enseñar que para escribir una columna política solo hacían falta dos cosas: 1. Tener algo que decir. Y 2. Decirlo.

Suena bastante obvio, pero en el actual avispero catalán, español, europeo, mundial, me aventuro a postular que más de la mitad de los opinadores no cumple con al menos uno de estos preceptos. O porque  no tiene nada que decir o porque, teniéndolo, prefiere no ser claro. La frase tan hispánica, tan intraducible, de “no me gustan según qué cosas” para no decir exactamente qué cosas no le gustan, es solo ejemplo.

Jordi Matas siempre tiene algo que decir. Y siempre nos queda claro a sus lectores cuáles son las cosas que le gustan y no le gustan. Y en el breve espacio de un artículo de opinión, acaba diciéndolo todo. Sus columnas pueden responder todas al título de una de ellas. Se llama “Identificar lo esencial”.

El 2 de noviembre de 2015, Matas publicó una de sus habituales columnas de análisis de la situación política catalana en El País. Allí definió en cuatro pinceladas por qué la CUP recelaba de Mas, por qué a la vieja Convergencia le costaba tanto desembarazarse de su President, y cómo podría zanjarse el problema. En una cuartilla y media, Jordi Matas identificaba lo esencial.

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Pero la columna más alabada entre las que recoge este libro es otra. Data del 25 de febrero de 2017. Se llama “Silencio, por favor”, y a diferencia del sutil análisis psicológico-político de “Identificar lo esencial”, se adentra en el mundo filosófico-literario de Fray Luis de León y su “Vida retirada”. 

Dice el adusto fraile:

“Un no rompido sueño,

un día puro, alegre, libre quiero; 

no quiero ver el ceño 

vanamente severo 

de a quien la sangre ensalza

o el dinero.”

 

Busca Matas un silencio que ayude a pensar: Son tiempos que requieren de una profunda reflexión social y política para lograr salir de la crisis poliédrica en la que estamos inmersos. (…) Para ello es imprescindible evadirse de una coyuntura política asfixiante, de la tiranía comunicativa de la inmediatez y de la precipitación de la actividad cotidiana, y buscar la introspección que permita recuperar el sentido de la política y de la acción social. Necesitamos recuperar, más que nunca, el silencio.”

¿A qué se dedica un opinador político que se precie?  A esto. A comentar, contextualizar y encontrar sentido en lo que pasa, lo que importa, lo que afecta la vida de los lectores, lo que todos deben saber si quieren ser ciudadanos informados y con conciencia, lo que no se ha informado bien, lo que no se ha entendido correctamente.  

Para hacerlo con fundamento debe aportar datos para avalar su posición, tener clara la historia, conocer el contexto internacional, presentar con claridad y justicia ejemplos y personajes que sean genuinamente representativos de sus argumentos.

Esto hace en sus textos políticos el profesor devenido periodista Matas. A veces va de la idea central a los ejemplos. Otras veces, al revés, del ejemplo a la idea. En la mayoría de sus ensayos disfrazados de columnas empieza fuerte, llamando la atención. Y siempre se sabe dónde terminar. Llega al punto final con claridad y elegancia.

*          *          *

En su libro de memorias periodísticas, El fin de una época, Iñaki Gabilondo  critica al periodismo actual a propósito del lema de la rapidez superficial de los medios audiovisuales de hoy. ‘Está pasando, lo estás viendo’, nos dicen los jóvenes presentadores de la televisión. 

Gabilondo das vuelta el lema. El periodista debe preguntar a su público: ‘Está pasando; ¿lo estás entendiendo?’.

El articulismo político es un encuentro entre opinión, información, análisis, crónica y ensayo. Un terreno en el que descollaron catalanes de todas las vertientes como Josep Pla, Gaziel y Manuel Vázquez Montalbán. Al leer a estos grandes maestros, como cuando se lee a Jordi Matas, los lectores no solo nos alegramos de interactuar con una mente aguda y culta, sino que también nos sentimos más abiertos, más inteligentes, más entendidos nosotros mismos.

¿No es ese el propósito de las mejores columnas políticas?

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27 de febrero de 2018
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Madrileños con mundo

¿Y lo bien que cae en el Madrid de Chueca o Chamberí Cristina Cifuentes? Porque no todas las peperas –mejor dicho, ninguna– alternan a la vez con Pedro Almodóvar, Alejandro Sanz, Agatha Ruiz de la Prada o Fefé, siempre vistosa,con un rajo de voz castiza y esa guturalidad carnal que ella gasta. Y mucho menos lucen caracteres chinos y tribales tatuados en su cuerpo. Motera, juvenil, la coleta bien estirada y un cierto aire de dominatrix, aunque con una gestualidad más medida que sus antecesores en el cargo,  ‘Cifu’ es un enigma: parece la más liberal, igual que en su día se vendiera a Ruiz Gallardón –no en vano cuenta con el asesoramiento de Marisa González, ex jefa de comunicación de Alberto– aunque muchos agnósticos se preguntan si no es más que pirotecnia promocional. Cristina Cifuentes luce un buen plano general; un chasis elegante sobre el que puede permitirse desde colores pasteles y cortes asimétricos hasta cueros de buena biker. Otra cosa es el encuadre corto: ningún rasgo se exime de la sobriedad castellana, alicatada eso sí: labios finos, ojos pequeños y brillantes, pómulos adustos… La austeridad como sinónimo de solvencia.
 La moto casi le cuesta la vida. De su lucha en la UVI, el cuerpo inmovilizado, el vértigo de los hijos a su lado, sacó más carácter, si cabe, demostrando que quienes han visto la luz al final de túnel se beben la vida a  tragos largos. Tras las acusaciones del ex presidiario Granados, ha llamado a la reacción, brazos en jarras: "Estoy esperando a que salgan las feministas que tan motivadas están". Según el ubicuo Granados, cotilla mayor del reino, una supuesta relación sentimental con su antecesor, Ignacio González, le habría dado las llaves del poder territorial. La primera política que viera condenado a prisión a uno de sus odiadores en redes ha anunciado que se querellará con quien fue la mano izquierda de Esperanza Aguirre. Cifuentes declara “absolutamente honrada” y con “3.000 euros en la cuenta”.  Su nombre figuró en su día en el cartel de aquella opereta titulada Tamayazo. Hay días en que la Presi responde a la derecha moderna, al Madrid efervescente y posmoderno, creativa en sus apuestas –como la elección de Jaime de los Santos, hoy Consejero de cultura que ha demostrado nervio y ambición, o el plan para modernizar los siete grandes hospitales de la región con 1.000 millones de euros–. Pero otros, endurece sus pómulos para decir “no”  al estilo de derecha antigua. Y seguramente esta dualidad, tatuada y marianista, esas dos en una, sea la clave de su buena pegada.
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En Sol era Nacho a secas. El hombre bronceado, el que posaba sintiéndose apuesto a pesar de que el óvalo facial, sobre todo la mandíbula, fuera cediendo, reblandeciendo las carnes y llenándose de surcos. Ignacio jugó a un teatrillo que hoy produce vergüenza ajena, muy especialmente a Esperanza Aguirre. Mientras le declaraba su amor con lágrimas de cocodrilo frente a las cámaras, en conversaciones telefónicas privadas la consideraba “una hija de puta” que “sabe que está muerta”. Y es que nunca le perdonó esos aires de grandeza que sacan sin remedio los aristócratas, incluso los populistas como ‘Espe'. “Todo le importa un pito salvo ella, los demás somos el puto servicio”, le decía a Eduardo Zaplana, revelando que en más de una ocasión tuvo que sujetarle el abrigo, o el bolso,  sufrir los caprichos y los prontos de la lideresa. Era su fiel escudero, su número dos; jamás le llevó la contraria en público. El odio se mascaba en silencio.
 
De más que presunto capo de la trama de espionaje interno en el PP madrileño que investigó a compañeros no afines a Aguirre para tenerlos controlados o sacarles los colores, a cazador cazado en Colombia, acarreando extrañísimas bolsas de toallas, reuniéndose con narcos en busca y captura, según diversos periódicos,  y negociando en B con descarriados políticos del país. González, apodado “El gremlin” por sus enemigos debido al característico mechón de pelo blanco que lucía en la nuca, ha sido obligado a realizar un estriptis. Con qué bravura transportaba el ordenador que la Audiencia Nacional le devolvió la semana pasada el hombre de las bufandas de cashmere. Lo acarreaba como quien exhibe desesperadamente un trofeo o trata de emitir una señal de inocencia. Pero a Nacho le han fisgado los discos duros, y la UCO se ha quedado con otros de sus ordenadores de última generación, más potentes que los oficiales. Y, a pesar de haber abandonado la cárcel de Soto del Real en un Jaguar negro–donde pasó algo más de cinco meses, tras haber reunido los 400.000 euros de la fianza en apenas 24 horas-  no hemos vuelto a escuchar esa forma de arrastrar las eses tan suya, a medio camino entre la chulería madrileña y el silbido de la serpiente. Del ático en el Alhambra Golf  al estropicio de la Operación Lezo hubo un más de un suspiro español. Probablemente se trate del presidente más efímero y trivial de la historia de la autonomía central, el señor González González.
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27 de febrero de 2018
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Fariseos

Este año, por fin, el espectáculo artístico le tocó a Arco, en Madrid. Alguien con un poco de seso descolgó una soflama en forma de cuadritos e inmediatamente cabalgó sobre el universo moral la caballería de los defensores de la libertad de expresión movido por la cólera y la prisa por salir en el telediario. El Arte fue comprado al instante por un ricacho catalán secesionista al precio de 80.000 euros. Les venden cualquier cosa. Por 35 euros habría podido comprar los cartelones que pasean los vascos en sus procesiones por los presos etarras. Son de mejor calidad y más honestos.

A otros catalanes les cuesta más escapar de la censura e intentar ejercer la libertad de expresión. Los del Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC) trataron de montar un espectáculo, Help Tabarnia, para el 27 de febrero. Alquilaron un local en el centro cívico La Casa Elizalde y lo pagaron, pero once días antes del estreno los responsables (por darles un nombre) de La Casa Elizalde anularon el alquiler. Todo había sido un error humano, dijeron, sin detallar ni el error ni el humano. Bien es verdad que los medios del Régimen ya habían alertado a sus empleados del peligro que corrían acogiendo el espectáculo. No era la primera vez que censuraban los actos del CLAC y por supuesto nadie movió un dedo en defensa de la libertad de expresión.

Lo cierto es que los del CLAC tienen la desdicha de ser catalanes, pero no nacionalistas, y eso está muy mal visto en aquella parte así que no les dejan respirar. Ellos no tienen millonarios de ultraizquierda que de inmediato pongan sus mansiones al servicio del teatro de ideas. Son víctimas de unos censores que controlan la totalidad de la ciudad de Barcelona como si fuera la Praga de los tanques soviéticos, pero en carlista.

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27 de febrero de 2018
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Colores de Forges

A excepción de la de Lola Flores, no recuerdo una muerte tan unánimemente llorada entre nosotros como la de Antonio Fraguas, alias Forges. Vaya mi respeto para la tonadillera y artista de tronío, cultivadora de géneros que no son los míos, pero el planto por Forges le llena a uno de alegría, aunque sea una alegría paradójica: llora por él la España que compartía su "risa amarilla", el "rire jaune" -según la antigua y bella expresión francesa- que esconde una rabia biliar y un disgusto indignado ante la realidad, y también es llorado por el país imaginario -desgraciadamente tan verdadero- que él retrató, el de la cruda y autosatisfecha España negra, ignorando quizá, o queriendo olvidar, que el genial humorista les tenía a ellos de blanco.

A todos nos apuntaba Forges, y de ahí su honestidad en la burla.

Nadie plasmó mejor que él el hartazgo por el flamenquismo desbordante de nuestra cultura popular, en aquella viñeta inolvidable del condenado a muerte al que llevan a un tablado-patíbulo, donde le espera un cuadro flamenco al completo, con faralaes, peineta y sombrero cordobés, para ajusticiarle. Y nadie tan ácido con la figura del "progre" revenido, en ese otro chiste gráfico del joven treintañero con melena desgreñada, "gafapasta" y símbolo pacifista que le anuncia a su atónito padre, ya entrado en años, que quiere hacer, tardíamente, la primera comunión.

Guardo mi galería recortada de "forges", con un original que Antonio Fraguas tuvo la generosidad de regalarme por un modesto artículo admirativo que escribí sobre él. Repaso ahora uno de los más recientes que recorté, publicado en El País a finales del año 2016, cuando en España no había gobierno y el señor Rajoy hacía sus cambalaches ministeriales como quien juega a los cromos o al dominó. En ese dibujo un mayordomo de la Moncloa, con impecable aspecto inglés, recibe en la puerta del palacio a un repartidor de figuritas humanoides que lleva plegadas bajo el brazo: "Soy de Mercaministro y vengo a traerles el pedido", dice el repartidor. "Ya era hora, tronk", le contesta el criado circunspecto.

La risa amarilla de Forges serviría hoy, en las interminables circunstancias catalanas, que ya él reflejó con gracia infinita en los últimos meses, para acompañarnos más, acompañarnos en nuestro estupor con una lucidez que ha durado más de cuarenta años y no se extinguirá con su desaparición.

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27 de febrero de 2018
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El Boomeran(g)
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