Pablo Raphael
Si la palabra texto viene de tejido, la escritura literaria podría asemejarse a una urdimbre en tensión. Imaginemos un arpa reticulada, es decir, un instrumento de la imaginación que entrelazara cuerdas de izquierda a derecha y de abajo hacia arriba, aunque también de forma diagonal. A diferencia de la lógica cartesiana, el pensamiento literario tiene particularidades que lo distinguen de otras formas de conocimiento como la filosofía, la sociología o la ciencia porque su fortaleza está en la ambigüedad, el encuentro de los opuestos y la verdad que se produce sin buscarla premeditadamente. En este sentido, es posible pensar que la columna vertebral del pensamiento literario se encuentra en la contradicción. Es en el encuentro de los opuestos, es decir, en la posibilidad de afirmar y negar algo al mismo tiempo, donde radica el poder de la literatura frente a otras disciplinas y su capacidad única para ponerlas en diálogo. Enfrentar a los personajes en el caso de la novela o los deslumbramientos que pueden provocar figuras poéticas como el oxímoron, ayudan a construir realidades y pensamientos que, sin ser raciocinios, producen una idea de comprensión.
Invisible, luz fría, decía Octavio Paz para provocar la sorpresa de la verdad a partir de un choque de palabras que terminan por develar algo. La luz es invisible y visible a un tiempo, pero también puede ser fría sin que sepamos explicar por qué, aunque lo entendamos.
Taylor Kressman escribió en 1938 el mítico Paradero desconocido. En ese relato, aturdidos por el devenir de la historia, dos antiguos socios y amigos se ven enfrentados a partir del dilema que les produce el avance del nazismo. Vuelta enfrentamiento y guerra personal, la realidad tensa la relación entre Max Eisenstein, un judío que es marchante de arte en San Francisco y su antiguo socio, Martin Schulse, que ha regresado a Alemania para sumarse a la militancia hitleriana, a la que admira y teme. Cuando el judío escribe a su amigo con el fin de que le ayude a sacar a su hermana de Alemania, en respuesta va recibiendo evasivas, negativas y silencio, hasta que ya no es posible rescatar a nadie. Es entonces cuando la idea de venganza se instala en la punta de un opuesto. Desde ese momento el defensor del arte y lo sublime se convierte en un depredador que caza a su presa, usando precisamente el discurso del arte y la belleza como flecha y arco. A partir de una relación epistolar, los antagonistas aprovechan el silencio o la palabra para destruirse mutuamente. En el telón de fondo, la realidad se impone como sucede con la verdad: a fragmentos. El ejemplo es nítido: Es aquí donde, valiéndose de la contradicción, el pensamiento literario encuentra en la escritura fragmentaria y en la elipsis (ese silencio que activa la capacidad de suponer) dos instrumentos adicionales que le otorgan a la literatura el poder de habitar simultáneamente en planos muy distintos: la guerra íntima de las emociones personales, la reflexión sobre el papel del arte en la política y el gran mundo de los temas macro como escenario en el que se mueve el terror, en este caso el nazismo. La multiplicidad de ese tejido y sus cuerdas tensadas engendran la ilusión de contemplar la intimidad y el mundo como una misma cosa. Mientras escribo me viene a la cabeza el cuadro de Gustave Courbet, El origen del mundo. En esas sábanas, el arte de mentir nos deja ver (además) un arpa y una esfera. Si miramos de cerca el tejido, resulta sorprendente advertir como la contradicción, el silencio y el fragmento producen un resultado opuesto que, a modo de negativo, se traduce en un texto capaz de erigirse en voz, en denuncia involuntaria y en comprensión de la complejidad. Nada más alentador que vernos reflejados en lo que somos: seres contradictorios, incapaces de separar emoción y razón, como la literatura.