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ÁNIMOS

Mi hija sostiene que las personas son aquello que son para nosotros de acuerdo al estado de ánimo que trasmitan. Más escuetamente: “Las personas son un estado de ánimo”.

Hay sujetos que comunican sosiego o buen humor; otras trasladan sus angustias o sus nervios. No siempre es así pero ocurre con algunas personas que basta con que aparezcan por la puerta para que el grupo reciba una sensación confortable. O viceversa.

No podemos cambiar de físico –excepto en los concursos de la tele o en dermoestéticas, y ni eso -tampoco podemos hacer demasiado por transformar nuestro carácter, pero parece posible, al comprender que nuestra actitud induce malos rollos, para los demás y para uno mismo, corregir la actitud.

Individuos que se pasean con un invariable gesto de amargura, tipos pesimistas que insisten en el valor del pesimismo, antipáticos que se enorgullecen del poco aprecio que les merecen los demás.

En incontables casos de este género negativo, la experiencia enseña que puede mejorarse o hasta superarse. De hecho, las consultas de los psiquiatras y de los psicólogos se encuentran también pobladas de gentes que han tomado conciencia de que la felicidad aumenta en la mejor conexión con los demás y echan de menos no incrementar el número y la calidad de sus relaciones.

Muchos de ellos, antes de caer en la cuenta de este problema personal del Estado de Ánimo no comprendían qué apartaba a los otros de su lado o qué poco les duraban en sus cercanías. Simplemente no habían reparado en el mal lado que les daban. O, en que, como ocurre con frecuencia, era él o ella, inconscientemente o no, quien los ladeaba. 

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5 de junio de 2007
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El corazón de las tinieblas

Es fácil deslumbrarse ante las reverencias con que The Yiddish Policemen’s Union, la nueva novela de Michael Chabon (Wonder Boys, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay), se prosterna ante algunos géneros venerables. El relato es una ucronía, al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick: imagina que fracasado el intento de establecer un Estado israelí en Medio Oriente en 1948, millones de judíos impulsados por la diáspora se establecen en una franja de Alaska, beneficiados por un permiso con fecha de expiración a los 60 años –o sea inminente, en el año 2008. Al mismo tiempo, The Yiddish Policemen’s Union es un policial negro a la manera de Chandler: el detective Meyer Landsman, en plena crisis existencial, debe investigar el asesinato de un joven que resulta ser el hijo de un ciudadano prominente. (Y un candidato al sitial de Mesías de su generación, dicho sea de paso.) En su paisaje mustio y helado y también en el personaje de Berko Shemets, hijo de judío e indígena tlingit, la novela de Chabon despierta ecos de Fargo; no cuesta nada imaginarse a los hermanos Coen dirigiendo la adaptación al cine. Por último, su cast casi ciento por ciento judío (Berko no lo es oficialmente, ya que su madre era indígena) y los coloquialismos que parecen extraidos de El violinista en el tejado nos aproximan a algo que podría ser definido como etno-noir. No me costaría nada cambiar el nombre de Landsman por el de Philip Marlowitz.

Pero la novela es bastante más que sus artificios posmodernos. En los relatos de Dashiell Hammett, el crimen es la expresión puntual de un sistema corrompido hasta la médula: no se trata de la excepción a la regla, sino más bien de una de las características más propias de su funcionamiento. Chabon hace suya esta tesis, agregándole una vuelta de tuerca. Ya no se trata tan sólo de criticar el funcionamiento de este sistema individualista y brutal (el sistema no posibilita el crimen, es el crimen), sino también de contemplar algunos de sus relatos complementarios: los nacionalismos, las etnias, los mesianismos, la pretensión de que la violencia es un recurso político válido. En este sentido, The Yiddish Policemen’s Union es la ucronía para acabar con todas las ucronías. Porque este subgénero sucumbe a la tentación de cambiar la historia de un plumazo, al igual que suele ocurrir con las revoluciones, las invasiones y las guerras. Y en su novela Chabon admite que el intento de establecer un Estado de Israel en Medio Oriente, fracasado en el 1948 de su imaginación, se repetirá en el presente, con la misma necedad, con la misma o peor violencia que la primera vez.

Chabon sugiere que toda ucronía es limitada. Por más que uno altere la Historia de manera artificial, la dinámica humana encuentra siempre la manera de regresar el relato a sus vías originales. De algún modo el mundo que Chabon imagina es mejor que el real, en la medida en que se ahorró los millones de muertos que el conflicto israelí-palestino se ha cobrado desde entonces hasta ahora. (También es mejor porque en su relato alternativo Orson Welles ha logrado filmar Heart of Darkness, cosa que en la vida real nunca consiguió.) En términos generales no logro discrepar con su planteo: si algo resulta evidente, es que aquello que los sionistas de 1948 no sabían o no entendían (o no les importaba entender), tampoco lo entienden los sionistas de hoy. El desarrollo del ser humano como especie es tan lento –y tan orgánico, y por ende incapaz de saltearse etapas o de forzar su desarrollo- como el de cada uno de nosotros. Está claro que ninguno aprende nada antes de tiempo. Lo trágico es que el momento en que finalmente aprendemos lo que debíamos suele ser demasiado tarde para muchos.

La novela es amarga pero esperanzadora. Su final me recordó al de un libro que me gustaba mucho de niño: The Word, de Irving Wallace. Allí un publicista descubre que un quinto Evangelio, certificado en su autenticidad y difundido al mundo por la Iglesia, es en verdad un fraude. Y se ve colocado en el dilema de denunciarlo, o de callar para preservar el estado de gracia que ese “descubrimiento” parece haber sembrado en el mundo. Yo coincido con Wallace y con Chabon: me resulta más fácil, y por cierto más sensato, confiar en un mentiroso profesional como un publicista, y hasta en un policía alcohólico y fracasado, que en el discurso mesiánico de nuestros líderes.

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5 de junio de 2007
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TIEMPO LIBRE

De la misma manera que hay leyes restrictivas en la circulación para tratar de que la gente no muera, deberían implantarse leyes restrictivas laborales para impedir que la gente no perezca. O sea infeliz.

Que todavía no se haya hecho efectiva una limitación real de la jornada laboral es tan grave como no proteger el cumplimiento de cualquiera de los llamados derechos humanos.

La democracia no es posible sin el derecho a un tiempo bastante para sí.  La libertad no es concebible en este siglo sin una desahogada parcela tiempo libre. Esta obviedad se considera sin embargo tan superficialmente que la crueldad se multiplica.

El handicap para la felicidad, la comunicación familiar y la salud general que supone no poder conciliar el trabajo y las relaciones personales queda todavía ignorado por la tenebrosa inercia de la esclavitud. Ser trabajador no debe considerarse equivalente a ser explotado y una democracia moderna comete un fraude radical si no supera pronto esta ecuación.

En una economía de servicios, en una sociedad de la información y la comunicación, la raquítica disponibilidad de tiempo libre representa el rotundo engaño del sistema social. No hay ideología que pueda justificar esta constricción, no hay formación política digna de existir sin atender a los tiempos de vida. El espacio exiguo de la vivienda privada se tiene como un estrago. Pero ¿y el tiempo exiguo para vivir privadamente o no? La más importante y crucial batalla de cualquier partido contemporáneo debería centrarse en las facilidades para disponer de tiempos. La lucha de clases acaso haya derivado en simples clases de vida pero esa simpleza constituye hoy el corazón de cualquier auténtica revolución. Sin una tasa suficiente de tiempo propio, la injusticia social persiste y se multiplica por dos: se prolonga la prisión productiva de antaño y se dobla el sufrimiento con la improductiva merma de la alegría, el recreo y  el amor.    

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4 de junio de 2007
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El candidato no tiene quien le vote

Estuve en Barcelona el pasado domingo para ejercer mi derecho a la abstención. Por la noche celebré la victoria por mayoría absoluta con antiguos votantes del Partido Socialista. Ya no se votan ni a ellos mismos.

Ningún candidato al Ayuntamiento de Barcelona se ha tomado en serio la abstención. Los más cínicos acusan al consejero Joan Saura, director de un área llamada de Participación Ciudadana que nadie sabe para qué sirve. Aunque es evidente que el director del área poca participación ha conseguido, es coherente consigo mismo: dijo que él prefería que los votantes de derechas se quedaran en casa. Cosas de una educación cívica deficiente.

Los más sarcásticos aseguran que la abstención se debe a la colosal satisfacción de los barceloneses. Una befa que no se oía desde los tiempos de Franco. Mis amigos socialistas dicen lo que todo el mundo: que por estos candidatos nadie da un duro. Imma Mayol lo confesó poco antes: son políticos antisistema. Traduzco: contrarios al sistema democrático, porque si no, ya me dirá a qué sistema se refiere.

Puede parecer exagerado que acuse a los políticos barceloneses de poco demócratas, pero lo digo en serio. Es poco democrático el gobierno de un grupo que vive por encima de la ciudadanía y solo se ocupa de ella cada cuatro años. ¿Exageración? Lo sería si les hubiéramos oído reconocer que no tienen ni idea de lo que la gente necesita. Sin embargo, ni uno solo reconoce la menor responsabilidad en el desastre, o sea, en el descrédito de la democracia.

Descrédito supino: las cifras de participación en Catalunya son las más bajas de España, pero las de Barcelona son las más bajas de Catalunya. Y aunque deberían haber figurado en lugar destacado de diarios, televisiones o radios, apenas se han divulgado. Las cifras son estas: se ha abstenido más gente (50,42%) de la que ha votado (49,58%). Y además ha habido un 4% de votos en blanco, es decir, de rechazo frontal a todos los candidatos. Estas cifras son una barbaridad en cualquier ciudad europea. No así en Barcelona, ciudad quizás poco europea.

Artículo publicado en: El Periódico, 2 de junio de 2007.

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4 de junio de 2007
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TEMPLAR

El mejor toreo se hace parando, templando y mandando. Tres virtudes dominadoras e inteligentes. No dejarse llevar por la pasión, el miedo, la rabia, la ofensa, la irritación o el impulso. No ser impulsivo. Una de las varias derrotas de mi vida es no haber conseguido esa tranquilidad. Esa templanza. No soy templado. No sé templar. Tampoco parar, ni mandar. Está claro por qué nunca quise ser torero. Por todo eso y por cobarde. Lo mío, como mucho se acercó al toreo de salón. Un juego de imitación de estilo dónde todo peligro es imaginario.

Tienen razón algunos, casi todos, los que me aconsejaron el otro día un  poco de paciencia. Haber dormido tres noches antes de contestar. Con lo fácil que parece. Con los problemas que te evita. No quiero parecer lo que soy. No quiero parecer impulsivo, nervioso, irritable y, mucho menos, mal educado. Así, aunque sea un poco tarde, vuelvo a pedir disculpas. Vuelvo a mi examen de conciencia. Y como no puedo prometer, no prometo, porque hace tiempo sé que yo no puedo decir nunca jamás. Soy muy poco zen. Muy poco oriental en general. No me entiendo. No me controlo. Peor todavía, me contradigo.
Sí, vivo entre mis contradicciones. ¡Y pensar que mis mejores guías son de esos que han sabido utilizar el sarcasmo, la ironía, la tranquila venganza, la manera fría, lapidaria de contestar y reflexionar sobre casi todo!

Lichtenberg, Bergamín, Karl Kraus y mi más cercano maestro, Stanislaw Lec, no me admitirían en su club. Lo siento porque me gusta estar entre gente más lista. Como castigo tendré que recordar, que escribir muchas veces algunos de sus aforismos, y así conseguir “compensar mi falta de talento con una falta de carácter”. Tengo que tener bien presente que lo habitual es que la compresión sea un proceso lento. Somos animales lentos.  Lec lo dijo bien claro: “Los hombres son lentos de reflejos: por lo general sólo comprenden en las generaciones posteriores”.

¡Qué lástima que no sea capaz de creer en los castigos! Y que además sea muy olvidadizo, soy capaz de arrepentirme muchas veces. Me olvido de casi todas mis promesas. Soy infiel,  puedo traicionarme a mí mismo.

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4 de junio de 2007
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El Evangelio según Fincher

No me sorprende que Zodiac haya fracasado en la taquilla.

Mucha gente habrá esperado ver la nueva película de asesinos seriales filmada por el inventor del subgénero, David Fincher, aquel de Seven o, como se la estrenó aquí en la Argentina, Pecados capitales. Algunos habrán sido atraídos por el morbo del caso real, aquellos crímenes que alguien que se hacía llamar Zodíaco se atribuyó en California entre 1969 y comienzos de los 70, contribuyendo con los funerales de la Era de Acuario. Otros tantos, menos informados, habrán acudido en busca de un policial convencional, con una serie de crímenes que concluyen en esclarecimiento y el reestablecimiento de una noción de orden que desmienta el caos ocasional que este tipo de villanos –los Hannibal Lecter de la ficción, los Cho Seung-Hui del mundo real- suelen sembrar en nuestras precarias existencias. También escuché voces alabando la película a medias, diciendo que Zodiac está bien pero que, dado que dura dos horas y casi cuarenta minutos, podría perder una hora de metraje y ganar en el proceso. Sin embargo yo, que por fin la vi este sábado después de postergaciones infinitas (hijas enfermas, cambios de horarios en los cines por culpa de Piratas del Caribe 3, la concreción de un viaje), tengo la sensación de estar en franca minoría, o por lo menos de haber presenciado una película distinta. Para mí Zodiac es una muy buena película en la que hay asesinos seriales, policías e investigaciones al uso, pero que trata sobre algo distinto: en primer lugar sobre el miedo, y subsecuentamente sobre la necesidad imperiosa, y por ende lindante con la obsesión, de sobreponerse a su relato devorador.

Fincher, que supo convertir al asesino de Seven en una criatura aterradora, pinta al criminal de Zodiac como un simple ser humano, más próximo al ridículo que a la Maldad con mayúsculas. Este asesino es apenas el catalizador, el McGuffin que nos introduce a las historias de tres personajes muy distintos: el periodista Paul Avery (Robert Downey Jr., magnífico como casi siempre), el policía Dave Toschi (Mark Ruffalo, otro gran actor) y el caricaturista metido a investigador Robert Graysmith (Jake Gyllenhaal), que más allá de sus diferencias se ven hermanados por la obsesión común. Para Avery, el Zodíaco es una oportunidad de ocupar el centro de la escena: el periodista que en realidad desea ser protagonista de la noticia. Toschi, el policía que sirvió como inspiración a Steve McQueen para la creación de Bullitt, siente que la resolución del caso podría convertirlo en una figura más parecida al detective del cine. En cambio Graysmith, que es apenas un dibujante político y por lo tanto está ajeno a la cocina de la investigación, se obsesiona con el criminal por las mismas razones que el común de los mortales: porque le tiene miedo, porque teme convertirse en una víctima más, porque tiembla ante la posibilidad de que ataque a los suyos –en este caso, a sus pequeños hijos.

Como Avery y Toschi antes que él, Graysmith se distancia de su propia vida para perderse en los senderos de la obsesión. En algún sentido se parece al Roy Neary de Encuentros cercanos del tercer tipo: un hombre común a quien el azar enfrenta a lo inefable, un cruce del que ya nunca regresan; tanto Graysmith como Neary se dejan devorar por la intuición de una verdad más grande que sus propias vidas. En el caso de Neary, la existencia de los extraterrestres le sugiere la posibilidad de lo divino. Para Graysmith, en cambio, ese miedo informe, que todo lo contamina y que todo lo transforma, es algo a lo que debe imponerse para seguir viviendo. Cuando su esposa le pregunta por qué se empeña en seguir investigando, Graysmith le dice que necesita ver al asesino a los ojos. Lo suyo no es una valentía hollywoodense, sino la certeza de que sólo esa evaluación –la de comprobar que el asesino es un ser humano como él, y por ende igualmente frágil y finito- puede devolverle el control sobre su vida.

En este tiempo tan rico en miedos informes (el terrorismo, la inseguridad, la inmigración, la posibilidad de una hecatombe económica), Zodiac sostiene que hay forma de imponerse a ese anquilosamiento, pero no disimula que la salvación entraña un trabajo casi inhumano y una concentración lindante con la obsesión, virtudes que no abundan en sociedades que predican la indolencia.

No me sorprende que Zodiac haya fracasado en la taquilla. La verdad nunca es tranquilizadora.

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4 de junio de 2007
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I. LA MUERTE DEL MENSAJERO

Reynosa, Tamaulipas. Cerca de las tres de la madrugada del domingo 26 de noviembre del año 2006, la estrella de la música norteña Valentín Elizalde, que tenía por nombre de guerra “El gallo de oro”, fue asesinado de 25 balazos al salir del recinto de ferias donde acababa de cantar su repertorio. Había cerrado con el corrido “A mis enemigos”, y eso decidió su muerte. Mejor dicho, se había atrevido a cantar ese corrido:

   Para hablar a mis espaldas
   para eso se pintan solos,
  ¿por qué no me hablan de frente?
  ¿Acaso temen al mono?
  Ya saben con quién se meten,
  vengan a rifar la suerte...

Le hicieron caso. Desde meses atrás, en un sitio de Internet montado por el cartel de Sinaloa, del “Chapo” Guzmán, el corrido servía de banda sonora a imágenes que denigraban al cartel del Golfo, de Osiel Cárdenas, extraditado luego a Estados Unidos. Entre los dos carteles se libra una guerra en la que disputan territorios, rutas de ingreso de la cocaína, redes de distribución,  puertos y pistas de aterrizaje, control de procuradores, jueces y policías, y en la que entran la música de grupera y las estrellas que la cantan.

Una larga historia que es como un corrido. O mejor, un narcocorrido.

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4 de junio de 2007
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Adiós, amigos

Queridos amigos, ha llegado la hora de tomar un descanso. Durante el primer año de este blog, les narré mis aventuras y desventuras en el frenético año 2006. En los últimos meses, hemos jugado un poco, hemos delirado juntos y hemos inventado un pequeño mundo surrealista. Pero es hora de dedicarme a nuevos proyectos y dejarlos a ustedes en paz. 

No se hagan ilusiones: no les será tan fácil librarse de mí. Este espacio seguirá siendo su casa, y se actualizará todas las semanas con mis artículos periodísticos sobre política, literatura, cine y viajes. Pero ya no absorberá la mitad de mi cerebro como ha hecho hasta ahora. Quizá, con el tiempo que me sobre, hasta escriba una novela. Antes hacía eso. Y me gustaba.

Gracias por mantenerse aquí al pie del cañón. Gracias por sus palabras de aliento, sus febriles imaginaciones, sus amenazas de muerte y sus críticas. Las cosas que he ido escribiendo en este blog siempre han respondido a lo que ustedes vertían en los comentarios. Y más de una vez, ustedes mismos han sido los personajes de estos cuentos. Quede eso como un pequeño homenaje a los propietarios de este inmueble, porque en realidad, el espacio que hemos configurado aquí es más suyo que mío. Y lo seguirá siendo.    

Hasta otra,

Santiago

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4 de junio de 2007
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CUANDO NIEVA EN SEVILLA

Una vez más no sigo las recomendaciones. Otra vez entro al trapo de lo que dicen los lectores/escritores del blog. Me divierten, me irritan, me sorprenden, me descolocan y además, me descentran. Tampoco quiero, ni valoro mucho el estar centrado, es decir, no me parece mal descentrarme. Hoy pretendía hablar de Condoleezza Rice, de su sensibilidad artística, de su soledad, de su morbo, de su rareza y de excesivo poder. No lo haré. Es posible que el lunes, si acaso siguiera recordando a esta mujer que hoy he visto pasar- literalmente- delante de mis narices. No lo puedo asegurar porque el fin de semana desconecto mucho… y casi nunca sueño con Condoleezza. Prefiero otros sueños, otras mujeres y otras lectoras.

No, hoy quiero hablar del clima de Sevilla, de la coma, del calor, el frío, la lluvia y la nieve en el sur. Aunque antes quiero decir a un lector/escritor del blog, que aunque él esté tan seguro de sus mediocridades mentales, de su pensamiento cerrado sobre algunas gentes, algunas lecturas, que yo leo sin dirección, sin importarme el tamaño de la editorial, sin imposiciones, con mis errores, mis gustos, las recomendaciones de mis amigos o siguiendo lo que el azar y la búsqueda pone en mis manos. Ciertamente ya no soy aquél joven que compraba los libros -o que los robaba- pero sí que sigo buscando, comprando y atendiendo a los amigos, conocidos, críticos o bloggers que sepan recomendarme sin tener que insultar. O sin tener que ser tan estúpidos o desinformados como para creer que las editoriales nos mandan el libro con un cheque. Creo que será una broma. Pero es una broma tan estúpida e impune que me irrita… pero no mucho tiempo. Ahora, querido y atrevido recomendador, tan amigo si quieres. No voy de pureta, una vez acepté un jamón de un amigo y excelente escritor al que, contra todo pronóstico, hice una muy buena crítica.

Bueno, a los de las comas en el texto de Maesso, recordar que el propio autor contesta y fija debidamente su frase, nos da las fuentes, las del libro del santo bebedor y gran escritor, Joseph Roth. Yo copié mal la frase, casi nunca escribo consultando la documentación. No me importa ser incorrecto, ni faltar a la ortografía. Me gustan García Márquez o Pío Baroja. También leo con placer a Azorin, Hidalgo Bayal o Sánchez Ferlosio. Soy bastante puta en estas cosas, de las otras ni hablar.

Me gustaría terminar con una recomendación. Escuchar una canción fantástica de Kiko Veneno, no recuerdo cómo se llama, pero algunas de sus estrofas dicen: “El calor me mata; la lluvia, me pervierte…cuando nieva en Sevilla me gusta verte”. En Sevilla nunca nieva. En  Sevilla, sin embargo, puede haber fantasmas. En Sevilla, lo he leído en Maesso, nevó no sé qué día de 1954. Me hubiese encantado verlo, sentirlo, gozarlo. Que lo pasen bien, aunque tengan que resignarse a la falta de nieve.

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1 de junio de 2007
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III. EL SUEÑO EN EL FONDO DEL RÍO

Esta semana, unos 60 viajeros clandestinos, la mayor parte ecuatorianos y chinos, viajaban a media noche hacinados en una lancha por el río Kukra en la costa del Caribe de Nicaragua, apenas una de las estaciones de su largo y penoso recorrido hacia México, cuando, de pronto, una banda de polleros, rivales de los que transportaban a los emigrantes, los embistió desde otra embarcación, con lo que cumplieron su designio de volcar la lancha, y todos los ocupantes cayeran al agua.

Una ecuatoriana llamada Dunia Guillén viajaba con su niña de cinco años, Katherine. Separadas en la caída, la buscó desesperadamente en las aguas oscuras del río hasta que dio con ella, y sosteniéndola por encima de su cabeza pidió ayuda a gritos para que agarraran a la niña. Algunos de los otros náufragos lograron llegar a ella y le quitaron a Katherine, logrando ponerla a salvo, pero la mujer no pudo luchar más, y se ahogó.

La policía logró rescatar el cadáver al día siguiente, y dispuso enterrarla en el cementerio ribereño de Kukra Hill, donde yacen ya otros emigrantes que han encontrado el sueño americano en el fondo del río. Mientras tanto, Katherine espera en uno de los hogares provisionales del ministerio de la Familia en Managua, que alguien le explique cuál será su destino.

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1 de junio de 2007
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