Marcelo Figueras
Es fácil deslumbrarse ante las reverencias con que The Yiddish Policemen’s Union, la nueva novela de Michael Chabon (Wonder Boys, The Amazing Adventures of Kavalier & Clay), se prosterna ante algunos géneros venerables. El relato es una ucronía, al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick: imagina que fracasado el intento de establecer un Estado israelí en Medio Oriente en 1948, millones de judíos impulsados por la diáspora se establecen en una franja de Alaska, beneficiados por un permiso con fecha de expiración a los 60 años –o sea inminente, en el año 2008. Al mismo tiempo, The Yiddish Policemen’s Union es un policial negro a la manera de Chandler: el detective Meyer Landsman, en plena crisis existencial, debe investigar el asesinato de un joven que resulta ser el hijo de un ciudadano prominente. (Y un candidato al sitial de Mesías de su generación, dicho sea de paso.) En su paisaje mustio y helado y también en el personaje de Berko Shemets, hijo de judío e indígena tlingit, la novela de Chabon despierta ecos de Fargo; no cuesta nada imaginarse a los hermanos Coen dirigiendo la adaptación al cine. Por último, su cast casi ciento por ciento judío (Berko no lo es oficialmente, ya que su madre era indígena) y los coloquialismos que parecen extraidos de El violinista en el tejado nos aproximan a algo que podría ser definido como etno-noir. No me costaría nada cambiar el nombre de Landsman por el de Philip Marlowitz.
Pero la novela es bastante más que sus artificios posmodernos. En los relatos de Dashiell Hammett, el crimen es la expresión puntual de un sistema corrompido hasta la médula: no se trata de la excepción a la regla, sino más bien de una de las características más propias de su funcionamiento. Chabon hace suya esta tesis, agregándole una vuelta de tuerca. Ya no se trata tan sólo de criticar el funcionamiento de este sistema individualista y brutal (el sistema no posibilita el crimen, es el crimen), sino también de contemplar algunos de sus relatos complementarios: los nacionalismos, las etnias, los mesianismos, la pretensión de que la violencia es un recurso político válido. En este sentido, The Yiddish Policemen’s Union es la ucronía para acabar con todas las ucronías. Porque este subgénero sucumbe a la tentación de cambiar la historia de un plumazo, al igual que suele ocurrir con las revoluciones, las invasiones y las guerras. Y en su novela Chabon admite que el intento de establecer un Estado de Israel en Medio Oriente, fracasado en el 1948 de su imaginación, se repetirá en el presente, con la misma necedad, con la misma o peor violencia que la primera vez.
Chabon sugiere que toda ucronía es limitada. Por más que uno altere la Historia de manera artificial, la dinámica humana encuentra siempre la manera de regresar el relato a sus vías originales. De algún modo el mundo que Chabon imagina es mejor que el real, en la medida en que se ahorró los millones de muertos que el conflicto israelí-palestino se ha cobrado desde entonces hasta ahora. (También es mejor porque en su relato alternativo Orson Welles ha logrado filmar Heart of Darkness, cosa que en la vida real nunca consiguió.) En términos generales no logro discrepar con su planteo: si algo resulta evidente, es que aquello que los sionistas de 1948 no sabían o no entendían (o no les importaba entender), tampoco lo entienden los sionistas de hoy. El desarrollo del ser humano como especie es tan lento –y tan orgánico, y por ende incapaz de saltearse etapas o de forzar su desarrollo- como el de cada uno de nosotros. Está claro que ninguno aprende nada antes de tiempo. Lo trágico es que el momento en que finalmente aprendemos lo que debíamos suele ser demasiado tarde para muchos.
La novela es amarga pero esperanzadora. Su final me recordó al de un libro que me gustaba mucho de niño: The Word, de Irving Wallace. Allí un publicista descubre que un quinto Evangelio, certificado en su autenticidad y difundido al mundo por la Iglesia, es en verdad un fraude. Y se ve colocado en el dilema de denunciarlo, o de callar para preservar el estado de gracia que ese “descubrimiento” parece haber sembrado en el mundo. Yo coincido con Wallace y con Chabon: me resulta más fácil, y por cierto más sensato, confiar en un mentiroso profesional como un publicista, y hasta en un policía alcohólico y fracasado, que en el discurso mesiánico de nuestros líderes.