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TRANSGRESIONES

“El hombre al que una buena hada no le haya concedido al nacer el espíritu del descontento divino con todo lo existente nunca descubrirá algo nuevo”. Eso lo dijo uno de los más grandes transgresores de la música, del arte, Richard Wagner. Su música fue una explosión, renovó la manera de expresar los sentimientos, la forma de interpretarlos y buceó por las fuentes misteriosas de las leyendas. Hizo muchas cosas más. Había una parte del público que lo despreciaba. Otros, los “modernos” de entonces lo defendían, se enfrentaban contra los más clásicos, contra los apasionados de Verdi o de las formas italianas. Aquello siguió muchos años, todavía siguen esos enfrentamientos, pero no con la virulencia de entonces. La fuerza de Wagner, sus músicas unidas a algunas de las mejores obras de la provocación surrealista. Buñuel no hubiera sido el mismo sin Wagner.

De aquellas provocaciones me acordaba por la esperpéntica aparición de una nueva beatería de algunos, pocos pero mal intencionados, abonados al Teatro Real de Madrid. No les gustan algunos de los mejores montajes del año. Que nos les guste no importa mucho, de hecho lo contrario sería muy extraño. Son el penúltimo “corpus” de representación de puritanismo, de clasicismo mal entendido y de caducidad en sus gustos, sus formas, su estilo… Pero son unos chivatos. Unos malintencionados, unos represores y unos intransigentes. Quieren hacer llegar sus quejas, tan moralistas y estrechas, a los que ponen el dinero. Amenazan con llevar sus protestas a los patrocinadores y así intentar provocar una espantada de las subvenciones de un teatro público, subvencionado y valiente como está siendo el Teatro de la Opera de Madrid.

Les molestaron, fundamentalmente, Calixto Bieito y su montaje de Wozzeck de Alban Berg. Y la nueva ópera del español, José María Sánchez Verdú, El viaje a Simorgh, basada en un texto de Juan Goytisolo que hace homenaje a algunos místicos y transgresores de las ortodoxias. Y con un excepcional montaje escénico de Frederic Amat.

Dicen estar molestos por el sexo explícito, lo pornográfico, las burlas religiosas, en fin, un montón de lugares comunes para quejarse de obras libres, interpretadas por gentes libres, pensadas por artistas libres y dirigidas a públicos libres y abiertos. Algunos del Teatro Real, de otros teatros, cines, lectura no son libres, creen en el pecado. Piensan que una moral se debe imponer a las otras. Una religión a las otras. Y una corrección a nuestros incorrectos pensamientos. En fin, la ópera parece una expresión minoritaria. No lo es tanto. Muchas personas lo pueden ver. Se está haciendo un acuerdo para sus retransmisiones en televisión. Y además, allí más que en otras artes escénicas, se están buscando nuevas formas expresivas. Todo lo nuevo parece tener que seguir condenado a supervivir defendiéndose de los censores. Sobre todo de esos que no se conforman con expresar su desacuerdo, su queja, sino que quieren conseguir el cierre a la imaginación en libertad. Espero que no lo consigan. Y espero, quizá espero demasiado, que los ricos, los nuevos mecenas piensen en la necesaria libertad que necesita el arte. No sólo libertad. También transgresión.   

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13 de julio de 2007
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Uno es lo que contrata

El convenio que me une a Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels guarda una semejanza reveladora con los que Leopold Von Sacher-Masoch solía firmar con cada una de sus divas, obligadas contractualmente a maltratarlo. Según muy claramente estipulan los incisos D y G de la cláusula 182 del contrato con la Unión Nacional de Musas Novelistas, no me es dado siquiera conocer el origen, destino o situación actual de la profesional que atiende mi caso. Ella, en cambio, puede invadir, y eventualmente devastar, cada uno de los recovecos de mi vida presente, pasada o por venir.

  —¿Puedo? Tengo la obligación, que es diferente. Sacrifico mi vida por venir a encerrarme en la suya que, créame, es mucho menos interesante. Vamos, no me lo tome a mal, pero su vida es sosa. ¿Quiere que la compare con, digamos, la de Sam Shepard de los años ochenta?

  —Sam Shepard tenía una banda de rock en Nueva York, un rancho en Nuevo México, un colchón compartido con Jessica Lange y empleo seguro en Hollywood como actor y guionista.

  —Guionista de Robert Altman, coestelar de Richard Gere, rival amoroso de King Kong... Ningún otro escritor ha salido vestido de vaquero en la portada de Quimera.

  —Todavía puedo aprender a montar a caballo...

  —Como quien dice, a usted le gusta el cine. ¿Recuerda en qué película Nicolas Cage sentencia: "Eres lo que amas, no lo que te ama"? Se llama Adaptación, que es lo que a usted le falta en esta vida, y más en este caso. ¿Recuerda en qué película Lily Tomlin se hace una con Dustin Hoffmann para hurgar en la vida privada de sus pacientes? Se llama Yo quiero a Huckabees y trata de profesionales afines a mí, sólo que ahí se presentan como detectives existenciales. Entienda de una vez: lo que yo sepa o piense no tiene importancia, tenemos que elevar su productividad y para eso es preciso ir a lo hondo de sus traumas.

  —¿Y si mi trauma fueras tú, ahora mismo? —todos tenemos nuestros momentos ínfimos, algo en sus ojos de repente atónitos me hizo temer que estaba en uno de los míos.

  —¡Ánimo, coleguita, no se detenga! Siga adelante con sus sentidas palabras, que no todos los días se tiene la oportunidad de verse tan barato. No me lo tome a mal, ni me vea así de feo, cualquiera sabe que el patetismo es de por sí un estado de alto rendimiento. No se olvide, además, de lo que dice en su primera línea la cláusula 72 de nuestro contrato: "La misión de la musa no es incubar certezas, sino entregar su vida a fumigarlas."

  —¿Sabes qué día es mañana, a todo esto?

  —¿Aniversario 218 de la Revolución Francesa?

  —Julio 14. Sábado. "Día Mundial de la Autoestima".

  —Ay, me va a hacer llorar, colega, ya me vio cara de terapeuta. Si mañana va a estar de oferta la autoestima, le aconsejo que compre de la importada y evite la tejana, aunque sea más barata.

  —¿Qué te cuesta un día hacerme sentir bien?

  —Me costaría el empleo, colega, nada más. Usted se va a sentir mucho mejor cuando entienda que su misión es venir tras de mí, y que la mía consiste en no dejarlo llegar. Nada habría en su vida tan funesto como un día alcanzarme y, lo peor, creer por ello que es repugnantemente feliz. Puede que sea deformación profesional, pero la sola idea del amor correspondido me provoca unas náuseas francamente escatológicas. No lo olvide, colega: usted es lo que ama. No basta la autoestima, es precisa la autoquirofricción espiritual. Y en esas cochinadas yo no voy a ayudarle.

Wanda Von Dunajew, se llamaba aquel personaje de Sacher-Masoch, inspirado en las múltiples musas de facto sin cuya participación entusiasta no habría servido su hoy ilustre apellido para dar nombre al más sufrido de los deportes de alcoba. Es posible que a todo aquél que caiga obsesionado por la presencia de alguien como Afrodita no le aguarde mejor consuelo que un día declararse masoquista orgulloso, pero he aquí que sus desdenes no hacen sino apagar el fuego con gasolina. Si me diera por escribir telenovelas, haría falta al menos una mujer buena. Alguien cuya dulzura acolchonada hiciera trizas mi productividad y me dejara para siempre dentro de un comercial de margarina en high definition.

  —Ya, colega. Me va a hacer vomitar...

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13 de julio de 2007
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I. ESCRIBIR HASTA EL ÚLTIMO DÍA

                El pleno gozo con un libro he vuelto a experimentarlo al leer Le grand large du soir, el diario del último año de la vida de Julien Green, que ya cité el otro día. Green, nacido en París, de padres virginianos, murió a los 98 años de edad en 1998 (había nacido con el siglo XX), y sin ser su lengua natal el francés, fue electo miembro de la Academia Francesa en 1971, uno de los grandes estilistas de ese idioma, como lo fueron Joseph Conrad (polaco) y Vladimir Nabokov (ruso) de la lengua inglesa. Conrad ni siquiera pronunciaba bien el inglés, pero conocía sus secretos como pocos, igual que conocía Green los del francés, autor de inolvidables novelas como El Leviatán, el Visionario, Cada hombre en su noche. Nunca quiso la ciudadanía francesa, porque siempre se sintió un sureño de Estados Unidos.

               Mi gozo de leer su diario último proviene de la serenidad de una prosa que fluye sin alardes, llena de humor y de melancolía. La prosa de alguien que se acerca al umbral del siglo, su propio siglo de vida casi, y es capaz de escribir hasta el final. Green dejó de un lado la pluma apenas un mes antes de morir, retratándose cada día, hasta el último día, ya cuando en esa etapa final el alma importa mucho más que el cuerpo que se acaba, y todo el universo queda suspendido entre la memoria y la esperanza, cierta para él, de una vida plena más allá, católico convencido como era.

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13 de julio de 2007
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LA VIDA EN LA PANTALLA

A las seis y cuarto llegó Pedro con su esposa, Nerea, creo que me dijo, una chica muy flaca y con los dientes sobresalidos como si estuviera ya adelantando su proceso de momificación. En realidad era más fácil describirla como una momia algo forrada de carne que como una persona delgada. Resultaba tan flaca que llevaba el vestido atado a los huesos, un vestido entre azul y blanco que se anudaba a la cintura como si se ciñera a un poste de la luz. Se trataba sin embargo, de una chica fácil de alegrar si se le acertaba su punto de interés y entonces sonreía con los dientes de momia por delante con los pelos de momia cayéndole por el rostro muy marcado por la calavera y los ojos sin embargo, aún vivos. Su interés primordial o con el que reía más fácilmente no eran las hijas ni tampoco su profesión de modista ni sus diversiones en los fines de semana sino su afición a chatear en Internet. Gracias a esa práctica que compartía con su marido, aunque cada uno por separado, había logrado amistades insólitas, interesantísimas y  divertidísimas. El marido establecía una diferencia capital entre los chateos de su mujer a la que consideraba una aficionada y los suyos y parecía demostrar el diferente escalafón en el que se encontraban o la profundidad de la dedicación electrónica a la que se entregaban. Mientras él ligaba en Internet ella marujeaba en Internet. Pero no era fácil establecer si uno era por ello más feliz que el otro. Los dos a la vez parecían en el límite de su satisfacción. Porque gracias a esos contactos habían establecido, después, reuniones en ciudades como, Granada, o La Coruña y, en los encuentros, se habían reunido con un total de cuarenta o cincuenta personas, profesionales, empleados de oficina, funcionarios, con quienes habían bromeado a propósito de sus nicknames. Internet parecía componer el lado más interesante y dichoso de sus existencias, como un trasmundo donde se desenvolvían con la libertad que se supone correspondiente a un mundo nuevo.  En las noches, entre el silencio, cada personalidad destilaba una secreción dulce o ácida, sabores ignorados hasta entonces que se paladeaban como un néctar al margen de las convenciones de la cotidianidad, las rutinas del vecindario y las tonterías del cara a cara. En el enmascaramiento de Internet se formaba entre todos una alcoba mágica de sexualidad, de intimidades y de despropósitos por donde se accedía a una segunda infancia, a un segundo erotismo, a un segundo yo no sólo querido sino inexplorado. ¿Cómo puede haber todavía gente cuerda que no valore los incontables provechos y aventuras de la vida en la pantalla?

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13 de julio de 2007
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Divisadero

Terminé de leer Divisadero, la nueva novela de Michael Ondaatje. Llegó a mi puerta por correo, pocos días atrás. “A little gift,” decía la tarjeta escrita a mano que venía dentro del libro. Me pareció apropiado. Nadie debería comprarse las novelas de Ondaatje para sí, se trata de libros que uno debe adquirir y regalar de inmediato, en la esperanza de que alguien piense en ti de la misma manera, de que te considere digno de recibir semejante gracia, de que anticipe tu goce al recibir el sobre de allende los mares. (Habría que escribir sobre las corrientes migratorias de los libros, que no son tan regulares como las de los pájaros pero que también responden a designios secretos de la especie.)

Si esperase unos días más podría articular algún discurso sobre el libro, pero prefiero hacerlo ahora, cuando ya he dejado de escuchar el sonido que oía durante la lectura –existen libros que nos tañen como campanas- pero todavía me siento vibrar. Una amiga me explicó no hace mucho una teoría científica, se supone que más allá de su impacto estético la música nos altera a nivel molecular, cambia algo en nosotros que es infinitesimal, sí, pero que a la vez ocurre en el nivel más esencial de nuestra existencia. Es fácil otorgar verosimilitud a esa teoría dado que la música es un fenómeno físico, una serie de vibraciones cuyo resultado percibimos mediante los sentidos: todo tiembla cuando los bajos suenan fuerte, los agudos puedan acabar con los cristales. No hay vibraciones físicas durante la lectura, lo cual nos deja a la intemperie y nos obliga a acercarnos a otras formas del conocimiento (por ejemplo el místico), pero estoy persuadido de que leer ciertos libros también nos modifica en nuestro ser más esencial.

Podría hablar de la(s) historia(s) que viven en Divisadero, pero sólo induciría a confusión. Ondaatje nunca narra de manera lineal, procede como un músico o lo que es igual, como un poeta. Cuando uno oye música tiende a concentrarse en la melodía, lo cual permite que el resto de las vibraciones –las que proceden del ritmo, de las armonías, de los distintos timbres- entren en la casa de nuestra alma por otras puertas y otras ventanas, sin que nos demos cuenta siquiera, produciendo ecos más profundos, quedándose a vivir en nuestros átomos. Ondaatje cuenta del mismo modo que los solistas del jazz, mediante ráfagas de notas que siguen sonando en nuestra alma aun cuando el músico ya no toca, cuando ha abierto la boca para tomar aire. No en vano menciona a Thelonious Monk y hace del personaje de Rafael un guitarrista a lo Django Reinhardt, no en vano habla de “una melodía que parecía no tener andamio alguno”: Ondaatje procede al revés, es puro andamio, nuestra tarea es imaginar la melodía.

Releo frases sueltas que subrayé durante la lectura, en las que ética y estética se pisan la cola. “Todo es collage, hasta la genética” (página 16). Lo que Coop oye decir a Ruth cuando se enteran del bombardeo americano sobre Irak: “Nadie aquí es inocente. Ni yo. Ni tú. Ni siquiera tú. Nosotros también somos los bárbaros. Seguimos permitiendo que esto ocurra” (página 162). O la forma en que Lucien Segura dice haberse moldeado como escritor, inspirándose en su padrastro relojero: “A uno le dan un oficio, no un don. No es necesario que exista intensidad u oscuridad en su servicio… Amo la performance de una habilidad, y aun así me alejo cuando se convierte en objeto de discusión… Sólo me interesan el cuidado que conlleva, y los ensayos secretos que hay detrás. Aun cuando no entienda del todo lo que está ocurriendo” (página 192). Ahí está Ondaatje hablándonos de su propio oficio, de lo que le pasa cuando escribe y de lo que nos ocurre cuando lo leemos –aun cuando no entendamos del todo lo que está ocurriendo.

El otro día leí un artículo del escritor Carlos Gamerro, “Borges y la tradición mística”, que forma parte del libro El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos. Gamerro sostiene que Borges arrastró toda su vida la frustración de no haber podido ser un poeta místico. A diferencia de aquel que pretende conocer mediante la razón y el intelecto, el místico es aquel que, según Gershom Scholem, obtuvo “una expresión inmediata, y sentida como real, de la divinidad, de la realidad última… Tal experiencia le puede haber venido por medio de un repentino resplandor, una iluminación, o bien como resultado de largas y acaso complicadas preparaciones”. Leyendo Divisadero se me ocurrió que Ondaatje era lo más parecido a un poeta místico que existe en la narrativa contemporánea. La novela puede ser juzgada perfectamente de acuerdo a los parámetros que Borges atribuye la mística en Qué es el budismo: desdén por los esquemas racionales, percepción intuitiva, el conocimiento absoluto que nos da una certidumbre cabal e irrefutable, la aniquilación del Yo, la visión del múltiple universo transformado en unidad y, last but not least, una sensación de felicidad intensa.

La misma felicidad que ahora siento, ni más ni menos. 

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13 de julio de 2007
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LA REBELIÓN DE LOS PERSONAJES

A veces soy un tonto completo. Escribo desde Francia, con un cierto interés por los libros y la literatura. Y acabo de enterarme que no hice nada sobre L’affaire Jourde (el caso Jourde). Tuve que leer un blog en el sitio de The Guardian para saber de mi tremendo fallo: no hice nada sobre el caso Jourde, un paradigma de la mala relación entre un novelista y sus personajes.

¿De qué se trata? De un autor, Pierre Jourde, buen novelista y excelente crítico literario con capacidad para generar polémica; y de una novela, Pays perdu (país perdido). La novela cuenta la vida de un pequeñísimo pueblo, más bien de una aldea en el centro de Francia. Los nombres, las identidades son inventadas, pero no fue difícil para unos habitantes de Lussaud, en el norte del Cantal, reconocer su tierra y ellos mismos en unas historias de siempre: traición sentimental, envidia, odio, hijo ilegítimo, borracheras, etc. La familia de Jourde viene de Lussaud. En su juventud, el autor pasó todas sus vacaciones en Lussaud y todavía lleva a sus propios hijos de vacaciones a Lussaud a la casa de su abuelo. O los llevaba después de sufrir una agresión por parte de varios habitantes insultándolos, según dijeron a la justicia, por el papel que le atribuye la novela.

El caso Jourde es la rebelión de personajes en contra del autor y la decisión definitiva de un tribunal explicando que la ficción no es la realidad, entonces que los que tiraron piedras a Jourde y su familia no podían justificar su acción por el papel que le atribuye el autor en su novela. Multas, indemnización y hasta cárcel: el caso provocó pasiones. En su blog hospedado en el sitio de Le Monde, el autor Pierre Assouline contó la historia antes de reconocer como más o menos “legítimos” los “sentimientos” de los personajes. Más tarde (después del proceso), Assouline encontró declaraciones de Jourde explicando que su novela no es una novela, sino la mera expresión de la realidad.

Lo interesante, si uno lee el francés, es seguir en otro blog, de la periodista de Le Monde Pascal Robert-Diard, el relato del proceso, es decir, la expresión, a veces silenciosa, de los personajes hablando del insoportable estatuto de personaje. ¿Cómo reacciona un tuerto al leer en una novela la historia de la pérdida de su ojo? Mal, muy mal y podemos entender que el novelista le quita su ojo otra vez con el relato. Más allá de la decisión de la justicia hay algo muy francés y muy de desprecio de la ciudad (la justicia es siempre de la ciudad) hacia el campo en el tratamiento que se ha dado a los personajes: tenían que callarse, según el juez. La justicia francesa ignora el viejo lema inglés: The Word is Mightier than the Sword (se hace más daño con una palabra que utilizando la espada). En el fondo, es un caso de desprecio a la literatura por parte de jueces franceses.

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12 de julio de 2007
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LUISES

En Santa Pola, donde veraneo, me topé hace años con un individuo que se acercó estando en la barra de una cafetería y dijo que nos conocíamos desde los tiempos de la escuela primaria. No recuerdo cuál era su nombre y debido a su estrafalario aspecto tampoco puse demasiada atención cuando se presentaba. Me  sorprendí, sin embargo, cuando con toda contundencia me llamó Luis.

Desde ese encuentro nos hemos visto cuatro o cinco veces más y al comprobar que obstinadamente, sin  vacilación, me llamaba Luis opté por llamarle Luis. Cuando en alguno de los veranos nos cruzamos nunca rehuímos saludarnos y charlar unos segundos sin que inexorablemente falte nunca identificarnos como Luis y Luis.

Por lo que a mi respecta, estos pasajes han creado un cierto rencor en mí y, supongo que en él que, como yo, se resentirá de soportar un nombre que no le corresponde. En general, designar a alguien con un nombre equivocado provoca en aquel un torcimiento interior de su ser que no debe desdeñarse. Para deshacer este angustioso malestar bastaría corregir al interlocutor para siempre pero el mismo acto de corrección requiere un ejercicio de humillación igualmente doloroso.

Ajustar el conocimiento del viejo conocido al verdadero nombre propio, significa aceptar que nuestra identidad no causó el efecto necesario a lo largo del tiempo y se precisa una ayuda secundaria para que aprenda el ser nominal que somos. Nominal o más que eso, porque un nombre siempre da un sentido particular al objeto o al sujeto nominado. Llamándose Luis y no otra cosa, la intuición se adentra en figuraciones de contenido y continente determinados. Un nombre nos bautiza gráficamente, sonoramente, anímicamente y, con ello, se filtra en nuestra personalidad hasta definir una sensitiva clase de sujeto. Trastocar el nombre lleva consigo, por tanto, una transmutación en la medida que sea, y la corrección obliga a una reorientación conceptual y a una sutil reconstrucción interna.

Con estas consideraciones y teniendo en cuenta lo poco que nos tropezábamos en la vida, no sin algún incomodo, me pregunto: ¿Aceptaba él que yo le llamara Luis por iguales razones? ¿Ocultaba su verdadero nombre para eludir el mal trago de no haberle reconocido ni recordado? Y, siendo así, ¿cómo se atrevía a llamarme a mí con un nombre que sin duda había advertido incorrecto? Sólo su fe ciega en que mi nombre fuera Luis a pesar de mis reacciones disculpaba su uso férreo. Lo que, de otra parte, no contribuía a mejorar la imagen que me proporcionaba. ¿Debía disculparle porque su biografía hubiera sido menos afortunada que la mía? ¿Debía ser condescendiente hasta la piedad? ¿Podría soportar la invariable exasperación que su tenacidad me producía?  Porque ¿no merecería la soberbia que me zahería un correctivo que pusiera las cosas en su debido lugar, por mal que le fueran las cosas?

De momento empleé como defensa llamarle a él también Luis. La elección de este nombre llevaba en sí el justo castigo que merecía su craso error y, de paso, podría servirle acaso como una pista para darle a entender que llamándome Luis y Luis también él se equivocaba.

No reaccionó, sin embargo, y levantó en mí la duda de que efectivamente, casualmente, se llamaría  Luis. Porque si no reaccionaba al nombrarle desacertadamente, ¿por qué descartar que Luis le complaciera?  Y no complaciéndole del todo, ¿no le convendría mantener este falaz tanteo que, al cabo, nos empataba? Y si lo mantenía ¿demostraba así que era consciente de la inquietante superchería que sosteníamos? Una superchería que, en mi creencia, había introducido yo pero que sólo podría funcionar con su correspondencia. Uno y otro, por tanto, cómplices de una rara patraña en la que cada uno era desmentido recíprocamente. De hecho, la herida que nos infligíamos podía conllevarse tanto porque nos veíamos muy esporádicamente como porque nos sentenciaba mutuamente. Pero, más allá, ¿cómo negar también que hallábamos una extraña complacencia en esta imprevisible mascarada? Cada cual desconocía del otro los pormenores de sus vidas, no nos importábamos ni nos interferíamos la existencia. Sólo sentíamos el impacto de no ser explícitamente reconocidos por el otro y, al fin, de ser voluntaria y dolosamente confundidos.

En estas tesituras y cada vez con mayor claridad ambos hallamos la recompensa de entregarnos a una experiencia de desconfiguración. Luis y Luis fluía en uno y otro oído como un dulce que nos disolvía. Nos desleíamos en los luises y por momentos dejábamos de ser lo que éramos para ser un ser desaparecido en el grado cero de la identidad.

Aún ahora, aunque siempre de tarde en tarde, esta desintegración nos la proporcionamos reiterando el formulario cambio de saludos y palabras que atrás, en uno y otro, deja el rastro de un suave y malvado asesinato recíproco.

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12 de julio de 2007
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La ciudad desnuda

¿Cómo son los personajes que más nos conmueven? Nunca antes había tratado de racionalizar este asunto hasta ayer, ante la visión del capítulo final de The Wire. Pensé: me conmueven los personajes que están en inequívoca situación de inferioridad ante fuerzas que los avasallan, los niños, los inocentes, aquellos a quienes se les deniega dignidad, pan, justicia. Pensé también: me conmueven los personajes que aun siendo conscientes de esta disparidad de fuerzas, hacen frente a su destino sin perder la dignidad. En cualquier caso, la cuarta temporada de The Wire, que HBO terminó de emitir en Latinoamérica –falta tan sólo una quinta parte, que será la última-, abundó en ese tipo de personajes. Habiendo arrancado como una serie policial, The Wire se apartó del género puro hace ya mucho tiempo. Cualquiera que en el futuro quiera entender cómo era vivir en Baltimore a comienzos del siglo XXI (y por extensión en cualquier gran ciudad del orbe), encontrará en The Wire un espejo ineludible.

La cuarta temporada se centró en las historias de cuatro adolescentes, compañeros de escuela. El capítulo final no dejó duda alguna respecto de sus destinos. De los cuatro tan sólo uno, Namond Brice, parece haber escapado a su destino inevitable, al ser virtualmente adoptado por un ex policía. Randy, acusado injustamente de ser un soplón, va a parar a un internado donde lo muelen a palos. Duquan, víctima de un sistema escolar que no tiene cabida para él, termina vendiendo drogas en una esquina. Y Michael se gradúa como asesino profesional, al servicio de un narco llamado Marlo Stansfield. En realidad ni siquiera Namond está a salvo. En la escena final ve desde el umbral de su nueva casa a otro de sus viejos amigos, Donut, que pasa al volante de una 4x4 carísima, obvio fruto de su desempeño como dealer callejero. La cámara sigue al vehículo hasta el cruce de calles, donde se queda para subrayar la encrucijada de Namond. ¿Tiene sentido estudiar y trabajar, en una sociedad que por las buenas no le permitirá nunca el acceso a semejantes disfrutes? ¿Qué puede enseñarles la escuela a jóvenes cuyo único horizonte de vida es la venta de drogas y la muerte temprana?

Pero el personaje que me hizo llorar sin freno fue el de Bubbles, interpretado por Andre Royo. Bubs es un yonqui que ya apareció en otras temporadas, ayudando ocasionalmente a los detectives a cambio de algo de dinero, o de protección en caso de ser necesaria. En la cuarta temporada Bubbles ha abandonado el hábito, y vende mercancía barata –ropa, gorras- que transporta de aquí para allá en un carrito de supermercado. En los últimos tiempos se ha convertido en víctima de otro yonqui, que le roba los magros dólares que consiguió con su mercadito ambulante y de paso le pega, por puro goce. Bubs pide ayuda a los detectives que conoce, que se la prometen pero nunca cumplen. Angustiado y temeroso, esconde veneno en una dosis en la esperanza de que el yonqui se la robe y que muera al consumirla. Pero quien se la roba primero es Sherrod, un jovencito a quien estaba ayudando a ganarse la vida limpiamente. Bubbles se entrega a la policía, acusándose a sí mismo de haber asesinado a Sherrod. Termina encerrado en un neuropsiquiátrico, llorando amargamente –como yo, ante tamaña injusticia.

Una sociedad es tan buena como el cuidado que prodiga a sus hijos más desvalidos. Todos estos personajes me conmueven por definición: aquellos a quienes dejamos caer por las grietas, a los que ignoramos deliberadamente, a los que consideramos prescindibles aunque sus vidas no sean menos vida que la mía.

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12 de julio de 2007
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NO SE MUERA VUESTRA MERCED, SEÑOR MÍO…

Se lee antes que nada por placer, luego devienen las filosofías y las pedagogías que se sacan como consecuencia de la lectura. No hay que tener miedo de identificarse entre los lectores que buscan libros recreativos, vuelvo a decirlo. Uno de los mejores elogios que Cervantes agradece, dentro del mismo texto de El Quijote, al comenzar con la segunda parte, es que aquellas aventuras eran leídas hasta por los pajes en las antesalas de los caballeros. Por tanto, es que se divertían con ellas. Fue hasta después que vinieron las lecturas didácticas que volvieron pesado al Quijote, al punto de infundir miedo a su grosor y majestad.

Gozar con un libro, llenarse de felicidad a medida que la lectura progresa, y sentirse invadido de pesadumbre cuando termina, como si hubiéramos perdido algo de nosotros mismos al despedir a los personajes que tanto han calado en nosotros. “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.”, exclama Sancho lleno de lágrimas frente a don Quijote que va a expirar, y es lo que nosotros repetimos con él. Alonso Quijano es ya real, tiene carne y sustancia perecedera, por eso va a dejar un hueco en nosotros.

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12 de julio de 2007
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¡Más, más, más, cuando menos!

Los vicios son celosos, cómo no. Empeñados en nunca parecerse a las virtudes, nos engañan fingiendo que están en nuestras manos sólo para ponernos entre las suyas. Sobre todo los de alta jerarquía, capaces de vencer a los demás y someterlos a su estricto antojo. Huelga decir que son antojadizos, y ello los hace comúnmente renuentes a dar explicaciones sobre su proceder. No hay tiranos más soberanos que los vicios, ay de aquél que pretenda mangonearlos.

Frente a mis propios vicios suelo asumir una actitud abierta y negociadora. Lejos de confrontarlos —nada más indeseable que ser presa de vicios balcanizados— trato de estimular la sana convivencia. Finalmente, ninguno quiere irse. Como diría la abuela, a dónde van que más valgan.

Los vicios se creen únicos, tal es su tara. A menudo también se piensan infinitos, apoyados en un sofisma de tufo clerical según el cual lo que no tiene inicio tampoco tendrá fin. No los vemos llegar, esa es otra de sus arteras ventajas. Pero insisto, hay de vicios a vicios; su jerarquía emana de su voracidad. Éste, el de la escritura, por ejemplo, acepta toda suerte de vicios subalternos, pero a ninguno por encima de él. Y eso sí que lo sabe y lo resiente quien tiene el desatino de dormir junto a uno.

  —Yo con usted no duermo, recuerde que según la cláusula 98, inciso F, soy mística de noche y fantasmal de día —en términos vaticanos, una musa equivale a un guardia suizo. Su trabajo es cuidar en todo momento la preeminencia del vicio mayor. Afrodita del Carmen no es celosa, pero igual cumple su alto cometido con celo de pantera bipolar.

Todo vicioso desarrolla alguna vocación de saqueador. Saquea la memoria, las horas hábiles, los instantes de sueño, conforme el vicio va pidiendo más y el interfecto encuentra que no sabe negarse. Para suerte de todos, los vicios son como animales corral, y así establecen normas de convivencia que nadie más entiende, aunque se esfuerce.

—El amor es un vicio vestido de servicio, coleguita —hay que ignorarla a ratos, por su bien.

Alimentar un blog con regularidad es un quehacer con propiedades anticonceptivas tan poderosas que llega a convertirse en causal de divorcio. Yo no digo que amar y escribir sean vicios opuestos y excluyentes, pero es verdad que a diario se arañan con navajas afiladas por un rencor tan viejo como el tiempo. El amor se cree real; la escritura, divina. Y no son más que vicios. Tiranos que se dicen de mi parte, mientras deciden qué van a hacer conmigo.

Supuestamente uno ama todo el tiempo. 24 horas diarias: qué patraña indecente. Lo único que puede hacerse a cada instante, amén de respirar y envejecer, es saquear compulsivamente la realidad. Uno escribe sólo para exhibir sus saqueos preferidos. Tal vez sea el amor el más grande de todos, pero ni eso le evita ser uno más.

  —Por eso digo que prefiero ser musa. Sé con quién amafiarme, coleguita. Qué quiere que le diga, no me hallo en los equipos perdedores.

  Los vicios son celosos y además egoístas, pero nadie como ellos sabe ser generoso a la hora en que el vacío cobra cuerpo y las debilidades ganan fuerza. "Peor es nada", decían las abuelas. "Peor es La Nada", corrigen los vicios.

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12 de julio de 2007
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