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PIGLIA – BOLAÑO

Parece que no queda ni un cajón vacío en el despacho de Roberto Bolaño. Su fama obliga a su editor a publicar todo lo que dejó el escritor chileno (o mexicano, como quieran) que murió en 2003. Tarde o temprano, sus facturas de lavandería y quizás hasta la nota escrita al profesor de un hijo suyo para recuperar un cuaderno perdido en el pasillo de una escuela justificarán un congreso de investigadores sobre la "nueva literatura latino-americana". Por el momento, lo que se rescata tiene todavía algún sentido, y hasta gran interés en el caso de El secreto del mal (Anagrama) una recopilación de piezas heterogéneas.

Ignacio Echeverría, el editor del conjunto, no esconde en una "nota preliminar" el origen de la obra: se trata de ficheros que se encontraron en el ordenador de Bolaño. Es muy desigual. Unas piezas habrían podido quedar en el disco duro de la máquina sin defraudar la fama del autor. Otras no, caso de "Derivas de la pesada", un ensayo sobre la oposición entre Borges y Arlt promovida por Ricardo Piglia. Bolaño nunca nombra a Respiración artificial, pero todo su ensayo es claramente un comentario de la novela, un comentario definitivo en lo que tiene que ver con el mano-a-mano Borges-Arlt.

Borges, dice Bolaño, es el autor que pone Argentina en el mapa de la literatura mundial. "Cuando Borges se muere, se acaba de golpe todo. Es como si se muriera Merlín, aunque los cenáculos literarios de Buenos Aires no eran ciertamente Camelot." Borges es una paréntesis ¿Y en esta visión, con Arlt, qué? "… Fue el más ninguneado de todos" según Bolaño y no existiría hoy tal como lo vemos sin Piglia. "El San Pablo de Arlt, el fundador de su iglesia, es Ricardo Piglia". Caso raro: una novela, Respiración artificial, estableció la reputación no de su autor sino de otro escritor.

Bolaño le tiene respeto a Piglia, "uno de los mejores narradores de América Latina", pero no comparte su visión de la oposición Borges-Arlt. Cree que la literatura argentina tiene tres puntos de referencia:

1.      Osvaldo Soriano, "buen novelista menor", cuyo influencia fue demostrar a los escritores que se podía ganar plata sin ser Borges o Cortázar;

2.     Roberto Arlt, "buenísimo" pero que no merece los elogios de Piglia, pues es de lo mejor en "la literatura de la pesada" (ella "tiene que existir, reconoce Bolaño, pero si solo existe ella, la literatura se acaba");

3.     Osvaldo Lamborghini, por fin, "la corriente secreta", un autor que tutea el infierno. Según Bolaño: "El problema con Lamborghini es que se equivocó de profesión. Mejor lo hubiera ido trabajando como pistolero o sueldo, o como chapero, o como sepulturero, oficios menos complicado que el de intentar destruir la literatura."

Al final, hay una apuesta: ganará Soriano, pues gana siempre el "canalla sentimental". Arlt, "el mejor de los tres" como escritor, se quedará con Piglia en lo que no es más que una relación sentimental. Lamborghini por su parte se mantiene como autor secreto. "Hay que releer a Borges otra vez" concluye Bolaño, lo que revela su afán de respetabilidad, al contrario de Piglia en Respiración artificial.

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20 de julio de 2007
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III. PARA MUESTRA MÁS BOTONES

Sigo con mis ejemplos de personajes que la historia le regala a los novelistas, ya vestidos y peinados:

El general Miguel Idígoras Fuentes, presidente de Guatemala, que ya anciano, para probar su energía y vitalidad se ponía cada mañana a saltar en la cuerda frente a las cámaras de la televisión, vestido con calzones cortos y zapatos deportivos, mientras tanto la represión ordenada por él afligía las montañas y empezaban a crecer los escuadrones de la muerte en la Guatemala de la eterna balacera.

El general Tiburcio Carías Andino, presidente de Honduras, que había hecho instalar en los sótanos de la Casa Presidencial en Tegucigalpa, una silla eléctrica de voltaje moderado, que chamuscaba a los prisioneros políticos sometidos a interrogatorio, sin llegar a causarles la muerte.

El viejo Anastasio Somoza, fundador de la dinastía que reinó por medio siglo en Nicaragua, que mandaba rellenar de votos falsos la urnas para salir siempre electo, pero también se robaba las elecciones de Miss Nicaragua a favor de las candidatas favoritas suyas, y metía a los presos políticos en jaulas contiguas a las de las fieras de su jardín zoológico.

Carne de novela todos ellos, con el riesgo de que un novelista poco hábil puede dejarlos en figuras de historieta cómica. Pero mañana quiero cambiar de latitud geográfica, porque en todas partes se cuecen habas.

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20 de julio de 2007
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El hombre en el umbral

Vi a C. E. Feiling una sola vez en mi vida, que recuerde. Una noche de los tempranos años 90, en el departamento que compartía con Gaby Esquivada. No recuerdo la ocasión, ni una sola conversación de las que habré oido aquella noche. Lo único que recuerdo –la memoria es más rara que la mierda, por eso los escritores la consentimos como a una aliada- es a Feiling de pie bajo el marco de una puerta, entre el living y el pasillo que conectaba con los demás ambientes. Parado allí, nomás. Ni siquiera puedo decir que estaba hablando con alguien: no conservo registro de su voz, sólo me la imagino a partir de una referencia de Gaby, que la asimila a las golden voices al estilo Leonard Cohen.

Por lo demás, me limité a leer sus novelas como un lector cualquiera. Y en mi condición de tal, me enteré de su muerte por los diarios.

Cuando me invitaron a presentar Los cuatro elementos (reedición de sus novelas, más el ‘bonus track’ de un capítulo de la inconclusa La tierra esmeralda), la pregunta que surgió desde el pánico fue: ¿por qué yo? Iba a estar Fogwill, a quien Feiling admiraba. Supuse que también estaría Luis Chitarroni, que fue su amigo y que además escribió el prólogo del libro. Y también Gaby, que fue su mujer y a quien admiro como periodista. Me sentí baraja de palo en una mano de poker. ¿Qué podía aportar yo a semejante delantera? No se me ocurrió otra forma de encontrar respuesta que no fuese la obvia. Releer las novelas. Leer el ‘bonus track’.

Desde el arranque mismo de El agua electrizada viví el asunto como una revelación. Entendí que existía un lugar desde el que yo podía hablar, desde el que quería hablar, en virtud del entusiasmo que crecía a cada página. Me refiero al lugar del lector. Esa es la única relación que tuve con Feiling en vida, la clase de relación que ni siquiera la muerte altera: la del lector con el escritor que lo encanta. Sabrán disculpar, pero tengo una saludable desconfianza respecto de la gente que ‘sabe’ de literatura. Yo no sé nada, al menos desde un registro académico. No puedo describir sistemas ni hablar de etapas, no me interesan las filiaciones ni los bandos. Yo leo, nomás. Mi filtro funciona de acuerdo a lo que el Indio Solari llamaría “el principio rector del placer”. Es simple: un libro me gusta o no. Si no me gusta, lo dejo caer y ya no vuelvo a pensar en él, por más que los suplementos literarios del mundo juren que es una obra maestra. Si me gusta lo disfruto hasta el final. Y si me gusta mucho se queda orbitando mi alma como un satélite de última generación, por más que pasen años, gobiernos y modas.

Lo primero que me sorprendió de la lectura fue que me lo había olvidado todo. Pasé por El agua electrizada, Un poeta nacional y El mal menor como si fuese la primera vez. Pensé entonces, con algo de temor, que en su momento las novelas de Feiling debían haberme gustado y nada más. Por algún motivo no las ubicaba en mi carta satelital. Terminé entendiendo la razón mucho antes de llegar al ‘bonus track’. Insisto: la memoria –la mía, al menos- es más rara que la mierda. A veces creo que tiene mucho de medusa: porque es de una plasticidad infinita, virtualmente inasible; porque es traslúcida pero nunca transparente; y porque si te aproximás demasiado, produce un ardor de morirse. Yo creo que olvidé los libros de Feiling para poder escribir los míos sin sucumbir a lo que suele llamarse la angustia de las influencias. Yo creo que elegí olvidármelos hasta que di mis primeros, torpes pasos. Y entonces el satélite volvió a emitir señales.

Durante estos años, desde el sitial de lector, le he estado reclamando a los escritores argentinos una serie de cosas que sólo encuentro raramente. Que sus libros me produzcan placer, para empezar. (No me molesta que la historia que se narra me haga sufrir, pero no tolero que el texto lo haga.) En segundo lugar, que me entretengan. (Para mí el aburrimiento es el primero de los Pecados Capitales en un escritor.) También les pido que no me subestimen. (No me molesta leer textos de gente más inteligente que yo, por el contrario, es parte de la gracia.) Y por último, que no me hagan perder el tiempo con boludeces. Aquí en ‘boludeces’ pongo una nota al pie, que en letra más pequeñita debería decir, allá abajo: ‘Me refiero en especial a las boludeces culteranas. Ya sé que la vida es complicada, pero precisamente por eso la encuentro demasiado entretenida para desperdiciarla en masturbaciones de laboratorio. Yo les pido a los escritores que sean intensos, que me lleven donde nunca fui, que me arranquen de la comodidad de mi existencia de una patada en el culo. Antes que leer elucubraciones de alguien que parece no haber cruzado nunca el umbral de su casa, prefiero divertirme con mis hijas o beber con mis amigos’. (Fin de la nota al pie.)

Lo que mi memoria-medusa hizo fue simple: ocultó por un rato que todo lo que hoy le reclamo a los escritores argentinos Feiling ya lo había hecho en su momento. Leerlo es un placer sublime. Sus novelas son entretenidas en el mejor de los sentidos. Jamás subestiman al lector. Cada una de sus páginas revela a un tipo enamorado de la literatura, pero también a un enamorado de la vida, con la intensidad elegante que imagino fue su marca de fábrica. Aun en las situaciones desesperantes, sus personajes disfrutan de los placeres que nos depara la existencia: el sexo, conocer mundo, liar un cigarrillo, ver cine, comer bien, beber mejor y leer (y releer) libros que nos vuelen la cabeza. Los protagonistas de los relatos de Feiling pueden leer, sí, y muchos hasta escriben, pero ante todo toman la vida por las astas. No se dejan abrumar por la realidad por jodida que sea y tampoco la niegan: por el contrario, intervienen en ella para modificarla, aunque exista la posibilidad de que todo salga como el culo. Lo hace Antonio Hope en El agua electrizada, lo hace Esteban Errandonea en Un poeta nacional, lo hacen Inés Gaos y Nelson Floreal en El mal menor.

Están tan decididos a ser, que las cuestiones del género al que han arrimado sus vidas los tienen sin cuidado: Hope entiende que se ha metido en un policial, Errandonea querría creerse protagonista de una aventura romántica e Inés sospecha que ha pasado formar parte de una de terror, como las películas de John Carpenter que tanto le gustan a su socio. Feiling tenía tan claro como ellos qué era lo importante y qué lo banal; se me hace que estaba muy seguro de quién era. Por eso podía incluir una cita de Apuleyo, pero colgándole otra que reivindicaba a un autor a quien muchos escritores desprecian: un párrafo de un gran relato de Stephen King, The Man in the Black Suit, completa los acápites de El mal menor. ¡Y La tierra esmeralda tenía toda la intención de ser un ‘fantasy’, el territorio por antonomasia de Henry Ridder Haggard, de Robert Howard y de Lin Carter, del mismísimo J. R. R. Tolkien!

Me fascina de Feiling la naturalidad con que cortó el nudo gordiano de los prejuicios para narrar lo que quiso y como quiso, dando por sentado de hecho que aquí también podemos hacerlo. Todos sus personajes son argentinos, y a la vez ninguno de ellos siente el complejo de la presunta periferia: no hace falta ser inglés, o francés, o norteamericano para que te quede bien el traje de los géneros literarios, sean los que sean. La aventura de la imaginación no reconoce banderas. Feiling, que venía de tantas partes y era depositario de tantas tradiciones, no parece haber sentido que su argentinidad era un impedimento, sino muy por el contrario: la mejor de las excusas para probarlo todo.

Ahora que el satélite Feiling volvió a emitir en mi universo señales que reconozco y comprendo, ahora que estoy escribiendo una novela de ‘fantasy’ como quiso ser La tierra esmeralda, siento que la reedición de sus novelas me quita un peso de encima. Como lector, ya no necesito explicarles a los escritores argentinos qué es lo que espero de ellos. De aquí en más me basta con decir: lean a Feiling. Que es, por cierto, el mismo consejo que daría a todos los lectores, a los que todavía no lo descubrieron y a los que como yo, cometieron el error imperdonable de distraerse.

Me gustaría creer que la única imagen suya que conservo tiene un sentido posible. Que Feiling está allí parado por un motivo, custodiando un umbral que yo deseo cruzar. Hace falta coraje para cruzarlo, y por supuesto algo más. Imagino que abre la boca, y que como no puedo ponerle otra voz que la de Leonard Cohen me dice: There ain’t no cure for love, no hay cura para el amor. Una frase que sólo puede haber concebido un escritor maravilloso con un corazón que funciona a pleno, como estoy seguro que lo era Feiling.

Si se me permite el juego de palabras, diría que Feiling failed no one, que no se falló a sí mismo ni a los que lo amaron, porque en buena medida no estaba dispuesto a fallarle a los lectores –ni siquiera a aquellos que todavía no lo conocían.

Ahora es nuestro turno, en todo caso. Nuestra hora de no fallarle a Feiling.

……………………….

Mientras me preparaba para la presentación del libro de Charlie, que ocurrió ayer jueves en la Boutique del Libro de Palermo, me enteré de la muerte de Fontanarrosa. Supongo que terminaré hablando de él, pero ya no hoy. Demasiadas tristezas para un solo día.

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20 de julio de 2007
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A la reja, matador

Tengo una fijación con las rejas. Cada vez que se me presenta la oportunidad de visitar una cárcel, alguien adentro se relame el paladar y secreta fluidos inmencionables. El solo aire que se respira en cautiverio tiene un tufo de realidad extrema, desde cuyos rincones todo el mundo exterior parece un espejismo prodigioso. Por lo demás, cada viaje a la entraña del ergástulo supone un diplomado en germanías subterráneas. En ninguna otra parte las palabras se ofrecen en ese estado fresco que delata su cuña urgente y recentísima. ¿Quién, sino el presidiario, necesita palabras nuevas cada día, por motivos de estricta supervivencia?

En cuanto a las historias de la cárcel, casi ninguna tiene desperdicio. Cada preso sabe contar la suya con el estilo de un narrador consumado, pues incluso quien habla entre balbuceos lo hace con el poder de convencimiento de quien lleva años, décadas a veces, dándole vueltas al mismo argumento. ¿Qué de extraño tendría que buena parte de esos dramas de la vida real fueran, al cabo de algún tiempo, relatos de purísima ficción? Y una vez instalados en la ficción, ¿queda acaso algo más que el estilo? Y el estilo también tiene que ver con la supervivencia, por eso cada quién saca brillo a su historia de forma que al final infunda respeto, que finalmente es la moneda más cotizada de cualquier prisión.

  —Después de la inocencia, colega —Afrodita sin duda no la conoce, y es verdad que me gusta más por eso. Uno se sabe en manos de una mujer cuando le da por venerar sus defectos.

Nadie como los presos entiende que ese asunto de la inocencia no es sino un accidente relativo. El argumento más claro al respecto en su momento me lo ofreció el Doctor, un interno del Reclusorio Sur condenado a treinta años de prisión por el asesinato de uno de sus compadres. "Puro cuento", me aseguró aquella tarde el Doctor, que a todo esto debía el sobrenombre a su trabajo de distribuidor freelance de roipnoles y fármacos dentro del reclusorio. "Mi compadre", rumió, mascando rabia, "tiene la culpa de que yo esté aquí, quería joderme y me encerró en la cárcel". Lejos de pretender contradecirlo en un tema que él insistía en dominar, me atreví a preguntarle cómo podía su compadre muerto ser el culpable de su desgracia.

"Yo no quería matarlo, por eso le metí la cuchillada del lado derecho, para no herirlo en el corazón. ¿Y qué hizo él? ¡Nada! Se quedó ahí tres horas, echadote en el piso, en lugar de llamarle al médico. Hasta que se murió. Lo hizo para joderme, estoy seguro." Pudieron ser tal vez otras palabras, pero el estilo sí que lo recuerdo. El Doctor se miraba tan seguro de su evidente inocencia como de la sinuosa perversidad de su compadre muerto: exactamente el tipo de convencimiento que se requiere para escribir ficción. No puede uno probar cabalmente que existan o hayan existido sus amigos, pero tiene un altero de pruebas irrebatibles en torno a la existencia de sus personajes; igual que el empeñoso amante imaginario puede probarlo todo menos la realidad.

  —¿Me hablaba, coleguita? —cada vez que Afrodita del Carmen se sonroja y sonríe, hay algo en su expresión que hace sobresalir sus dos colmillos superiores. Y me gusta por eso, también. Temo que si la viera saliendo de un sarcófago echaría el ajo y la estaca por la ventana.

No sabría responderle sin delatar, por la vía traicionera del estilo, ese torcido gusto por sus defectos que me arranca de cuajo la inocencia y a modo de consuelo me sentencia a creer que Afrodita me clava los cuchillos cuidando de no herirme el corazón. Afrodita del Carmen, tus puñales son mis rejas.

  —Colega, por favor. No lastime mi honesto sentido del ridículo.

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20 de julio de 2007
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LA TINTA

El cénit del placer humano laboral, según mi mera interpretación del placer humano en el trabajo, sería adentrarse en la tarea sin traspasar un ritual esforzado, y hablar, escribir, redactar, referirse a las cosas con la misma espontaneidad con la que se habla, se canta, se anda o se hace gimnasia. Refiriéndose a uno mismo no hay un ideal más alto al que aspirar.

Despojado de la obligación del yo el quehacer que quedara de uno mismo sería un campo de felicidad perfecta. Deshabitado de la preocupación del yo, la especialidad sería infinita y la duración eterna. Simultáneamente, la propia capacidad para escribir sería equivalente a la de una extensión de incalculables hectáreas donde tendrían aforo cualquiera de las peripecias de la existencia humana, en bloque o individuo a individuo.

Sin embargo, si no atendiera a ese yo cargado de tinta no se encontraría, en principio, tanta sustancia para devanar. Pero el propósito no sería tanto empaparme del yo como agotar al yo a través de ese proceso. Rebuscar en el yo como se va enjugando con paños las secreciones de una herida profunda. De esos paños que se introducen en la llaga del yo se obtienen las manchas que llenan tantas  páginas.  Si el autor continúa moviéndose entre estas secreciones, no será por la voluptuosidad del maceramiento o por la complacencia en la propia supuración, lo que acabaría matando de asco, sino por la confianza de que un día deje de fluir la destilación y entonces plano, seco, limpio, el yo se haya hecho equivalente a una vega por donde corran naturalmente los ejercicios físicos y las letras, los sentimientos reflejados en el papel y las mil sensaciones de la carne.

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20 de julio de 2007
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Búscame en febrero 30

"¡No te pierdas!" "Seguimos en contacto..." "Te llamo la semana que entra." "A ver si por ahí nos vemos para ir a comer." "¡Hombre, me encantaría!" Ninguna de estas cariñosas expresiones chilangas es, digamos, completamente cierta, pero sería injusto tacharlas de falsas. Los extranjeros suelen desconcertarse cada vez que un chilango expresa estos deseos, y de paso su escasa voluntad de realizarlos. "¿Qué día quiere usted que nos veamos?", saca la agenda el interlocutor teutón, y el chilango se empeña en relajarlo: "Nos hablamos por ahí del lunes-martes, para ponernos de acuerdo," Decimos lunes-martes, tarde-noche, mañana-o-pasado para evitar la gravedad de un compromiso que no sabemos si podremos o querremos o siquiera tendremos el tiempo de cumplir. Correteados por días y noches impredecibles, habituados al sobresalto como fuente básica de energía, los chilangos hallamos preferible prodigarnos en buenas intenciones que empantanarnos en compromisos formales.

  —Según mis estadísticas —Afrodita se ha puesto profesional: jura que la misión de una musa no es otra que nutrir y estimular la especulación precoz— cada chilango de entre 20 y 70 años contrae en veintisiete días naturales compromisos sociales para el resto del año. Si fueran a cumplirlos sin excepción, quinientos años no serían bastantes.

"Vamos a vernos un día de estos", decimos pero no ofrecemos. Y el otro, que obviamente comprende y comparte el sentimiento, alcanza a respondernos, agitando la mano amigablemente, que claro que sí, y al tiempo que se aleja hace una doble seña que comienza apuntándose con el índice, para luego hacerlo girar en torno a la oreja. "Yo te llamo", entendemos, y acto seguido descansamos en la certeza de que no va a llamarnos, pues lo que en realidad quiso decir fue "no me llames". Pero claro, nos tiene estimación, por eso nos libera de toda diplomacia ulterior con ese delicado "yo te llamo" que nos exime a todos de tener que llamarle a quien sea. Puesto que ya hemos dicho lo esencial, que consiste en manifestarnos cálidamente la intención compartida de hacer lo que probablemente nunca haremos. Sin embargo, y esto es lo que cuenta, nadie podrá decir que no queríamos.

Para un chilango, ser fatalista no es ser pesimista, sino amistarse con lo inevitable. "Ya ni modo", decimos cuando el coche revienta o perdemos la chamba o se nos cae la casa, y antes de que un metiche ose compadecernos ya hemos confeccionado un par de chistes ácidos en torno a la tragedia. Por eso, cuando nos encontramos, años después, al amigo distante que prometió llamarnos en una semana, justificamos el largo silencio con ese generoso "ya ni modo" que de inmediato salta a celebrar la fortuna del nuevo encuentro, y anticipa otro para la semana siguiente. "Ahí nos hablamos", dice el que se despide, y uno muy gentilmente lo sigue con el "yo te llamo" de rigor. Cuando llegue el momento del próximo saludo —una fiesta, un sepelio, un rarísimo encuentro a media calle— llegaremos sonrientes a la conclusión de que "somos el colmo, quedamos siempre de llamarnos y nada, pero ahora sí nos vamos a llamar. Que conste..."

  —No les basta tener un plan B, necesitan tener de menos hasta el Z, y aun así terminan improvisando. Puro libertinaje creativo, colega.

Si fondo y forma son la misma cosa, no queda a los chilangos mejor opción que asumirnos estetas del lenguaje cifrado. ¿Cómo se hace para diferenciar el blablabla local de las palabras ciertas y significativas, el cumplido del compromiso, la fanfarronería de la confesión, el piropo inocente de la lujuria en armas? Hay algunos que viven 30 años aquí y siguen sin entender un pito, pero otros lo consiguen en cosa de meses. Acostumbrados a sobrevivir entre el ritual selvático y la modernidad cosmopolita, los chilangos empleamos complicados metalenguajes defensivos que nos permiten ir graduando escrupulosamente el nivel de confianza y apego que cada quién nos va mereciendo. Quién sabe, en una de éstas sí le llamamos.

  —Según otros estudios, cada habitante de la ciudad de México es enviado al carajo un promedio de 729 veces por día, cantidad todavía muy inferior a otras instancias místicas nacionales, que solas totalizan más de 2.000 envíos —francamente yo iría gustoso, si Afrodita accediera a acompañarme. Solos y en el carajo: qué situación romántica.

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19 de julio de 2007
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II. PARA MUESTRA DOS BOTONES

Veamos algunos ejemplos de esa lista de personajes de novela que la historia hace surgir de la entraña misma de la realidad, y pone ante los ojos de los novelistas sin retoques ni afeites, para asombro luego de los lectores, que los llegarán a creer fruto de la invención:

Isabel Perón, la cabaretera que tras la muerte de su marido llegó a  ceñirse la banda presidencial, auxiliada en su poder por José López Rega, un brujo quiromante que echaba cada mañana el destino público a suertes de Tarot en la Casa Rosada, y manejaba, además,  sus propios escuadrones de la muerte como si se trata de un club de fútbol.

Vladimiro Montesinos, el todopoderoso jefe de los servicios secretos con aire de cantante de vodevil que guardaba miles de cintas de video donde aparecía él mismo corrompiendo jueces, magistrados, diputados, empresarios, periodistas, militares, siempre un sobre lleno de dinero en su mano mientras las cámaras secretas trabajaban, una mano que también firmaba sentencias secretas de muerte.

Si mientras me lee usted ha ido haciendo su propia lista de personas que conoce, aunque no pertenezcan a la vida pública, que le parecen personajes de novela, escriba esa lista, anote para cada uno los atributos que le parecen singulares, extraños, llamativos. Así se comienza a ser novelista.

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19 de julio de 2007
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PIGLIA – BORGES – ARLT

Dos veces, la semana pasada, en situaciones distintas, escuché a alguien en Madrid debatir sobre la naturaleza de la literatura argentina. ¿Es una literatura europea exiliada o pertenece plenamente a las Américas? Claro que en ambas oportunidades hemos vuelto a hablar de Respiración artificial de Piglia. Del interminable monólogo de su personaje principal, Renzi, explicando que Jorge Luis Borges es el último escritor del siglo XIX y Roberto Arlt el primer escritor que asume las mezclas extrañas de una nación de inmigrantes, entonces “el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX”.

A mí me gusta el hecho de que para hablar de la literatura en Argentina se cita no a un manual sino a una novela. Piglia reconoció en una entrevista que una novela no es el mejor contexto para elaborar una teoría literaria: “en la novela, dijo, todo eso está exasperado. El contraste Arlt-Borges está puesto de un modo muy brusco y directo para provocar un efecto digamos ficcional. Renzi cultiva una poética de la provocación.” Pero Renzi es un excelente guía y pinta muy bien el anhelo borgeano de ser europeo, de mantenerse en Ginebra aunque está en las orillas del río de la Plata.

Teoría de Renzi/Piglia sobre Borges: cierra el siglo XIX, es decir, la alternativa entre fingir una condición europea (Facundo de Sarmiento) para mantener una lengua pura o asumir el nuevo mundo gauchesco  (Martín Fierro de Hernández). Al incorporar ambas influencias en su obra o, mejor dicho, al fallar en la incorporación de ambas influencias, parodia cada día más “la superstición culturalista y trabaja sobre el apócrifo, el plagio, la cadena de citas fraguas, la enciclopedia falsa, etc., y donde la erudición define la forma de los relatos”.

Teoría de Renzi/Piglia sobre Arlt: desconoce la tentación europea y trabaja con lo que encuentra en Argentina, “lo que queda y se sedimenta en el lenguaje, trabaja con los restos, los fragmentos, la mezcla, o sea, trabaja con lo que es realmente una lengua nacional.” Recurso clave de Arlt: escribe mal, tiene “un estilo criminal. Hace todo lo que no se debe, lo que está mal, destruye todo lo que durante 50 años se había entendido por escribir bien en esa descolorada república.”

La “descolorada república” es una descripción afectuosa de Argentina por Borges. Claro que hablando de literatura, a Argentina no le faltan colores. Siempre se sospechó que detrás del personaje de Tardewski en Respiración artificial se encuentra Witold Gombrowicz. Renzi explica a Tardewski la pareja Borges-Arlt y Tardewski/Gombrowicz le ofrece en cambio la relación entre Kafka e Hitler. No puedo entender que la novela de Piglia no tuviese más éxito en Europa. Aparentemente, es una novela que habla del fracaso, pues todos sus personajes son derrotados; pero en el fondo es la gran novela sobre el náufrago de Europa, la obra que dice lo que queda de la cultura europea cuando se la lleva a los límites de la geografía, de la historia y del lenguaje.

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19 de julio de 2007
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Un grande entre los grandes

De tanto en tanto los reportajes públicos que en nombre del Actor’s Studio conduce James Lipton (siempre untuoso, casi siempre insoportable) deparan momentos inolvidables. La semana pasada el canal de cable Film & Arts transmitió una entrevista de dos horas a Liza Minnelli. Como además de responder Liza cantó y bailó, el programa me ayudó a paliar la frustración de haber faltado a su reciente actuación en Buenos Aires. Este martes por la noche fue el turno de Al Pacino, nacido Alfredo James Pacino como nieto de un hombre nacido a su vez (¡de la más profética de las maneras!) en Corleone, Sicilia. La cabalgata en la que recorrió tan sólo algunas de sus películas ayudó a refrescar una noción que solemos olvidar, por el simple hecho de sentirlo cerca, casi uno de los nuestros: el hecho de que Pacino es uno de los más grandes actores del último siglo. 

Como suele ocurrir con los intérpretes excepcionales, Pacino sólo es brillante cuando actúa. En persona se esfuerza por agradar, pero es obvio que lo suyo es agrandarse tan sólo cuando vive en pieles ajenas. Durante la entrevista recordó sus orígenes humildes y la separación de sus padres cuando tenía dos años. (Volvió a reencontrarse con Salvatore, su padre, por pura casualidad cuando tenía seis años, en el interior de un cine. A nadie debería extrañarle que haya buscado trascendencia por medio de este arte.) También rememoró la muerte temprana de su madre, que para mayor frustración no llegó a verlo triunfar. Y la influencia de Lee Strasberg, que fue su maestro en el Actor’s Studio y después su coprotagonista en El Padrino 2 (donde interpretó al mafioso Hyman Roth) y en … And Justice For All. Fue Strasberg quien le dio un consejo que Pacino admitió olvidar a menudo: no siempre es imprescindible darlo todo. Si alguna crítica puede hacerse a sus roles fallidos es precisamente esa, la de convertir hasta los papeles de hombres comunes y corrientes en maratones de actuación bigger than life.

Pero qué maravilloso ha sido en aquellos roles que le quedaron pintados… El Michael Corleone de la saga de El Padrino, casi invisible al comienzo e inescapable sobre el final. (A veces pienso que Michael nos cuenta mejor que nadie.) Frank Serpico, ese hombrecito tan digno como muerto de miedo que se enfrenta a solas a la corrupción policial. El sublime Sonny de Tarde de perros, que asalta un banco para financiar la operación de cambio de sexo de su amado. El operístico Tony Montana de Scarface, película que volví a ver hace muy poco. El Vincent Hannah de Heat, donde compartió una escena antológica con el otro monstruo de la actuación consagrado en los 70, Robert De Niro. El Roy Cohn de la miniserie Angels in America, cuya excelencia Pacino tuvo el tino de atribuir por completo al dramaturgo Tony Kushner, autor de la obra original.

Como también le ocurre a De Niro, hace ya mucho tiempo que el cine no les depara un rol como los de antaño. Uno debe conformarse con verlos en películas menores, por ejemplo en la flamante Ocean’s Thirteen, donde oficia de villano frente a George Clooney y Brad Pitt. A nadie debería extrañar que Pacino se haya aproximado a Shakespeare en los últimos años, en proyectos personales como Looking For Richard y en el protagónico de El mercader de Venecia: es natural que encuentre allí un material apropiado a su dimensión y a la profundidad de su talento. Ojalá se le crucen todavía algunos personajes que estén a su altura, aunque más no sea dentro del canon shakespiriano. (Todavía le queda un mínimo margen para intentar Macbeth, y sin dudas debería haber un Lear en su futuro.)

No es que Pacino se haya agrandado: es que el cine se hizo más pequeño.

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19 de julio de 2007
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HUELLAS DE DYLAN

Muchos de mi generación, al menos de mis cercanías, somos más hijos de Dylan que de ningún otro músico. Me han gustado, me siguen gustando otros muchos. Y otras músicas. Otras letras. Los franceses que cantaron a nuestra generación de mayores. Los chicos del pop. El rock en todas sus formas. La canción de autor. Algunos románticos. Otro rotos… Una larga vida de acompañarnos por músicas. Y además el jazz. Y toda la música clásica. Viviría con muchas músicas, con muchos músicos. Quiero decir que viviría escuchando, dejándome llevar, cantando en privado, no que viviría con músicos. No soportaría ni a la más hermosa. Creo que son aún más complicados que los escritores. Aunque es un poco estúpido lo que digo porque en general es difícil vivir con alguien, no importa cuál sea su profesión. Pero ese no es el tema. El asunto es Dylan y no quiero desviar mi camino.
Se estrena en circuitos pequeños un documental de Francisco Merinero, “las huellas de Dylan” donde algunos dylanianos españoles hacemos fe y confesión de nuestra admiración al raro judío.

Se grabó siguiendo sus conciertos de un verano de hace dos años. Aún no lo he visto. Pero sí recuerdo que, entre otras entregas sin fisuras, conté la decepción, el cabreo que me produjo enterarme que el inclasificable Bob cantaría en el Vaticano y para el Papa, Woytila. Pero uno no se quita de Dylan. Como no se cambia de equipo, ni de gustos culinarios. Y tuve que asumir que él también era así, un genio con contradicciones. Como otros que me han gustado en mi vida. No es bueno idolatrar. Es absurdo e infantil. Pero enseguida volví a querer a Dylan. Además me pilló aquellas genuflexiones de rodillas ante el Papa en Italia, en el pueblo de Fellini, Rímini. Y en aquellos días hubo un severo terremoto que casi termina con las obras de Cimabue y otros de las iglesias de Bari. Se salvaron muchas cosas. Pensé en dos cosas, en el milagro y en el castigo. Y me di cuenta que podía caer en pensamientos no lógicos como mi admirado Dylan. Y le perdoné. Me perdoné. Siempre volvemos a Dylan.

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18 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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