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ENGORDAR

Que todo el mundo, prácticamente, haya engordado durante el veraneo aporta un elemento de solidaridad que no consiguen, a pesar de su esfuerzo, la mayoría de las organizaciones humanitarias. En este caso, además, sin el menor esfuerzo o incluso restando todo esfuerzo, porque los cuerpos de los ciudadanos adquieren un grosor estival característico que se deduce sin más de la molicie y sus concomitancias alimentarias.

En otro momento del año, esta dejación sería más censurada e incluso en las fiestas navideñas, siendo cortas y especialmente entrañables, ganar kilos se asocia a un excesivo descontrol en la pitanza.

Lo que sucede en el verano es de otro orden porque tratándose de una larga sucesión de días no es el descuido que provoca los dos o tres kilos de más sino una actitud deliberada y sostenida de abandono.

Este abandono fomentará, más tarde, el sentimiento de culpa pero viendo que la población en general ha seguido el mismo camino, el mismo rumbo, la senda se ensancha y facilita discurrir cómodamente por ella.

Todos engordan en verano porque el verano en sí viene a ser una desmesura. Desde a inmensidad del hacinamiento de los chiringuitos, desde las largas colas en la carretera a las masivas concentraciones en las localidades costeras, todo el entorno coopera para recibir una pauta del exceso, el desbordamiento, la hartura y la obscenidad.

Cuerpos que llegaron más o menos macilentos salen de esa cámara ignífuga orondos y rubicundos, de acuerdo a la propiedad de la situación.

Cuando después se llega a la báscula de casa cualquiera se constata como  kilográmicamente otro, apto para seguir donde se hallaba, pero extraño para la situación urbana y laboral que se reinaugura.

Sólo entonces, gracias a la comprobación de que una legión de compatriotas se encuentra en las mismas condiciones, se promete los mismos régimen es, se apunta a gimnasios parecidos y se reprocha el mismo fardo adicional, la mala conciencia tiende a aliviarse y deslizarse  socialmente para hacer una piña solidaria con el resto de los seres en la misma desazón.

Nunca se ponderará, pues, bastante los beneficios procedentes de la comunidad común, los tranquilizantes naturales que expende a granel la universal botica del aborregamiento.

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18 de septiembre de 2007
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VII. MANAGUA, BASURA, MONTAÑAS DE BASURA

La Managua diurna bulle en el Mercado Oriental. Un fervoroso hormiguero de comerciantes ambulantes, compradores, agentes de lotería, cargadores de mercancías, prostitutas, chulos, ladrones, bajo el solazo a cuarenta grados a la sombra, confusión, maleficio, bisneros, bullaranga, fritanga. El Mercado Oriental es la bolsa de Managua, una bolsa desarrapada, un centro financiero descalzo. Allí se consuman todas las transacciones, se tasan todos los precios, y entre sus infinitos callejones se compra desde un manojo de cebollas y un saco de papas, o una caja de filetes de res de exportación, o una ración de marihuana, una papeleta de cocaína, hasta un televisor a colores de treinta pulgadas, o una computadora de última generación a precios de contrabando.

Por la noche, cuando el Mercado Oriental entra en las sombras, todo huele a fruta y verduras podridas, porque lo que no se logró vender, va a dar a los depósitos de basura. Mañana, toneladas de repollos, tomates, naranjas, plátanos, que comienzan  a pudrirse, estarán siendo botados por los camiones de volquete en los basurales de La Chureca, junto a las aguas muertas del lago Xolotlán. Basura. Montañas  de basura sobrevoladas por los zopilotes. Legiones de desocupados, familias enteras, buscan  entre los deshechos, antes de que los buldózeres terminen de aplanarlo todo, mientras son filmados de lejos por extranjeros compasivos, o buscadores de fotos para un premio. 

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18 de septiembre de 2007
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Me acuso de haber blogueado / I

Todavía no sé qué diablos es un blog. Se parece a escribir en las paredes, sólo que sin paredes, ni restricciones, ni tan siquiera el anonimato del que suele gozar quien escribe un versito obsceno en algún baño. No, al menos, en el caso de quienes tenemos aquí mismo nuestra carota impresa en la pantalla. Hará unos pocos días que una amiga me confesó su deseo secreto de echar a andar un blog, zancadillado por el miedo a desnudarse en él. Que en el fondo es la tentación más grande: escribir confesándose, soltar allí las cosas más privadas, decir lo que uno sólo le diría a un absoluto desconocido en cualquier bar de paso. Incriminarse, a ultranza y sin motivo.

¿Cómo se hace para escribir un blog y aún así preservarse? No tengo la menor idea. En apariencia, el recurso de la ficción sirve para ocultarse y mantenerse a salvo, pero tal ilusión difícilmente dura más allá del tercer párrafo. Puedo ocultar muy bien lo que hice ayer o lo que haré mañana, pero no a los demonios que se agitan detrás de las palabras. Empecé, hace algo más de dos meses, decidido a fundar un espacio independiente de la vida diaria, pero muy pronto me topé con que el animalito padecía una suerte de hambre carnívora que sólo se saciaba con pedazos de mí. Pobre de aquél que crea que se puede escribir impunemente.

Además, nunca está uno solo. Cada día aterrizan los comentarios más inesperados —casi todos lo son, por cierto— y ahí tampoco cabe la impunidad. No puedo responderlos, aun si la tentación llega a ser grande, pues si así fuera acabaría dejando la vida entera aquí. Pero los leo con la voracidad extraña de quien ha cometido una fechoría y regresa al lugar del crimen a ver los resultados de su gracia, y con frecuencia se me quedan bailando entre los pabellones del encéfalo. En ocasiones, cuando no hay comentarios, es el silencio quien alza los brazos, decidido a llamar mi atención.

Quiero insistir: aun sin comprender su naturaleza, intuyo que se trata de un animal, y no dudo que sea el mismo bicho que va tras los asiduos y los hace volver. Es como si nos viéramos a diario en un café, sólo que sin café y, claro, sin mirarnos. De pronto juego a reconocer los estilos mientras tapo los nombres, como los habitués de las cantinas ubican las costumbres de los otros, y ello curiosamente me reconforta, puesto que armar un blog es en el fondo un quehacer solitario que agradece en silencio la compañía. Pero también es una ventana por la cual uno consigue asomarse hacia afuera de los barrotes de la realidad.

Es un quehacer ilógico, el del blog. ¿Qué hago ahora mismo, tres de la madrugada en Rio de Janeiro, a orillas de la cama con el teclado sobre las piernas y una princesa de carne, hueso y alma que rehúsa ser nombrada dormitando a algo más de un metro de distancia? ¿Por qué lo dejo todo, del sueño a los abrazos, por darle de comer a la fiera sin rostro que me apergolla? ¿Debería ir atrás en este par de meses, desnudar a la musa abandonada y arrancarme yo mismo la piel, a ver si el animal nos deja en paz? Pero tampoco quiero que me suelte, ni he de soltarlo yo. Creo, insensatamente, que el vicio de escribir consiste justamente en hacer lo que no se debe, ni se espera, ni se comprende. Uno a veces escribe sólo para saber de qué quiere escribir.

Rara vez sé o decido de qué tratará el blog del día siguiente, igual que en las novelas y los amores uno ignora la ruta y la intención. “¿Cuál es la intencionalidad del autor?”, solían preguntar los maestros en la carrera de Letras, y a uno le daban ganas de sugerir que al tal autor se lo estaba llevando la mierda, o que era ilusamente dichoso, o que —lo más probable— tampoco tenía idea de esa pomposa intencionalidad que tantos falsos doctos le atribuían. Sé, y eso ya es demasiado, que ahora mismo querría ser un anónimo vándalo, colgarme algún seudónimo a la medida y escribir aquí mismo algún versito obsceno, como quien deja un beso “a quien corresponda” y acto seguido escapa del lugar de los hechos. ¿Quién necesita, al fin, saber mucho más que eso?

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18 de septiembre de 2007
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DÍAS EN NYC

Llegué el domingo por la tarde. No tienen los domingos en NY esa cualidad silenciosa de los domingos en otras ciudades. Tampoco la tiene Madrid. Hay entretenidos atascos para llegar al hotel y en el coche que me transporta el conductor se ha empeñado en hacerme católico a golpes de radio. Una hora escuchando una especie de "Radio María" en versión neoyorkina latina, ¡no recuerdo peores torturas! Mi educación, lo que queda de ella, me hace soportar estoicamente esa locura de religión y música hortera. Tengo mejor carácter porque NY me excita. La ciudad siempre es la gran seductora. Están las cosas, menos algunas tan universales y gemelas, en su sitio. El ruido. Las prisas. También las pausas. Al menos las de los ricos y de los muy pobres. Parecen ser los úncos que no llevan el ritmo de esta ciudad poderosa como una enorme ballena.

Una compañera de asiento en el avión, tan necesitado de modernizar como tantos de IBERIA, me cuenta que vive en Nueva Jersey, es brasileira, descendiente de judíos huidos del nazismo. Ella quiere ser rica, casarse con un futbolista y no pasar las penas de sus ancestros. No sé si lo conseguirá. Le gusta leer. Prefiere a Machado de Assis a Paolo Cohelo. También me dijo que el libro que más le había impresionado era el Evangelio de Saramago. Me pide recomendación española. Está descubriendo a un tal Cortázar. Yo la guío por los caminos de Borges y Vila Matas. También una novela neoyorkina, de Broklyn de Eduardo Lago que ganó el premio Nadal. Y los textos de Muñoz Molina sobre Nueva York. Se me olvidó recomendar los poemas de esta ciudad de Federico. Ya los encontrará. Aunque no creo que se haga millonaria.

Pierdo mi móvil, seguro que en el incómodo avión. Me quedo bastante desconectado. Tiene su cierta gracia. Salgo a cenar con amigos españoles en esta ciudad. Les digo que quiero algo muy neoyorkino, una hamburguesa, por ejemplo. Les termino llevando yo a unos de esos sitios que me gustan, que soportan los cambios de esta parte de la ciudad desde hace más de cien años. no muchos turistas. Y muchos jóvenes o otros buenos comedores autóctonos. El lugar se llama Clarke's, un clásico, con sus viejas fotos de boxeadores y esas otras de la vieja ciudad. Está, por si alguno tiene las tentaciones carnales, en la 3º con la calle 55. Conozco otros, ya hablaremos. Les cuento la sorpresa de mi compañera de avión por el ascenso irresistible de los hispanos. En su pueblo, al lado de New Jersey, en un supermercado pone en la puerta: "No se habla inglés".

Para huir de la invasión hispana, terminamos la noche en un lugar lleno de fanáticos seguidores del último partido de beisbol de la noche. Unos fanáticos. ganaron a los de Boston. Gritan con sus novias, celebran, beben cerveza. Me suena. Vuelvo al hotel y me doy cuenta que nada cambia demasiado. El Atlético sigue sin ganar. Intento dormir. Mañana me esperan las calles de Manhattan.

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17 de septiembre de 2007
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LA PODA

El jardinero más joven repetía que había podado los tres árboles que hay frente al chalet en la misma medida, y yo sostenía que habían dejado dos sin podar cuando vinieron a comienzos de agosto y que era ésta y no otra la razón de que se viera tan disparejos. Que yo no pudiera precisar el día exacto no invalidaba las cosas pero ellos se basaban en que si yo no recordaba la fecha con precisión  tampoco recordaría cómo quedaron exactamente los árboles. Fue  inútil que repitiera que, desde el primer momento, la diferencia entre el de la izquierda y los otros dos era tan grande que cualquiera lo habría apreciado de lejos. Yo mismo, incluso, esperaba que volvieran esa misma tarde o al día siguiente para rematar la tarea porque era evidente que no podía darse por concluida.

Escuchaba mis propios alegatos y los creía incuestionables, pero el jardinero joven, teñido de plata, me replicaba que fue él quien cortó las ramas y era imposible que  hubiera dejado  unas más largas que otras, pero todavía mucho menos  que cortara  las de un árbol y no las de los otros. Efectivamente era insólito pero así fue desde aquel mismo día, les dije, no podía serenarme en la terraza del chalet y beber una cerveza tranquilo.

¿Les parecía exagerado? ¿No les parecía una faena?  Es decir, ¿no reconocían desorden  alguno por su parte? Sostenían que los tipuana crecen muy deprisa y que, en general, los árboles como las personas, unos crecen  más deprisa que otros de modo que si dos de ellos tenían ahora las ramas mucho más largas, era culpa de la naturaleza y no de su desaplicación.

¿Cómo soportarlos? La diferencia entre un tipuana y los otros era tan clamorosa como para descalificar cualquier explicación de crecimiento natural y en tan pocos días. ¿No estaban viendo, como yo, la formidable diferencia? No la veían o no la aceptaban, así que, lejos de considerar mis razones u  ofrecerme alguna  excusa, por vaga que fuera,  parecían dueños de una palabrería inagotable y de una impertinencia rayana en la locura.

Paradójicamente, sin embargo, la figura del loco empezaba a encarnarla yo porque me fui soliviantando de tal manera que hasta llegué a desear, en una tregua, que ellos me convencieran a mí y así poder reconquistar, mediante la rendición, la paz. Si seguí pugnando fue, no obstante, porque mi rendición potenciaría su autoridad y ya la había sufrido otras veces. Seguí luchando y ahí encontré mi mayor perdición porque los jardineros, viendo de qué modo  me sobresaltaba por un asunto tan trivial,   pensarían en el escaso interés que revestiría mi vida y en las cosas tan pobres en que me afanaba. ¿Qué podía finalmente hacer? Acabé dejándolos plantados  y metiéndome en el chalet. Ahora pagaba las consecuencias de confiar el jardín a unos sujetos que en numerosas ocasiones anteriores habían planteado sorprendentes problemas y presentando las más disparatadas facturas con la misma imperturbabilidad con que ahora negaban.  Cediendo y cediendo de mi parte habían continuado en el jardín durante unos diez años. ¿Con esta llegaríamos  decididamente al fin?  ¿Reaccionarían después de haberme visto tan afectado?  Fui a ducharme y al mirar por la ventana me pareció ver a un empleado subido a una escalera y cortando unas ramas de aquellos dichosos árboles. Pero observé que afanosamente, con encono, cortaba precisamente las ramas del árbol que las tenía más cortas. ¿Una ignorancia irredimible?  ¿Una tajante señal de su poder para acentuar mi paranoia? ¿Una denuncia criminal contra mi falta de juicio y de atención?

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17 de septiembre de 2007
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VI. UNA MANAGUA, O MUCHAS MANAGUAS

Pero hay todavía otros habitantes más pobres en Managua, que no cesan de llegar del campo, e improvisan sus viviendas junto a las aguas infectadas del lago, o en predios desolados que toman por asalto para levantar casuchas de cartón y ripio, conectados clandestinamente a las líneas de electricidad, para que florezca así el milagro de las antenas de televisión encima de los tejados de zinc sostenidos por piedras a falta de clavos.

Una Managua, o muchas, ¿cuántas Managuas? Todo se toca en extrema, extraña vecindad. Los barrios de la alta clase media de Los Robles, Bolonia, Altamira, prisioneros también en su miedo, muros y rejas, alambradas, culos de botellas coronando las tapias, colindan con los barrios miserables de calles sin asfaltar. Las fronteras son los cauces de las aguas de lluvia que resultan pasajes secretos de uno a otro mundo en la noche sin fortuna que cae demasiado pronto y se va demasiado rápido, parapetos de bienestar y neón a raudales de un lado, humo de fritangas en cocinas al aire libre, del otro, lo falso y lo verdadero conviviendo de noche y de día. Una tramoya, un parapeto. Una ciudad a la medida del crimen, el pequeño crimen de la barriada triste, y en la Managua artificial de aire acondicionado de los edificios gubernamentales donde señorea la corrupción con una impudicia que ya no escandaliza a nadie. 

Una ciudad dividida, que va marcando sus enemistades. Lejos de la Managua hirviente, subiendo por los altozanos de la carretera sur, hacia las estribaciones de la sierra, los más ricos se amurallan dentro de ciudadelas con guardianes privados y cámaras de vigilancia de circuito cerrado. Nuevos y viejos potentados, porque los negocios de la era posterior a la revolución de los ochenta han dado para todos, aún para los antiguos revolucionarios entre los que se cuentan no pocos nuevos ricos capaces de las más atroces excentricidades a la hora de edificar sus mansiones con techos en forma de pagodas, y cúpulas bizantinas. 

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17 de septiembre de 2007
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Nicole, Winnie Pooh y los olivos

La vida tiene momentos surrealistas. Estoy a miles de kilómetros de casa, en Ramallah, territorio palestino. Es Ramadan. Puedo oír la oración comunal que llega por el aire, transmitida por altoparlantes. Veo mails y noticias mientras contemplo un campo lleno de olivos. La calle está vacía, todavía falta hora y media para que comience la celebración religiosa. Y de repente la pantalla del ordenador me ataca con una noticia. Grupo anónimo exige a modelo argentina que cumpla con su promesa de desnudarse. De inmediato entiendo de qué se trata: yo todavía estaba en Buenos Aires cuando Nicole Neumann dijo que iba a participar de una protesta ecologista, utilizando el desnudo como forma de expresión. Todavía recuerdo la cantidad de gente -mejor dicho: de hombres- que se reunió en el sitio anunciado, Corrientes y Nueve de Julio, delante del (esta vez con razón, al menos) siempre priápico Obelisco. La TV no mostraba otra cosa. Pero Nicole no apareció. Dos semanas después, en este sitio que es otro mundo, la levedad del ser irrumpió por la ventana de mi ordenador con todo descaro -y me hizo reír.

No soporté la tentación y fui al sitio del "grupo anónimo". Además del vídeo y de la proclama que se repetía en todos los diarios -no sólo argentinos, el asunto estaba en la portada de la versión electrónica de El País-, había múltiples adhesiones espontáneas y nuevas imágenes. Escribo esto cuando todavía falta un día, doce horas y nueve minutos para que se cumpla el deadline puesto por el grupo para que Nicole se haga cargo de su promesa, pero por supuesto no creo que aunque Nicole siga vestida cumplan con su amenaza de ajusticiar al pichicho que tienen "secuestrado". (En Argentina es vox populi la pasión de Nicole por los perros.) El hecho de que la mascara-símbolo de la "organización" se inspire en el rostro de Winnie the Pooh me parece muestra suficiente de la inocencia de la broma.

Espero que los muchachones del MPBN (Movimiento Ponete en Bolas Nicole) hayan ideado un remate igualmente simpático para la humorada, una vez que la modelo los decepcione -una vez más- con su silencio. Cuando este texto llegue a ustedes, la cuenta regresiva ya habrá terminado. Espero seguir riéndome entonces, desde este sitio lleno de olivos al que le hace tanta falta una carcajada.

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17 de septiembre de 2007
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Cada quien su camposanto

“No te veo madera de político”, me dijo entonces aquel individuo antipático que para todo parecía tener respuesta, y yo lo aborrecí en secreto, como lo habría hecho con cualquiera que me soltara una verdad de ese tamaño. Recuerdo que gustaba de referirse a los más encumbrados funcionarios federales por sus nombres de pila. “Ayer cené con Jorge, mañana tengo que ir al cumpleaños de Carlos”, alardeaba, y a mí me daba náuseas la idea de mirarme en su lugar, tuteándome con esos miserables a los que día con día veía en los periódicos, repartiendo sonrisas entre ávidas y cínicas. ¿Por qué entonces seguía estudiando para político? ¿No era verdad, por cierto, que mi caso resultaba más alarmante que el suyo? El tipo era un fantoche, pero tenía el olfato suficiente para reconocer a un desubicado.

“Cuando termines la carrera, ven a verme para que te presente con mis amigos; ya lo demás correrá por tu cuenta”, me prometió, mas en lugar de hacerme ilusión, su oferta me dio pánico. Sentí de pronto un deseo imperioso de seguir para siempre en la universidad, antes que verme enfrente de los amigos de aquel político al que ni muerto habría tratado de colega. ¿Qué me costaba sonreírle, agradecerle, hacer al menos uno entre sus seductores aspavientos? Me costaba la vida, a lo mejor. ¿Qué tal si de verdad le caía bien y me cumplía aquella espeluznante promesa? ¿Y si me convertía en otro fantoche?

Años después, me topé con El lado oscuro del corazón, la película de Eliseo Subiela donde la muerte sigue al protagonista en la persona de una mujer penumbrosa que insiste en convencerlo de que abandone la escritura y se consiga algún trabajo útil. Entendí entonces la incomodidad que me paralizó cuando el fantoche de marras me prometió una ayuda que parecía más la pena capital: alguien adentro me decía que aquél tenía que ser un emisario de La Muerte Misma, que desde las tinieblas me proponía una cómoda defunción a plazos. Y eso que entonces nada sabía de Odorico Paraguaçu: eminente prefecto de la ciudad imaginaria de Sucupira.

Lo conocí hace unas cuantas horas, en la persona del actor pernambucano Marco Nanini, famoso por su entrega en los escenarios y ahora protagonista de El bien amado. Por eso no era él, sino Odorico mismo quien alzaba las manos y pedía la preferencia de los electores. “Vote por un hombre serio y gane su cementerio”, reza la propaganda del candidato que se gana el cargo mediante la promesa de construir un nuevo panteón. Innumerables carcajadas más tarde, sucede que ha pasado ya un año desde que el camposanto fue terminado y Odorico no puede inaugurarlo porque nadie se ha muerto en Sucupira.

A lo largo del resto de famosa la obra de Dias Gomes, el prefecto concentrará sus esperanzas en la muerte del próximo sucupirano, sin la cual la gran obra de su administración seguirá careciendo de sentido, para deleite de sus opositores. Hasta que sea él mismo quien con su fiambre ocupe la primera tumba. Afortunadamente, la actuación de Nanini es lo bastante espectacular para que uno celebre esas calamidades tan familiares como si nunca las hubiera visto de cerca. Diríase que toda la obra —que hace décadas fuera convertida en una memorable serie televisiva, protagonizada por Paulo Gracindo y musicalizada por Toquinho y Vinicius de Moraes— fue montada sólo para lucir al nuevo protagonista, que hoy por hoy causa sensación en Rio de Janeiro y convoca entre el público al entero Who’s Who del teatro brasileño.

Nadie sabe, se dice, para quién trabaja. Ahora que he recordado a aquel político del que jamás me convertí en colega, no descarto la posibilidad de que fuera un arcángel, destinado a advertirme que de seguir por ese camino siniestro terminaría haciéndome mi propio panteón. De modo que esta noche escribo sospechando que fui un ingrato. Si he sabido, le beso los pies.

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17 de septiembre de 2007
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PARÍS

El fin de semana fue tétrico en París. Sobre todo el sábado, en el centro de la ciudad. Había la combinación de dos eventos: les journées du patrimoine  y la technoparade. Lo primero es un día de “puertas abiertas” en todos los edificios del Estado (museos, archivos, castillos, palacios, administraciones, etc.) y en París no faltan edificios del Estado; lo segundo es la copia parisiense del desfile dedicado a la música tecno que nació en Berlín hace unos años.

No se puede mezclar dos atmósferas más distintas: por una parte, la admiración pasiva de una muchedumbre que se dedica a hacer colas, con tremendo orden, para entrar en un «hotel particulier» y comprobar la «grandeza» de Francia. Caso ejemplar: seis horas de cola para entrar al palacio de l’Elysée –ex casa de una cortesana– y ver el despacho del presidente Sarkozy. Por otra parte, algo muy contradictorio: el lento desplazamiento de unos camiones dotados de unas máquinas de sonidos dentro de otra muchedumbre bailando en un botellón con sabor a motín del baile. Para este día, la policía recibe tapones para las orejas.

En el centro de París, entre los barrios de la Bastille y Le Chatelet, los dos eventos pisaban las mismas calles, con tremenda confusión cultural. Lo peor (o lo mejor, nunca se sabe) fue el tema de la «technoparade»: el reciclaje de las basuras. Me explico: un oligofrénico en el ayuntamiento de la capital había tomado la decisión de poner en la primera línea del carnaval musical cubos de la basura gigantescos, de color amarillo, como los que utilizan los parisieiens (ver la foto de T.O.L.I). Y así fue en la convivencia de una doble celebración: el patrimonio cultural y la basura. Vivimos tiempos de confusión.

No es cierto que, tal como lo dice Bogart, alias Rick, en Casablanca, siempre tendremos a París. La ciudad se va, se pierde en la confusión del mercantilismo y de la pobreza cultural. Lo pensé mucho al leer un artículo maravilloso (en inglés) de Alice Kaplan sobre el uso de la ciudad por una extranjera. Sobre lo que hay y lo que hubo en la capital francesa. Alice Kaplan es la autora de The collaborator, un libro sobre el proceso y la ejecución de Robert Brasillach, un autor condenado a muerte por el contenido de sus libros en la época de la ocupación de Francia por las tropas nazis. Kaplan, que lo sabe todo sobre París, lo dice con suma franqueza: seguimos amando a París no tanto por lo que queda en la ciudad sino por los «recuerdos personales» vinculados a ella.

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17 de septiembre de 2007
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De lo malo, lo mejor es lo peor

Una suicida atracción hacia el abismo ha marcado con sello de fuego la piel de este país, y me refiero a España, en los últimos siglos. Si una situación era insufrible, siempre aparecía un salvapatrias que la convertía en inaguantable. En su combate por el reconocimiento, la clase dirigente española se va dando empujones hasta ponerse en el borde del precipicio. Y el que da un paso atrás es una nena.
Escribo con la olla de grillos de la pasada Fiesta Nacional catalana en la cabeza. Fiesta que debería celebrar la victoria de los borbones sobre los señores de horca y cuchillo de la región, y el inicio de la modernización de una Catalunya sometida a la brutalidad feudal y la teocracia clerical. Ese día, sin embargo, lo dedican los secesionistas a exaltarse a sí mismos en ausencia de cualquier ciudadano moderno. Un cómico de la tele catalana dio la campanada al presentarse como el heredero del cura Xirinacs. Y a fe mía que lo es. Pero gente con familia, una abultada cartilla en La Caixa, otra en Suiza, y responsabilidades adultas también se apuntó a la rebelión.

Es muy posible que la República de Catalunya tuviera un lugar en el mundo, como lo tiene Eslovaquia porque a nadie le importa. Sin embargo, estoy persuadido de que los separatistas saben que es muy duro ascender a la nada y que en una Catalunya independiente deberían conformarse con la cuenta de La Caixa. Y muy mermada. ¿Por qué, entonces, hacen el indio? Por amor al abismo. En España ha sido y es un honor ser fascista, carlista, comunista, anarquista y, en algunos medios burgueses, terrorista. Lo que no se puede ser es liberal. La tradición anglosajona, la re- pública de los ciudadanos, es lo más odiado.

Quizá por eso ha dimitido Josu Jon Imaz. Era un tipo sensato, respetuoso, pragmático. En las provincias vascongadas estaba condenado al fracaso. El abismo de convertirse en la república de San Marino 2, paraíso fiscal y Disneylandia aberzale, es demasiado atractivo para aquella gente. Ya se sabe, los humanos necesitan chutes de adrenalina cuando se sienten flojuchos.

Artículo publicado en: El Periódico, 15 de septiembre de 2007.

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17 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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