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El juego interrumpido

Durante muchos y repetidos días terminales de agosto hemos asistido al espectáculo del dolor popular retransmitido en directo con una autenticidad muy infrecuente en la televisión. El dolor popular está presente todos los días en los entierros del mundo islámico, en las familias destruidas por huracanes, incendios o bombardeos, en la omnipresencia del terror, la miseria y la crueldad, una constante en los diversos canales porque es un componente esencial sin el cual la televisión sería inútil. El contrapunto de los concursos, culebrones, series, deportes, galas y programas de obscenidad sentimental ha de ser necesariamente una presencia del dolor, la miseria y la muerte en espacios prime rate. Sólo de ese modo es posible salvar a los informativos del resto de la producción y darles un simulacro de realidad que permita pensar en el medio televisivo como algo que informa sobre algo. De no ser por la acumulación de muerte y terror, la televisión sería una play station y los adultos buscarían otros espectáculos más excitantes.

Sin embargo, la intensidad y emotividad del duelo producido por la muerte del joven futbolista del Sevilla ha superado con mucho todo lo habitual. En realidad, el suceso pertenece a un orden distinto al de la muerte en directo y no había sido planeado: escapaba por completo a la muerte televisiva habitual y por eso fue necesario un sobreesfuerzo para recuperarlo y domesticarlo.

Las familias arrasadas por un suicida en Bagdad o por un huracán en Nueva Orleans parecen de ficción si se comparan con la veracidad evidente que aparecía en los rostros de los ciudadanos trastornados por el suceso. Y ello, no por la proximidad geográfica o cultural que nos haría compartirlo con simpatía, sino porque las imágenes de desolación no venían incitadas por un daño personal, una pérdida material, una violencia en carne propia, sino por una desdicha ajena. La muerte inesperada e incomprensible de un muchacho, el espantoso aparecer del sinsentido. Algo de lo que la televisión huye desesperadamente.

Yo sólo recuerdo un movimiento popular comparable, cuando ETA compuso un escenario macabro para asesinar a Miguel Angel Blanco. En aquella ocasión la banda mostró el fondo profundo de la trivialidad política en la que se escuda, su mediocre alma funcionarial, y puso fecha a una pena de muerte dictada por el amor a la patria vasca. Aquellos dos días de reflexión les explotaron en las manos. La espontaneidad del dolor popular fue tan colosal que asustó incluso a los beneficiarios del terror, los que recogen las nueces, de manera que hubieron de retroceder algunos pasos en sus narcisismos nacionales durante unos meses, espantados ante la verdad que se había abierto a los ojos del mundo por un capricho de la banda.

Uno de los jóvenes que lloraba al futbolista sevillano ante las cámaras dijo que habría preferido perder la liga antes de que sucediera algo tan tremendo. A aquel chaval no le cabía en la cabeza posibilidad más terrorífica que perder la liga, pero la muerte del futbolista le había abierto un abismo vertiginoso. Para su horror, sí que había algo peor. La causa de tanta desesperación es la irrefutable presencia de la muerte, no como consecuencia de un acto  previsible o contabilizable (una guerra, un huracán, un incendio, un atentado terrorista, los celos del macho, la carretera, las drogas), sino como absurdo absoluto. La muerte como algo natural, inevitable, fatídico y que nos agrede a todos sin excepción. Desde la pantalla, desde el lugar de la paz y la felicidad.

Al ver cómo un joven atleta caía fulminado sin otra causa que su propio corazón, simplemente porque le había llegado su hora, todos nos hemos visto señalados por el dedo de la muerte real, la que no puede domesticar ni la administración, ni los psicólogos, ni los filósofos, ni los curas, ni absolutamente nadie. Una muerte para la que no cabe buscar culpables o responsables. La muerte de aquel muchacho es la acusación más grave que se pueda pensar contra la vida misma: que no tiene sentido. Eso es lo que desespera hasta el punto de desear perder la liga. O cosas peores. Cosas que la administración política, la garante de la paz y la felicidad, no se puede permitir.

La similitud con la espontánea manifestación que tuvo lugar cuando ETA asesinó a Miguel Angel Blanco se debe, a mi entender, a que los terroristas, llevados de su alma publicitaria, lo presentaron como un espacio televisivo, es decir, con una secuencia diseñada y previsible: proponían como premio la vida de la víctima y las pruebas a superar eran aquello que exigían de los concursantes a cambio de no asesinarle. La independencia de las provincias vascas, por ejemplo. Estaba mal planificado. La espera se hizo insoportable y las gentes salieron a la calle para exigir que los directivos anularan el programa.

En ambos casos la aparición de la muerte en pantalla provocaba un sinsentido insufrible: el asesinado de todos los días, el asesinado normal, como los dos ecuatorianos casi imperceptibles de Barajas, aparece ya muerto, como una consecuencia o un daño colateral de una causa reglamentada, y no produce espanto. Lo intolerable es la expectativa que obliga a una reflexión. O la reflexión que nos asalta a pesar de los esfuerzos que hacemos para evitarla. Cuando el horror se lleva en privado (una enfermedad, un accidente) no hay escándalo, todo queda en casa, el estado no interviene más que para recoger lo sobrante, es decir, el cadáver. Otra cosa es cuando la muerte aparece como espectáculo.

En un extraordinario ensayo titulado El arte, el terror y la muerte, el filósofo Arturo Leyte argumenta que la administración política se las entiende mucho mejor con el terror que con el pensamiento. Al fin y al cabo las víctimas del terror, como las de un huracán o un incendio, son contabilizables, forman la materia de una estadística, se pueden integrar en el sistema de la muerte televisiva o del programa de partido sin peligro. Lo en verdad insoportable es la reflexión que provoca la insignificancia de una muerte imposible de contabilizar, sea porque hay que esperarla, sea porque nos asalta sin haber sido programada, desde las pantallas de la paz y la felicidad, interrumpiendo el continuo de la publicidad.

La del joven Antonio Puerta rompió la infinita serie de partidos sedantes, la repetición serial y tranquilizadora de goles, derrotas, victorias, ligas, copas, contratos, lesiones, árbitros, directivos, equipos, y vuelta a empezar, día tras día, mes tras mes, año tras año, el ciclo repetitivo como garantía de una eternidad feliz. La misma felicidad que esa repetición de las elecciones, los ganadores, la oposición, ahora me toca a mi, han ganado los míos, nuevas elecciones, nuevos ganadores, garantía de una vida tranquila y sin fin encadenada por la lógica de la publicidad.
Sin embargo a veces lo real, como una peste hedionda, se cuela en la aséptica programación y hiere por sorpresa el corazón de millones de personas que, como suele decirse, sólo trataban de pasar un rato distraídos. Lo real no es otra cosa que la muerte, esa rareza. Y la muerte no es sino una interrupción. El momento en que algo que se daba por seguro se interrumpe. Habla Leyte del momento de inquietante suspensión que sufren los espectadores cuando se estropea el proyector y la película queda momentáneamente rota en un fotograma que muestra la entraña oculta del film, su discontinuidad, el simulacro de actividad formado por miles de escenas estáticas. Ver la interrupción, lo que hay en medio del continuo espectáculo de paz y felicidad publicitaria, unido sin diferencia al dolor y el terror espectaculares, esa nada, ese vacío, ese fotograma ciego, es lo que solemos llamar “conocer la verdad”. Y está oculta porque es lo que más tememos. Cuando de repente nos asalta por sorpresa, todo se difumina en la niebla del sinsentido, nada tiene ya importancia. Ni siquiera la liga.

Artículo publicado en: El Mundo, 1 de septiembre de 2007.

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3 de septiembre de 2007
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PLAGIO

Gran polémica en Francia entre dos autores de la casa editorial POL (Pol Ochtakovsky-Laurens). Una novela, Tom est mort (Tom ha muerto) está en el centro de lo que se va a transformar en una demanda en justicia. La novela, obra de Marie Darrieussecq, cuenta la muerte de un niño. Camille Laurens, novelista, publicó por su parte, en 1995, Philippe, el relato de la muerte de un hijo suyo en un par de horas después del parto. Laurens afirma que Darrieussecq hace un “plagio síquico” de su obra al relatar la muerte de un niño aunque nunca pasó por esta situación.

Como se trata de una visión nueva del plagio, más allá de la polémica parisiense, abogados y autores siguen con gran interés la polémica. Según Darrieussecq el “plagio síquico” se parece a una usurpación de identidad: alguien vive una experiencia poniéndose en el ser íntimo de otra persona. Al leer la novela de su rival, dice, tenía la sensación que el texto había sido escrito en su propia cama o en el sillón de su despacho.

Le Monde, Libération, y Le Figaro dedicaron amplias crónicas al nuevo concepto del plagio. Pero quizás lo más interesante fue la reacción del propios editor, Pol Ochtakovsky-Laurens. Al tener que elegir entre las dos enemigas que viven en su casa editorial, opto para Darrieussecq después de recordar a todos “una casa editorial no es una familia y tampoco es una pandilla de amigotes”. Habla de atmósfera, de reflexión, de emulación, nada de abogados, pero si existe de verdad el “plagio síquico” estos últimos van a tener un papel fenomenal.

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31 de agosto de 2007
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Turquía en ambos lados del espejo

El castillo blanco, la última novela de Orhan Pamuk traducida al español, narra las aventuras de un científico veneciano capturado por los turcos en el siglo XVII. Ya en tierra firme, el científico es adquirido como esclavo por un astrónomo local ansioso por aprovechar sus conocimientos para ganarse el favor del sultán. Pero esclavo y amo guardan entre sí un notable parecido físico. Y conforme transcurre la trama, empiezan a confundir sus historias, sus vidas y sus memorias hasta borrar los límites entre uno y otro. En una de las escenas más expresivas, los dos personajes se miran juntos en el espejo, y no consiguen discernir quién es quién.

La metáfora de Pamuk describe con gran precisión la actualidad política turca, que responde a esa misma crisis de identidad. La última convocatoria de elecciones anticipadas significó un nuevo choque entre el pasado musulmán –el del país y el del candidato Abdullah Gül- y el laicismo de estado occidental. Pero al final, con la previsible elección como presidente de Gül, el conflicto se cierra volviendo al punto de origen.

De cara al interior, el principal reto del nuevo presidente será apaciguar a las Fuerzas Armadas, guardianes del laicismo desde la fundación de la Turquía moderna. El último golpe de Estado, hace sólo diez años, forzó la dimisión de un ejecutivo islamista. Y este 16 de agosto, en su discurso de despedida del cargo, el general del Ejército Egeo Sukru Sariisik advirtió que su institución protegería a la república secular “contra toda amenaza interior o exterior, especialmente contra los esquemas mentales arcaicos, como ha hecho en el pasado, hasta la eternidad”.

Sin embargo, parece improbable que los pragmáticos islamistas turcos pongan en riesgo los límites entre iglesia y estado. Por lo pronto, Gül ha garantizado que nada cambiará y ha tratado de recabar apoyos entre todos los sectores sociales. El velo musulmán que luce su esposa no parece una razón de alarma demasiado contundente. La constitución de un gabinete de consenso bastaría para aplacar los ánimos.

El verdadero obstáculo se sitúa en el frente exterior. Durante años, el gobierno del primer ministro Recep Tayyip Erdogan, en el que Gül ha ocupado precisamente la cartera de Relaciones Exteriores, ha jugado todas sus cartas a la integración en una Comunidad Europea que le hace ascos. Hoy, la izquierda turca considera que Erdogan obedece mansamente a Europa, brinda apoyo militar a sus campañas y liberaliza la economía ampliando la brecha social, sin recibir nada a cambio. La extrema derecha, que se alimenta del nacionalismo despechado, les ha robado a los islamistas moderados un puñado de escaños parlamentarios en las elecciones de julio.

El hiperactivo Nicolas Sarkozy, que además se está convirtiendo en la única cara visible de Europa, no les pone las cosas más fáciles a Erdogan y Gül. La propuesta francesa de una “relación privilegiada” con Turquía como parte de una liga Mediterránea ha sido tomada como un insulto por amplios sectores del país. Un periodista de Estambul me dice: “Libia prácticamente ha secuestrado a un grupo de enfermeras para liberarlas a cambio de armas. Nosotros hemos pasado por un proceso de reformas y estamos construyendo un estado con garantías y libertades. Pero la propuesta de Sarkozy pone a ambos países en el mismo saco. ¿Debemos tratar de complacer a unos estados que ni siquiera saben quiénes somos?”

La respuesta, al menos en algunos sectores sociales, empieza a ser que no. Europa es un club exclusivo, pero no es el único. Muchos de los analistas y escritores con que hablo durante mi viaje siguieron con interés la cumbre de la Organización de Cooperación de Shangai, que estuvo sazonada con ejercicios militares conjuntos de Rusia, China, Kirguistán, Kazajistán, Uzbekistán y Tayikistán. Desde ese escenario, Putin reclamó un mundo multipolar en clara alusión a la hegemonía norteamericana. La presencia de Irán como miembro observador también fue elocuente.

El acercamiento de Turquía a la Organización de Cooperación de Shangai ni siquiera se ha planteado, pero en Ankara, algunos analistas opinan que se puede convertir en una alternativa interesante a la altivez de la UE. De momento, la organización parece demasiado débil en comparación con la OTAN o el Mercado Común Europeo, pero tiene otras ventajas: por un lado, les ahorra a sus miembros las incómodas exigencias de credenciales democráticas. Por otro, países como India y Pakistán ya han mostrado interés por ingresar en ella. Finalmente, en un grupo con miembros menos ricos, la importancia relativa de Turquía sería mayor.

La palabra clave de todo esto es “energía”. Según los defensores de un acercamiento a Asia, conforme la política internacional se vuelve más dependiente del petróleo, el gas y el uranio, aumenta el interés geopolítico de Turquía como umbral entre los yacimientos de Asia Central y los sedientos consumidores europeos. Ocupada como está en ser una cofradía cristiana, Europa no parece considerar siquiera ese aspecto.

Hasta ahora, nada de esto pasa del territorio de la conjetura. Pero sin duda, Turquía no será la única perjudicada con el rechazo de la UE, y quizá, ni siquiera la principal. En cierto modo, ese país siempre será un espejo con dos caras, como el de la novela de Pamuk. Si Europa no reconoce su propia imagen en ese espejo, podría descubrir, cuando ya sea tarde, que el cristal se ha vuelto transparente, y que Turquía está del otro lado. 

Artículo publicado en: El País, 29 de agosto de 2007.

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31 de agosto de 2007
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Fatalidad universal de las destrucciones

En la zona subártica de Québec y sobre una superficie similar a la de España, viven los indios Cri. En esa inmensidad blanca, costera de la bahía de Hudson, dispersos en un puñado de poblaciones, los Cri tratan de mantener su identidad. No llegan a veinte mil y su vida ancestral en los bosques, así como el nomadismo propio de las tribus cazadoras, hacen difícil la supervivencia. Durante tres años mi amiga Clara Valverde convivió con los Cri gracias a un programa de cooperación entre las autoridades sanitarias canadienses y el Consejo Cri de la Salud. Cuando aterrizó en Whapmagoostui, primera de sus etapas, la temperatura era de cuarenta grados bajo cero, lo normal durante la mayor parte del año. Su primer contacto, la responsable del programa por parte Cri, le advirtió: “Nosotros llevamos seis mil años aquí, en iyiyuuschii, “la tierra de las personas”. Cuando vinieron los primeros europeos, hace ciento cincuenta años, nosotros no sabíamos de dónde venían, pero ellos no sabían a donde llegaban”. Era su manera de advertirle que no se hiciera muchas ilusiones.

Casi todos los libros que relatan convivencias entre culturas sumamente distantes suelen adolecer de un aire novelesco. No sucede lo mismo con los recuerdos de Clara porque su transparente escritura delata un alma cristalina, tan cándida como la de los indios con quienes vive. La candidez no excluye severas turbulencias de carácter, pero es un don que algunas personas poseen para no interponerse entre el lector y lo narrado. Lo que Clara cuenta sobre los Cri tiene el brillo de la evidencia.

El drama de los Cri, como el de tantas tribus de indígenas americanos, es su incapacidad para vivir según el modelo técnico cristiano, eso que solemos llamar “civilización occidental”. Un modelo al que, en cambio, se adaptan los coreanos, los hindúes o los indios mejicanos. ¿Por qué unos pueblos pueden adaptarse y otros no? Lo ignoro, pero la inadaptación suele denunciarse como un problema para los colonizadores, cuando a todas luces es un problema de los colonizados. Quiero decir que son ellos quienes sufren los efectos de la inadaptación.

La gran amenaza que pende sobre los Cri es la construcción, en sus tierras, de enormes presas proyectadas por Hydro-Quebec. El brutal cambio de hábitat que traen los pantanos hidroeléctricos hace imposible mantener sus usos ancestrales: la vida en los bosques, la caza, los viajes rituales. De manera que la alternativa es, o bien la adaptación, o bien la extinción. A lo largo del relato uno comparte con cariño la arcaica existencia de este pueblo de carácter pacífico y bellas tradiciones, de manera que no puede sino indignarse ante la progresiva invasión de la técnica más destructiva, el abuso del poder blanco, la injusticia de ver expulsados a los indios de sus tierras y todo el cúmulo de vilezas a que nos han habituado los directivos de las grandes compañías. Vivimos, una vez más, el consabido triunfo de los fuertes sobre los débiles y la incapacidad de las naciones tecnificadas para respetar los enclaves vírgenes, las culturas silvestres, los restos de vida premoderna.

Luego, casi sin quererlo, uno se traslada a los países industrializados y comprende que tampoco en ellos la situación es muy distinta. También aquí hay una fuerza que empuja y destruye y otra que se resiste a desaparecer. Por ejemplo, en Cataluña, la cuestión tan debatida de la Línea de Muy Alta Tensión que debe electrificar el país con torres gigantescas que lo cruzarán desde la frontera francesa como una muralla de hierro. Los habitantes de los pueblitos de la provincia de Gerona por donde ha de pasar el río de kilovatios se defienden como fieras ante la invasión de las eléctricas. Como los indios Cri, son gente habituada a vivir en lugares apacibles, hermosos, en los que todavía la “naturaleza” (sea ello lo que sea) mantiene un aspecto acogedor.

Sin poderlo remediar uno piensa en los miles de ciudadanos para los que se está proyectando la red eléctrica. Los centros turísticos cada vez más escasos de servicios básicos. Los hogares cada vez mejor dotados de aires acondicionados. Las líneas férreas hipertécnicas, como el AVE. El déficit tremendo de flujos energéticos denunciado todos los días por los políticos catalanes. Y uno entiende que Hydro-Quebec no ha de ser muy distinta de Endesa, ni los Cri serán muy diferentes de los ampurdaneses.

De modo que uno se queda suspenso porque, o bien se detiene toda tecnificación para que unos pocos mantengan una vida ancestral (también llamada, abusivamente, “ecológica”) a la que tienen todo el derecho, así como a que no cruce por sus huertos ni un solo tendido eléctrico; o bien uno se pone del lado de la tecnificación (también llamada, abusivamente, “progreso”) y decide que el mayor número de beneficiados es el que manda, según reza el despiadado orden democrático.

Es difícil tomar una decisión que enfrenta minorías de vida limpia y mayorías de vida sucia. ¿Aunque quizás no son tan limpios? Porque tanto los indios Cri como los ampurdaneses también gastan electricidad: tienen aparatos de TV, neveras, microondas, ordenadores, radios, lámparas, planchas, hornos y teléfonos. Y cuando van al hospital, rayos X. Quizás si renunciaran a todo eso nos facilitarían la elección.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de agosto de 2007.

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31 de agosto de 2007
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Miénteme mucho, muñeca

A veces, la afición a la ficción da principio temprano y en la cama, cuando uno pone precio a su disposición al sueño. Me duermo, negociamos, pero sólo si me cuentas un cuento. Y a mi padre, que además de narrarlos le divierte alargarlos, mi chantaje nocturno le daba la oportunidad de contarme de nuevo, cada vez más extensa y rica en vericuetos, a lo largo de varias noches encantadas, la historia de Pinocchio. Un niño de madera que yo encontraba muy parecido a mí, aunque un pelito más desobediente y mentiroso, y esto último me reconfortaba casi tanto como saber que al final no sólo se salvaba, sino que se volvía un niño de carne y hueso. Todo gracias a los esfuerzos de Gepetto, su padre, constructor y eventual compañero de aventuras.

¿Crecería mi nariz como la de Pinocchio si me excedía pergeñando patrañas? Lo pensaba al principio, pero un par de años de experimentación me enseñaron que las mentiras, aun vertidas en cantidades bíblicas, no dejaban la menor huella en el semblante, ni podían convertirme en muñeco de palo, a condición de que las fabricara bajo un estricto control de calidad. Debió de ser a partir de ese punto que comencé a mirarme más en el espejo de Gepetto —el primer mentiroso— con la ventaja de que en adelante me ahorraría los cargos de conciencia y echaría a patadas a ese grillo metiche y mojigato que, como fui descubriendo, poco o nada entendía del sentido profundo de la historia. No es que Pinocchio deje de decir mentiras, sino que al fin aprende a pergeñarlas. No vuelven a agarrarlo en contradicciones, y esa capacidad es la que lo hace humano. Ahora bien, no estoy especulando: algo así me pasó conforme mis mentiras fueron ganando verosimilitud y solidez, de modo que a partir de cierta especialización fui expropiando la impunidad indispensable para gozar de los derechos y privilegios sólo accesibles a un niño bueno. ¿Has entendido ya, grillo mediocre?

La historia de Pinocchio intimidó mis planes de recorrer el mundo, pero la de Gepetto terminó estimulando la tentación de inventar otros. Es decir, otros mundos y otros pinocchios, que ojalá construyeran universos y personajes a su vez. Qué cosa fastidiosa es condenarse a la lectura de una de esas novelas formalmente correctas donde los personajes —evidentes trepadores literarios— se desviven por quedar bien con el autor. ¿Cómo iba a conocer Gepetto el interior del fascinante vientre de una ballena, sino merced a los buenos oficios del prototipo de embusterito de palo que con tanta ilusión había cortado, armado y claveteado? Antes que el narrador lleve a los personajes a buen o mal puerto, ellos deben lanzarlo al vientre de la ballena, mentirle sin medida y orillarlo a salvarles el pellejo, no a través de librarles de la muerte, sino de la vergüenza de ser imposibles. ¿Quién salva a quién, al fin?

Rescatar a un protagonista, y por ende a una historia, implica no poder ni querer esquivar su suerte. Por el contrario, busca uno compartirla. Y si ese personaje se mete en problemas, nada procura uno con mayor ahínco que entramparse de idéntica manera. ¿Cómo iba mi protagonista a meterse a putear a destajo, si no me sentenciaba yo también a hacer publicidad freelance, con la sonrisa puesta a regañadientes? ¿Cómo iba a ella a poder sobrevivir entre tantos machitos calentones si no aprendía yo a ordeñarle la cuenta bancaria a Mr. Client? Y ahora hay tardes que olvido bajarme de la historia y me salgo a la calle metido en la embrionaria humanidad de alguno de los personajes de la historia en proceso. Una cosa patética, porque igual que a Pinocchio de pequeño les fallan las mentiras, tienen la identidad borrosa, la memoria a medio llenar, y aparte a sus coartadas les falta lubricante. Por eso tiene uno la impresión de que al hablar les crece la nariz, los colmillos, el culo, cuando apenas ocurre que se les ha encogido el camouflage. Pero no me doy cuenta sino hasta muy tarde, cuando ya innumerables visitantes del centro comercial me han esquivado presas de un repelús como el que tendría que despertar en los honestos niños mentirosos un muñeco de palo embrujado con la nariz creciendo como un tumor karmático. Pobres tipos, no quieren aceptar que estamos todos dentro de la ballena y sólo la ficción puede salvarnos.

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31 de agosto de 2007
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IV. SE CAYERON DEL CIELO LAS ESTRELLAS

Desde el triunfo de la revolución sandinista en 1979, Nicaragua dependía de los suministros militares del campo soviético para sobrevivir. Ahora Gorbachov consideraba a Nicaragua una carga pesada, y quería aliviarla, dispuesto a entenderse con Reagan aún sin la venia de Ortega. Había ya un agotamiento del servicio militar obligatorio como recurso para seguir alimentando al Ejército Sandinista, y seguían creciendo la inflación y el desabastecimiento; y mientras se mantenía el bloqueo de los Estados Unidos, las fuentes soviéticas  que incluían petróleo, materias primas, insumos agrícolas, empezaban a cerrarse. Ortega no podía ganar la guerra, pero tampoco podía permitirse perderla, de modo que la salida única que tenía era la salida política.

La salida de negociar, entrando por la puerta que le habrían los acuerdos de Esquipulas, lo que implicaba hacer sustanciales concesiones internas en Nicaragua, algo que equivalía a que se cayeran las estrellas. “Primero se caerán las estrellas antes que negociar con los contras”, era parte del discurso oficial.

Reformar la Constitución Política recién promulgada para adelantar las elecciones, reformar la ley electoral, dictar una amnistía general, dar paso a la participación de los contras en la vida política, permitir un proceso electoral abundantemente vigilado por observadores internacionales. Todas esas concesiones, a la postre no significaron otra cosa que la pérdida del poder por la vía electoral, como ocurrió en 1990, la mejor prueba de que los acuerdos de paz habían triunfado.

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31 de agosto de 2007
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Escúchame entre el ruido

Lo más fácil sería decir que se debe a que estoy grande. Yo soy del tiempo en que uno compraba long-plays: discos de vinilo con lado A y B, que lo obligaban a uno a levantarse en mitad de la audición para darlos vuelta. En cambio estos son los tiempos del iPod, de bajarse los hits –y sólo los hits- directamente desde el ordenador.

Cuando yo era chico todo era analógico. Se esperaba con ansias que los padres se fuesen de casa, para subir el volumen al máximo. Uno disfrutaba si estaba solo, disfrutaba más si estaba en compañía de amigos y más aún si molestaba a los vecinos por el mismo precio. El presente es más bien un tiempo de escuchar para adentro, conectado a un par de auriculares mientras se circula por la calle o se corre alrededor de la plaza.

En materia de usos culturales no creo en la existencia de modalidades mejores o peores, tan sólo distintas. Somos adaptables por naturaleza: sin ir más lejos yo empecé escribiendo a mano, terminé mi primera novela en una Remington Rand y aquí me tienen, dándole a un ordenador y alimentando a diario la boca insaciable de un blog. Todavía no tengo un iPod pero es cuestión de tiempo; ahora que estoy al filo de un viaje la tentación reaparece y mis bolsillos tiemblan.

Extraño los discos de vinilo por pura nostalgia, porque me gustaba su tamaño y la generosidad del arte de tapa. Eran un objeto bello, los Cds son ante todo prácticos –y la disciplina del downloading los elimina por completo: la música vuelve a ser música y nada más, sin el regalo del arte gráfico, de las fotografías, de la lectura de las letras. Pero también extraño los long-plays por una razón más seria. La sucesión de ocho, doce, catorce temas constituía una narrativa en sí misma, con comienzo, desarrollo y fin. La secuencia de las canciones era un arte en sí mismo, en nada distinto al del editor de una película: a fin de cuentas se trataba de encontrar la mejor manera de contar la historia en cuestión. Además existía una tapa como ocurría con los libros, también un índice y a menudo un texto con notas y si se estaba de suerte, las letras.

Ahora todo se limita a la magia de una única canción. La escuché por ahí, me gustó y por eso la bajo a mi iPod para que se sume a la lista de canciones que elegí de la misma manera, con la misma arbitrariedad, del mismo modo aleatorio. Está claro que en último término la canción es el elemento constitutivo de cualquier long-play de música popular, los discos son en esencia una colección de canciones. Ocurre que a mí me gusta leer cuentos pero rara vez leo relatos aislados: más bien tiendo a leer colecciones de cuentos porque un cuento solo, por genial que sea, me deja sabor a poco. Si me gustó quiero leer el próximo ya, medir al autor con más cuidado, explorar su universo en profundidad. A fin de cuentas cualquiera puede dar un tiro con suerte, pero ocho o doce tiros similares ya indicarían maestría –y eso es, para ser sincero, lo que estoy buscando.

Por supuesto que una canción o un cuento tienen una narrativa en sí misma. Pero se consumen en un segundo, mientras que nosotros llevamos adelante vidas de largo aliento que se ven –creo yo, después de todo es cuestión de gustos- mejor reflejadas en las colecciones de relatos y en las novelas, en los discos completos más que en los singles, en los largometrajes antes que en los cortos.

Se me ocurrió todo esto el otro día, leyendo unas declaraciones de Ben Harper en el New York Times. “Yo soy uno de esos freaks a quienes les importa lo que la gente escribe y dice. Ni siquiera tengo un iPod. En mi banda me dicen que baje a Tierra pero yo sigo fiel a mi CD player. Ahí uno puede atender a la evolución de la obra de un músico, cosa que una canción suelta no te permite hacer”, decía Harper. Yo concuerdo.

A cada uno le gusta que le cuenten historias a su manera. Me pregunto cuál será la forma que a ustedes los satisface más.

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31 de agosto de 2007
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GLEZ Y LOS VÓMITOS

Me está pareciendo que Rosa Regás tiene más razón de la razonable. La quiero, aunque muchas cosas que dice, que hace, o que dicen que dice y hace, no las comparta. Aprendí a leer con el ABC. Tengo toda la estima, también muchas distancias, con ese periódico que también sigue siendo el mío. Cambié de periódico, de creencias, de algunos gustos culinarios y de otras cosas, pero nunca cambié mi vieja estima por el diario conservador, sus contradicciones y muchos de sus columnistas. También tengo aprecio por García Calero, poeta y responsable de cultura y de muchas de las informaciones por las que Rosa Regás se ha sentido perseguida. Creo que las dos partes han exagerado, el periódico y la ex directora de la Biblioteca Nacional. No soy prudente. Ni calmado. Ni tranquilo, pero al lado de Rosa me veo sereno en mis juicios y mis actuaciones. Me veo otro. Me sorprendo siendo tan prudente. Tan correcto. Incluso muchas veces he creído que Rosa exageraba casi paranoicamente sus persecuciones.

Viendo el linchamiento por tierra, mar y aire que se está haciendo con Rosa Regás, estoy empezando a dudar de mí, de los otros y hasta de los míos(¿?). Sin hablar con ella y sin creer que es razonable cómo, cuándo y para qué está contando algunas cosas, me pienso limitar para demostrar que hay intolerables formas de expresar la opinión. Hay columnistas extraordinarios, estos días nos toca hablar mucho del mejor, y también uno de los más arbitrarios. Pero nunca, ni con su peor fe, su peor escritura, podría llegar a lo que un tal Montero Glez hace en una columna del ABC, del pasado martes 28. Se llama “Papel mojado”, naturalmente no se me había ocurrido leerla. Alguien me señalo la cantidad de infamia y vómitos que contenía. Casi no doy crédito. Un poco más haciendo memoria de algunas servidumbres percibí ese valiente que se esconde con un pañuelo. Por sus escritos lo conoceréis. No creo. Pero en fin, hay quién confunde el champán con un vino peleón.

Me da pereza y otras cosas, pero reproduciré algo de esa columna vómito de Glez:

“Llegadas las vacaciones, los abuelos, al igual que los perros y los niños, se convierten en un incordio….las familias de hoy en día deberían tomar ejemplo de lo que hace nuestro gobierno con respecto a los ancianos que, lejos de orillarlos, los da cargos públicos, de responsabilidad, vaya. Y aquí viene al dedo citar a la Regás pues, además de abuela de verano, hasta ayer mismo fue baranda encargada de la Biblioteca Nacional. Todo un acierto, lo de colocar a esta anciana dirigiendo un sitio donde abunda tanto el papel. Hay que hacerse cargo, la mujer, debido a lo avanzado de la edad, tiene el muelle flojo y, por lo mismo, los periódicos los utiliza para esas gotas de incontinencia que vienen sin avisar cuando el climaterio anda ya que salpica… Que nadie se lleve a engaño pues aquí todos son excremento del mismo saco. Por éstas toca hundir tecla para señalar a toda la mancha de socialeros que, en nombre de la justicia social, se dedican a deshonrar la verdadera revolución. La misma revolución que abortó la II República con la matanza de Casas Viejas, convirtiendo al Azaña en un genocida sólo superado en nuestros días por el Javier Solana, otro de la cuerda. A ver si cuentan el episodio en la nueva asignatura y se dejan de sandeces. De momento, sólo queda celebrar que este verano haya sido el último de la abuela como directora de la Biblioteca Nacional. Y pedir que no la dejen en la cuneta, por favor, y que el verano próximo tenga su puesto de responsabilidad como taquillera en la playa de Parla. Sería lo suyo.”

Perdón por la cita tan larga…Les he ahorrado algunos insultos a la novelista, a sus opiniones y algunas escatologías. Aunque lo fundamental, el espíritu refinado, la fundamentada crítica, el estilo y el hombre quedan reflejados en lo entrecomillado. Como lector de ABC me siento insultado. Y cómo amigo de algunas mujeres de Parla, también.
 

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31 de agosto de 2007
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LOS NERVIOS

Contra la idea de que la gente nerviosa no consigue hacer nada a derechas, Proust alega en su tercer volumen de En busca del tiempo perdido (El mundo de Guermantes) que sólo gracias a las personas con nervios se obtienen resultados progresivos en las diferentes disciplinas del saber. Un artista, un descubridor, un emprendedor, son eficaces para la sociedad siguiendo el eléctrico impulso de sus nervios. El nerviosismo mantiene la mente y los sentidos en alerta vivacidad. El desasosiego, contra el que tanto se combate actualmente en los fascículos, conduce a través de sus ondas a parajes del espíritu que la calma no alcanza.

Todos los genios fueron nerviosos y, en su extremo, locos, enfermos o hasta muy enfermos de los nervios. Como en cualquier estado de ánimo el nervio puede también volverse en contra y ahorcar con sus gambetas al nervioso pero una vez que el individuo aprende a recibir la inquietud como un fino medio inquisitivo, el temblor como forma interna de auscultación veloz y la intranquilidad como una navegación sobre mares insólitos, el nerviosismo se convierte en un pulso feliz para el pensamiento, el entendimiento y la acción. Desespera tanto una persona muy nerviosa como una persona muy tranquila pero es preferible, en potencia, la comezón a la indolencia y la histeria que la ataraxia. Según una libre o enervada interpretación de Proust.

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31 de agosto de 2007
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Hocicos arcangélicos

Don Vittorio y el joven Boris difícilmente acaban de aprobar mi afición terca por la musa ausente. No han siquiera empezado, la verdad; ya bastante trabajo me costó que a su paso dejaran de gruñír. Boris pesa algo más de cincuenta kilos, Vittorio poco menos de sesenta. Maestros en el arte de seducir y extorsionar a las visitas, son hostiles sólo con los extraños y los idiotas, y a estos últimos los reconocen a partir del gestos delatores, como empuñar y alzar una escoba en su contra. He visto a dos vecinos y un jardinero lanzar la escoba por los aires y correr literalmente despavoridos luego de pretender intimidar a Don Vittorio, cuyos parientes montañeses tienen por costumbre despedazar lobos y desquiciar osos. Aquí, no obstante tanta y tan resuelta corpulencia, son poco más que arcángeles. Por eso tengo que tragarme la risa cuando alguien me pregunta si me ha costado trabajo educarlos.

¿Yo, educarlos? ¿Qué les puedo enseñar a los tipos más sabios que en vida he conocido? Por lo demás, ambos son refractarios al papelón de alumno aventajado que da autoestima al pastor alemán. Antes que obedecer, opinan con sus actos. Se manifiestan. Y el colmo de esto es que suelen ganarme cuatro de cada cinco de nuestras polémicas. Diríase quen en ciertos puntos son poco razonables porque saben que tienen la razón. No obstante, como todos los grandes seductores, compensan terquedad con gentileza; por eso les aburren las polémicas, pero al fin son inmensamente pacientes para con la pasión controladora que define a mi especie. Su misión es, al cabo, educarme. Por eso a veces no estoy tan seguro de no engrosar las listas de quienes aún viven como hijos de familia: sin ellos, mi vida sería un caos sin figura ni orillas. Basta que un día vayan al peluquero para que cunda aquí un silencio estridente y el monasterio se me vuelva prisión.

Pertenezco a una especie soberbia en su ignorancia. Menospreciamos lo que no entendemos y además exigimos ser entendidos, incluso y sobre todo cuando no nos hacemos entender. Pero Vittorio no tiene prisa: cada vez que me pongo idiota porque supongo que no me ha entendido, él espera a que yo comience a entenderlo. Cuestión de persistir, negándome resuelta y repetidamente su obediencia. Cualquiera entiende, aparte, lo complicado que es hacerse obedecer por un cuerpo de más de cincuenta kilos de peso, cuya intuición e información genética son intrínsecamente superiores. Por eso tanto él como Boris opinan, discretos pero enfáticos, que una musa es tan necesaria en esta casa como una lancha de doble motor, y es así que en ausencia de la etérea de marras se prodigan en mimos, gracias y monerías, como si de esa forma quisieran empujarme al precipicio de la comparación. ¿Explica eso que cada día me simpaticen menos los hoteles, pues en ninguno hay una nariz húmeda que tenga la bondad de despertarlo a uno como la gente?

He llegado a creer que Don Vittorio entiende cada una de mis palabras, y hoy apenas me extraña que Boris esté cerca de aprender a leer el pensamiento, si es que no lo ha venido haciendo desde siempre. El hecho es que conozco realmente poco de ellos, comparado con el ancho dossier de mi persona que los dos alimentan y consultan cada día. Saben todo lo que hice y mucho de lo que haré, incluidos los errores que no los dejaré evitar pero, sabios que son, se sienten cómodos dejándome creer que sé lo que hago y me las arreglo solo: un cuento chino que se viene abajo cuando vamos los tres en un solo auto, yo chofer y ellos dogstars, y así me miro parte de un acorazado de ciento ochenta kilos de carne, hueso y colmillos al que ningún malandro querría importunar. Aun durante las atroces embestidas de la página en blanco, cuando detrás se asoma la sombra de la nada enseñando sus fauces purulentas de hastío, mis dos cómplices le hacen frente con la fiereza de un terminator silvestre. Y de pronto para eso no necesitan más que tumbarse junto, dormírseme en el muslo y dejarme escuchar la querida cadencia de sus resuellos.

Debe de ser terriblemente agotador tener que sostener al mundo entero con menos de sesenta kilos de peso.

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30 de agosto de 2007
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El Boomeran(g)
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