Vicente Verdú
El jardinero más joven repetía que había podado los tres árboles que hay frente al chalet en la misma medida, y yo sostenía que habían dejado dos sin podar cuando vinieron a comienzos de agosto y que era ésta y no otra la razón de que se viera tan disparejos. Que yo no pudiera precisar el día exacto no invalidaba las cosas pero ellos se basaban en que si yo no recordaba la fecha con precisión tampoco recordaría cómo quedaron exactamente los árboles. Fue inútil que repitiera que, desde el primer momento, la diferencia entre el de la izquierda y los otros dos era tan grande que cualquiera lo habría apreciado de lejos. Yo mismo, incluso, esperaba que volvieran esa misma tarde o al día siguiente para rematar la tarea porque era evidente que no podía darse por concluida.
Escuchaba mis propios alegatos y los creía incuestionables, pero el jardinero joven, teñido de plata, me replicaba que fue él quien cortó las ramas y era imposible que hubiera dejado unas más largas que otras, pero todavía mucho menos que cortara las de un árbol y no las de los otros. Efectivamente era insólito pero así fue desde aquel mismo día, les dije, no podía serenarme en la terraza del chalet y beber una cerveza tranquilo.
¿Les parecía exagerado? ¿No les parecía una faena? Es decir, ¿no reconocían desorden alguno por su parte? Sostenían que los tipuana crecen muy deprisa y que, en general, los árboles como las personas, unos crecen más deprisa que otros de modo que si dos de ellos tenían ahora las ramas mucho más largas, era culpa de la naturaleza y no de su desaplicación.
¿Cómo soportarlos? La diferencia entre un tipuana y los otros era tan clamorosa como para descalificar cualquier explicación de crecimiento natural y en tan pocos días. ¿No estaban viendo, como yo, la formidable diferencia? No la veían o no la aceptaban, así que, lejos de considerar mis razones u ofrecerme alguna excusa, por vaga que fuera, parecían dueños de una palabrería inagotable y de una impertinencia rayana en la locura.
Paradójicamente, sin embargo, la figura del loco empezaba a encarnarla yo porque me fui soliviantando de tal manera que hasta llegué a desear, en una tregua, que ellos me convencieran a mí y así poder reconquistar, mediante la rendición, la paz. Si seguí pugnando fue, no obstante, porque mi rendición potenciaría su autoridad y ya la había sufrido otras veces. Seguí luchando y ahí encontré mi mayor perdición porque los jardineros, viendo de qué modo me sobresaltaba por un asunto tan trivial, pensarían en el escaso interés que revestiría mi vida y en las cosas tan pobres en que me afanaba. ¿Qué podía finalmente hacer? Acabé dejándolos plantados y metiéndome en el chalet. Ahora pagaba las consecuencias de confiar el jardín a unos sujetos que en numerosas ocasiones anteriores habían planteado sorprendentes problemas y presentando las más disparatadas facturas con la misma imperturbabilidad con que ahora negaban. Cediendo y cediendo de mi parte habían continuado en el jardín durante unos diez años. ¿Con esta llegaríamos decididamente al fin? ¿Reaccionarían después de haberme visto tan afectado? Fui a ducharme y al mirar por la ventana me pareció ver a un empleado subido a una escalera y cortando unas ramas de aquellos dichosos árboles. Pero observé que afanosamente, con encono, cortaba precisamente las ramas del árbol que las tenía más cortas. ¿Una ignorancia irredimible? ¿Una tajante señal de su poder para acentuar mi paranoia? ¿Una denuncia criminal contra mi falta de juicio y de atención?