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II. LOS CENSORES DEL BIG BROTHER

Se dice, se habla, y se discute de todo en la inmensa Red que nos cubre desde el espacio con su tejido de hilos sutiles, millones de ideas y piezas de información que bajan diariamente desde las alturas, todo lo que cabe en un tráfico multitudinario diverso, contradictorio, creativo, y por tanto, libre, una fragua constante del pensamiento que no se apaga nunca. Jamás hubo tantas posibilidades de expresar iniciativas personales, exponerlas, o discutirlas con otros, superponer el pensamiento propio al ajeno. Pero por eso mismo, ya están allí los censores enviados por el Big Brother.

La ley Patriótica aprobada en Estados Unidos tras los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001, autoriza la invasión de la privacidad de los cibernautas y sus espacios de comunicación, no sólo en el territorio nacional, sino en todo el mundo, bajo razones de seguridad nacional que buscan prevenir los actos de terrorismo.

Por otro lado, el Consejo Nacional de Información de la República Islámica de Irán ha establecido filtros muy complejos, pero eficaces, para impedir el acceso de los navegantes a miles de sitios, como una manera de preservar la ortodoxia religiosa, e impedir la disidencia política.

En Myanmar (Birmania), la cúpula militar que reina desde hace décadas, tan consciente se halla del poder de la Internet, contrapuesto al suyo propio, que al sofocar la rebelión popular encabezada por los monjes tibetanos en las últimas semanas, mandó clausurar las comunicaciones cibernéticas, y así aisló al país del mundo.

Pero volveremos a China.

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11 de octubre de 2007
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HACIA OTRO PRESIDENTE

Salvo circunstancias excepcionales, un mismo equipo de gobierno, sea del signo que sea, no debiera seguir en el poder más de cuatro años, que ya es una eternidad.

Imaginar, nada más imaginar, que el mediocre conjunto de estos ministros y ministras, con su inconsistente Presidente a la cabeza, vuelva a ocupar la escena tras las próximas elecciones de marzo, constituye una terrible penitencia que no merecemos. Ni deseamos como electores.

Cabe suponer que algunos o muchos ministros sean sustituidos pero contando con lo visto y oído no hay fundadas esperanzas de que los mejoren si, como está garantizado, su presidente continúa siendo el mismo y gesticulando de ese modo.

Del desatino presidencial en la elección de cargos y candidatos, de proyectos, leyes y estrategias, hemos padecido tantas pruebas seguidas que la probabilidad de brillantes aciertos en el futuro tiende fatalmente a cero. Pero, por encima de todo ello, la perspectiva de volver a soportar como Presidente a un señor tan poco agraciado para la política, la sociedad, la comunicación y el confort, convierte el futuro en un espacio de mal gusto. No se trataría tanto de que venga otro partido a reemplazar el preexistente –visto lo visto- como que el presidente se reemplazara, sin excusas, a sí mismo y no volviéramos a verlo ni en pintura.

Los nacionalistas decían en tiempos de Aznar que sus posiciones se habían radicalizado como reacción al PP reaccionario. Ahora los nacionalistas se han envalentonado hasta el independentismo total e irreductible ante la aburrida flacidez de Zapatero. Hacía mucho tiempo que la amenaza del terrorismo no se ha había enconado tanto y precisamente como respuesta al burdo talante conciliador que, sin tino, le brindaba este Presidente tan grácil como un papel mojado. Fin pues de esta tortura presidencial. Lo menos que un profesional debe mostrar para seguir en un puesto es facultad para gestionarlo correctamente. Zapatero ha errado lo bastante como para hacer saber universalmente que sus equivocaciones no son circunstanciales sino fundamentales y que, como sucede en otros ámbitos, no vale a España para ese destino.

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11 de octubre de 2007
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Las remakes: ¿arte o saqueo? (II)

Nunca existió un tiempo menos apropiado que el presente para los purismos. La multiplicación de los medios y la tecnología nos facilitan la mezcla, el cut up, el remix, la apropiación parcial, la recontextualización. (Hablando de Network alguien me recomendó aquí mismo leer The Nightly News, de Jonathan Hickman, que es una historieta que recurre a elementos del diseño y materiales gráficos que no son dibujos, en pos de un efecto narrativo.) El paisaje sonoro que habitamos a diario en materia de música es en algún sentido una gran remake. ¿Cuál sería el problema de tomar elementos clásicos y darlos vuelta como un guante, deconstruyéndolos o reconstruyéndolos para el paladar de otras culturas o de nuevas generaciones? ¿Acaso no es esta la dinámica propia del arte de todos los tiempos? ¿Por qué el cine debería ser intocable por encima del teatro, de la novela, de la plástica?

Cuando una obra es verdaderamente grande, su riqueza resulta tan inagotable que cada una de las generaciones que la suceden puede hallar en ella un ángulo nuevo, una interpretación valedera. Lo que los coetáneos de Citizen Kane leyeron en ese filme no es necesariamente lo que leo yo hoy en él; en consecuencia, cualquiera que adaptase Kane en tiempos contemporáneos tendería –lógicamente, deseablemente- a subrayar los aspectos del original que más nos interpelan en estos tiempos. El mismo proceso, dicho sea de paso, que el hombre viene realizando desde que empezó a contar historias: la enorme mayoría de las narraciones son variaciones más o menos transparentes de materiales de la Biblia, de la épica de Gilgamesh, de Sófocles, de Homero, de tantos otros.

El cine ofrece además una ventaja adicional respecto del teatro: nadie está hablando de destruir los filmes originales, que seguirían allí intactos para ser consultados por estudiosos o simples curiosos. No se trata, pues, de pintar encima de un cuadro terminado, se trata de pintar otro cuadro, utilizando al original como modelo. Aunque a Coco no le gusten, a mí las variaciones de Picasso sobre Las Meninas me resultan interesantes.

Todo guionista (las películas que se mencionaron en estos días fueron escritas por alguien que no era el director: Network, Vértigo, hasta Kane si hay que creerle a Pauline Kael) acepta que un director interprete el guión de su autoría a su manera. ¿Cuál sería el problema de cederle ese mismo libreto a otro director, para que lo adapte a su propio estilo?

Una remake no tiene por qué ser un saqueo. La re-creación es un proceso lícito en todas las artes. Claro que, con la de piratas que abunda…

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11 de octubre de 2007
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CHE CONFUSION

En la lectura del sitio del diario boliviano El Deber se define la tremenda confusión de Evo Morales, presidente de Bolivia, que se desplazó a La Higuera -el pueblito donde murió el guerrillero Ernesto Che Guevara- para hablar a favor de este hombre que llevó una fuerza de invasión a su país y mató a varios soldados de su ejército. Antes de empezar el acto ya se tenía una polémica. No es sorprendente descubrir la intensidad de las discrepancias dentro del ejército frente a la actitud del presidente boliviano.

Hay actos que valen más que palabras. Al actuar así, Evo Morales pone su visión ideológica por encima de su tarea de presidente. Desde la revolución bolchevice y la confusión provocada por el internacionalismo socialista no se había visto una actitud tan abiertamente opuesta a su propio país por parte de un dirigente político. Uno piensa en lo que fue en su época la incapacidad de los líderes comunistas franceses para denunciar el pacto entre Stalin y Hitler.

Los ingleses tienen una frase maravillosa cuando se encuentran en esta situación: “Right or wrong, my country”. Me acuerdo del escritor Bruce Chatwin, autor del maravilloso libro de viaje en la Patagonia. Odiaba a Margaret Thatcher y una guerra le parecía un precio muy alto para recuperar a las islas Malvinas (bueno, él hablaba de las Falklands). Al final de una diatriba de odio hacia Thatcher, sabiendo que la vida de soldados ingleses estaba en juego, expresó su opinión de manera definitiva: “Right or wrong, my country” (soporto a mi país y no importa si se equivoca).

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11 de octubre de 2007
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Lanzas, espadas, rostros y nada

Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales: narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas. La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados (casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo), aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las semanas se asoma alguien a la prensa y declara: "¡Hay que ver cómo está la literatura!", como si hablara del precio de la merluza.

Es desde luego casi imposible de creer que todavía en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a explicar la música clásica o que los conciertos de la orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio. Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus podían encabezar simultáneamente la cima literaria y la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente, para nuestro bien.

La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo llamado "cultural" y la entrada como consumidores de miles de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban el menor interés por esos productos. La masificación de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad. Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío. Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.

Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos en realidad emplear otra expresión para ser más exactos: democratización cultural. El proceso de masificación no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada al campo "artístico". Y los viejos escritos de Th.W. Adorno contra lo que él llamaba "cultura popular", así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron contra la "industria cultural" no estaban sino tratando de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más tradicional. No en vano casi todos los críticos de la "industria cultural" provenían de la izquierda. Una izquierda que creía en la clase política, es decir, en ellos mismos, como vanguardia de una población ignorante ("alienada", se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las cosas en España.

La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda. Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines "progresistas" que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron una "concesión al comercio" en cuanto el libro superó el margen que ellos habían puesto a la élite lectora. Entonces dijeron que "lo bueno de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba". Pocos años más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables novelas de Vargas Llosa.

En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue atacando "la baja calidad", "la comercialización" o "la trivialidad" de las (llamémoslas así) obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos "productos industriales". Ya era hora: Stanley Cavell lleva décadas haciéndolo.

Esta muy larga introducción pretende situar la última novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado la "cultura popular", sino todo lo contrario: es un apasionado defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál es la cima artística de la novela española actual, indudablemente Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por la literatura "comercial", sin por ello perder de vista cuál puede ser el mérito de una escritura difícil, densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.

De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y esa ha sido siempre una característica de Marías cuya primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura francesa de la época, esa híspida profesora vestida de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito de: "Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío".

La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es, creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un territorio especializado, ese que antes se llamaba "literatura de experimentación". Contiene elementos architípicos de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del "Wilhelm Meister" de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter. No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista de Marías no enlaza con la tradición romántica de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo de privilegiados de la información, el protagonista accede a un conocimiento del mundo que le está vedado al común de la gente y que le va a permitir intuir cuál será "su rostro mañana". Una vez lo averigua, como está mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.

En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente, grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos, la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca al poder político contemporáneo, es el gran secreto de una sociedad que no tendría por qué ser secreta, hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.

El argumento de la trilogía cabría en dos carillas. Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente democráticos, en cambio, para la exposición utiliza las herramientas más difíciles de la literatura exigente. Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas de Marías.

La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.

La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales. El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra, el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.

Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés contemporáneo.

En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando (yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo "cultural" parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así. La novela de Marías debería indicar a los más escépticos que es posible la máxima ambición literaria unida a la más lúcida y simpática mirada sobre "lo popular". Y que, con mucho esfuerzo y talento, se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.

Artículo publicado en: El País, 10 de octubre de 2007.

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10 de octubre de 2007
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MEMORIA HISTÓRICA

No he tenido mucho tiempo para leer con detenimiento la llamada Ley de Memoria Histórica. Sin matices, me alegro de que exista, de que salga adelante desde las instituciones. Me alegro que en el mismo día la Conferencia Episcopal anuncie la beatificación de centenares de “mártires” de eso que ellos llaman cruzada. Me alegro porque así -como casi siempre- muestran su verdadera cara. Ellos son los que desde hace décadas, desde el año 39 del siglo pasado, siguen manteniendo en sus templos esa lista de los “caídos por Dios y por España”. Nos ofenden, nos insultan, nos expulsan de sus templos aunque hace mucho tiempo que ya no nos pueden expulsar. Me gusta que se muestren como son. Al menos como son institucionalmente. Creo que no es sólo su rostro oficial, pienso que la perversión está instalada en un lugar más profundo. Así son, así nos parecen. Nada espero de ellos.
Me tocó vivir ese día en Valencia, en el día en que se celebra, se exalta, se festeja con cohetes, tracas, misas, cantos y rezos el ser una comunidad. Ser valencianos. Tuve que escuchar gritos fascistas, afirmaciones de un nacionalismo que se afirmaba contra lo catalán- y en algún caso contra lo español- y también, sin participación institucional, sé que por la tarde se celebró pertenecer a una gran cultura que es la de expresión catalana. Unos sacaban en procesión a sus vírgenes, sus mártires, sus cánticos y sus banderas. Rezaban y expulsaban.
Otros recordaban a Joanot Martorell o a Joan Fuster. Yo acababa de visitar la exposición de un “moderno” valenciano que estuvo por otros caminos estéticos y en otros tiempos históricos. La exposición del artista, pintor, cartelista, recalentador del arte del fotomontaje, abuelo del pop español, comunista y cosmopolita y realmente moderno más allá de su ideología y sus fobias. Se llamó Josep Renal. Muchos que vinieron después saben las deudas que con él tienen. Además es Renal actor principal para reconstruir la mejor memoria de nuestro arte en la República y en la Guerra Civil.
Memoria de nuestros modernos artistas plásticos. Memoria de nuestro pasado. Y si hablamos de modernidad plástica -por no escaparnos del mundo creativo de Renau- tendríamos que recordar que al lado de algunos de los más grandes artistas que estuvieron en el lado republicano: Picasso, Julio González, Miró, Alberto, Solana, Gaya- no fueron pocos los que en tiempos de guerra estuvieron con los rebeldes franquistas, con las llamadas derechas. Por centrarnos en los modernos recordaremos a Cossio, Ponce de León, Sáenz de Tejada, Vázquez Díaz, Palencia, Cabanas, Adriano del Valle, Lahuerta, Olasagasti, Legarde o los curiosos casos de Dalí o Pepe Caballero.
Sí, no viene mal tener un poco de memoria histórica. Nada que ver con los cánticos, los himnos, los rezos o los gritos que todo lo ignoran, lo ocultan y lo manipulan. No creo en las leyes como solución a las carencias, pero tampoco creo en las naciones sin ley. Tengo memoria. No me importa saber. No me cuesta creer en cosas, descreer en tantas otras.

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10 de octubre de 2007
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Las remakes: ¿arte o saqueo?

Ayer se me ocurrió proponer, por puro animus jocandi, que alguien filmase una remake de la película Network. No lo hice porque pensase que la película de 1976 es imperfecta –más bien tiendo a creer lo contrario-, sino porque estoy seguro de que la gente tiende a escapar de las películas ‘viejas’. ¿Cuántos jóvenes de hoy han visto Network? Como presumo que es difícil que lo hagan en masa, y como me gustaría que el mensaje de la película –más trascendente hoy que entonces- no se perdiese, se me cruzó que la manera más expeditiva de acercar el guión de Paddy Chayefsky a las nuevas generaciones sería hacer Network otra vez, aun corriendo el riesgo de que la nueva versión no llegue a la altura del original.

Esta propuesta mía, por cierto irrealizable (no teman, que no tengo línea directa con ningún estudio de Hollywood), suscitó un muy interesante y por cierto apasionado comentario de Coco. A Coco la noción de las remakes le pone los pelos de punta. De hecho llega a decir que una remake es en esencia un saqueo. Sus razones son atendibles. Cito de manera textual, para que no tengan que ponerse a hurgar entre los comentarios: “Según mi punto de vista (nunca mejor dicho) la obra cinematográfica es, básicamente, el retrato fiel de lo que ocurrió en aquel momento preciso. Una película es lo más alejado de la obra teatral que se puede encontrar. O de la novela… En ese sentido, el material filmado se parecería más a un cuadro… Es un instante congelado, intocable… Filmar sobre filmado me parece que está más cercano a pintar sobre el cuadro original”.

Admito que la mayor parte de las remakes son malas y se hacen por motivos espurios, siendo el principal la ausencia de buenas ideas originales. Pero a mí me parece lícito que exista la posibilidad de recrear –y conste que no digo refritar, sino recrear- buenas historias originales. Para empezar, esto ha ocurrido siempre. Shakespeare adaptaba materiales históricos o legendarios convirtiéndolos en drama teatral. (Las anécdotas originales de Hamlet y El Rey Lear pueden ser rastreadas en Saxo Grammaticus y Geoffrey de Monmouth, sin ir más lejos.) A su tiempo el cine adaptó a Shakespeare a su lenguaje y a sus necesidades, del mismo modo en que adapta novelas de toda calaña. ¿Por qué, en todo caso, sería aceptable versionar a Shakespeare en el cine –y que conste que se le han aplicado mil y un vueltas de tuerca a sus historias, algunas hasta ofensivas- y no a Orson Welles, que dicho sea de paso era un shakespiriano de ley?

Otra vez me fui de boca. Tengo una semana de incontinencia tipográfica, como me decía Jacobo Timerman. La sigo mañana.

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10 de octubre de 2007
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Otras cursificciones

Sólo hay algo más cursi que ser cursi: dárselas de anticursi. Una postura que protege al adolescente de ventilar aquellos sentimientos que teme le hundirían frente a sus iguales, que presas de las mismas aprensiones han impuesto la dictadura del cool. Ahora bien, todo aquél que haya sido adolescente sabe que no hay etapa menos cool en la vida, pues exige llevar tal cantidad de máscaras y escudos que muy difícilmente se vive a buen resguardo del qué dirán; sobran, aun así, quienes eligen petrificarse allí, envueltos por el cool artificial que permite seguir ondeando a todo trance una falsa bandera de escepticismo que concede al usuario un prestigio de duro en tal modo impostado que bien podría haber salido de un manual de autoayuda para acomplejados.

Casi todos los anticursis son, para escándalo de su fuero interno, meros cursis de armario que viven con los sentimientos emboscados por esa misma férrea autocensura que a los quince les guareció de un seguro ridículo y a partir de los veinte no ha hecho sino instalarles justo ahí, sin que lo adviertan. Pues lo más vergonzoso de ser cursi —peor aún, pretendiendo lo contrario— es que termina uno por enterarse al último, cuando propios y extraños tienen ya los bastantes elementos para pitorrearse. Sólo que ahora no lo harán abiertamente, como en la escuela, sino con la impecable hipocresía de la edad adulta, de modo que el perpetuo adolescente pueda seguir creyendo que los demás le creen que es lo que nunca ha sido.

Así como nadie está a salvo de la cursilería, caer en el prurito de la anticursilería es al menos igual de inevitable. En México y otros países del continente, se dice que tiene uno miedo de quemarse, asumiendo que el mínimo resbalón fatalmente le haría sucumbir a las llamas del público descrédito. De manera que no es la convicción, sino la cobardía lo que motiva al cool a conservarse cool por sobre tentaciones, simpatías y presuntos anhelos. Una actitud a la postre ominosa para quien se ha propuesto incursionar en las artes, que de entrada condenan a la esterilidad a todo aquél que intenta someter a la obra para salvarle el pellejo a su nombre. No lee uno con pasión los libros contenidos, sino los que desvelan los empeños de un alma intensa dispuesta a descubrirse sin poses vanguardoides ni recelos ñoños. Por lo demás, se sabe que quien mucho cuida la retaguardia nunca alcanza a rozar la vanguardia.

Podría pasarme una noche entera malentonando cada una de las canciones cursis que me sé de memoria desde temprana edad, algo que ni bajo amenazas o tortura me habrían convencido de hacer a los dieciséis años. Puedo también citar, como más de un valiente recién lo hizo aquí mismo, las telenovelas que en diferentes épocas me han atrapado en sus melosas garras. “Ando tan a flor de piel que cualquier beso de telenovela me hace llorar”, confiesa la canción de Zeca Baleiro, y al hacerlo devela una verdad punzante para quienes se creen inmunes a la cursilería: sin ella, ningún alma sensible puede decirse bien alimentada. Habría que ver, por tanto, cuántos entre los más feroces anticursis lo son por mera envidia, como cualquier villano telenovelero.

Tal vez lo único en verdad patético de cursis y anticursis sea el recurso de la impostación, pues el kitsch sólo hiede a podrido cuando exhibe su falta de sinceridad, y eso sí que es imperdonable como un beso de Judas Iscariote. Fuera de ahí, no podría por menos de reivindicar mi sagrado derecho a ejercer cuanta cursilería me resulte precisa, toda vez que el estricto e imperturbable cool no conduce sino a la frigidez y al tedio. ¿Quién detenta, por cierto, la autoridad estética para trazar los límites entre cursilería y cinismo? ¿Quién se solazará en la revancha gamberra de burlarse de quienes sollozan de alegría frente a una escena de Eliseo Subiela? Pobre de quien levante la mano: suya será la pena de escupir hacia arriba.

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10 de octubre de 2007
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NEUROSIS

Un hecho positivo procura por días el bien de poder recordarlo, recrearlo y saborear su zumo, pero todavía resulta más eficaz, para algunos de nosotros, el efecto de los hechos negativos.

Con una adherencia inaudita se apegan a la mente y no importa si el pensamiento vaga de aquí para allá, porque siempre vuelve a ese punto doloroso, lo reitera y lo convierte, al fin, en atributo. Un signo de la propia personalidad, tal como si perteneciera naturalmente a nuestra vida y, en consecuencia, no fuera a evaporarse nunca.

El remedio de ese tipo obsesivo de mal sólo es posible a través de otro recuerdo obsesivo más y de signo opuesto. Pero ¿dónde cosechar ese aditivo benéfico que borre o desbarate el vicio de regresar reiteradamente al dolor y cultivarlo como la más neurótica golosina?

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10 de octubre de 2007
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I. EL BIG BROTHER TE ESTÁ VIENDO

El espacio democrático más importante en la historia de la humanidad es el de la red ciberespacial, y hasta ahora se suponía el más libre, colocado más allá de las manos de quienes, dueños del poder terrenal, han usado siempre la censura a la información y a la difusión de las ideas como arma de represión.

Pero el Big Brother ya se dio cuenta de que no todas las ideas que circulan por esos caminos infinitos e invisibles le convienen, y declara, como lo ha hecho el director del Centro de Vigilancia Cibernética del Buró de Seguridad Pública de China, que es su misión eliminar de la red “toda información que causa daño público y enturbia el orden social”.

Como se ve, existe ya una burocracia para controlar a quienes navegan sin permiso del Big Brother. Les preocupa en China, y también en Irán, en Birmania, en Corea, y aún en Estados Unidos, saber qué es lo que llega a las pantallas, y se aseguran de que lo considerado inconveniente no llegue del todo.

Están en la mira los mensajes terroristas subliminares o abiertos, y la pornografía infantil, asuntos en los que la preocupación oficial parece legítima. Pero en no menos de 30 países, según la organización OpenNet, que trabaja en favor de la libertad de expresión en el ámbito cibernético, también se impone la veda a miles de páginas web, lugares de chats y blogs, que son considerados peligrosos por lo que allí se habla, o se dice, o se discute, en términos de política, ideología, religión, creencias culturales.

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10 de octubre de 2007
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