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LA MEMORIA

Memoria, entendimiento y voluntad.

Contempladas a primera vista componen sólo las clásicas facultades del alma pero, observadas en su acción real, cada una se comporta con una tendencia muy diferente.

Concretamente, la memoria, que ofrece innumerables provechos utilitaristas, conlleva en su desarrollo múltiples perjuicios emocionales. 

Pocos recuerdos nos hacen de verdad felices, mientras los más de ellos necesitamos pararlos  para que no nos ahoguen.

La memoria por sí misma tiende a la melancolía y en ese caldo entibiado se maceran acaso las desdichas. Más aún: la desdicha posee una gran inclinación hacia este líquido melancólico donde cambia a menudo su amargura por un jugo agridulce.

En la memoria flotan los pecios de la vida y cada uno de ellos, aún en el mejor de los supuestos, se comporta como un ungüento, una antigüedad, que, en un grado u otro, nos enferma.

Así, mientras la voluntad se relaciona con la energía, la musculatura y la sazón de uno mismo, la memoria evoca una mente usada que hallará más acomodo en los espacios marchitos.

Igualmente, el entendimiento, aunque sea del mismo mal, denota un vigor que será capaz de enfrentarse y doblegar lo indescrifrado  para, en su trituración o combate, obtener finalmente una sustancia luminosa.

La memoria abre sus anchas manos sobre el territorio pretérito y trata de apresar sus piedras  preciosas pero  siempre, inesperadamente, recoge entre sus dedos tantos o más elementos dolorosos que dulces o alegres. El dolor se adhiere con naturalidad al pasado mientras el placer, todavía insatisfecho, se sitúa con la mayor esperanza en el futuro.

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26 de septiembre de 2007
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Negev

La excusa era la búsqueda de una locación. Un par de secuencias de la película que quiero filmar transcurrían en el desierto, y por eso le pedí a Pasqual Górriz, fotógrafo (y amigo) extraordinaire, que me llevase hasta el Negev. Más allá de la necesidad práctica, lo que perseguía en el fondo era revivir una sensación. Siete años atrás, en plena noche, había pasado junto al Negev de regreso de Eilat, otra vez con Pasqual al volante. Como la ruta estaba desierta, le pedí que apagase las luces del auto y que se detuviese al borde del camino. Desde ese borde contemplamos las arenas, iluminadas tan sólo por las estrellas. Fue como contemplar el infinito desde un palco preferencial. La brisa redibujaba el contorno de las dunas. Era igual que contemplar el océano, sólo que se trataba de un mar de plata -y silencioso, como el universo previo al Big Bang.

Pasqual recurrió a los oficios de otro amigo, oriundo de Be'er Sheva, para que oficiase de guía. Lo llamaré Nimrod aunque no sea ese su nombre, para permitirme referir cosas que me contó no como entrevistado, sino en su condición de amigo de mi amigo. Además de crecer en la región, Nimrod hizo allí buena parte de su entrenamiento militar. Dice que lo soltaban en mitad del desierto casi sin agua y que además de sobrevivir debía escapar del ataque de francotiradores y de helicópteros que se desplazan en silencio. Cuando alguna de las balas de salva impactaba en su cuerpo, los sensores electrónicos activaban una alarma del uniforme que resultaba enloquecedora.

Le cedo el asiento del copiloto y regresamos a la ruta 40. Después cogemos la 19, a la altura de Shivta. Esta vez llegamos a media mañana, bajo luz incinerante.

El Negev no es como los desiertos de las películas de Hollywood. Si bien hay arena y ocasionales dunas, su aspecto general es el de paisaje marciano. Una teoría atribuye sus cráteres a la actividad volcánica. Yo prefiero otra, la que sugiere la caída de una lluvia de meteoritos en tiempos inmemoriales. Me gusta creer que el Negev es una postal de otros mundos, que alguien envió desde el más allá sin remitente alguno.

A la altura de Eilat, el promedio de las lluvias anuales suma cero. El terreno está cruzado por wadis, el cauce seco de los ríos que ocasionalmente revive en los inviernos -cuando, créase o no, suele nevar.

Camino a Shivta, memorial de la gloria de los nabateos, los campamentos beduinos brotan a ambos lados de la ruta. Tiendas y casas de hojalata, antenas de TV, camellos a la sombra. Los árboles parecen tener melena, antes que una copa. Según Nimrod, son de una especie que Abraham plantó cuando descubrió siete pozos de agua en la región; de hecho Be'er Sheva significa 'pozo del pacto', en memoria de la alianza que Abraham suscribió con Abimelech para asegurar abrevadero para su ganado y su gente. Después de contarme este asunto Nimrod retoma su discusión con Pasqual. Está indignado por su postura abiertamente propalestina, que según él atenta contra la supervivencia de Israel.

Finalmente llegamos a las Arenas de Agur. Es lo que yo estaba buscando, ni más ni menos. Mi ojo dista de estar entrenado, pero no es difícil encontrar huellas de animales. Algunas parecen haber sido producidas por perros, o criaturas de parecida familia. De otras no me atrevo a decir nada. Para mi sorpresa, de tanto en tanto encuentro formaciones naturales que parecen ojos. Pequeños montículos cubiertos por vegetación corta y espesa, que protegen orificios de medio metro de diámetro. (Tengo fotos que lo prueban.) Quizá oficien de guarida a las criaturas innominadas. Trato de preguntarle a Nimrod, pero está demasiado ocupado discutiendo con Pasqual. Me quedo con lo único que puedo colegir: el desierto del Negev tiene ojos.

A medida que asciendo la enorme duna, la discusión entre Pasqual y Nimrod se va perdiendo. No me cuesta nada comprender a Moisés, que dejaba atrás a su quejoso pueblo buscando la paz del Sinaí, la calma que sólo se obtiene en las alturas. Una vez en la cima me siento en la arena. Enciendo un cigarrillo. No se oye nada.

Durante algunos minutos mi vida es perfecta.

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26 de septiembre de 2007
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GALLOS A TODA HORA

Masatepe, donde nací, es un pueblo de galleros. Uno oye cantar gallos por cualquier rumbo y a cualquier hora de la noche, no solamente al alba como corresponde, y eso sólo puede ocurrir en un lugar donde hay jaulas de gallos en cada patio, desvelados por la pasión de la próxima pelea. Entre mis memorias de niño está siempre el ambiente festivo de las galleras los domingos, adonde yo entraba clandestino, el bullicio de las apuestas, las discusiones y los desafíos a voz alzada y las burlas contra los dueños de los gallos perdedores que sólo servirían ya para ir a dar a la olla de la sopa.

Las peleas de gallos se hallan ahora en la mira de las sociedades protectoras de animales, por crueles y sanguinarias, igual que las lidias de toros. Pero los gallos, igual que los toros, están también en la literatura, recuerden sino El coronel no tiene quien le escriba, la narración clásica de García Márquez, o El Gallo de Oro, de Juan Rulfo.

¿Y qué distancia hay, de todos modos, entre los gallos y la literatura? Desde la hora en que el gallo de la pasión cantó tres veces, tenemos gallos en nuestras vidas, y no hay distancia entre vida, pasión y literatura. “Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Paga mi deuda y no la olvides", dice Sócrates a su amigo antes de tomar la cicuta, una frase cuyo sentido permanece en el misterio a través de lo siglos.

Hasta San Agustín escribió sobre las peleas de gallos.

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25 de septiembre de 2007
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LLANTO ECONÓMICO

Poca gente ignora ya que la situación económica es mala y tiende a ser peor, pero los medios recogen sin cesar las opiniones de los expertos que buscan tranquilizar a la población.

La tranquilidad de la población representa actualmente un activo de primera categoría.

Si los pobladores se pusieran nerviosos o muy nerviosos y reclamaran su dinero en los bancos, el sistema se hundiría, siendo el sistema, en primer lugar, la plataforma financiera.

De este derrumbe se perjudicarían también los pobladores pero ante todo el poder bancario que abatido dejaría en evidencia la patraña fundamental: los bancos se apoyan en la confianza de los clientes y los clientes se apoyan en la confianza hacia los bancos.

De la confianza de los bancos en unos clientes se ha deducido estos dos últimos años una masiva prestación de dinero; de la confianza de otros clientes en los bancos se deriva que los bancos dispongan de dinero suficiente para los préstamos.

El círculo virtuoso se rompe cuando la codicia bancaria ha prestado grandes sumas a una población –muchos emigrantes entre ellos- altamente vulnerable, sectores sumamente frágiles a un posible descenso de sus ingresos o la pérdida de empleo.

La construcción se detiene y millones de factorías vinculadas a  ella, desde la producción de cemento a los muebles, desde el acero a los espejos y las moquetas, sufren para devolver las deudas contraídas con los bancos.

Los bancos necesitan que los plazos de devolución se cumplan para continuar su negocio pero el negocio se interrumpe precisamente a causa de la incontrolada aplicación de la estrategia del negocio.

Todo el mundo sabe que las cosas están mal e irán a peor en los próximos meses, pero los expertos son los primeros interesados en mentir. Unas veces, estos expertos son políticos que anhelan volver a ser elegidos, otras son gobernadores de bancos centrales que siguen las órdenes del Gobierno, otras son los analistas financieros cuyas sociedades tienen acciones en bolsa o son asesores de compañías a las que no les conviene perjudicar mediante sus diagnósticos negativos.

La maraña de intereses mantiene la tela de araña suspendida en el vacío. Bastará que alguien se vaya de la lengua, descarrile aparatosamente o se asuste, de acuerdo a las circunstancias, para que la situación revele su gravedad.

Bastará, en todo caso, esperar un plazo para ver cómo el paro aumenta, el consumo se retrae, la bolsa se tambalea, los bancos se ahogan y la economía, dando un vuelco, expondrá a todos su vientre de cristal y llanto.

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25 de septiembre de 2007
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Fin de semana en Marte

Supongo que podría echarle la culpa al viaje agotador que acaba de terminar, y a la intensidad con que viví tantos días entre los Estados Unidos, España, Israel y Palestina. Pero no quiero engañarlos. Aunque no hubiese movido el culo de mi sillón durante un mes, seguramente habría hecho lo mismo. Para delicia de mi hija más pequeña, me pasé gran parte del fin de semana viendo la primera temporada de Veronica Mars, la serie creada por Rob Thomas y protagonizada por (suspiro) Kristen Bell. Quiero decir: veintidós capítulos de casi una hora de duración. Hagan la cuenta. ¡Casi un día entero dedicado de corrido a la detective amateur!

Había oído hablar de la serie y terminé pescando la segunda temporada por TNT. La tercera la agarré empezada, y me deprimió tanto el hecho de que el canal decidiese no firmar contrato por una cuarta, que me perdí el final. Todo es cuestión, ahora, de esperar al 23 de octubre. Es la fecha en que la temporada final sale editada en DVD. Ya no puedo hacer otra cosa. En su momento me plegué a una campaña de firmas (lo confieso), que terminó enviando miles de golosinas, las célebres 'Mars bars', a la directora del canal. Vaya a saber quiénes terminaron empachándose con el obsequio. A todos los que digerimos tan sólo nuestra frustración no nos queda más que ver los viejos capítulos y rezar para que Kristin Bell no desaparezca de las pantallas. Por el momento no nos está yendo mal. Su voz es la del relato en off de la serie Gossip Girl, que se estrena aquí en noviembre. Y además la veremos en Héroes, ya que participa en no menos de trece capítulos de la nueva temporada. Y el año que viene se estrena en cine Forgetting Sarah Marshall, una comedia de Judd Apatow en la que interpreta a la chica inolvidable del título.

Veronica Mars no hizo historia ni nada parecido. Era una serie muy bien pensada, sobre la hija adolescente de un ex policía metido a detective privado que, algo inevitablemente, sigue en los pasos de su padre. Aunque así contada suene a Nancy Drew, me gustaba porque el mundo en que transcurría no era edulcorado (¿cuántas series para adolescentes están protagonizadas por una chica de 17 que fue drogada y violada durante una fiesta?), porque tenía diálogos inolvidables y un gran sentido del humor. El actor que interpretaba a Logan Echolls, el chico-malo-transformado-en-bueno, también es digno de ser tenido en cuenta: se llama Jason Dohring y merece un gran futuro. Pero la clave del éxito es, sin duda alguna, la protagonista Kristen Bell. A los 27 años, Bell es de las pocas actrices que pueden aspirar al parangón con Audrey Hepburn: por delgadas y menudas, claro, pero también por su capacidad para moverse entre el drama y la comedia como pez en el agua y por el encanto que exuda aun cuando no hace nada. Si le temo a los papeles que interpretará en Héroes y en Sarah Marshall es porque sus personajes parecen más equívocos que Veronica Mars. Los hará más que bien y convencerá al mundo entero de su versatilidad, pero ¿quién puede sentir placer disfrutando odiando a Audrey Hepburn?

La termino aquí porque mi hija quiere que entre en Amazon a comprar la segunda temporada. Las cosas que hay que hacer para ser buen padre...

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25 de septiembre de 2007
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Yo también soy Violetta

“Ni siquiera se me sindicalizan”, respondió alguna vez Juan Villoro a la pregunta de Javier Marías en torno a una hipotética revuelta de personajes. Ahora Marías le confiesa a Juan Cruz que en ese aspecto no tolera rebeliones frente a su voluntad de escritor. “Faltaría más”, agrega. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando la historia exige que sus personajes sean voluntariosos y respondones? Cierto es que llega siempre el momento de mostrarles quién manda en el cuaderno, aunque sea para evitar la desbandada, pero de pronto uno disfruta más cuando le contradicen y solos modifican el rumbo de la historia, o hasta su misma forma de ser y estar. Nunca sé si conozco a mis personajes, por eso voy tras ellos presa de la ansiedad de meterme de un brinco en sus zapatos. Elijo, en todo caso, cuáles partes contar y qué rincones deben permanecer ocultos. Pero el hecho es que sí, los prefiero rebeldes.

Por todo lo anterior, aborrezco a los personajes sumisos, y todavía más a los lambiscones. Que por supuesto no es el caso de los de Marías —a menudo implacables como su autor, que corrige el lenguaje pero jamás el curso de la historia—, sino el de los de aquellos novelistas a quienes el exceso de laureles ha acostumbrado a la comodidad. Volviendo al espinoso tema de ayer, los veo rebasados por la patrulla que antes los perseguía y ahora los cuida como a un congresista; nada que no se note cuando uno empieza a recorrer las páginas y en vez de historia se topa al autor, embelesado por la luz del espejo. Los hay incluso que no persiguen más que ser glorificados, de modo que aman u odian a sus críticos de acuerdo a los laureles que les otorgan, y a la hora de concebir personajes se sienten más seguros arrebañándolos. Y ahí sí que no negocio: antes soy mal cuatrero que buen pastor.

Un personaje que hace todo cuanto le ordeno se parece al amigo que nos da la razón de forma sistemática, o a la mujer que por supuesto amor nunca ha osado decirnos que no. ¿Qué otra razón tendría para soportar a tamaños pelmazos, como no fuera la conveniencia de utilizarlos para hacerme la fama de biempensante, procurar el favor de lectores sedientos de complacencia o ganar posiciones de poder político? Toco madera. Me niego a defenderlos o a que me defiendan, mas espero que al menos, ellos sí, sean tan poderosos e impunes como un envenenador invisible. Que digan lo que yo jamás diría y revelen lo que aún desconozco. Que hagan frente a la historia mientras uno se hace humo detrás del escenario, confundido entre putas, menesterosos y ladrones.

En su reciente Piedra de toque, Mario Vargas Llosa habla de Charles Dickens como actor de sus textos, y asegura que él mismo ha sentido también “ese inquietante milagro que es, por un tiempo sin tiempo, encarnar la ficción, ser la ficción”. Lo cual me recordó sus confesiones en torno a la creación de Pantaleón y las visitadoras, la novela que sólo se dejó escribir desde la chusquedad, pues tanto historia como personajes eran naturalmente desternillantes. Personalmente, no conozco osadía preferible a la de convertirse uno mismo en ficción, ser personaje antes que persona y atreverse con él a las más extremas impudicias, para al cabo temerse, con retorcido orgullo, poca cosa en comparación. Escribir para desaparecer: tal es el desafío y el deleite.

Con alguna frecuencia desconcertante, se me aparece alguna lectora de mi Diablo Guardián para usurpar la identidad de la protagonista. “Yo soy Violetta”, dicen, a lo cual les respondo con la misma pregunta defensiva: “¿Y yo qué culpa tengo?”. Pues desde siempre mis personajes favoritos son corpulentos e individualistas, y el hecho es que a Violetta no quise controlarla ni siquiera en los años que dediqué a ser ella y renunciar a mí, que de repente soy tan predecible. Pues era abordo de ella, desde ella, dentro de ella, que podía probar el privilegio de renunciar a toda especie de obediencia y levantarme en armas —sus armas— contra lo que hasta entonces creí ser y querer. Y ahora que ya navego en otra historia y tengo que ser otros, cualquiera excepto yo, me exijo cuando menos ubicarme a su altura y cumplir con el postulado de Javier Cercas en torno a la función del narrador: Lo que importa es pelear, seguir peleando.

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25 de septiembre de 2007
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LA MUERTE DEL BAILARÍN

Historias que la vida escribe para la literatura, y que se leen en la página roja de los periódicos. He aquí una. Este muchacho de 24 años, con mujer y cuatro hijos, de carácter alegre, se gana la vida de pueblo en pueblo vendiendo chinelas de hule que carga al hombro en una caja de cartón. Tan alegre es su carácter que, en uno de tantos caseríos que le toca visitar, no duda en aceptar la invitación que le hacen de asistir a la fiesta de los 15 años de una niña a la que ni siquiera conoce.

Es un viernes. En la fiesta se improvisa un concurso de baile y el vendedor ambulante, que además es un excelente bailarín, derrota uno tras otro a sus adversarios en el concurso, hasta alzarse con el premio ofrecido. Se sienta feliz. Uno de los concursantes, sin embargo, no admite tan fácilmente su derrota por parte del forastero, y le dispara en media fiesta dos balazos causándole de manera inmediata la muerte. Las parejas se desbandan, la música se calla.

La nota viene ilustrada con la foto de la viuda y los cuatro huérfanos, el menor de ellos de apenas cuatro meses de edad, e inserta en un recuadro el rostro del bailarín empedernido, sonrisa irónica, bigotes estirados y cabellera abundante. Personaje ya desde ahora, para ser recordado en un cuento, o en un corrido.

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24 de septiembre de 2007
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EL AGUA

El  agua es, sin duda, benéfica y salvífica, pero el agua que desborda un lavabo o un fregadero, que desborda un cubo o una balsa, delata su aspecto monstruoso. Recuerda a un niño que babea sin tregua o  que vomita una endulzada suma de alimentos pálidos. Esta manera desvertebrada de suceder el desbordamiento, boba, adormilada,  evoca también el modo en que se comporta la sangre que dobla los bordes en las heridas y se despliega  abandonada a su ciega querencia  de manar como un ser sin huesos sobre una superficie fácil, fácil a la indolencia, fácil a todo.

El agua busca la facilidad. Es noble cuando embalsa  en grandes cantidades geológicas pero fuera cuando se derrama o escapa descubre su talante pusilánime, su deseo de abandonar cobardemente el lugar y extenderse sin cuidado a la propiedad de las otras cosas solo pendiente del obsceno desmantelamiento de su cuerpo y deteniéndose sólo cuando su misma elasticidad se agota.  El agua es feliz pero ególatra, falaz y, a poco que se la deje. Presta aprecio a quien la contenga en su seno pero es temible  ensanchándose como la panza de un pez o como un mal transparente  dispuesto a contagiar su maldición. Ella misma se siente como una secreción total, la obvia y suprema  secreción del mundo.

No diría sin embargo lo mismo del mar aunque también alude a una sangre gigantesca.  El mar, con todo, es otra cosa, aunque también sus romances  ocultan su otra cara inclemente, el amargo salado de sus sorbos, el estómago salobre  de ese océano que, si  a la vista  trasluce nobleza y salud, en la profundidad despliega su obesa mano de angustia.

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24 de septiembre de 2007
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Arrímense, sirenas

Uno sabe que estuvo en el infierno cuando la sola idea de dar un paso atrás le provoca un horror a prueba de plegarias. Hay quien piensa que vale ser compasivo para con ciertos monstruos del pasado, pero lo cierto es que éstos desconocen la compasión. En su novela El vuelo de la ceniza, Alonso Cueto cita a un personaje que da cuenta de otro pensando en "corregir al mundo de su presencia". No sé si sea lo ideal apoyarme en las divagaciones siniestras del doctor Boris Gelman, a quien Cueto presenta como un psicópata cobarde, pacato y gazmoño; pero el hecho es que el loco me ha dado ideas, y no puedo por menos de implementarlas.

Cuando llamé a la puerta del nefando cazador de brujas Fray Severo Himmler-Hopkins, sabía que corría el riesgo de despertar engendros peligrosos y puede que invencibles, pero me dominaba un frenesí comparable al que lleva pendiente abajo a los personajes de Howard Phillips Lovecraft, sólo que ahora no pretendía hacerme con los secretos últimos del Necronomicon, sino apenas echar de mi vida a un monstruo pernicioso que en mala hora habíase vestido de musa y hasta fingía irse, para mejor quedarse. A pesar de que creo, con Camus, que en cualquier caso deben ser los medios los que justifiquen al fin, y jamás al contrario, esta vez me aquejaba una rara premura por recibir la bendición del diablo.

Para quien vive de contar historias, sólo hay lugar para una clase de culpa, proveniente de la esterilidad. No escribir a lo largo de un día completo lo deja a uno con la conciencia untada de cochambre; una calamidad contra la cual el blog presenta propiedades analgésicas y enervantes. A la larga, no obstante, la suciedad se va acumulando en el fondo de la marmita y ya no basta el blog para desprenderla. Cuando intenté volver a la novela en ciernes, de espaldas a la ausencia de la falsa musa, su fantasma se alzó, resuelto a interponerse entre el proyecto y mi espada: la queridísima Mont Blanc Nautilus que poco o nada entiende de piedad. Así, con ella en mano, acudí a Fray Severo.

  —Nada me gustaría más que ayudarte, hijo mío, pero antes debes entregarme tu Excalibur —ironizó de entrada el chozno de Matthew Hopkins, rodeado por ese halo de mentirosa devoción que hace tan peligrosos a ciertos clérigos.

¿Qué se hace en estos casos? Lovecraft, que era en el fondo un beato pusilánime, tal vez habría corrido por un crucifijo, pero yo dije que iba a vivir sin apelación. Por eso le encajé la espada en el vientre a Fray Severo, luego al fantasma terco, que había llegado intempestivamente a felicitarme, y acto seguido me moví de la escena, comprendiendo de pronto que en este oficio no hay bendición que sirva, por maldita que pueda parecer. Pues lo que más se quiere y se requiere no es salvarse, sino acceder a la condena plenaria. ¿Había para ello camino más seguro que liquidar tanto a la bruja como a su cazador?

Nada le hace mejor a la escritura como traer una patrulla detrás, de preferencia con la sirena prendida. Cuando los personajes de la novela en proceso me vieron llegar, espada en mano y con una hilera de patrullas en mi rauda procura, lo celebraron disparando misiles al aire; ninguno como ellos entiende el daño que hacen las bendiciones a quien ya se propuso corregir al destino espada en mano. Que corra, pues, la hemoglobina de monstruos y fantasmas. Es momento de acelerar a fondo y atropellar a todo cuanto se interponga. Nada le haría peor a la escritura como ser rebasada por las patrullas y verlas convertidas en escoltas.

Que me reviente un rayo a media tempestad si añoro los avernos de la falsa musa. Atrás, supersticiones agachonas. Vade retro, nostalgia chantajista. Detente, sombra de mi bien esquivo. Por estricta disposición del administrador, a partir de este punto se prohíbe la entrada a las musas, falsas o verdaderas, etéreas o concretas, repelentes o hermosas. Toda infracción será castigada con mínima piedad y extrema sevicia. Y ahora a correr, que ahí vienen las patrullas.

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24 de septiembre de 2007
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Tres títulos, una novela

La última novela de Mayra Montero cambia de título con cada idioma. En castellano es Son de Almendra; en inglés, Dancing to «Almendra»; en francés, La Havane, 1957. Acabo de leer la versión francesa y puedo entender la inestabilidad del título. El libro no es una novela sino varias novelas que uno escoge según su anhelo de vivir en un mundo específico.

La primera frase mezcla el asesinato del capo de la mafia Umberto Anastasia en Nueva York con otro asesinato, el de un hipopótamo en el zoológico de la Habana. Esta frase pone en marcha una novela policíaca, bien cocinada y que se apoya en figuras de la mafia de los años 50: Lansky, Anastasia, Lucky Luciano o Diconstanza. Es la novela que se merece el título francés, pues estamos en un momento de ruptura: Cuba pasa del mundo del dictador Batista al de otro dictador. Se nombra una vez a Guillermo Cabrera Infante, una vez también a Fidel Castro. Se adivina algo, un cambio mayor, pero no se sabe muy bien, tal como no se sabe con certeza quién mató a quién en este mundo del hampa.

El título norteamericano corresponde a una visión más amplia de la obra. Más allá de la novela policíaca existe un relato del amor y de la soledad en este libro. Hay dos voces que alternan según los capítulos. Por una parte un reportero obsesionado con el mundo de los mafiosos. Por otra parte una mujer extraña: fue criada por una chinata, le falta un brazo, espera a los magos y al final no entiende la diferencia entre un circo y la vida urbana. Esta novela se ganó la portada del suplemento de libros del New York Times, lo que es una verdadera hazaña para un escritor latino.

Pero por fin, hay la novela tal como es, con su título en castellano. Es una referencia a un danzón famoso del músico Abelardo Valdés. Para mí esta novela es la del baile, del calor y del cansancio amoroso de La Habana. Muchas páginas son retrato de la noche en la gran metrópolis del Caribe. Salir, comer, acostarse con los amados y los no tan amados, atravesar la ciudad que espera el amanecer. La destrucción de una familia, la muerte de mafiosos o de animales, el final de amores sin ilusión se mezclan en unas tinieblas que no tienen salida. En esta novela, un mundo se va y ya se adivina cómo el otro no va a cambiar nada a la condición humana.

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24 de septiembre de 2007
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