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Otras cursificciones

Por 10 de octubre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Sólo hay algo más cursi que ser cursi: dárselas de anticursi. Una postura que protege al adolescente de ventilar aquellos sentimientos que teme le hundirían frente a sus iguales, que presas de las mismas aprensiones han impuesto la dictadura del cool. Ahora bien, todo aquél que haya sido adolescente sabe que no hay etapa menos cool en la vida, pues exige llevar tal cantidad de máscaras y escudos que muy difícilmente se vive a buen resguardo del qué dirán; sobran, aun así, quienes eligen petrificarse allí, envueltos por el cool artificial que permite seguir ondeando a todo trance una falsa bandera de escepticismo que concede al usuario un prestigio de duro en tal modo impostado que bien podría haber salido de un manual de autoayuda para acomplejados.

Casi todos los anticursis son, para escándalo de su fuero interno, meros cursis de armario que viven con los sentimientos emboscados por esa misma férrea autocensura que a los quince les guareció de un seguro ridículo y a partir de los veinte no ha hecho sino instalarles justo ahí, sin que lo adviertan. Pues lo más vergonzoso de ser cursi —peor aún, pretendiendo lo contrario— es que termina uno por enterarse al último, cuando propios y extraños tienen ya los bastantes elementos para pitorrearse. Sólo que ahora no lo harán abiertamente, como en la escuela, sino con la impecable hipocresía de la edad adulta, de modo que el perpetuo adolescente pueda seguir creyendo que los demás le creen que es lo que nunca ha sido.

Así como nadie está a salvo de la cursilería, caer en el prurito de la anticursilería es al menos igual de inevitable. En México y otros países del continente, se dice que tiene uno miedo de quemarse, asumiendo que el mínimo resbalón fatalmente le haría sucumbir a las llamas del público descrédito. De manera que no es la convicción, sino la cobardía lo que motiva al cool a conservarse cool por sobre tentaciones, simpatías y presuntos anhelos. Una actitud a la postre ominosa para quien se ha propuesto incursionar en las artes, que de entrada condenan a la esterilidad a todo aquél que intenta someter a la obra para salvarle el pellejo a su nombre. No lee uno con pasión los libros contenidos, sino los que desvelan los empeños de un alma intensa dispuesta a descubrirse sin poses vanguardoides ni recelos ñoños. Por lo demás, se sabe que quien mucho cuida la retaguardia nunca alcanza a rozar la vanguardia.

Podría pasarme una noche entera malentonando cada una de las canciones cursis que me sé de memoria desde temprana edad, algo que ni bajo amenazas o tortura me habrían convencido de hacer a los dieciséis años. Puedo también citar, como más de un valiente recién lo hizo aquí mismo, las telenovelas que en diferentes épocas me han atrapado en sus melosas garras. “Ando tan a flor de piel que cualquier beso de telenovela me hace llorar”, confiesa la canción de Zeca Baleiro, y al hacerlo devela una verdad punzante para quienes se creen inmunes a la cursilería: sin ella, ningún alma sensible puede decirse bien alimentada. Habría que ver, por tanto, cuántos entre los más feroces anticursis lo son por mera envidia, como cualquier villano telenovelero.

Tal vez lo único en verdad patético de cursis y anticursis sea el recurso de la impostación, pues el kitsch sólo hiede a podrido cuando exhibe su falta de sinceridad, y eso sí que es imperdonable como un beso de Judas Iscariote. Fuera de ahí, no podría por menos de reivindicar mi sagrado derecho a ejercer cuanta cursilería me resulte precisa, toda vez que el estricto e imperturbable cool no conduce sino a la frigidez y al tedio. ¿Quién detenta, por cierto, la autoridad estética para trazar los límites entre cursilería y cinismo? ¿Quién se solazará en la revancha gamberra de burlarse de quienes sollozan de alegría frente a una escena de Eliseo Subiela? Pobre de quien levante la mano: suya será la pena de escupir hacia arriba.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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