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Lanzas, espadas, rostros y nada

Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales: narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas. La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados (casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo), aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las semanas se asoma alguien a la prensa y declara: "¡Hay que ver cómo está la literatura!", como si hablara del precio de la merluza.

Es desde luego casi imposible de creer que todavía en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a explicar la música clásica o que los conciertos de la orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio. Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus podían encabezar simultáneamente la cima literaria y la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente, para nuestro bien.

La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo llamado "cultural" y la entrada como consumidores de miles de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban el menor interés por esos productos. La masificación de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad. Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío. Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.

Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos en realidad emplear otra expresión para ser más exactos: democratización cultural. El proceso de masificación no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada al campo "artístico". Y los viejos escritos de Th.W. Adorno contra lo que él llamaba "cultura popular", así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron contra la "industria cultural" no estaban sino tratando de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más tradicional. No en vano casi todos los críticos de la "industria cultural" provenían de la izquierda. Una izquierda que creía en la clase política, es decir, en ellos mismos, como vanguardia de una población ignorante ("alienada", se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las cosas en España.

La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda. Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines "progresistas" que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron una "concesión al comercio" en cuanto el libro superó el margen que ellos habían puesto a la élite lectora. Entonces dijeron que "lo bueno de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba". Pocos años más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables novelas de Vargas Llosa.

En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue atacando "la baja calidad", "la comercialización" o "la trivialidad" de las (llamémoslas así) obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos "productos industriales". Ya era hora: Stanley Cavell lleva décadas haciéndolo.

Esta muy larga introducción pretende situar la última novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado la "cultura popular", sino todo lo contrario: es un apasionado defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál es la cima artística de la novela española actual, indudablemente Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por la literatura "comercial", sin por ello perder de vista cuál puede ser el mérito de una escritura difícil, densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.

De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y esa ha sido siempre una característica de Marías cuya primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura francesa de la época, esa híspida profesora vestida de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito de: "Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío".

La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es, creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un territorio especializado, ese que antes se llamaba "literatura de experimentación". Contiene elementos architípicos de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del "Wilhelm Meister" de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter. No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista de Marías no enlaza con la tradición romántica de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo de privilegiados de la información, el protagonista accede a un conocimiento del mundo que le está vedado al común de la gente y que le va a permitir intuir cuál será "su rostro mañana". Una vez lo averigua, como está mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.

En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente, grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos, la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca al poder político contemporáneo, es el gran secreto de una sociedad que no tendría por qué ser secreta, hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.

El argumento de la trilogía cabría en dos carillas. Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente democráticos, en cambio, para la exposición utiliza las herramientas más difíciles de la literatura exigente. Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas de Marías.

La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.

La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales. El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra, el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.

Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés contemporáneo.

En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando (yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo "cultural" parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así. La novela de Marías debería indicar a los más escépticos que es posible la máxima ambición literaria unida a la más lúcida y simpática mirada sobre "lo popular". Y que, con mucho esfuerzo y talento, se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.

Artículo publicado en: El País, 10 de octubre de 2007.

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10 de octubre de 2007
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MEMORIA HISTÓRICA

No he tenido mucho tiempo para leer con detenimiento la llamada Ley de Memoria Histórica. Sin matices, me alegro de que exista, de que salga adelante desde las instituciones. Me alegro que en el mismo día la Conferencia Episcopal anuncie la beatificación de centenares de “mártires” de eso que ellos llaman cruzada. Me alegro porque así -como casi siempre- muestran su verdadera cara. Ellos son los que desde hace décadas, desde el año 39 del siglo pasado, siguen manteniendo en sus templos esa lista de los “caídos por Dios y por España”. Nos ofenden, nos insultan, nos expulsan de sus templos aunque hace mucho tiempo que ya no nos pueden expulsar. Me gusta que se muestren como son. Al menos como son institucionalmente. Creo que no es sólo su rostro oficial, pienso que la perversión está instalada en un lugar más profundo. Así son, así nos parecen. Nada espero de ellos.
Me tocó vivir ese día en Valencia, en el día en que se celebra, se exalta, se festeja con cohetes, tracas, misas, cantos y rezos el ser una comunidad. Ser valencianos. Tuve que escuchar gritos fascistas, afirmaciones de un nacionalismo que se afirmaba contra lo catalán- y en algún caso contra lo español- y también, sin participación institucional, sé que por la tarde se celebró pertenecer a una gran cultura que es la de expresión catalana. Unos sacaban en procesión a sus vírgenes, sus mártires, sus cánticos y sus banderas. Rezaban y expulsaban.
Otros recordaban a Joanot Martorell o a Joan Fuster. Yo acababa de visitar la exposición de un “moderno” valenciano que estuvo por otros caminos estéticos y en otros tiempos históricos. La exposición del artista, pintor, cartelista, recalentador del arte del fotomontaje, abuelo del pop español, comunista y cosmopolita y realmente moderno más allá de su ideología y sus fobias. Se llamó Josep Renal. Muchos que vinieron después saben las deudas que con él tienen. Además es Renal actor principal para reconstruir la mejor memoria de nuestro arte en la República y en la Guerra Civil.
Memoria de nuestros modernos artistas plásticos. Memoria de nuestro pasado. Y si hablamos de modernidad plástica -por no escaparnos del mundo creativo de Renau- tendríamos que recordar que al lado de algunos de los más grandes artistas que estuvieron en el lado republicano: Picasso, Julio González, Miró, Alberto, Solana, Gaya- no fueron pocos los que en tiempos de guerra estuvieron con los rebeldes franquistas, con las llamadas derechas. Por centrarnos en los modernos recordaremos a Cossio, Ponce de León, Sáenz de Tejada, Vázquez Díaz, Palencia, Cabanas, Adriano del Valle, Lahuerta, Olasagasti, Legarde o los curiosos casos de Dalí o Pepe Caballero.
Sí, no viene mal tener un poco de memoria histórica. Nada que ver con los cánticos, los himnos, los rezos o los gritos que todo lo ignoran, lo ocultan y lo manipulan. No creo en las leyes como solución a las carencias, pero tampoco creo en las naciones sin ley. Tengo memoria. No me importa saber. No me cuesta creer en cosas, descreer en tantas otras.

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10 de octubre de 2007
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Las remakes: ¿arte o saqueo?

Ayer se me ocurrió proponer, por puro animus jocandi, que alguien filmase una remake de la película Network. No lo hice porque pensase que la película de 1976 es imperfecta –más bien tiendo a creer lo contrario-, sino porque estoy seguro de que la gente tiende a escapar de las películas ‘viejas’. ¿Cuántos jóvenes de hoy han visto Network? Como presumo que es difícil que lo hagan en masa, y como me gustaría que el mensaje de la película –más trascendente hoy que entonces- no se perdiese, se me cruzó que la manera más expeditiva de acercar el guión de Paddy Chayefsky a las nuevas generaciones sería hacer Network otra vez, aun corriendo el riesgo de que la nueva versión no llegue a la altura del original.

Esta propuesta mía, por cierto irrealizable (no teman, que no tengo línea directa con ningún estudio de Hollywood), suscitó un muy interesante y por cierto apasionado comentario de Coco. A Coco la noción de las remakes le pone los pelos de punta. De hecho llega a decir que una remake es en esencia un saqueo. Sus razones son atendibles. Cito de manera textual, para que no tengan que ponerse a hurgar entre los comentarios: “Según mi punto de vista (nunca mejor dicho) la obra cinematográfica es, básicamente, el retrato fiel de lo que ocurrió en aquel momento preciso. Una película es lo más alejado de la obra teatral que se puede encontrar. O de la novela… En ese sentido, el material filmado se parecería más a un cuadro… Es un instante congelado, intocable… Filmar sobre filmado me parece que está más cercano a pintar sobre el cuadro original”.

Admito que la mayor parte de las remakes son malas y se hacen por motivos espurios, siendo el principal la ausencia de buenas ideas originales. Pero a mí me parece lícito que exista la posibilidad de recrear –y conste que no digo refritar, sino recrear- buenas historias originales. Para empezar, esto ha ocurrido siempre. Shakespeare adaptaba materiales históricos o legendarios convirtiéndolos en drama teatral. (Las anécdotas originales de Hamlet y El Rey Lear pueden ser rastreadas en Saxo Grammaticus y Geoffrey de Monmouth, sin ir más lejos.) A su tiempo el cine adaptó a Shakespeare a su lenguaje y a sus necesidades, del mismo modo en que adapta novelas de toda calaña. ¿Por qué, en todo caso, sería aceptable versionar a Shakespeare en el cine –y que conste que se le han aplicado mil y un vueltas de tuerca a sus historias, algunas hasta ofensivas- y no a Orson Welles, que dicho sea de paso era un shakespiriano de ley?

Otra vez me fui de boca. Tengo una semana de incontinencia tipográfica, como me decía Jacobo Timerman. La sigo mañana.

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10 de octubre de 2007
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Otras cursificciones

Sólo hay algo más cursi que ser cursi: dárselas de anticursi. Una postura que protege al adolescente de ventilar aquellos sentimientos que teme le hundirían frente a sus iguales, que presas de las mismas aprensiones han impuesto la dictadura del cool. Ahora bien, todo aquél que haya sido adolescente sabe que no hay etapa menos cool en la vida, pues exige llevar tal cantidad de máscaras y escudos que muy difícilmente se vive a buen resguardo del qué dirán; sobran, aun así, quienes eligen petrificarse allí, envueltos por el cool artificial que permite seguir ondeando a todo trance una falsa bandera de escepticismo que concede al usuario un prestigio de duro en tal modo impostado que bien podría haber salido de un manual de autoayuda para acomplejados.

Casi todos los anticursis son, para escándalo de su fuero interno, meros cursis de armario que viven con los sentimientos emboscados por esa misma férrea autocensura que a los quince les guareció de un seguro ridículo y a partir de los veinte no ha hecho sino instalarles justo ahí, sin que lo adviertan. Pues lo más vergonzoso de ser cursi —peor aún, pretendiendo lo contrario— es que termina uno por enterarse al último, cuando propios y extraños tienen ya los bastantes elementos para pitorrearse. Sólo que ahora no lo harán abiertamente, como en la escuela, sino con la impecable hipocresía de la edad adulta, de modo que el perpetuo adolescente pueda seguir creyendo que los demás le creen que es lo que nunca ha sido.

Así como nadie está a salvo de la cursilería, caer en el prurito de la anticursilería es al menos igual de inevitable. En México y otros países del continente, se dice que tiene uno miedo de quemarse, asumiendo que el mínimo resbalón fatalmente le haría sucumbir a las llamas del público descrédito. De manera que no es la convicción, sino la cobardía lo que motiva al cool a conservarse cool por sobre tentaciones, simpatías y presuntos anhelos. Una actitud a la postre ominosa para quien se ha propuesto incursionar en las artes, que de entrada condenan a la esterilidad a todo aquél que intenta someter a la obra para salvarle el pellejo a su nombre. No lee uno con pasión los libros contenidos, sino los que desvelan los empeños de un alma intensa dispuesta a descubrirse sin poses vanguardoides ni recelos ñoños. Por lo demás, se sabe que quien mucho cuida la retaguardia nunca alcanza a rozar la vanguardia.

Podría pasarme una noche entera malentonando cada una de las canciones cursis que me sé de memoria desde temprana edad, algo que ni bajo amenazas o tortura me habrían convencido de hacer a los dieciséis años. Puedo también citar, como más de un valiente recién lo hizo aquí mismo, las telenovelas que en diferentes épocas me han atrapado en sus melosas garras. “Ando tan a flor de piel que cualquier beso de telenovela me hace llorar”, confiesa la canción de Zeca Baleiro, y al hacerlo devela una verdad punzante para quienes se creen inmunes a la cursilería: sin ella, ningún alma sensible puede decirse bien alimentada. Habría que ver, por tanto, cuántos entre los más feroces anticursis lo son por mera envidia, como cualquier villano telenovelero.

Tal vez lo único en verdad patético de cursis y anticursis sea el recurso de la impostación, pues el kitsch sólo hiede a podrido cuando exhibe su falta de sinceridad, y eso sí que es imperdonable como un beso de Judas Iscariote. Fuera de ahí, no podría por menos de reivindicar mi sagrado derecho a ejercer cuanta cursilería me resulte precisa, toda vez que el estricto e imperturbable cool no conduce sino a la frigidez y al tedio. ¿Quién detenta, por cierto, la autoridad estética para trazar los límites entre cursilería y cinismo? ¿Quién se solazará en la revancha gamberra de burlarse de quienes sollozan de alegría frente a una escena de Eliseo Subiela? Pobre de quien levante la mano: suya será la pena de escupir hacia arriba.

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10 de octubre de 2007
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NEUROSIS

Un hecho positivo procura por días el bien de poder recordarlo, recrearlo y saborear su zumo, pero todavía resulta más eficaz, para algunos de nosotros, el efecto de los hechos negativos.

Con una adherencia inaudita se apegan a la mente y no importa si el pensamiento vaga de aquí para allá, porque siempre vuelve a ese punto doloroso, lo reitera y lo convierte, al fin, en atributo. Un signo de la propia personalidad, tal como si perteneciera naturalmente a nuestra vida y, en consecuencia, no fuera a evaporarse nunca.

El remedio de ese tipo obsesivo de mal sólo es posible a través de otro recuerdo obsesivo más y de signo opuesto. Pero ¿dónde cosechar ese aditivo benéfico que borre o desbarate el vicio de regresar reiteradamente al dolor y cultivarlo como la más neurótica golosina?

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10 de octubre de 2007
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I. EL BIG BROTHER TE ESTÁ VIENDO

El espacio democrático más importante en la historia de la humanidad es el de la red ciberespacial, y hasta ahora se suponía el más libre, colocado más allá de las manos de quienes, dueños del poder terrenal, han usado siempre la censura a la información y a la difusión de las ideas como arma de represión.

Pero el Big Brother ya se dio cuenta de que no todas las ideas que circulan por esos caminos infinitos e invisibles le convienen, y declara, como lo ha hecho el director del Centro de Vigilancia Cibernética del Buró de Seguridad Pública de China, que es su misión eliminar de la red “toda información que causa daño público y enturbia el orden social”.

Como se ve, existe ya una burocracia para controlar a quienes navegan sin permiso del Big Brother. Les preocupa en China, y también en Irán, en Birmania, en Corea, y aún en Estados Unidos, saber qué es lo que llega a las pantallas, y se aseguran de que lo considerado inconveniente no llegue del todo.

Están en la mira los mensajes terroristas subliminares o abiertos, y la pornografía infantil, asuntos en los que la preocupación oficial parece legítima. Pero en no menos de 30 países, según la organización OpenNet, que trabaja en favor de la libertad de expresión en el ámbito cibernético, también se impone la veda a miles de páginas web, lugares de chats y blogs, que son considerados peligrosos por lo que allí se habla, o se dice, o se discute, en términos de política, ideología, religión, creencias culturales.

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10 de octubre de 2007
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El asesino era el productor

“El buen gusto es la muerte del arte”, opinó alguna vez Octavio Paz, para descanso de legiones de cursis, entre los que se cuenta el autor de estos párrafos. Ahora bien, hay de cursilerías a cursilerías. Ayer mismo trataba el resbaloso tema de los nacionalismos, cuyo carácter kitsch está lejos de ser un secreto (“el narcisismo de las pequeñas diferencias”, lo llama Savater), así como el de las supuestas vergüenzas nacionales, concebibles apenas para quienes experimentan esa hinchazón colectiva del ego que es el supuesto orgullo nacional.

Nunca he participado en la hechura de uno de esos programas, pero igual me incomoda sobremanera cuando algún extranjero toma por referencia las telenovelas mexicanas, cuyo mal gusto cósmico rebasa las fronteras de la cursilería misma, cuando no las de la indignidad. Concebidas y creadas desde la perspectiva cínica de quien cree dirigirse a un público incapaz de razonar, casi todas dibujan un mundo imaginario que jamás ha existido, ni existirá. No conozco a un solo mexicano que hable o se comporte como los de las telenovelas, y a lo mejor por eso me preocupa saber que aquellos episodios viajan por el mundo sugiriendo que en este país somos todos idiotas y ordinarios, nos reímos de chistes malísimos y damos crédito a los engaños baratos.

No obstante lo anterior, lejos de —ellos sí— avergonzarse por tan estridentes malhechuras, los fabricantes de las telenovelas nacionales pretenden que uno se enorgullezca de ellas, con el argumentillo de que son exportadas a remotos confines, e incluso traducidas a decenas de idiomas. Luego de presenciar varios capítulos de algunas producciones colombianas —Betty la fea, Pedro el escamoso— y brasileñas —Señora del destino, Páginas de la vida—, dos de las cuales fueron inmundamente replicadas en México, no tengo más orgullo que el de aplaudir el ingenio extranjero y confirmarme ajeno a la baratura nacional, aun si sus melodramas con frecuencia me hacen reír y su triste sentido del humor insiste en invitarme a sollozar.

Alguna vez, durante una pequeña fiesta en Washington, fui presentado ante el embajador de Estados Unidos en México, quien más pronto que tarde dijo conocer mi reciente novela, y acto seguido aseguró que “la iban a pasar al aire” en su país. “¿Cómo pasas al aire una novela?”, le pregunté, con más malicia que diplomacia, ya divertido por la pata que el pobre hombre acababa de meter, ante la hilaridad de los presentes. Y es que en la práctica son cada día menos quienes distinguen novela de telenovela, y puede que sean varios los estadistas que prefieren a ésta por encima de aquella. Francamente me es mucho más sencillo imaginar a George Bush viendo María Mercedes que leyendo a Paul Auster.

En tanto mexicano, me siento calumniado por las telenovelas de mi país y de entrada les niego la calidad de cursis. Tiene que haber palabras más severas y terminantes para calificar semejante deformación de la realidad y el sentido común, donde no existe el elemento sorpresa ni es concebible ambigüedad alguna. Por no hablar del lenguaje rebuscado y acartonado con el cual los guionistas pretenden una suerte de universalidad de pacotilla que no es de aquí, de allá ni de acullá. Es decir que por más que uno se esfuerza, nada parece más complicado que hallar orgullo propio en el conformismo ajeno. Y en cuanto a la vergüenza personal, ya se sabe que el conformista no la conoce. Su destino es vivir hasta la muerte como un orgullosísimo sinvergüenza.

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9 de octubre de 2007
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II. AMORES COMPARTIDOS

Rogelio García Lupo, un periodista ejemplar que acaba de recibir en Monterrey el Premio de la Fundación Iberoamericana de Periodismo que preside Gabriel García Márquez, puede contarnos una historia diferente en lo que hace el amor desmedido por los libros.

Le pasaba lo mismo que a mi amigo de España, ya los libros no cabían en su apartamento de Buenos Aires. Pero aquella no era una relación clandestina, sino compartida con su mujer. Así que empezaron a discutir lo que podían hacer frente a aquella invasión cada vez más creciente. ¿Más estantes? Ya no cabían más estantes. ¿Donar una parte? Tal vez, pero cuando se pusieron a hacer una selección, todos los libros terminaron por volver a sus sitios de siempre, viejos conocidos a los que no podía negarse asilo.

Entonces, se les ocurrió que no había mejor remedio que dejar el apartamento a disposición de los libros, y buscarse ellos otros sitio donde vivir. Así que encontraron un nuevo lugar a unas seis cuadras del que ahora quedaba por entero a sus huéspedes, y hacia allá se mudaron. Ahora los visitan todos los días, ven cómo están, los acomodan un poco, les sacuden el polvo, y luego se sientan a leer. Cumplida la visita, se despiden, apagan la luz, y hasta mañana.

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9 de octubre de 2007
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LA LIBERTAD DE LA IGNORANCIA

En cuestiones sociales y políticas la ignorancia favorece siempre la esclavitud pero, en la creación, una proporción de ignorancia resulta casi indispensable para ser interesantes.

El máximo conocimiento de la literatura o el arte puede impulsar al sabio pero, raramente, los sabios son artistas. De todo hay, no cabe duda, pero la temeridad y la originalidad guardan relación con una ración de nesciencia. Es de este modo como los amateurs en diferentes disciplinas han logrado resultados inéditos. Productos que de ningún modo la carrera consecuente de un profesional habría alcanzado. O que no habría alcanzado de ese modo y en ese breve intervalo.

La ignorancia linda por un lado con la necedad y con el otro con la inocencia. También el ignorante vive acosado de una parte por su carencia y de otra por su posible petulancia. El punto de oro no es fácil de conseguir pero se encuentra en el espacio hueco que deja la agnosia.

De esa oquedad nace el delirio que inventa, el atrevimiento que salta, la sorpresa creadora que no debió rendir penosas cuentas al legado.

Sin llevar las cosas al extremo, la libertad que confiere el no saberlo todo puede terminar en el gozoso éxito de una creación rotunda.

Y, de ahí, aún pareciendo populismo o demagogia, la invitación desenfadada para todos aquellos que quieran probar a ser y a producir, desde la afición, las obras que creyeron sólo reservadas a los expertos.   

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9 de octubre de 2007
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Estoy furioso y no pienso tolerarlo más (II)

Yo no creo que Network sea una película sobre la televisión. En todo caso utiliza la televisión para hablar de las condiciones en que la vida humana se verifica en sociedades como las presentes. Oyendo los discursos de Howard Beale después de tantos años, me impresionó advertir hasta qué punto habían dejado huella sobre mi manera de ver las cosas. (El guionista Paddy Chayefsky, que además de brillante debió ser vivísimo, se escudó en la figura del psicótico Beale para vomitar ante el mundo lo que pensaba realmente; a fin de cuentas, ¿no se supone que los locos y los niños dicen siempre la verdad?)

Es verdad que la gente lee y poco y nada y que cada vez se informa menos, a no ser que sea mediante la TV. ('La mayor parte de las cosas que ustedes saben las aprendieron delante del televisor', dice Beale. Ahora habría que agregar: 'Y delante del ordenador'.) Es verdad que la mayor parte de la gente lo entregaría todo, empezando por su voz y siguiendo por su vida, con tal de que la dejen sobrevivir en la intimidad de sus hogares: siempre y cuando la heladera esté llena y las pantallas en uso la provean de distracción, la gente parece dispuesta a soportar cualquier privación, cualquier otro sistema político y/o social. ('Estamos en el negocio de matar el aburrimiento', dice Beale.) Cuánto más cierto es esto hoy, ahora que existe la internet que Chayefsky no llegó nunca a ver y el delivery que nos lo alcanza todo hasta el umbral. (Pizza, muebles, películas, sexo: agreguen sus propios consumos en la línea de puntos.)

En este mundo que nos presentan como crecientemente peligroso -a la vez que más confortable en la intimidad de nuestros hogares-, tendemos cada vez más a vivir de manera vicaria. No experimentamos verdaderas emociones, salvo a través de las vidas de los otros. Esos 'otros' suelen ser personajes de ficción: sufrimos con ellos sin recibir ninguno de los golpes y las cortaduras que reciben durante su aventura; es igual a la diferencia entre volar de verdad y vivir dentro de un simulador. En consecuencia, lo que aprendemos viendo a otros es tan virtual como el medio que reprodujo la historia: no nos arriesgamos de verdad, no nos equivocamos de verdad, ergo no aprendemos de verdad -tan sólo 'aprendemos'.

Cuando nos colgamos de las experiencias de personas 'reales' (las personas que abundan en las noticias: tanto las que han sufrido desgracias como las que las han producido, porque nos permiten experimentar el morbo, preguntarnos aunque más no sea fugazmente cómo será ser de esa manera), lo único que sabemos sobre ellas de manera fehaciente es lo que nos cuentan los medios -lo cual los convierte también en ficcionales, sólo que a la manera de otro género. Beale dice a su audiencia en un momento que la ecuación se está invirtiendo: al conferirle verdadera vida a seres imaginarios, los televidentes mismos están dejando de ser reales. Y yo le creo. (A Chayefsky, quiero decir.) Sentir más intimidad con un personaje de la TV que con alguien verdadero es un signo de que algo está muy mal. ¿Cuántos de ustedes conocen gente para la cual el animador Equis o Zeta les es más familiar que sus familiares de verdad?

Más allá de mínimos detalles que han quedado obsoletos, Network sigue siendo tan perfecta como vigente. A esta altura de la historia del cine, creo que ha llegado el momento de relacionarse con ciertas películas del mismo modo que antes se reservaba a las obras teatrales: así como cada temporada presenta una nueva puesta del Hamlet de William Shakespeare, dentro de poco será lógico que un director de cine presente 'su' versión de Network de Paddy Chayefsky, o de Citizen Kane, o de Vértigo. Tengo claro que las remakes ya existen, pero todavía se las mira con desconfianza, como si fuese una práctica espuria. Por supuesto que en muchos casos lo es, pero eso no invalida la legitimidad del procedimiento. Con las obras de arte imperecederas, recrearlas para los nuevos tiempos no es un despropósito sino un imperativo. Y como muy poca gente verá hoy Network en su estado actual, la mejor forma para que su discurso llegue de nuevo al gran público es recrearla, hacerla una vez más con actores de primera línea: George Clooney en el papel de William Holden, Nicole Kidman en el de Faye Dunaway, Ian McKellen en el de Peter Finch, que también era inglés aunque hacía de americano. (Agreguen su cast sugerido en la línea de puntos.)

Mientras esto no suceda, déjenme emular la escena central de la película, aquella en la que Beale le dice a la gente que se aparte de la TV y asome por la ventana para gritar: "¡Estoy furioso y no pienso tolerarlo más!" ('I'm mad as hell, and I'm not going to take it anymore!') Lo que más modestamente quiero pedirles es que se aparten de esta pantalla que reproduce mi texto y hagan lo que sea necesario para ver Network lo antes posible: vayan a su DVD club, resérvenla, cómprenla, véanla en la TV -róbenla, si es preciso.

Y después hablamos.

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9 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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