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Un entrenamiento mortal

Ayer leí un buen perfil de Daniel Day Lewis en el dominical del New York Times. Day Lewis es uno de mis actores favoritos. Dueño de una intensidad que perfora la pantalla, se parece cada vez más a un anacronismo dado que el cine no deja de achicarse en torno suyo: ya no se hacen películas capaces de contenerlo. (Gangs of New York es un perfecto ejemplo de filme demasiado pequeño para contener a Bill the Butcher/Daniel Day Lewis: una vez que termina, no recordamos otra cosa que las escenas en las que su personaje está presente.) Por suerte parece que ahora encontró un vehículo que está a su altura en There Will Be Blood, la nueva película de Paul Thomas Anderson, un cineasta que venía coqueteando con la grandeza en filmes como Boogie Nights y Magnolia. Hay gente que ya habla de un nuevo Citizen Kane, lo cual supone poner el listón a alturas demenciales. Lo indiscutible es que tanto Anderson como Day Lewis son de esa gente que lejos de temerle a sus propias ambiciones (de hecho el filme cuenta la historia de un hombre que se consagra a la construcción de un imperio petrolífero), las persigue hasta el final -aunque eso los conduzca al corazón de las tinieblas.

Hablando de una de las películas que hizo con Jim Sheridan, llamada The Boxer, Day Lewis cuenta que empezó a practicar boxeo mientras consideraba la idea de aceptar el papel. Necesitaba entender si podía relacionarse con ese deporte, si su práctica le abriría una puerta al corazón de su personaje... o si lo dejaría afuera. Como es más que obvio, le tomó el gustito. Day Lewis dice: "Es una disciplina cuyo simple entrenamiento te mata. Esto es, aun antes de que te peguen el primer golpe".

Me quedé colgado de esa idea. Por supuesto, todos tenemos maneras distintas de hacer las cosas. Empezando por los actores, ya que estamos con Day Lewis: están los que tratan de 'ser' su personaje a todas horas, están los que se conectan con el grito de acción y se desconectan apenas suena el corte, están los que se contentan con parecer naturales y gracias. Del mismo modo, hay miles de maneras de ser maestro, economista, deportista -o escritor, sin ir más lejos.

Me siento plenamente identificado con el Método Day Lewis. Llevo meses viajando, estudiando y leyendo para construir mejor mi novela. Acostándome con ella en la cabeza, dedicándole sueños y desvelos, levantándome con sus frases en mis labios. Un entrenamiento mortal, en efecto, que lo convierte a uno en una obsesión que late y respira. Y todo para jugarse la vida en los segundos que dura un round, en los minutos que dura una escena o en el tiempo diario que se dedica a escribir. Uno se prepara al límite de sus resistencias porque sabe que llegado el momento, sólo tendrá un tiempo acotado para hacer las cosas bien, o fracasar en el intento.

No hay métodos mejores que otros, eso está claro. Hay gente a la que le funciona relacionarse con lo que hace con la ligereza de quien juega una partida de canasta. Otros, mal que nos pese, no sabemos hacerlo sino a la manera de un deporte extremo -como si nos fuese la vida en ello.

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12 de noviembre de 2007
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Remedios, la bella pintora

La cazadora de astros (Plaza Janés), la última novela de Zoé Valdés, rescata la figura de una artista menospreciada: Remedios Varo (1908-1963), una pintora surrealista que nació en Cataluña y murió en México. La verdad: apenas conocía su nombre. Sabía que sus pinturas se parecían a las de Leonor Fini con una diferencia: son mejores.

Más allá, tuve que leer la novela para entender el papel de esta mujer en un despliegue creativo imposible de confundir con la organización revolucionaria vigilada por André Breton. Como todos los surrealistas de verdad, Remedios tiene una trayectoria que no se parece a ninguna otra. Cuando se dedica a escribir cartas comprometidas a desconocidos, entendemos los límites del “arte” de Sophie Calle hoy en día. Remedios es una artista y una pionera del “discurso erótico como cuestionamiento político”.

Aparece en las vanguardias españolas de los años 20 (con la ineludible estancia en la Residencia de Estudiantes de Madrid), vive el surrealismo y las fiebres vanguardistas de Montparnasse en París, comparte los exilios de artistas huyendo del nazismo a través del Atlántico, coincide con la gran creatividad de los años 40 y 50 en México. Una epopeya.

La lista de sus amores abarca un sinfín de personajes del arte: Gerardo Lizarraga, fue su primer marido, el escritor francés Benjamin Péret el gran compañero sentimental. Hubo de todo: ménage à trois, un amante rumano que perdió un ojo en una pelea, un “aviador que le voló como un querubín en el corazón”, hombres escandalosamente jóvenes y hombres muy maduros hasta, en el final, una boda con un austriaco propietario de la mejor tienda de discos en México.

¿Cómo se cuenta una historia como ésta sin tropezar en la monotonía de la cronología? Empujándola en otra novela, responde Zoé Valdés con una eficiente meta-ficción. La novela de Remedios la escribe una cubana, esposa y amante de diplomáticos cubanos en París. Así se consigue como tela de fondo el machismo, la voluntad de control político sobre la vida individual y, como en todas las embajadas cubanas, el combate del embajador con el jefe de la contra-inteligencia.

Entre la autora y la pintora, a 40 años de distancia, se percibe el eco de la misma lucha de una mujer para crear y ser reconocida. No voy a esconder que Zoé Valdés, más que una amiga es una hermana para mí, pero tampoco puedo negar que después de quince años de actividad como novelista muestra ahora un dominio muy sofisticado de la estructura de una novela. Por lo demás, sigue siendo lo que siempre fue: una poeta. En este caso, se nota tanto en su lenguaje como en la capacidad de conectarse con el arte y específicamente la pintura de Remedios Varo que da su título al libro: la cazadora de astros. Aquella cazadora consiguió poner la luna en una jaula y Zoé Valdés lee este cuadro con una fuerza que ilumina su libro. Como decía Pablo Picasso: “los cuadros viven sólo para quienes lo miran.”

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12 de noviembre de 2007
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Buen escritor / peor persona

El interés por el escritor, y por la personalidad, de César González Ruano se despertó en el también escritor- y poeta- José Carlos LLop en un viaje en ten a una ciudad andaluza. Los trenes eran más lentos, permitían terminar una novela en un trayecto Madrid-Granada. Lo que el lector LLop leía no era una novela, eran las memorias de uno de los más agudos estilistas de la escritura en la prensa, las memorias- llenas de sus fantasías de hombre de mundo- del escritor, y también poeta, César González Ruano. Un apasionante libro/ensayo narrativo sobre CGR que yo también he leído en una viaje en tren al sur. A pesar de la rapidez del AVE casi pude terminar sus apasionantes ciento cincuenta páginas en el trayecto hasta Sevilla. El resto lo leí en el hotel al caer una calurosa de noche de Noviembre sevillano. Otra vez tuve la impresión de estar acercándome a la vida de un ser lleno de defectos. Un tipo arrogante, mentiroso, traidor, falsificador, tramposo, cínico, farsante y toda una serie de defectos que irían construyendo una vida, sin duda, llena de complejidades, de sombras, de miserias morales y otras cualidades que hacen de CGR un ser realmente apasionante. Un mal tipo y un gran escritor. ¿Alguien dijo que para escribir bien haga falta ser buen tipo? ¿O buena persona? No hace falta nada más que estilo, y tener algo que contar. Incluso poco que contar y gran estilo. Eso lo tenía el farsante ser humano que fue CGR. Hizo Llop con su libro algo que no nos viene mal, crearnos el deseo de volver a leer a ese vanidoso que supo escribir con tanto interés. Estoy deseando volver a casa para abrir, otra vez, las memorias de un tipo al que no me hubiera importado conocer. Me gustan los malos. Al menos para algunos momentos. Me gustan inteligentes y no me importa su amoralidad. Estamos hablando de literatura. No de amistad. Gracias otra vez a Llop, por un César que merece la pena leer. Y por otros de su isla que también un día me supo hacer revisitar. Los hermanos Vilallonga. Y también gracias por algunos poemas de su libro “La avenida de la luz”. De ese libro un pequeño poema escrito entre oriente y occidente: “In the mood for love: L’amor mai no canvia, Pero el temps sí: Stendhal plorava a l’òpera. Jo ho faig al cinema.”

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8 de noviembre de 2007
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III. Sopas Campbell y un terremoto

Mientras permaneció en el hotel, la comida única de Hughes fue la sopa Campbell en latas, la misma que Andy Warhol inmortalizó en sus cuadros, el gran símbolo del arte pop. Hughes tenía un buen cargamento de sopas a su disposición, y el único trabajo del chef que viajaba con él a todas partes, era calentar cada vez la sopa. Y la pasaba no con vino, sino con agua mineral, de la que también tenía cargamentos.

A punta de sopas Campbell se había quedado en los puros huesos,  poseído por la locura, que es a lo que lleva el hastío del dinero a quienes lo tienen todo. Recuerden mientras tanto el uso que se le dio a esta gruesa y verdosa sopa enlatada en la película El Exorcista.

De aquel encierro lo sacaron con gran prisa cuando el edificio empezó a ser sacudido por el terremoto de la madrugada del 23 de diciembre de 1972, de vuelta a la camilla, de vuelta a la ambulancia,  y a su avión que no tardó en despegar, mientras abajo la ciudad despanzurrada empezaba a incendiarse y miles de muertos quedaban enterrados bajo los escombros.

Nunca más volvió a Nicaragua, a la que debió recordar con horror hasta el fin de sus días.  Anoto que en el restaurante del viejo hotel se ofrecen a veces suntuosos menús a la Howard Hughes. Triste ironía, un festival gastronómico en memoria de un maniático sin paladar.

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8 de noviembre de 2007
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Pagaría por tiritar

Todo viaje supone un acto violento, acaso más aun cuando interviene la higiene chapucera de los aeropuertos, donde rara vez hace frío o calor y a nadie importa mucho si es de día o de noche. Adoraría poder ir y volver entre París y Praga sobre cuatro ruedas, pero las compañías arrendadoras no permiten cruzar en sus vehículos las antiguas fronteras de la cortina de hierro, con excepción tal vez de lo que fue la Alemania soviética. “El oriente comienza en Polonia”, solía decir Hitler con su enjundia palurda, y por lo visto no hemos terminado de contradecirlo. Ahí están los neonazis checos, programando una marcha para el próximo domingo y resueltos a recorrer el barrio judío, no exactamente para pedir perdón de rodillas, como esos pordioseros praguenses que se tumban a la mitad de la calle con la cara mirando hacia el piso y ambas manos alzando un bote con monedas.

Nadie ha pujado tanto como los checos por conservarse occidental. Si Kundera acabó escribiendo en francés, sus compatriotas jóvenes se han aferrado al inglés como a una ventana con vista al universo. Todavía hace cuatro años sentí que descubría una joya escondida, y ahora no tengo duda de que vengo saliendo de una ciudad enteramente cosmopolita. Pero extraño las ruedas, y hasta lamento haberme dejado vencer por el frío, quebrantando con ello la decisión romántica de rentar una bicicleta, aunque hallando consuelo en la ilusión de volver otra vez durante algún verano. No quiere uno acabar de dejar Praga, pues por más que se le hayan hinchado los pies recorriéndola le queda la impresión de que mucho ha faltado. Nada que no suceda en Londres, París o Nueva York, aunque el punto es que salgo de Praga hacia París con tan poco entusiasmo que sería feliz de pedirle al taxista que diera marcha atrás y me librara de la Ciudad Luz para dejarme en esta capital de sombras a seguir viendo descender el nivel de mercurio en el termómetro.

Otros, más previsores, llaman al aeropuerto para saber si el vuelo saldrá a tiempo, pero a uno lo domina la inquietud de la puntualidad, que en su caso es batalla perdida de antemano. El resultado es que sigo tendido en el piso, sin frío ni calor pero aún tenso, rodeado por una cuarteta de bultos que aún no sé si podré subir al avión, mirando la pantalla donde se anuncia una hora de retraso que bien pude pasar con guantes, orejeras y gorro, en una deliciosa última caminata por los meandros en torno a San Wenceslao. Lo dicho: dejar Praga parece nada menos que una atrocidad. Debe de haber adentro del cerebro un hooligan decidido a sacarme a empujones de aquí. Y lo peor es que va a conseguirlo. Sin frío, sin calor, aunque no sin Kundera y su Jaromil: “La ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”.

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8 de noviembre de 2007
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La gripe

Que todos tengamos a la vez una gripe convierte al malestar personal en una subespecie sin el menor carácter. Con el entorno poblacional engripado no hay espacio exclusivo para ser tenido en consideración y, en consecuencia, sin importar los grados de fiebre, el acoso del quebranto o los dolores de cabeza, el cuadro queda asumido en un estar general donde más que una enfermedad propia se asiste a un pasaje de la  colectividad.

De este modo se hace imposible transmitir una queja individualizada puesto que la queja se encuentra estereotipada, acuñada y anticipada en el diagnóstico tradicional, homologado y común. De esta manera, en fin, no merece en absoluto la pena estar enfermo ni sentirse como enfermo ni dar cuenta de la propia enfermedad. La enfermedad, en cuanto circunstancia personal, ha sido arrollada por la enfermedad en cuanto acontecimiento y borrada también como excepción patológica o contingencia sobre la identidad.

Lo propio de la temporada coincide con esta situación donde emergen, como si se tratara de una cosecha tradicional, la colección de síntomas que nos afligen en masa. ¿Nos afligen? Nos abrazan como miembros del grupo indiferenciado, partícipes de una época transitoria y personajes de una pequeña época anual.

La gripe nos designa grupalmente. Designa ligeramente el fragmento de historia donde habitamos y en la que transitamos envasados, encamados, enfebrecidos, emitiendo vanas lamentaciones redundantes con la consabida naturaleza de la afección.

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8 de noviembre de 2007
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Próximamente en esta sala

Con ánimo positivo, la gente de The Onion ofreció una lista de buenos libros que merecerían una (buena) adaptación al cine. Algunas de las elecciones eran cantadas, como The Hobbitt, de J. R. R. Tolkien, cuya traslación depende de que Peter Jackson resuelva el juicio que tiene pendiente con New Line por dinero adeudado de la época de The Lord of the Rings. Otros ya están en camino de ser adaptados. Por ejemplo dos que me gustaron mucho: The Road de Cormac McCarthy y The Time Traveler's Wife, de Audrey Niffenegger. (¡Ojalá no los arruinen!) También incluyeron dos novelas de las que todo el mundo habló bien en su momento pero que yo no pude terminar: Jonathan Strange and Mr. Norrell, de Susanna Clarke -una historia de magos con trasfondo de época, que siempre rinde en la pantalla- y Middlesex, de Jeffrey Eugenides.

La lista incluye algunos clásicos que se vienen salvando, como Ubik, de Philip K. Dick, y A Conspiracy of Dunces, de John Kennedy Toole. También libros recientes que están en el limbo de desarrollo hollywoodense, como A Heartbreaking Work of Staggering Genius, de Dave Eggers. Lo poco de Stephen King que se viene salvando: The Long Walk, una de las historias que firmó con el alias de Richard Bachman. Un tiro de largo alcance como Cloud Atlas, que según los muchachos de The Onion sólo podría ser adaptada en dos partes. Y un montón de libros más de los que, lo admito, nunca había oído hablar.

¿Qué libros les han gustado mucho y nunca han llegado al cine, por lo menos hasta hoy? Un título obvio es El Eternauta, la historieta de Oesterheld y Solano López. Otro que se me ocurre es Nostromo, de Joseph Conrad, que David Lean quiso filmar y nunca pudo. Un Moby Dick que sobrepase al de John Huston, cuya ballena se ve hoy un tanto plástica. (Ya sé, Moby Dick tendría que haber figurado en la lista de ayer, pero en fin... Con el mismo criterio, aunque existe una vieja película con Kirk Douglas yo no le haría ascos a una versión moderna de La Odisea.)

Watchmen, la historieta de Alan Moore y Dave Gibbons, ya está en camino por obra y gracia de Zach Snyder, el director de 300. Y aunque existen versiones animadas del Corto Maltés que se defienden, me encantaría ver una buena adaptación con actores de carne y hueso. (Tengo una sugerencia para el intérprete del Corto y todo: Romain Duris, uno de los buenos actores franceses del momento.)

Uno de mis sueños más delirantes es llegar a filmar una versión con actores reales -y CGI, por supuesto, dado que los personajes se transforman en animales- de The Sword in the Stone, que sólo se hizo como largometraje de Disney.

Tampoco se han adaptado hasta hoy ninguna de las novelas de Murakami. Ni American Pastoral, de Philip Roth.

En fin, ¿qué dicen ustedes? Soy todo oídos...

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8 de noviembre de 2007
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La ruptura subversiva de la derecha española

En contraste con el aspecto de registrador de la propiedad que le caracteriza, Mariano Rajoy adopta un tono desenfadado para excitar la risotada de su público. Consciente de la impaciencia que padecen sus seguidores, se propone alimentar su despecho y ridiculiza el consenso científico internacional sobre las nefastas consecuencias del cambio climático.

José María Aznar ya no es el dignatario abrumado de otro tiempo y con alegría ofrece a los suyos ingeniosos motivos de entusiasmo. Agasajado en Valladolid con la distinción de Bodeguero de Honor de la Academia del Vino, Aznar levanta su copa para consolar a los que están hartos del control gubernamental. Vamos a fumar, beber y conducir como nos plazca, dice en un alarde de campechano orgullo popular.

El diputado Vicente Martínez Pujalte, repantigado en su asiento, soporta con desgana la amonestación del presidente del Parlamento y levanta las cejas con asombro entre la hilaridad de sus compañeros de partido. Antes de abandonar el hemiciclo hace una última reverencia no sin advertir que volverá a deleitar a los suyos con esa figura tan arraigada en la tradición popular española: el gamberro vociferante y maleducado, ajeno al ridículo y la vergüenza que su presencia impone.

Martínez Pujalte, al ser expuldado del Congreso en mayo de 2006

Con su apacible hábito cardenalicio, Jaime Mayor Oreja interviene en medio del barullo para recordarnos la sobremesa que en pleno franquismo unía a la familia alrededor del parchís.

Aunque estos episodios nacionales puedan parecer anécdotas chusqueras, rasgos de un carácter estentóreo, la irreflexiva concesión a un público nervioso o la nostalgia que desfigura la vulgar tiranía del régimen franquista, lo cierto es que pertenecen a una temeraria operación política.

El grave deterioro ocasionado al Tribunal Constitucional, mediante maniobras inconcebibles entre magistrados supuestamente investidos para interpretar el espíritu de la ley; los ataques que la radio de los obispos emite contra el rey Juan Carlos, exigiendo la abdicación del Monarca, y la marabunta de embusteros lanzada como una jauría contra los policías, fiscales y jueces que han investigado y juzgado los atentados del 11-M, son acciones orquestadas con la misma osadía.

Al principio podía parecer que la derecha, enojada por la derrota electoral de 2004, no hacía más que ejercer, con sus insidias, el derecho al pataleo y que al final se mostraría dispuesta a purgar su amargo disgusto. Pero pasado el tiempo, las embestidas de la derecha contra la Corona, el Poder Judicial, el Parlamento, las normas de la Dirección General de Tráfico, los estudios científicos sobre el cambio climático, las evidencias del sentido común y los requisitos dialécticos de la razón democrática, nos van descubriendo el alcance de la intrépida estrategia desplegada por el Partido Popular. No es que pretenda aprovechar los fallos del Gobierno socialista, ni dar forma al desagrado que la población española siente por el dislate autonómico, ni propiciar la corriente de simpatía ciudadana que haga factible una futura mayoría parlamentaria, tampoco intentará convencer a la opinión pública de las supuestas bondades de su programa. Pues a la derecha española ya no le interesa el arte de la política. Aunque eventualmente se vea obligada a manejar discursos en los que ya no cree, dedica sus energías a consolidar el fundamento ideológico que ha elegido como promesa y horizonte.

Entre otras urgencias, la instrucción doctrinal de la derecha define un doble plan. Por un lado, capitanear un movimiento antipolítico con las más tenaces presunciones de la ignorancia popular. Un estado de ánimo colectivo ensalzado por los brutos que celebran denostar lo que no entienden. Ya sea el cambio climático, cuya complejidad les asusta, o la sofisticación jurídica del derecho de gentes, cuya demora les irrita. El hábito de la sospecha difundido por los publicistas de la derecha a tal efecto ha sido una ejemplar manifestación de astucia. Pues el recelo que proponen como método de pensamiento será siempre irrefutable, inaccesible a la deliberación e impermeable al sentido moral de la duda razonable.

La segunda parte del plan de la derecha española es hacer cada día más agudo el desprestigio de las instituciones, contribuir como sea al deterioro de su imagen entre la ciudadanía y echar por tierra el arduo trabajo de restauración llevado a cabo en los tiempos de la Transición. En resumen, el objetivo de esta agitación populista es arrebatar a las instituciones del Estado su carisma y hacer irreconocible el pacto social implícito en su funcionamiento. Una liquidación simbólica que a su vez impulsará la corriente de opinión hostil al uso reflexivo de la razón ilustrada.

No es extraño que la pretensión irresponsable y belicosa de la derecha genere una corriente de estupor como no se había visto desde el estreno de la democracia. Hasta ahora lo sustancial del pacto constitucional ha consistido en compartir de buen grado las deficiencias del sistema y subsanarlas con la categoría política y profesional de los responsables de su buen gobierno. Una alianza de estabilidad que obligaba a las fuerzas políticas a disimular las insuficiencias del Estado -la escasa "independencia" de sus tres poderes, por ejemplo- mediante un acuerdo inteligente sellado para proteger el desarrollo democrático de la sociedad.

Que una de las fuerzas constitucionales haya decidido aprovecharse de las deficiencias a cuya custodia se había comprometido supone una ruptura en el paradigma elegido para gobernar España. Un quiebro que modifica la relación entre las fuerzas políticas y sociales de un país sorprendido e intrigado por la temeridad, la osadía y la intrepidez del principal partido de la oposición: el partido que deja en evidencia, con estrépito burlesco, las fallas del sistema constitucional, renuncia a la respetabilidad y adopta una impetuosa estrategia subversiva.

Esta actitud, sin embargo, no es fruto del capricho ni del oportunismo resentido. No influye en su origen la furia ofendida de los derrotados por las urnas ni la personalidad recalcitrante de su líder. La transformación de la derecha española procede de una reflexión ideológica sobre su dubitativa evolución, de una sincera meditación sobre el futuro de su acción política en el seno de unas instituciones reguladas por los artificios de la razón y de un profundo desengaño.

La primera gran decepción ha sido comprobar la caducidad de su creencia decimonónica, pues el Estado ya no es la cámara acorazada de los intereses que la derecha gestiona. En la segunda gran decepción se hunde después de contemplar el descomunal aparato legislativo y judicial que el Estado en Europa garantiza a sus ciudadanos y que la derecha debe administrar cuando gobierna.

Para la derecha más reaccionaria estas contrariedades sólo pueden significar una cosa: el progresivo aumento del control estatal sobre los negocios que afecten a los derechos de los ciudadanos. El rechazo escandalizado a la deriva "intervencionista" del Estado ha madurado gradualmente hasta convertirse en la más firme convicción de los actuales líderes del Partido Popular. Fue intuitiva y errática mientras careció de referencias tangibles, pero su trascendental encuentro con la poderosa corriente de los neocons anglosajones ha sido tan revelador como renovador. Orientada por esta decisiva influencia, la derecha española posee al fin el arrojo necesario para reconocer el estorbo de un Estado que argumenta las restricciones, consensúa los límites y aplica las leyes aprobadas mediante el uso de la razón.

La derecha reaccionaria globaliza este repudio y no por casualidad se ve secundada en su labor de agitación y propaganda por sus respectivos aliados religiosos: los predicadores televisivos en la América de Bush y los predicadores episcopales y radiofónicos en la España del PP.

Para sabotear al molesto Estado legislador no basta reventar sesiones parlamentarias con sonoras broncas o aprovechar maliciosamente el reglamento institucional. Para debilitar la autoridad de la razón hay que reinventar el odio a la Ilustración, propiciar a cualquier precio el retorno de los brujos, divulgar sus oscuras creencias y restaurar el caudal de supersticiones que enturbian el discernimiento.

Esta alianza de la derecha española con el poder religioso no es nueva, ciertamente, pero vuelve a ser imprescindible para escenificar la ruptura subversiva que su movimiento antipolítico proclama a los cuatro vientos.

Artículo publicado en: El País, 7 de noviembre de 2007. Documento en PDF

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8 de noviembre de 2007
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Justicia vergonzosa

Mil setecientos veintinueve lectores van a cobrar por haber leído memorias que no eran ciertas. El caso, arreglado por un tribunal americano, es la negación total de la literatura.

En pocas palabras: un autor, James Frey, consigue un éxito comercial fuerte con A Little Million Pieces, las memorias de su vida como drogadicto que luego consiguió curarse. Parte de esta historia era hondamente falsificada y, según la ley, el libro, al presentarse como un testimonio fidedigno era una estafa para sus lectores. Los indemnizados representan 7% de los lectores que compraron el libro cuando todavía no se sabía que su contenido no era auténtico.

Lo que me parece insoportable en esta decisión es su fondo: un libro es un mundo en sí mismo y su contenido no depende del mundo externo. Un autor es Dios, tiene todos los derechos desde la de crear al mundo hasta matar cada una de sus creaturas. Y por supuesto tiene el derecho sagrado a utilizar la mentira. Hace dos días, citaba a Ricardo Piglia: “Narrar es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en fingir que se miente cuando se esta diciendo la verdad.” No existe otra verdad que la del discurso del autor y no de los hechos o datos del mundo supuestamente real. Nadie opina que Günter Grass cuenta precisamente lo que le ocurrió en Pelando la cebolla. Lo que se discute es el hecho que necesita esta historia, ahora, para hablar de sí mismo y que necesitaba otra historia en otra época.

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7 de noviembre de 2007
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Crímenes en nombre del arte

Vi que la gente del sitio de The Onion, había colgado uno de esos artículos tan ricos como pie para conversación: en este caso, se trataba de una lista de buenos libros que habían sufrido malas adaptaciones al cine. Pensé de inmediato en comentar aquí el asunto, aunque me parecía un tanto obvio. Después de todo, lo que sobran en este mundo son pésimas películas inspiradas en maravillosos libros. Es como pescar en un barril, dirían los ingleses. Pero enseguida me enganché.

En la lista había algunas elecciones obvias, como The Bonfire of the Vanities (Brian De Palma masacrando a Tom Wolfe), Bicentennial Man (Robin Williams masacrando a Isaac Asimov), The Scarlet Letter (Demi Moore masacrando a Hawthorne) y The League of Extraordinary Gentleman (Sean Connery masacrando la historieta de Alan Moore, con tanta saña que merecería haber ido a la cárcel por criminal). Pero también había algunas elecciones arriesgadas, y por ende más interesantes. Por ejemplo The Hours, de Michael Cunningham, cuya adaptación al cine fue ensalzada hasta la locura en su momento. Digan lo que digan, la gente del AVClub insiste en que The Hours la película es una porquería. ¿Ustedes qué piensan? ¿Les gustó la peli con Nicole Kidman y una nariz de goma interpretando a Virginia Woolf?

También me sorprendió que metiesen Breakfast at Tiffany's, pero la argumentación es buena. La película de Blake Edwards tiene encantos innegables (léase: Audrey Hepburn como Holly Golightly), pero también es cierto que se desvía del texto de Capote en algunos pasajes de manera imperdonable -por ejemplo en el final.

Lo que resultaba inevitable era que me pusiese a pensar en qué otros libros que no figuraban en la lista me habían hecho sufrir como perro en el cine. Debería decir: todas las adaptaciones de John Irving, empezando por El Mundo según Garp. Muchas de las adaptaciones de Dickens, empezando por el reciente Oliver Twist de Polanski. (Hablaron maravillas en su momento, pero a mí me pareció desangelada.) Todos los Robin Hoods a excepción del de Erroll Flynn, y todos los Reyes Arturo -incluido el Excalibur de Boorman, que tiene momentos fascinantes pero se suicida con el casting elegido para Arturo-Guenever-Lancelot. Todas las adaptaciones de James Ellroy salvo L.A. Confidential. Todas las adaptaciones de García Márquez. Casi todas las adaptaciones borgianas...

En fin, ya se me ocurrirán muchos títulos más. ¿Y a ustedes, qué adaptaciones los hicieron rechinar los dientes?

Mañana voy a meterme con otra lista del AVClub, esta vez en positivo: libros maravillosos que aún no han sido adaptados al cine y merecen serlo (bien). Vayan pensando...

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7 de noviembre de 2007
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