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Cambio de monoplaza

Esto de perpetrar todos los días un texto intempestivo conduce a situaciones circulares, como pasarse el día siguiente dándole vueltas a algo que pudo faltar o sobrar. En el caso de ayer, una sola palabra se quedó en el camino, tal vez porque su mera mención habría redundado en la necesidad de abrir un nuevo frente argumental: McLaren. Preciso, en consecuencia, invadir la segunda persona del singular para mejor entrar en una materia donde es fácil juzgar desde el graderío sin tener que calzarse zapatos de otra talla.

El problema es muy simple: tú eres Fernando Alonso. No son unos zapatos fáciles de llenar, especialmente cuando llega el momento —y esto sucede con fatal frecuencia— de dar la cara por Fernando Alonso. Que hace tiempo eras tú, pero ahora quién sabe. Tanta publicidad, entrevistas, chismes y fruslerías han terminado por hacerte dudar quién ese Fernando que cada día que pasa se parece menos a ti. Especialmente durante el último año, que ha sido francamente muy jodido. Echemos, pues, reversa: llegaste al 2007 como campeón mundial, listo para estrenar coche y escudería. Por supuesto, la gente de McLaren te ofreció condiciones tan evidentemente ventajosas que te creíste aún mejor situado que en los dos años anteriores. Pero luego empezaron los problemas, porque aparentemente la gente de McLaren no terminaba de enterarse del piloto que habían contratado, prueba de ello era el impulso que el equipo le daba —bajo una incomprensible fachada de “igualdad”— al novato que habían preparado para correr el otro auto.

No puede uno andar repitiendo por ahí que es el campeón del mundo sin señalarse como un mamarracho, pero estos de McLaren parecían decididos a convertirte en algo similar. ¿Qué le hacía pensar a Ron Dennis, estratega y cabeza visible del equipo, que a un bicampeón mundial se le puede tratar igual que a un novato aventajado? Es probable que Lewis Hamilton todavía no acabe de entenderlo, pero el hecho de ser novato en cualquier cosa implica la necesidad de enseñarse a comer mierda. Agachar la cabeza. Acatar órdenes. Tragarse el propio orgullo. Callarse y observar. Quien no aprende siquiera un poco de eso se condena a asumir la conducta de un pelmazo arrogante decidido a vivir prendado del espejo. Una tentación fácil cuando se es de la noche a la mañana piloto de F1, y encima de eso se goza el privilegio de ser el niño mimado de la escudería. ¿No le bastaba a Hamilton, y aun le sobraba, con recibir el fogueo invaluable de correr junto al bicampeón del mundo?

Solamente tú sabes la clase de viaje que es tener que abordar cada día en ese monoplaza volador que es el nombre de Fernando Alonso. De modo que rehuías en lo posible la interminable diplomacia de ese circo social que nada tiene que ver con el placer de hacerte con la pista, y sin embargo había que apechugar. Soportar a esa hilera de golfos y fantoches que desde siempre constituyen la corte de un campeón mundial de pilotos, y encima simular que te afectaba poco o nada el menosprecio de tu propio equipo, empeñado antes en mimar al novato que en ayudarte a refrendar el título con el que ingenuamente llegaste a McLaren. ¿Qué clase de gaznápiro tendrías que haber sido para cumplir con esas expectativas sin cuando menos alzar la voz? ¿Esperaban acaso que el competitivo noviazgo de Lewis Hamilton con Sara Ojjeh —la hija del magnate Mansour Ojjeh, accionista mayor de la empresa— te ayudara a ubicarte en un segundo plano?

Piénsalo una vez más: eres Fernando Alonso. Has corrido una temporada completa con un equipo recién multado y descalificado por espiar ilegalmente a Ferrari. Has ayudado a desenmascararlos, mientras eras encasillado en una “rivalidad” tan publicitariamente rentable como funesta para tu quehacer. Te has pasado ya largos meses devorando la mierda de tu equipo, la de los medios y la de todo aquél que ha encontrado oportuno vaciártela en el plato, mientras tu compañero recibía ya trato de campeón mundial. De manera que sólo perdiendo podías vencerlos, y eso tenía que ser preferible a compartir con esa gentuza un premio que jamás supieron merecer y ya consideraban de su propiedad. Con tanta humillación absorbida, la última carrera debe de haberte dado un regusto entre triste y suculento, luego de ver cómo los de McLaren perdían su campeonato junto al tuyo por tramposos, insolentes e imbéciles.

Lo pienso por mi parte: soy Fernando Alonso. Al fin, esos mediocres me han devuelto el hambre.

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23 de octubre de 2007
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Pequeñas sugerencias para practicantes de la ciencia

La ciencia aplicada no para de inventar maravillas. Acabo de leer que un cirujano de los Estados Unidos creó un chaleco llamado Third Space, que permite a aquellos embarcados en un videojuego sentir sobre su cuerpo los golpes que recibe en la pantalla su doble virtual. Yo que estoy un poco grande para el asunto, lamento que la ciencia no lance al mercado la clase de dispositivos que harían de mi vida cotidiana algo más placentero. Empezando por filtros efectivos, que erradiquen de mi casilla de mails tantas promesas de Viagra y alargamientos penianos. (No es que no necesite ambas cosas, más bien temo no saber qué hacer con tanta potencia.)

Siguiendo por dispositivos que me permitan desterrar de mi TV las cosas que no quiero ver. Si existen mecanismos para proteger a los niños de canales y programas que se consideran inadecuados, ¿por qué no puedo instalarlos en mi televisor con ligeras modificaciones? Dios sabe que daría cualquier cosa por quedar eximido de los videoclips de Ricardo Arjona, los micros propagandísticos de Mauricio Macri y la repetición ad nauseam de "los mejores momentos" de Bailando por un sueño y Gran Hermano.

Me gustaría tener un control remoto que me permitiese hacer 'mute' con los maullidos de mi gato.

Y que existiese un perfume que disipase en la gente la melancolía del domingo por la tarde.

Ya sé que debería reclamarle a la ciencia invenciones más urgentes. Algo habría que hacer con la violencia y la estupidez humanas: ¿para cuándo el Viagra cerebral? ¿Y qué hay de una variante del Third Space, que ayude a gobernantes de toda laya a sentir sobre su propio cuerpo los mismos padecimientos que infligen a los demás? Pero en fin, al menos por hoy déjenme permanecer en el dominio de lo banal cotidiano.

Imagino que ustedes también deben tener sugerencias. Dispongan abiertamente de este espacio, no sea cosa que los científicos arguyan después que nunca nadie los llamó a la cordura.

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23 de octubre de 2007
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II. MEJOR EL SILENCIO

Los hechos que dieron paso a Crónica de una muerte anunciada ocurrieron en Sucre, región de La Mojana, el 20 de enero de 1951. Si el nombre verdadero del novio despechado era Miguel Reyes Palencia, según su propia confesión voluntaria el de la novia que entregó a otro su virginidad antes del casamiento era Margarita Chica, y el del burlador que pagó con su vida la burla, Cayetano. Como puede verse, los personajes de la vida real van ya en desventaja frente a los de la novela, porque tienen nombres que suenan menos atractivos.

Casado por segunda vez, Reyes Palencia ha declarado al diario El Tiempo de Bogotá, que “tenía que contarle a sus hijos lo que realmente había pasado en ese suceso de mi matrimonio”, pues, según alega, el novelista usó unos datos ciertos, e inventó otros. 

Qué lisa y gris viene a ser la realidad. No hay duda que como personaje, Reyes Palencia gana en la novela. Es más atractivo Bayardo San Román. Vean de qué manera prosaica da testimonio del momento dramático en que la novia se niega la última vez a entregársele en el lecho nupcial: “O lo hacemos esta noche o esta vaina se rompe aquí”.

Mejor la novela que la realidad, ¿no es cierto?

Más valdría al personaje haber guardado silencio, como lo había hecho hasta ahora, y quedarse en el mito que, pese a su aparición inoportuna, ya no dejará de ser.

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23 de octubre de 2007
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LA TELETIENDA

La teletienda constituye, en paralelo a la cotidianidad, uno de los misterios modernos más emocionantes y mejor guardados. Dentro de la teletienda no hay problema sin resolución, defecto sin curación, complejo sin atención, necesidad sin satisfacción. Un ámbito de esta importante naturaleza pasa, sin embargo, en el discurrir común, como una prótesis existencial secreta, de la que más vale no hablar o no referirse seriamente a ella. No habremos de hablar de ella porque la convención sentencia que no se trata  más que de habladurías, no habrá de mencionarse en las informaciones porque toda ella es supuesta mendacidad.

Estas parecen ser las consignas y, sin embargo, día tras día, la Teletienda aparece en el hogar (bien entre los intervalos de la publicidad convencional  o asentada en su espacio propio)  como los Telepredicadores en sus templos. Desde allí  airea sus beneficios para la totalidad de la Humanidad sin importar que se trate, como es frecuente, de servir ingeniosos aparatos adelgazantes y musculantes, cremas que borran las arrugas o las manchas de la piel y, en otro super-apartado poético. Joyas que colman los sueños, anillos de brillantes y collares de perlas que rinden su deslumbrante histrionismo a través de pagos en plazos que  no superan los 50 euros al mes.

El mundo del cuerpo perfecto y el del sueño perfecto ocupan de una a otra punta el espacio de la teletienda mediante artículos que enfatizando su carácter de oferta divina no se expenden ante el público, no se entregan sobre un mostrador ni sufren la ignominia de mostrarse en escaparates, sino que llegan intactos desde su oferente al feligrés a través de una comunicación personalizada, uno a uno, por teléfono, casi en secreto, cumpliendo las reglas clandestinas de un ritual que confiere, una vez tras otra, a la benéfica teletienda el carácter de providencia solícita ante la necesidad de los más necesitados, atenta a la miseria de los más desfavorecidos, compasiva con la fealdad y el sufrimiento de los peor agraciados.   

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23 de octubre de 2007
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I. FRACASO ANUNCIADO

Cuando un personaje que toma aliento en una novela quiere entrar en ella desde el mundo real,  estamos frente a un fracaso anunciado. La vida, no pocas veces, viene a ser sólo un pálido reflejo de la nueva realidad que gana en la novela, una vez que ha pasado por el tamiz mágico de los ardides de la narración, y de la maestría del lenguaje usado para consumarla.

Recordamos bien a Bayardo San Román, el novio despechado que la noche de bodas descubre que Ángela Vicario no es virgen, y desata así una tragedia que culmina en la persecución y muerte del burlador Santiago Nassar, asesinado a cuchillo por los hermanos de ella. Es el argumento de Crónica de una muerte anunciada, que Gabriel García Márquez sacó de entre las historias que se contaban a media voz en la familia, y que su madre, Luisa Santiaga, le pidió que no escribiera mientras los protagonistas verdaderos estuvieran vivos.

Pero no todos han muerto a estas alturas. El verdadero nombre de Bayardo San Román  es Miguel Reyes Palencia, quien tiene 83 años de edad y vive en Nueva York. Ahora ha escrito un libro sobre los hechos que se llama La verdad cincuenta años más tarde, en el que pretende contar el asunto como realmente fue. Digo que pretende, porque su propia historia no vendrá a ser sino una versión más, y no la mejor de todas, aunque sea él mismo quien la haya vivido, y escrito.
Cosas del poder de la ficción.

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22 de octubre de 2007
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La segunda juventud de Francis Ford Coppola

Hasta no hace mucho la perspectiva de ver la nueva película de Francis Ford Coppola en años, Youth Without Youth, me daba un poco de temor. Nadie quiere admitir que uno de sus cineastas favoritos de toda la vida ya no es lo que era, y una película pequeña basada en un libro de Mircea Eliade no suena a competencia justa con la dimensión mítica de los Padrinos, de Apocalypse Now y hasta de las joyas menores de la corona, como Rumble Fish y The Conversation. Pero ahora, lo admito, tengo muchas ganas de ver la película -y mucha emoción contenida.

Mientras leía la entrevista que Rocío Ayuso publicó ayer en El País remozado, pensaba que en buena medida la mejor ficción de Coppola siempre ha admitido una lectura autobiográfica: aquella que no hunde los relatos de manera autorreferencial, sino que los ilumina al proporcionarle ecos que van más allá de lo lineal. En algún sentido El Padrino cuenta cómo un joven por quien nadie apostaba una ficha terminó quedándose al mando de un imperio, del mismo modo en que el joven Coppola se convirtió en realeza de Hollywood a partir del éxito de su película. Apocalypse es la historia de un hombre a quien se le ha concedido un poder omnímodo que acaba enloqueciéndolo. (Algo que puede predicarse tanto del Kurtz de Marlon Brando como del mismo director.) The Conversation habla de un hombre cuya vida pasa por espiar vidas ajenas, cosa que puede predicarse casi de cualquier narrador. Y Tucker: A Man and His Dream, una de sus películas que pasaron más desapercibidas, cuenta la derrota final de un hombre osado y creativo -¡como Coppola!- a manos de un sistema que prefiere la obediencia a la excelencia.

Esta Youth Without Youth suena cargada con el mismo tipo de munición. Habla de un viejo profesor de linguística, Dominic Mattei (Tim Roth), al que un rayo providencial le devuelve la juventud física al tiempo que le permite conservar la sabidiría adquirida en tantos años. ¿Puede concebirse una imagen más transparente de lo que a Coppola le gustaría tener, energía juvenil para contar las historias que ha ido madurando en simultáneo con sus vinos?

A propósito de la película, Javier Porta Fouz recordaba el sábado en adn, la revista de cultura del diario La Nación, lo que decía un personaje clave en Peggy Sue Got Married, una de sus películas más olvidadas: "Si hubiese sabido entonces lo que ahora sé, habría hecho las cosas de manera diferente".

Ojalá Coppola haya entendido que todavía está a tiempo, con rayo o sin él. El cielo sabe que el cine de hoy necesita algo de lo que perdió desde que este hombre se llamó a silencio.

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22 de octubre de 2007
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El difunto del Ferrari

“Muerto de pies a cabeza”, describió alguna vez el corredor inglés David Coulthard a su colega finlandés Kimi Räikkönen, hoy día convertido en el cadáver más veloz del mundo. Y es que estar muerto es una ventaja cuando es preciso pasar de los trescientos kilómetros por hora sin hacer mucho ruido, tal vez aprovechando el barullo infernal que acostumbran armar los vivos con el fin de que nadie se atreva a descartarlos. Durante las recientes semanas, ha habido tanto ruido en torno a los dos grandes rivales y compañeros en la Fórmula Uno que apenas quedó tiempo para considerar al fiambre escandinavo que casi no habla, rara vez sonríe y nunca gesticula. Todavía hace un par de semanas, durante el Gran Premio de China, fue más noticia la renovada cercanía entre los puntajes de Fernando Alonso y Lewis Hamilton que la bandera a cuadros para Räikkönen, quien convenientemente continuó gozando del bajo perfil de las carnes frías.

No había ni que presenciar el famoso comercial de Mercedes Benz —donde se les veía compitiendo ferozmente por ser cada uno el primero en todo— para entender que la bien promovida rivalidad entre el campeón Alonso y el novato Hamilton no pasaba de ser un juego para niños del que cualquier peatón podía hacerse parte. Los seguidores de uno detestaban al otro como si les hubiera despojado de algo, y más que eso como si el resultado final fuese a cambiar sus vidas para siempre. En mi caso simpatizaba con Alonso, por motivos que hasta hoy no aspiro a tener claros, pero el hecho es que no había comenzado la carrera y ya estaba sufriendo de sólo revisar las posiciones de salida. Se decía que Alonso todavía necesitaba de un milagro, y apenas importaba el hecho de Räikkönen precisara de dos.

Emerson Fittipaldi lo vio con claridad: difícilmente Hamilton a sus veintidós años podría con los nervios. ¿Pero Alonso? ¿Cómo iba a sustraerse el campeón del mundo de 2005 y 2006 a esa disyuntiva magnificada día tras día, según la cual no había más que dos grandes opciones? ¿Y quién, sino el piloto muerto de la Ferrari, podía beneficiarse de aquella reducción? Apenas se inició la carrera, dos obvios perdedores se trenzaron en un duelo instantáneo que pronto dejó a uno bien atrás y al otro solo tras el par de ferraris. Cómodamente adscrito a un segundo puesto provisional, el finlandés difunto debió de ser el único en divertirse: nadie lo molestó en los días previos, ni sufrió la presión que terminó bloqueando a sus dos contrincantes, cada uno obsesionado en superar al otro. Y al final le tocó bailar con la más guapa, ya instalado en el primer sitio por cortesía de su compañero de equipo, el brasileño Felipe Massa; los dos lejos de Alonso y lejísimos de Hamilton.

Al final del citado comercial —donde las voces de dos niños fanfarrones competían cantando “todo lo que tú puedas hacer, yo puedo hacerlo mejor”— la entretenida rivalidad entre Alonso y Hamilton culminaba con la aparición inesperada de otro finlandés: Mika Häkkinen, dolor de cabeza de Michael Schumacher y dos veces campeón del mundo. Algo muy similar sucedió durante la carrera de ayer mismo en el circuito de Interlagos: pendientes sin descanso de las ruedas del otro, ninguno vio venir al muerto alegre que en sus narices se iba a llevar el pastel. De manera que a veces no es un eufemismo, ni necesariamente una tragedia, sugerir que alguien “pasó a mejor vida”, pues al cabo la vida será siempre mejor para quienes han conseguido deshacerse del peso —ese sí muerto— de las expectativas ajenas.

La resistible resurrección de Kimi Räikkönen ha traído la paz a tantos aniñados beligerantes, tras un inesperado final feliz donde los favoritos no han salido vivos, luego de tantas muestras de vitalidad vana e improductiva. Al final de la mítica Por un puñado de dólares, Clint Eastwood abandona el pueblo dentro de un ataúd y regresa entre truenos de dinamita, invulnerable cual mesías resurrecto. Pienso entonces en Kimi Räikkönen, virtual hombre sin nombre y no puedo evitar que resuenen los ecos funerarios de cierta pieza triste de Morricone.

Sólo los muertos saben de sus privilegios.

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22 de octubre de 2007
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EL PRESTIGIO DEL AUSENTE

El prestigio  que concede la ausencia a quien no está o aquello que ya no está tiene que ver con la tarea de satinado que causa la distancia o la desaparición. La lejanía o la no visibilidad, la ausencia actúa como un pulido sobre la superficie del objeto y a la vez que afina sus caracteres, borra sus imperfecciones, tanto como nubla sus pormenores, aumenta su abstracción y lo alza desde la particularidad al concepto. Siendo enemigo, amansa sus amenazas, siendo amigo aumenta su tránsito.

La ausencia aspira del ser hacia arriba y en esa operación deshace sus pliegues como en un planchado vertical. La figura se estiliza a la vez que pierde peso, gana ligereza y con ello facilita su asunción. El ausente se encuentra hasta cierto punto metabolizado por el efecto de esa condición y en consecuencia se hace más fácil de asimilar, de digerir, de hacer propio si se deseara o de soportarlo en el caso de no amar su vecindad. Lo muy próximo aterroriza.

Los personajes se vuelven tanto más temible cuanto más acercan su rostro e incluso todos los rostros se hacen monstruosos cuando la distancia de visión se acorta demasiado. La proximidad desprende olores y tufos, revela sus imperfecciones, su voz atruena y su estructura acosa. La distancia apropiada sitúa al objeto o el sujeto en su proporción debida pero la lejanía va poco a poco reduciendo la asechanza y ofreciendo al observador junto a un dominio psicológico el regalo de una circunscripción más amplia para el yo. La ausencia realiza el colmo del yo respecto al otro. El yo se expande sobre el lugar que ocupaban los demás y ese solar infinito lleva al éxtasis o la exasperación, siempre sugeridos por el poder de la ausencia.

El amado se ausenta y lleva con él una buena parte de nosotros, todo ese nosotros que se dilata en el espacio vacío para tratar de rozar el objeto que se evade. La ausencia amplia el yo dolorosamente tras el ser amado pero, de otra parte, aumenta la dimensión del yo placenteramente cuando la vacante es obra de la enfermedad o la guerra.

La ausencia es un perfume sin olor. El perfume por excelencia: de su aroma transparente se compone la desesperación o la dicha. Su fragancia es el grado cero de la naturaleza, antes de que las plantas, los animales, las flores, recibieran la animación de su esencia: cuando su olor era ausencia.

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22 de octubre de 2007
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Cantando ‘La Internacional’ con desespero

En un programa de TVE le preguntaron a Gaspar Llamazares, jefe de la izquierda radical, por qué le preocupan tanto las injusticias que se cometen en el Cuerno de África, pero en cambio no mueve un dedo cuando las familias pobres de España ven subir el precio del pan y la leche a modo de extorsión para enriquecer a ocultos intermediarios. Llamazares silbó la célebre canción Pajaritos moviendo incluso las axilas con verdadero arte.

El señor que se lo preguntaba confundía el espectáculo titulado Yo soy la izquierda feliz, con lo que se llamaba izquierda hace unos 40 años. No entiende que las figuras que encarnan los diversos papeles de la representación, es decir, los actores, no tienen por qué creer en lo que recitan. Es como si a Josep Maria Flotats le obligaran a creer las barbaridades que dice Stalin. La obligación de Llamazares es mantener la gracia de la pieza dando contraste al Gran Divo. Una primera figura sin comparsas, desfallece. De modo que el actor que hace de izquierda extrema sirve para que otro actúe de izquierda moderada, siendo ambos, seguramente, de derechas de toda la vida.

Esta semana subí a comer a uno de mis restaurantes favoritos de Barcelona. Se llama La Venta y está a una altura idónea para divisar la ciudad bajo una buganvilla y sitiado de palmeras. Al fondo, el espejo del mar. Pero antes un amigo me llevó a pasear por las faldas del Tibidabo, el último lugar medianamente arbolado de la ciudad, pinares donde los curas nos llevaban a juntar retama para la Inmaculada. Pues está desapareciendo bajo el ladrillo de Núñez y Navarro, que no son dos sino uno. Seguro que el expolio es legal, y eso es lo más curioso. Las masas pétreas que están devorando el monte al modo levantino han sido aprobadas por el ayuntamiento socialista, no me cabe ninguna duda.
Una concejala, Imma Mayol, fuente de infinito regocijo entre la ciudadanía, hace aquí el papel de Llamazares, algo así como La Superprogre guay. El señor del programa le habría preguntado cómo ha podido colaborar en semejante mina de oro para los ricos. ¡Qué ingenuidad!

Artículo publicado en: El Periódico, 20 de octubre de 2007.

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22 de octubre de 2007
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LOS PUMAS

Francia padeció, a manos de unos argentinos, una terrible humillación en la Copa del Mundo de Rugby. Quizás pasó desapercibida afuera, pues el partido de la vergüenza entre los Pumas (la selección nacional de Argentina) y la selección de Francia fue, el viernes por la noche, en lo que se llama la “pequeña final” para los puestos 3 y 4 de la clasificación. Pero una derrota 10-34, con un dominio deslumbrante del equipo argentino, era lo último que faltaba para cerrar la actuación muy pobre de rugbiers (palabra argentina) franceses jugando en casa.

El escenario no era el gran “Estadio de Francia” (80.000 asientos) sino el “Parque de los principios” (43.000) y los príncipes eran los jugadores de la selección albiceleste. Después del partido, un organizador oligofrénico intentó tocar la canción de Edith Piaf “non, je ne regrette rien” (no tengo lástimas) en los altavoces del recinto lo que provocó la rabia del público. Francia lástima su derrota en la copa y lo debe a la falta de calidad de su equipo y al talento de los argentinos que le ganaron dos veces, en el primer partido y en este último.

Es difícil vender los argentinos al mundo hispanohablante. Su exceso de soberbia, su fuerza/debilidad psicológica son a veces insoportables. Pero, más allá de los viejos chistes (“para suicidarse un argentino sube hasta la cumbre de su ego y se tira al vacío”), los Pumas son argentinos especiales. Tienen alma y en la cancha algo de duende. Son los gitanos del mundo del rugby: ocupan la posición tercera en la clasificación de la copa, pero toda su elite pertenece a clubes europeos y su selección nacional no cabe en los grandes torneos de los hemisferios Norte o Sur. Argentina sólo tiene a la copa del mundo, cada cuatro años, para demostrar su calidad.

Lógicamente, cada cuatro años, los Pumas juegan para existir, para recordar su presencia al mundo del rugby, lo que da una emoción vital a su juego, servido por una entrega física y mental total, la “garra”. Es el todo o nada: ganar o, peor que perder, desparecer. El blog de un periodista argentino, Jorge Busico, lo expresa muy bien. Cuenta la copa como un ejercicio de auto-afirmación: los Pumas son grandes en su lema, su oración y también el honesto relato de lo que ve. (Es un el blog de Busico donde encontré la fotografía de los Pumas que viene con esta nota. Es de un fotógrafo, Caro Pierri, que la regaló para la promoción del deporte. La actitud de los Pumas dice todo: cantan su himno antes de derrotar a Francia. Antes de derrotar por primera vez en la copa…)

Como buenos argentinos, los Pumas son víctimas de un exitismo sin límite. Los jugadores gritaban “Pichot Presidente” después del último partido contra Francia. Agustín Pichot es un maravilloso jugador y un gran capitán. Ya sus compañeros lo veían pasar de maestro en un césped a jefe de su país. Pierre Mendes-Frances, que fue el jefe del gobierno francés a mitad de los años 50, describía los argentinos como “el pueblo que habla entre comillas”. Dicen cosas, pero son cosas ajenas a lo que hacen en la realidad. Menos estos Pumas. Vinieron para recordar su existencia. Dicho y hecho. Los Pumas son grandes. 

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22 de octubre de 2007
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