Vicente Verdú
Que todos tengamos a la vez una gripe convierte al malestar personal en una subespecie sin el menor carácter. Con el entorno poblacional engripado no hay espacio exclusivo para ser tenido en consideración y, en consecuencia, sin importar los grados de fiebre, el acoso del quebranto o los dolores de cabeza, el cuadro queda asumido en un estar general donde más que una enfermedad propia se asiste a un pasaje de la colectividad.
De este modo se hace imposible transmitir una queja individualizada puesto que la queja se encuentra estereotipada, acuñada y anticipada en el diagnóstico tradicional, homologado y común. De esta manera, en fin, no merece en absoluto la pena estar enfermo ni sentirse como enfermo ni dar cuenta de la propia enfermedad. La enfermedad, en cuanto circunstancia personal, ha sido arrollada por la enfermedad en cuanto acontecimiento y borrada también como excepción patológica o contingencia sobre la identidad.
Lo propio de la temporada coincide con esta situación donde emergen, como si se tratara de una cosecha tradicional, la colección de síntomas que nos afligen en masa. ¿Nos afligen? Nos abrazan como miembros del grupo indiferenciado, partícipes de una época transitoria y personajes de una pequeña época anual.
La gripe nos designa grupalmente. Designa ligeramente el fragmento de historia donde habitamos y en la que transitamos envasados, encamados, enfebrecidos, emitiendo vanas lamentaciones redundantes con la consabida naturaleza de la afección.