He mostrado mis distancias con la actitud consistente en erigir los textos filosóficos en laboratorio de la filosofía, y en considerar que la ascesis interpretativa del propio juicio es lo único que, ante ellos, realmente cuenta. Sin embargo esta concepción no puede ser barrida de un plumazo:
Es incluso posible que cuando los textos filosóficos remiten indiscutiblemente a tipos de conocimiento que forman parte del acerbo científico, técnico o artístico (así, por ejemplo, cuando desde las primeras páginas de la Crítica de la Razón Pura, Kant se remite a la incompleta de las teorías gravitatorias entonces existentes) baste una inmersión introspectiva en los conceptos que se manejan para que tales aspectos técnicos surjan en la suerte de reminiscencia platónica ya evocada. Es posible, en suma, que armado con sus textos básicos, el filósofo en su objetivo de alcanzar la lucidez, se baste a sí mismo.
Todo ello es posible, pero... no es seguro. Y en tal falta de seguridad se sustenta el presente proyecto de articular una suerte de catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo. Delimitar lo que ha de saber un filósofo, pasa, en primer lugar por el establecimiento de un catálogo de esas interrogaciones filosóficas elementales a las que he venido refiriéndome. Este catálogo debe incluir cuestiones relativas al espacio, al tiempo, a la condición lingüística, a la diferencia entre lo cualitativo y lo cuantitativo, a la diferencia entre lo humano y lo meramente animal, al vínculo entre tiempo y corrupción, al vínculo entre palabra y música, a la función de la representación plástica, etc.
Reflexión para la que será fértil apoyo un saber indiscutiblemente técnico, es decir, inequívoco y controlable. Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, teoría de la relatividad, teoría matemática de conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, disciplinas de la perspectiva, teoría de colores, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, teorías de la métrica poética, historia conceptual del arte... y un no muy largo etcétera.
Aun en el caso de que se haya ya pasado por el aprendizaje de alguno de estos puntos, rememorarlos en función de una interrogación filosófica y siguiendo un estricto hilo conductor, supone, no sólo actualizarlos sino darles vida, es decir, librarlos de la esterilidad consistente en no saber a qué responden, esterilidad en la cual son fácil presa del olvido.








R. A.: Es que la elección de contornos en lo que llamamos arte siempre tiene algo de fatal. Es decir, siempre tiene algo de una elección única que tiene que eliminar todas las opciones. El ejemplo más claro es el marco de una pintura. En realidad, para el gran amante de la pintura, el marco siempre molesta, porque la pintura debería ser un punto en expansión ilimitada. Desde esta perspectiva, Leonardo Da Vinci decía que el punto era una especie de elemento que contenía toda la pintura potencial del mundo. Y de hecho creo que es así: cuando recortamos, estamos incurriendo en una cierta fatalidad. Lo mismo ocurre con una partitura o en la construcción de un poema o de un texto. Estamos eligiendo cuando en realidad el arte debería ser un work in progress; cuando decimos obra estamos poniendo ya un límite a la propia obra. Es muy atractiva por ejemplo la posición de los pintores de íconos griegos o rusos porque el pintarlos lo llaman "escribir íconos", y esa escritura es como una plegaria, como un rezo, por demás ilimitado. El pintor de íconos en el sentido puro no concibe que haya un final para su obra. Siempre es una fatalidad poner la última línea de un poema, poner la última línea de un texto; me imagino que todavía lo es más para un pintor decir "Esta pincelada cierra la pintura" o para un escultor "Este golpe cierra la escultura." Miguel Ángel se rebeló contra eso y al final de su vida sólo hacía esculturas inacabadas, atrapadas en la piedra, porque de esa manera, aparte de la repercusión de otros tormentos suyos, se ahorraba la necesidad de decir "Éste es el último golpe que cierra la escultura." Lo que queda en la piedra que no es escultura, lo que queda en el caso del pintor de íconos, en la pintura no realizada, en el poema que nunca se escribió-los poemas que hay enroscados en el poema-, es para mí extraordinariamente importante e interesante: nos muestra por un lado la fatalidad del arte, a la vez que su potencialidad. 