¿Una porno protagonizada por la Alicia de Lewis Carroll, la Wendy de Peter Pan y la Dorothy de El Mago de Oz? Eso es Lost Girls, la historieta en tres partes escrita por el genial Alan Moore e ilustrada por su actual mujer, Melinda Gebbie. Un prodigio narrativo: el único relato pornográfico en que las historias que ocurren entre uno y otro coito no sólo tienen sentido, sino que además dotan al acto sexual que una carga de valor inapelable.
A comienzos del siglo XX, las tres protagonistas coinciden en un hotel de Europa Central -el Himmelgarten, o sea Jardín del Cielo- para una temporada de vacaciones. Alicia es una mujer mayor con una historia trágica. Wendy está casada con un inglés que la frustra sexualmente. Y Dorothy es una chica ‘moderna' que viene del Nuevo Mundo en busca de sensaciones. Allí se conocen, intiman y comienzan a intercambiar historias. Aquí tiene lugar el primer gran hallazgo de Moore. En una serie de jornadas con mucho de Las mil y una noches, las tres mujeres relatan sus historias -esas historias que nosotros leímos en su carácter de clásicos infantiles- en una clave que respeta los parámetros conocidos pero los reinterpreta de manera que hubiese hecho las delicias de Freud. La Alicia niña es iniciada en el sexo por un amigo adulto de sus padres. Peter es, para Wendy, aquel muchachito salvaje que la conduce a la tierra fantástica del placer. Y Dorothy asimila el tornado que la arrancó de Kansas a su primer orgasmo, por cierto autoinducido. Lo que cimenta la relación entre las tres mujeres es el viaje a París para oír Le Sacré du Printemps, de Stravinsky. Un último acto de puro goce, antes de que el mundo conocido se hunda en la oscuridad.
Alicia, Wendy y Dorothy se cuentan historias y se abandonan al placer mientras en Sarajevo se prepara el crimen que encenderá la mecha de la Primera Guerra Mundial. Su doble número circense -el de la imaginación, el del sexo- es en verdad un acto de resistencia, que opone lo mejor de la vida a la dinámica de la violencia, de la avaricia -de la muerte.
Las líneas entre retro y naive de los dibujos de Gebbie son perfectas para el cometido de Moore: una unión hecha en los cielos (en el Himmelgarten, debería decir) entre la imaginería del pasado y la sensibilidad del hoy. Lost Girls es un objeto bello, una verdadera obra de arte. Provoca en todos los sentidos del término. ¿No es eso acaso lo que ansiamos más profundamente, cada vez que nos abrimos al poder de un hecho artístico?


Rafael Argullol: El autor, aunque quiera llegar a comunicar lo más ampliamente posible, no tiene que doblegarse ni a las exigencias del mercado ni tan siquiera a las exigencias del hipotético lector.
(Un poco de transparencia: Gustavo Guerrero es un amigo venezolano que vive en Paris, un poeta, un profesor de literatura, y sobre todo la persona que lleva el sector de la literatura hispánica en la casa editorial Gallimard. Es una persona clave como se puede imaginar para los autores latinos y aun más para los lectores franceses).
Sabemos que pasar del volumen, es decir el rollo de papel, al codex (las paginas con un texto en ambos lados de cada hoja), fue una etapa decisiva en la historia de la escritura y del pensamiento. Existen investigaciones sobre la historia del cristianismo como movimiento religioso que se apoyó en una tecnología nueva: el libro -hay que leer Christianity and the Transformation of the Book: Origen, Eusebius, and the Library of Caesarea de Anthony Grafton and Megan Williams (Belknap Press/Harvard University Press) y The Monk and the Book: Jerome and the Making of Christian Scholarship De Megan Hale Williams (University of Chicago Press)-. Ahora, en el paso del libro a la pantalla que empezamos a vivir, el texto, creo, no va a salir ileso. Es lo que me preocupa y que tocaba el articulo del New Yorker.



ido para cada género. Desde siempre se ha tendido a una fosilización de las estrategias, llegando así a callejones sin salida: se olvida de la innovación, produciendo pocas veces estrategias nuevas.
r un lado hacer una literatura inteligible que tenga como ambición llegar a un público lo más amplio posible, pero al mismo tiempo que sea una literatura que se exija continuamente a sí misma un rigor, una experimentación y se exija algo que a mí me parece imprescindible, y es que el autor, aunque quiera llegar a comunicar lo más ampliamente posible, no tiene que doblegarse ni a las exigencias del mercado ni tan siquiera a las exigencias del hipotético lector. El pequeño prefacio de Montaigne a sus Ensayos es claro: dice que se investigará a sí mismo pero que el lector no espere que se esté doblegando servilmente a lo que él desearía. Ya mucho más radical fue en el siglo XIX Baudelaire, cuando se refirió al hipócrita lector, que no dejaba de ser una fórmula provocadora. El autor tiene que buscar la comunicación pero creo que nunca se ha superado la fórmula tradicional de que el lector sobre todo tiene que buscar su propia verdad. No la verdad, en abstracto, sino su propia verdad, su propia sinceridad, o, si se quiere, su propia mentira auténtica, siendo algo que le sea radicalmente propio, sin ceder a la presión exterior y eso exige sin duda un gran grado de experimentación y de riesgo. La literatura tiene que ser riesgo necesariamente, el arte tiene que ser riesgo si quiere implicar esa dosis central de verdad.