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La sociedad del uf

Tras un muestreo rudimentario sobre las interjecciones más utilizadas en mi círculo cotidiano sonsaco que ¡uf! no tiene competencia. A pesar de que ¡ay! –que tanto vale para dolerse al chocar con la esquina de la mesa como para defenderse de los chistes de la candidata del PP Isabel Díaz Ayuso– le va a la zaga, y de que ¡uy! tiene un uso desmedido en las retransmisiones deportivas, las desbanca a todas: al arrebatado ¡guau!, al laxo ¡bah!, al regañón ¡chist! y al in­fantil ¡pum!
Vivimos en la sociedad del uf, y no por cansancio físico. Tiempos peores hubo para expresar extenuación y flaqueza. Se acabaron los corredores ahogados en las calles, hoy han sustituido los bufidos de antaño por respiraciones concen­tradas en su alegría. Los uf son muchos más molestos, pues revelan la existencia de un marrón o de una frustración tediosa. No encuentras el cargador del móvil, y lo repites, volviendo a mirar donde ya lo hiciste, entre el contra­tiempo y la fa­talidad. Exclamas uf tras contarte que han echado a tres antiguos compañeros de trabajo o cuando de repente te llaman del colegio de tus hijos.
En verdad, te das cuenta de que tú no puedes ser víctima de esa rendición tan espesa y gris. Afirman que viene del árabe uff, igualmente cargado de desagrado y fastidio; que noruegos exportaron a Norteamérica una expresión muy similar: uff da, “estoy abrumado”. Para algo se inventaron el yoga, el mindfulness, las series de Netflix o el sexo, sí, para atontar la válvula del uf. Madurar significa dejar de sentir que el cuerpo se parte en dos cuando vocalizas uf con todas tus fuerzas; ya no se derrite algo dentro ni sientes mariposas de las malas. Porque en las cuestiones de vida y muerte no se dice uf; se calla o se llora.
Qué gran título es el Uf, va dir ell de Quim Monzó. Cuánta promesa e interés despierta, aunque el protagonista del cuento apenas pueda articular palabra; el paladar impregnado de pastel y de pereza. Los hay de losers cabizbajos, y los hay dramáticos, de diva: esos que emiten los jefazos, con eco, alargando las efes y echando la espalda hacia atrás a causa del café frío o de que han caído las acciones.
Habrán advertido que en esta primavera electoral a la mayoría de los candidatos les duele España. La máxima de Unamuno ha circulado en un boca-oreja de Rivera a Sánchez o Casado. Ellos son más de ay, expresando el ardor de una herida que busca compartirse con los votantes. Pero a quien le duele algo no se le suele votar, sino que se le recomienda descanso. Hasta que sea capaz de verse desde el otro lado, reposado, frente a la bandeja de la cena en el sofá, y, ante su propio reflejo en el telediario, exclame “¡uf!”. Ese sería el principio de algo.
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16 de mayo de 2019
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Lo que se va


Veo la desaparición de Rubalcaba con la penosa emoción que me produce el derrumbe de la aguja de Notre Dame
 

En una carta a Paul Engelmann, un inesperado Wittgenstein calderoniano le decía que nuestra vida es un sueño, sí, pero que en algunos momentos decisivos nos despertamos y podemos llegar a saber que estamos dormidos. Es una vuelta de tuerca al sueño de Segismundo. El despertar no llega con la muerte sino que acontece en vida, pero sólo en momentos supremos y a pocas personas. Por lo que sigue en la carta, yo creo que Wittgenstein se refería a sí mismo y a otros pensadores de igual calibre intelectual, como Schopenhauer, capaces de recibir en forma de luz instantánea la visión de nuestra existencia en tanto que delirio onírico. Un estado similar a la muerte, pero con imágenes que no podemos variar porque varían ellas solas. Así que, a diferencia del dolor, que es lo ajustado a los vivos, vivimos la muerte ajena (jamás la propia) como un suceso cargado de sentido a pesar de su trivialidad.

Por eso muchos hablamos ahora de Rubalcaba como en un sueño: fue un hombre inteligente y con estudios superiores, uno de aquellos socialistas íntegros que tenían una idea firme de cuál era la sociedad por la que luchaban. De ahí su destacado empeño para acabar con los asesinos vascos. Nunca habría consentido a Otegi. El siguiente sueño de los socialistas vivos, en cambio, han sido dirigentes sin usanza laboral, sin estudios, sin entereza moral, sin una idea de sociedad. Jefes solipsistas, frívolos e incapaces de despertar para constatar que están dormidos. Yo veo la desaparición de Rubalcaba con la penosa emoción que me produce el derrumbe de la aguja de Notre Dame. Desaparece algo irrepetible. La próxima aguja no será de madera, ni la construirá Viollet. Será el resultado de una lucha entre codicias y empresas. Será, posiblemente, virtual.

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14 de mayo de 2019
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Culinaria

El canónigo penitenciario Anselmo Allepuz Monviedro asestó el bofetón más enorme que jamás se haya dado en la provincia, quizá porque impresionar favorablemente a los demás es el empeño fundamental de nuestras vidas. Hablo del rutilante oidor, montaraz canónigo penitenciario, al que en ese día, 26 de julio de 1992, le quedaban justo tres años de vida. Andaba yo entonces preocupado por el descenso en la calidad de nuestras Croquetas Bajo Imperio, las que nos dieran merecida fama, crujientes, en su punto de sal y aceite, elaboradas con carne sabrosa y restauradora, y que ahora, quizá por un cambio en el proveedor, estaban dejando de gustar a nuestra parroquia. Fui al encuentro de Anselmo, que atendía en Villa Lorenza, yo buscaba consejo y nadie como él disponía de un catálogo fiable de carniceros de primera clase. Dijo que el médico y escritor valenciano Jaume Roig (comienzos del XV –1478), en su novela Spill (1460, también llamada Llibre de les Dones), incluye un pasaje en el que unas cocineras parisinas elaboran pasteles con ingredientes humanos: “En hun pastis, / capolat, trit, / d’om cap de dit / hi fon trobat. / Ffon molt torbat / qui·l conegue; / reguonegue / que y trobaria: / mes hi havia / un cap d’orella. / Carn de vedella / creyem menjassem / ans que y trobassem / l’ungla y el dit / tros mig partit. / Tots lo miram / he arbitram / carn d’om çert era. / La pastiçera, / ab dos aydans / – ffilles ja grans –, / era fornera /  he tavernera. / Dels que y venien, / alli bevien, / alguns mataven, / carn capolaven, / ffeyen pastells, / he dels budells / ffeyen salsiçes / o llonguaniçes / del mon pus fines.” [En un pastel, / troceado, triturado, / un extremo de dedo humano / fue hallado. / Quedó turbado / quien lo encontró; / sospechó / que otras cosas encontraría: / también había / un trozo de oreja. / Carne de ternera / creíamos comer/ aunque descubriéramos / la uña y su dedo / medio partidos. / Lo miramos / convenimos / que ciertamente carne humana era. / La pastelera, / con dos ayudantes / -mozas crecidas-, / era panadera / y tabernera. / De los que venían, / y allí bebían, / algunos mataban, / sus carnes troceaban, / hacían pasteles, / y de los intestinos / preparaban salchichas/ o longanizas / de este mundo las más finas.]

 

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14 de mayo de 2019
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El festival que se fue al exilio

Hace casi ya medio siglo, con motivo de los 150 años de la independencia de los países de la región, celebramos en San José, Costa Rica, el Primer Festival Cultural Centroamericano bajo los auspicios del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA), del que era yo secretario general, y gracias al respaldo del gobierno de Costa Rica, cuyo presidente era entonces don José Figueres, uno de los personajes inolvidables de mi vida, el prócer que tras triunfar en la guerra civil de 1948 mandó a abolir para siempre el ejército, una de las grandes conquistas históricas de este país sin tanques de guerra ni aviones de combate.

Una gran fiesta cultural que hasta entonces no tenía precedentes, y de la que fueron parte una Bienal de Pintura, una Feria del Libro, un Festival de Teatro y un encuentro de escritores.

Desde entonces, y estoy hablando de mis años juveniles, la idea fue que si Centroamérica representaba una identidad cultural en su diversidad, debíamos apuntar a la excelencia por encima de la mediocridad para realzar esa identidad y esa diversidad: convocamos a la bienal a los mejores pintores y los premios fueron otorgados por un jurado que integraban Marta Traba, Fernando de Szyszlo y José Luis Cuevas. El premio mayor fue para el guatemalteco Luis Diaz, con el tríptico Guatebala.

El jurado del festival de teatro lo presidió uno de los grandes directores de Broadway, el panameño José Quintero, que entonces ponía en escena en exclusiva las obras de O'Neill. Y entre los escritores tuvimos a José Coronel Urtecho, Fabián Dobles, Carmen Naranjo, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Rogelio Sinán, Álvaro Menen Desleal, Carlos Martínez Rivas, Augusto Monterroso. San José fue todos esos días la capital cultural centroamericana.

De allí viene Centroamérica Cuenta, que nació en Nicaragua en 2013 bajo esos mismos parámetros de excelencia, y en esta nueva gran aventura cultural de doble vía hemos ensayado a mostrar lo mejor de nuestra literatura, y traer hacia nosotros lo mejor de la literatura de fuera de nuestras fronteras.

Cuando la crisis que vive Nicaragua nos obligó a cancelar el encuentro del año pasado, buscamos un escenario alterno y encontramos asilo generoso en Costa Rica de parte del gobierno del presidente Carlos Alvarado, novelista él mismo, y de su ministra de cultura, Sylvie Durán, quien supo articular los apoyos nacionales necesarios.
Hemos aterrizado ahora en San José para abrir carpa con más de 130 invitados provenientes de 21 países, entre escritores, artistas, músicos, cronistas, cineastas, críticos literarios, editores, traductores, y promotores culturales, una semana de encuentros literarios en diversos escenarios, empezando por el emblemático Teatro Nacional. Y el festival se desarrolla en paralelo a la Feria Internacional del Libro. Otra vez San José capital cultural.

No podíamos haber encontrado una sede mejor que Costa Rica para seguir adelante con Centroamérica Cuenta, un país dueño de una dilatada tradición cultural, y que ha sido siempre, además, tierra de acogida para los centroamericanos forzados a huir de sus propios países ante dictaduras y golpes de estado.

La ola que ha empujado ahora a Centroamérica Cuenta hacia Costa Rica ha arrastrado a miles de refugiados que huyen de la persecución y la violencia, acogidos de manera hospitalaria, igual que tantos otros en el pasado. La sombra de la xenofobia existe, pero no es la norma. La norma es la generosidad.

Centroamérica es invisible por lo general, a no ser por las catástrofes políticas y naturales, pero igual que en el resto de nuestra América las calamidades y los desafíos de la realidad se trasiegan a la literatura. Es lo que Centroamérica Cuenta busca explorar.

La violencia, la opresión, el desarraigo, las emigraciones forzadas, la corrupción, las pandillas, los carteles del narcotráfico. Los abismos de miseria, la discriminación. La pobreza que crece a la par que crecen las fortunas descaradamente mal habidas.

No se trata de matricular a la literatura alrededor de un catálogo de temas obligados, porque la libertad creativa es insustituible; pero esas voces de la realidad tienen una fuerza de atracción poderosa para los narradores de historias, porque las vidas de los seres humanos son la materia de la literatura, y en la medida en que las vidas son afectadas por la anormalidad de la realidad, que es la anormalidad de la historia, la literatura sucumbe ante el peso de esas voces insistentes, y es entonces cuando la realidad se transforma en arte vivo, y la literatura imita a la vida.

Mientras en Nicaragua no existan condiciones de libertad y democracia que amparen un encuentro plural y libre que busca dar peso a todas las voces y exaltar la creación literaria como acto permanente de rebeldía, Centroamérica Cuenta habrá de vivir en el exilio.

En Costa Rica, o en cualquiera de los otros países centroamericanos donde ya somos reclamados, lo cual le da al festival, de todas maneras, una diversidad de escenarios que habrá de multiplicar su público. Lo cierto es que Centroamérica Cuenta seguirá contando.

 

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13 de mayo de 2019
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Extranjeros de sí mismos

Su nombre suena a broma: mena, siglas lexicalizadas de “menores extranjeros no acompañados” que se antoja un error ortográfico entre el meme y la nena. El nombre engulle la identidad. Precoces sintecho que emigran a pesar de los riesgos del viaje en busca de una vida, porque lo que conocen se parece más a la muerte. Dejan atrás los pocos agarraderos que tienen, cruzan Estrecho y frontera solos, barbilampiños, chiquillos de plumier y cartabón. Más de doce mil fueron acogidos o tutelados por los servicios de protección de menores de las comunidades autónomas de nuestro país en el 2018. Su llegada ha aumentado espectacularmente en los últimos años. ¿Por qué? “¡Ajajá! –dirán los astutos de mirada torva–. Tontos que somos. Aquí les servimos una sopa caliente, un par de mudas, el papeleo y hasta vivienda y paga; y luego nos robarán”.
Nuestra sociedad desconfía más del hambriento que del poderoso, un asunto digno de diván. Aunque en Catalunya y Euskadi se garantizan condiciones más decentes, los centros de acogida no son resorts ni colonias. El desbordamiento y la precariedad es recurrente. Numerosos trabajadores han denunciado la involución social de los muchachos tras experiencias de aislamiento, hacinamiento y hasta maltratos físicos y psicológicos. También han alertado sobre el hecho de que apenas haya chicas entre los menas –que, se nos dice, son casi todos varones–, aunque en realidad sí existan, sumergidas en el mundo de la trata y, por tanto, invisibles.
Un 18% de los que llegaron en los últimos tres años a Catalunya han delinquido, robos con violencia y asuntos de drogas sobre todo. La principal preocupación de Mossos y Fiscalía se centra en los mayores de edad que han acabado por convertirse en reincidentes y funcionan como red de apoyo para los menores fugados de los centros de acogida, organizando tribus que duermen en las calles u ocupan pisos del centro de Barcelona. Drogas, peleas a cuchilladas y redadas policiales dan para llamativas alarmas, pero ¿qué ocurre con el resto, con la inmensa mayoría de estos niños de la calle? Porque el 82% son pacíficos, algunos más asustados que otros, con una gran capacidad de sacrificio a diferencia de nuestros chavales mimados y poco tolerantes a la frustración.
El Gobierno de Sánchez aprobó un aumento de los fondos por real decreto –38 millones– con el objetivo de mejorar la atención de los centros, pero incluso la buena voluntad política no es suficiente. Falta una herramienta común de recogida de datos para poder realizar un seguimiento global; tampoco existen estándares de protección destinados a los más vulnerables, y es necesario fortalecer el sistema de acogida familiar en pos de la integración real.
Sin duda tenemos un problema, pero no consiste tanto en la amenaza de estos menores solitarios y desamparados como en nuestra incapacidad para recibirlos como lo que son, niños, en lugar de convertirlos en bestias acorraladas.
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13 de mayo de 2019
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Elogio del desengaño

Anna Magnani acostumbraba a engañarse como método preparatorio. Hasta el extremo de pensar que no ganaría nunca un Oscar, razón por la cual –aparte de su pánico al avión– no asistió a la ceremonia en la que sería galardonada con la estatuilla por su papel en La rosa tatuada. En la recreación de su vida realizada por la actriz Arantxa de Juan se percibe continuamente la anticipación al desastre. Se trata de una brillante actuación y una audaz puesta en escena que tiene lugar en su propio domicilio, en la madrileña calle del Desengaño. La obra arranca en la habitación de la intérprete, a oscuras, ella sollozando de dolor en la cama y el reducido público, mitad sentado, mitad de pie, reprimiendo la tos.
Magnani tocó tanto fondo con el neorrealismo que llegó a detestar la magia. Se hizo a sí misma con mucho talento, elevadas exigencias y demasiado alcohol. El temperamento fue su refugio, su fatal autoengaño para soportar abandonos –empezando por el de sus padres–, envidias, silencios, malentendidos, rupturas. Y ese acto final propio de un The end de melodrama hollywoodiense: Roberto Rossellini, el gran amor de su vida (que la sustituyó por Ingrid Bergman), acompañándola al hospital donde fa­lleció. Contra todo pronóstico, según ella misma, a Nannarella le dieron un Oscar, y el amor de su vida la escoltó en su ­muerte.
El autoengaño es un asunto reservado a las divas, sólo a ellas se les puede perdonar que se cieguen de gloria. Los hay veniales, por ejemplo, pensar que no te llama nadie por tu cumpleaños porque coincide con el día de la Madre, y mortales, ¿o no lo es creer que tu marido te es infiel por culpa de las artes de seducción de la zorra de su amante? Pero, de entre todos, el más vil de los autoengaños es la autoexculpación. La que estos días escuchamos en el PP, como si su estrepitosa derrota tuviera otra explicación que la involución ideológica. Ha sido por culpa de Sánchez y su campaña del miedo, sentenciaron. Y ahí está el análisis del politólogo Aznar, un visionario: la verdadera razón del estropicio es la fragmentación de la derecha. Lo que al principio parecía aceptación de la derrota teje hoy un guion de buenos y malos, temeridad e ingobernabilidad, comunistas y ultras.
Nada vende más que la sinceridad, un mea culpa que no necesariamente tiene que ser a la japonesa, como el de aquel presidente de Toyota que se postró – dogeza se denomina al gesto de arrodillarse en señal de profundo lamento y disculpa– ante la prensa y el país entero pidiendo perdón. Espolear la contienda y justificarse con marketing político acaba siendo un mal negocio. Hagan igual que Magnani: piensen que no ganarán, y su ausencia, como la de Mariano Rajoy en el PP, será doblemente lamentada.
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8 de mayo de 2019
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Marranada

En cualquier país civilizado, el error de Núria de Gispert le habría valido la ignominia y la carcajada, pero en Cataluña le han dado la Cruz de Sant Jordi
 

Cuando yo estudiaba en la España de Franco coincidí con un amigo del verano que parecía estar muy agobiado. Cursaba estudios de Ingeniería Agrícola y Pecuaria, creo recordar. Le habían ido bien los dos primeros cursos, pero ahora pasaba por un momento difícil. "En primero dimos ‘Cerdos Uno'. En segundo ‘Cerdos Dos'. ¡Pero en tercero damos ‘Cerdas'!", decía estremecido. La enorme dificultad que presentan las hembras del porcino es cosa muy predicada por los sabios de la antigüedad.

Inspirada desde la infancia por un notable conocimiento de la cabaña porcina catalana, la dirigente del nacionalismo catalán, subclase xenófoba, llamada Núria de Gispert ha cometido un error muy comentado por los medios nacionales y extranjeros. En cualquier país civilizado le habría valido la ignominia y la carcajada, pero en Cataluña le han dado la Cruz de Sant Jordi, elevando de ese modo la valía de la medallita. Esta experta en cochiqueras confundió dos espléndidos ejemplares de hembras racionales (una cayetánida, la otra inésida) con dos elementos del curso "cerdas" que tanto agobiaba a mi amigo.

Este es un error incomprensible. Hay que tener una fijación obsesiva con las cerdas, quizás por ser la cabaña que ella ha frecuentado más asiduamente. Y por otra parte hay que ser muy ignara o estar ciega de ira para confundir a dos mujeres de extrema educación y capacidad comunicativa con sendos ejemplares porcinos de pobre locución articulada, incluso en catalán. Un error debido quizás al escaso trato que esta mujer ha mantenido con hembras racionales y educadas. Como a mi antiguo amigo, el tercer curso sobre las cerdas parece haber sido un escollo insalvable para sus capacidades y ahora alucina cerdas por todas partes, menos por una.

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7 de mayo de 2019
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Lo que más temen los perros

"Los perros no ven con buenos ojos la locura y la temen tanto como los humanos", dije en Las Abismales, y añado ahora, completando aquel pensamiento: 

 

Los perros saben que un amo loco es imprevisible y una fuente terrible de incertidumbre.

Los perros saben mejor que nosotros que los abismos mentales son un pozo sin fondo.

 

De niño conocí a perros profundamente traumatizados, profundamente desconcertados, profundamente resignados, y en los peores caos, profundamente locos. Pero sobre todo conocí a perros que habían desarrollado una intuición asombrosa para detectar los desequilibrios mentales de las personas. 

 

Huían de la locura como alma que lleva el diablo, y sabían que la locura humana era para ellos más peligrosa que el hambre, la soledad, y todas las formas de la miseria y el abandono.

 

También conocí a un psiquiatra que se hacía acompañar por un can. No bromeo: era su ayudante fundamental, porque sabía detectar la verdadera profundidad de la locura.

 

Curiosamente el mejor psiquiatra y psicoanalista francés se llamaba Lacan: "la can". Buen nombre para un analista, es decir, para un sabueso.

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7 de mayo de 2019
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Bolsillos vacíos

Había uno en cada esquina, con dos dispensadores de dinero externos y un tercero en el interior del banco. Bastaba doblar la manzana en cualquier gran ciudad para encontrar un ­cajero automático que expendiera una pequeña dosis de felicidad, porque el ­límite diario no da para ir a cenar a París. Es tarde de festivo,y he andado veinte minutos en Madrid norte hasta encontrar uno de mi entidad, cansada de pagar comisiones por la urgencia y la rémora. Los cajeros, primero ubicados en interiores apestosos provistos de puertas que amenazaban con cerrarse a cal y canto, después empotrados en el ladrillo de la fachada, inauguraron un estilo de vida que disponía de dinero a cualquier hora. Sin interlocutores, colas ni papeleo. Pero, hoy, vaciados de utilidad por el cambio de paradigma que digitaliza nuestro día a día, padecen la misma agonía que en su día sufrieron las cabinas telefónicas. Cuánto juego dieron regalándonos una idea de intimidad en el espacio público que no se ha vuelto a repetir.
Los sintecho son los mayores dam­nificados de la desaparición de cabinas y cajeros. Entre cartones no hay wifi. “La pobreza está asociada a la falta de tecnología”, señala Brett Scott, activista y experto en automatización financiera, en Wired. Los que viven de la limosna se topan a menudo con personas caritativas pero, cada vez más, sin metálico encima. Ni siquiera dos euros. La máxima precariedad significa carecer de banco, de firma electrónica, de pins y passwords. Incluso algunas start-ups sin ánimo de lucro estudian –en el Reino Unido u Holanda– fórmulas virtuales de donar pequeñas cantidades a los sintecho vía aplicaciones, códigos QR, etcétera.
En estos tiempos gaseosos, la imagen del fajo de billetes planchados reventando la cartera, con su goma de pollo, que otrora significó la dolce vita –a pesar de la horterada– se ha desvanecido para siempre. Ya nadie cuenta billetes a destajo, es un gesto propio de cajeros o delincuentes. Los gobiernos controlan los movimientos del dinero y su limpieza. Se acabaron los llamados Bin Laden, y menguan los pagos contantes y sonantes. El dinero ya no es de plástico, sino invisible. Un código en la pantalla del teléfono. Retrata una sociedad que acostumbra a llevar consigo desinfectante para las manos. Por otro lado, tiene un efecto liviano: nunca el peculio había sido tan inmaterial, aunque su praxis anule nuestro anonimato. Se controla lo que ganamos, lo que pagamos, cómo, a quién y cuándo, porque el rastreo del dinero es primordial en nuestros estados financieros antes que sociales. Vivimos en una economía de datos en la que estos representan una nueva riqueza casi incalculable, y por eso los gobiernos, las empresas financieras y los gigantes del big tech ejercen un control absoluto, y mercadean con nuestras huellas virtuales para enriquecerse. No valemos por lo que somos, sino por lo que hacemos para no llegar a fin de mes sin apenas tocar el dinero.
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6 de mayo de 2019
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Silencios, olvidos, morales, nostalgias

"Habla si tienes palabras más fuertes que el silencio", decía un personaje de Eurípides. Esta norma casi nunca se cumple en Twitter, ni muchas otras.

 

"Para olvidar lo malo hay que olvidar también lo bueno porque se olvida por bloques", dice Ramón Eder en "Palmeras solitarias". Tiene razón, y es que cuando olvidamos un amor, o lo olvidamos todo, o no olvidamos nada.

 

"Son las circunstancias las que deciden el bien y el mal", decía Maquiavelo. Y se podría añadir: las circunstancias y las épocas y las religiones y las ideologías. Aunque haya habido ajusticiamientos por cuestiones morales, no hay nada más cambiante y oscilante que la moral.

 

"Todo buen libro es un atentado", decía Marcel Jouhandeau, y tenía razón: un atentado a nuestra comodidad, a nuestra imbecilidad, a nuestra indiferencia, a nuestra tendencia a permanecer afincados en nuestro espacio de confort.

 

"Cuando no hago nada estoy muy ocupado", decía Escipión, y tenía razón: los momentos vacíos de acción son muy densos, despliegan la verdad del pensamiento y dan alas a la imaginación.

 

Pensaba Esopo que la costumbre dulcifica hasta las cosas más aterradoras. Cierto. La gente se acostumbra a vivir en el infierno y luego, cuando se lo quitan, siente nostalgia. ¿Nostalgia de qué? Pues del infierno. La historia de España es rica en ejemplos de esa sorprendente nostalgia.

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6 de mayo de 2019
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