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Una ayuda

Cuando nos asalta el horror de ver a nuestros vecinos entregados a la destrucción, el odio y la idiotez, es bueno acudir a Hannah Arendt en busca de consejo
 

Cuando nos domina el agobio de estar viviendo en una sociedad agresiva, codiciosa, desnortada y peligrosa, conviene acudir a quienes en verdad vivieron situaciones difícilmente soportables. La primera mitad del siglo XX fue, en Europa, una monstruosa fábrica de cadáveres según las palabras de la gran Hannah Arendt. Los totalitarismos usaban a sus poblaciones como materia prima para la ampliación de cementerios. Y los habitantes de aquellos países se volvieron monstruos sanguinarios. Ella, judía alemana, sobrevivió porque pudo emigrar a EE UU y allí escribir una de las reflexiones más profundas sobre la naturaleza del mal. Aturdida y confusa al ir conociendo las carnicerías europeas, dedicó su vida a pensar en una política humana. Al principio, en los años cuarenta, los crímenes alemanes y rusos eran difíciles de creer así que tardó en admitir que los humanos pudieran caer en semejante degradación. Cuando nos asalta el horror de ver a nuestros vecinos entregados a la destrucción, el odio y la idiotez, es bueno acudir a aquella mujer sabia, generosa y lúcida en busca de consejo. Ella vivió lo peor.

La obra de Arendt es tan extensa que no es fácil elegir uno u otro título, aunque mi favorito siga siendo el monumental trabajo sobre los totalitarismos, porque da información esencial sobre la perversidad de los nacionalismos. Por fortuna acaba de publicarse, bajo la muy docta dirección de Andreu Jaume, una antología, La pluralidad del mundo (Taurus), que resume la doctrina de Arendt y es una introducción eficaz a su pensamiento político. Aun cuando ella vivió el horror absoluto, hay mucho que aprender sobre nuestros mediocres malvados. Sobre todo, un principio de hierro: no hacer nada que nos asemeje a ellos.

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19 de noviembre de 2019
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Ernesto Picco: gran cronista y perfilador de Santiago del Estero

El 10 de noviembre de este 2019, en mi primera visita a la provincia argentina de Santiago del Estero, presenté Crónicas de tierra y asfalto junto con su autor, el prolífico y muy talentoso Ernesto Picco. Hace unos meses, cuando me pidieron escribir el prólogo de este libro, no sabía nada de Picco, ni de la hermosa Editorial de la Universidad Nacional de Santiago (EDUNSE) y su gente luminosa, y lo poco que sabía de esta provincia del interior profundo de mi país era por las chacareras, la nostalgia de los que partieron, la siesta de quienes se quedaron, y el hecho de que su histórica capital es la primera ciudad de lo que ahora es Argentina. Sin ser experto ni mucho menos, ahora ese otro Santiago (vivo y respiro en la capital chilena) ya está en mis recuerdos y en mi corazón. En gran parte por este libro y la cercanía con su autor. Este es el texto de mi prólogo para este erudito y emotivo canto de amor de un cronista a su tierra.

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Decía Borges – los argentinos sabemos secretamente que todo lo que merece ser dicho ha sido dicho ya por Borges – que en el Corán no hay camellos. Y no hay camellos porque aquellas ásperas tribus de los desiertos de Arabia no tenían ni la conciencia ni la necesidad de poblar los paisajes de su libro sagrado de aquello que los foráneos consideraban “típico” de sus desiertos y roquedales.

El paisaje estaba asumido, implícito. Las tormentas de arena se escuchan por detrás y por debajo de las órdenes imperiosas de Alá y los sueños de los rapsodas sobre un paraíso lleno de agua, leche y miel. No hay camellos porque no hacen falta.

Por eso mismo es que el otro día, mientras chateaba con Ernesto Picco y le contaba lo mucho que me gustó este libro suyo, se me ocurrió comentarle que en su Santiago del Estero no hay chacareras. Las chacareras santiagueñas son lo que los pajueranos, sobre todo los porteños, pensamos que se canta y se baila y se escucha siempre allí, después de la impostergable siesta y antes de las infaltables empanadas.

Esa es una de las muchas razones por las que pienso que este libro es tan profundamente santiagueño: porque no intenta serlo, no juega a serlo.  Es un ramillete de perfiles que dan cada uno en su blanco porque apuntan en distintas direcciones y están contados con estructuras y estilos diversos, y entre todos trazan un mapa de una provincia única y por lo tanto representativa de lo más argentino, lo más latinoamericano, lo universal. Cuanto más local, más compartible.

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Hay en el libro de Picco, por ejemplo, mucho de política, de política local. Es inusual encontrarse con un libro que ahonda en las rencillas internas, los odios y filias de la clase dirigente de un sitio remoto y sentirse inmediatamente interpelado.

El patriarca taimado Carlos Juárez y su séquito obsecuente, el arribista que pasó de gestionar las sórdidas noches provincianas a la nueva política, los dirigentes sindicales que combinan astucia con desgarro, el intelectual rebelde de una familia trágica de revolucionarios, un valiente defensor de presos políticos. El autor los entrevista – a ellos o a sus amigos o enemigos próximos –, los sigue y los observa, los investiga, los humaniza. Es la historia contada desde adentro, y por eso mismo un modelo para contar otras provincias, otros ámbitos.

Los males del pasado y del presente toman cuerpo y vuelan. Este libro no es un manifiesto ni un alegato, pero da voz a los sin voz. A la enfermedad olvidada porque afecta a los pobres, el Mal de Chagas-Mazza. A la música de la que no se ocupan los eruditos, la guaracha, porque la escuchan los pobres. A la épica de una lucha agraria de la que no se ocupan los medios nacionales, porque se pelea lejos y la sufren los pobres.

Destilan estas historias un amor por el terruño, un conocimiento profundo de lo propio, que se me hacen cercanas y relevantes, pese a que yo nunca estuve en Santiago, y son otros los Santiagos que me habitan en mis recuerdos.

Estos son mis Santiagos: una visita breve y lejana al calor húmedo del paisaje y de la gente de Santiago de Cuba; caminar y ser feliz en otra vidas en las piedras milenarias de Santiago de Compostela en lluvia y sentir la aspereza del botafumeiro en su Catedral; vivir y crecer y encontrarme ahora en Santiago de Chile.

Pero al adentrarme en las mesuradas páginas de este libro, me escapo de los santiaguinos y los santiagueros y los compostelanos; y me vuelvo un poco santiagueño.

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Contribuye a la espesura del texto y la emoción del encuentro el torrencial de datos, libros y reflexiones de la rica introducción que se abre tras este prólogo.

Ernesto Picco, además de cronista original y audaz, es un erudito de su tierra y de las formas en que fue contada. Los lectores se encontrarán, antes de recorrer los rostros de estos santiagueños ilustres, o representativos, o injustamente postergados, o esperpénticos o hilarantes, con un estudio de las maneras en que la provincia fue recorrida por contadores de historias reales, desde Pablo Lascano y Orestes Di Lullo hasta Julio Carreras y Ramón Carrillo.

Y al analizar las crónicas que cuentan su provincia, el periodista devenido investigador brinda pautas para definir los géneros de la crónica y el perfil. La mirada propia, la investigación exhaustiva, el estilo literario, la estructura narrativa.

Así, al lanzarse a entrar en su propia lista de cronistas de la ciudad y el monte, Picco ya trazó el camino de los que lo precedieron. Sus crónicas miran al pasado, a los héroes y las luchas que el poder procura que olvidemos, y a las formas en que el presente está modificando los tópicos y prejuicios sobre lo provinciano y sobre su provincia.

Y también innova en la forma: cada texto late y fluye con estructura propia, desde comienzos que a veces pintan una cara, se congelan en un gesto, trituran un paisaje, aventuran una suposición o un concepto que los lectores descubrirán y confirmarán después, al viajar con él.    

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Hacia el final de su introducción, Picco cita al maestro de los cronistas de viajes de la Argentina actual, Martín Caparrós. “Hago largos viajes porque quiero aprender a mirar para contar algún día la crónica más difícil de todas, que es la de la manzana de mi casa”, dijo Caparrós en una entrevista. Es una variante del viejo verso de T. S. Eliot, de viajar para aprender a volver a casa, y a mirar lo familiar como si fuera nuevo y extraño.

“¿Quiénes son, en Santiago, los que han escrito sobre las manzanas de su casa? ¿Hay allí una herencia para la crónica santiagueña?”, se pregunta el autor.

Si fuera un porteño quien la enunciara, por ejemplo el mismo Caparrós, pensaríamos que peca de falsa modestia. Pero como el libro entero rebosa de dudas y tanteos, podemos suponer que no esconde una respuesta oculta. Por eso, como prologuista lo postulo yo acá: es Ernesto Picco quien se alza sobre sus antecesores y pinta un cuadro de su Santiago a la altura de las mejores crónicas latinoamericanas de lo que va de este siglo XXI.

Y son crónicas en forma de perfiles, es retratar un lugar sin que se vean los paisajes, ni camellos ni chacareras ni cansinas siestas con mate bajo el ombú. Son mujeres y hombres de la tierra los que al vivir pintan el paisaje.

Es como si los Santucho, Juárez, Lescano, Posse o Chazarreta, al caminar su tierra en sus afanes y conquistas trazaran sin buscarlo un mapa del territorio. Un mapa que Picco encuentra y comparte aquí.  

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Crónicas de tierra y asfalto me recuerda un ambicioso proyecto emprendido durante casi todo el siglo XX por el más grande de los literatos de no ficción de la Península Ibérica, el catalán Josep Pla.

Entre los más de cuarenta tomos de sus obras completas, Pla emprendió durante décadas, de los veinte a los sesenta del siglo pasado, el pintar su tierra retratando en historias, entrevistas, recorridos y meditaciones a los grandes hombres de su Cataluña soñada. Los artistas exitosos, como Salvador Dalí, Pau Casals o Antoni Gaudí, o los fracasados, como Isidre Nonell, o los luchadores y líderes, como el fundador del POUM trotskista Andreu Nin, asesinado y desaparecido por los estalinistas.

Estos hombres son la tierra, la identidad, el paisaje de Cataluña para Pla. Los llamó, en su precioso idioma natal, Homenots, que son algo así como hombretones, que es más coloquial que grandes hombres y menos familiar que el nombre con el que se lo tradujo al castellano, Grandes tipos.

Son “homenots” los santiagueños de Ernesto Picco. Ninguno es perfecto, pocos son admirables, todos tienen taras y defectos y hasta crueldades. Pero son grandes a su manera, porque destacaron y salieron del rebaño, construyeron un “nosotros” local en la mayoría de los casos sin proponérselo, al tratar de emprender caminos individuales o luchas colectivas. Estos rostros, la mayoría ajados por el tiempo y el calor de los mediodías y la ventisca de las noches del noreste, trazan los rumbos de la provincia y permiten atisbarle un futuro.

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Hoy, mientras escribo estas líneas, Ernesto Picco está muy lejos de su tierra. Está en el terreno de mis propios recuerdos y pesadillas. En las Islas Malvinas.

Su talento y su perseverancia y el brillo de promesa de su prosa le hicieron ganar la codiciada Beca Jacobs de Periodismo de Viajes de la Fundación García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Con el fondo de esta beca, está en una tierra extraña, pero donde también lucharon y murieron santiagueños quienes, como yo, fueron enviados a luchar en una guerra doblemente cruel en 1982.

Como veterano de Malvinas y escritor de crónicas de las islas, tengo muchísimas ganas de leer las crónicas malvineras de este santiagueño trotamundos.

En este libro, los lectores descubrirán fácilmente por qué. Quien ha aprendido tan bien a describir su casa desde estos personajes fascinantes y entrañables, puede lanzarse a los confines del Atlántico Sur, a descubrir las heridas y remiendos de una lejana guerra ajena. Sé que también podrá descorrer ese manto de neblina y hacer propio lo extraño y traernos en palabras justas la comprensión de lo inaudito.  

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16 de noviembre de 2019
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Cabezas de col segadas

Protagonista mayor del denominado Terror en la Revolución francesa fue Antoine Fouquier-Tinville, quien sería guillotinado en 1795, por sentencia del mismo Tribunal Revolucionario del que era acusador público, tras un duro alegato del nuevo fiscal, quien le acusa precisamente por el número de personas que había llevado al cadalso: personas de ambos sexos y de toda condición social, mujeres embarazadas incluidas. Advertido de que estaba amenazado, Fouquier-Tinville se negó a huir, presentándose antes de ser requerido, convencido de que se había limitado a ser consecuente con las leyes y aseverando en su defensa: "Yo era el hacha de la revolución. ¿Se castiga pues a un hacha?".  

Pese a esta firmeza, antes de su caída hay un momento en el que el mismo Fouquier-Tinville parece sentir escrúpulos y dudar del camino emprendido, pero el brazo del hacha tiene inmediato relevo en un Saint Just exclamando: "Basta de compasión, basta de debilidad con los culpables". Cuando también Saint Just es arrastrado por la ola y sube al cadalso junto a Robespierre, podría creerse que el Terror había sido un momento de desvarío en el que nadie reconocería haber participado y al que en cualquier caso nadie con buen juicio encontraría justificación. Pues bien:
En el capítulo VI de su "Fenomenología del espíritu", tras el apartado dedicado a la Ilustración (II. Die Aufklärung) Hegel abre una reflexión sobre la libertad absoluta y el Terror (III Die absolute Freiheit und die Schrecken) en la cual puede leerse:

"La única obra (Werk) y la única acción efectiva (Tat) de la libertad universal es por consiguiente la muerte, una muerte que carece de todo alcance interior, una muerte que no es realización de nada (...) la más fría y superficial de las muertes, sin mayor significación (Bedeutung) que la que tiene el arrancar una cabeza de col o sorber una porción de agua. En la superficialidad de esta sílaba sin expresión reside la sabiduría del gobierno, la comprensión de la voluntad universal, su realización".

Hegel no pronuncia la palabra Revolución ni hay referencia explícita a Francia, pero sin duda el Terror (der Schrecken) que se enuncia en el título es perfectamente identificable, como lo es la referencia a la más fría y carente de sentido de las muertes, esa muerte garantizada por el gobierno jacobino.

En una tremenda y exhaustiva reflexión sobre la significación de las dos metáforas del párrafo de Hegel (arrancar la col y sorber una porción de agua) James Schmidt ("Cabbages Heads and Gulps of Water..." Political Theory 26:1 -1998 4-32. Boston University) cita una carta del filósofo (escrita en la Nochebuena de 1794 desde Berna a su antiguo compañero del seminario Schelling) relativa a Konrad Engelbert Oelsner, que conocía por dentro la Revolución Francesa y que había incluso sido detenido durante ocho días en los tiempos del Terror:

Por casualidad tuve ocasión de hablar hace unos días con el autor de las cartas que tú bien conoces, firmadas con una O en Minerva de Archenholtz, supuestamente escritas por un inglés. En realidad se trata de un ciudadano de Silesia llamado Oelsner (...) Oelsner es todavía un hombre joven, pero se ve que ha vivido muchísimo (...) Sabes probablemente que Carrier [jacobino prominente implacable en la petición del cadalso para Luis XVI] ha sido guillotinado. ¿Sigues leyendo los periódicos franceses? Este juicio ha sido muy importante y revela la completa infamia (Schändlichkeit) de los Robesperrianos". 

¿Cómo casa esta calificación de completa infamia con los citados textos de la "Fenomenología del Espíritu" que parecen conferir legitimidad a ese terror del que fueron víctimas muchos de los que apostaron por la Revolución? En su singular jerga y estilo, Hegel viene a decir: la secuencia revolucionaria, terror faccioso incluido... ¡no hubiera podido ser de otra manera! Pues una necesidad imperiosa (más fuerte que la necesidad natural, mera modalidad de la anterior) regía todos y cada uno de los pasos.

Esta idea hubiera sublevado a alguien como Voltaire, por dos razones: en primer lugar por considerarla meramente especulativa, sino fantasiosa; en segundo lugar porque si efectivamente fuera conforme a algún tipo de racionalidad, no haría sino probar esa brutalidad de lo que la naturaleza y la sociedad ofrecen, el sarcasmo que supone la idea leibniziana del mejor de los mundos. 

Pero la disposición de espíritu de Hegel es de alguna manera opuesta a la de. Del fervor inmediato por los acontecimientos revolucionarios, Hegel pasa a extraer la médula de estos acontecimientos y de allí a la convicción propiamente filosófica (es decir expuesta como resultado de una necesidad conceptual) de que el proyecto profundo de la Revolución, la verdad escondida tras la toma de la Bastilla, la Declaración de los Derechos del Hombre, pasa no sólo por la ejecución de un soberano, la mediación por el Terror, sino incluso el menosprecio de las buenas intenciones carentes de efectividad.

¿Revolucionarios como la pensadora Olympe de Gouges o el poeta André Chenier podían abrigar el consuelo racional de que su subida al cadalso no era vana? Más lucidos serían, vendría a decir Hegel, si asumieran que su agitación había sido estéril, que su muerte, su inmediata inmersión en la nada, era concordante con la nada que supondría ya el haber vivido en un mundo de meros proyectos morales. Tremendo párrafo al respecto (y como antes decía dura jerga):

Frente al gobierno [entiéndase revolucionario], como la voluntad universal efectiva, no hay más que la voluntad pura inefectiva, la intención. Ser sospechoso viene a sustituirse a ser culpable, tiene la misma significación (Bedeutung) y el efecto (Wirkung) es el mismo. Y la reacción (...) consiste en la brutal destrucción de este Ser ensimismado al cual nada puede ser arrancado sino el mismo ser".

Hegel por así decirlo lo justifica todo porque lo entiende todo, o mejor dicho lo contempla todo (o eso pretende) desde el concepto, el reino de sombras al que todo obedece y todo hace necesario. 

¡Tanto más doloroso e injusto! clamaría indignado Voltaire, no dispuesto a hacer de necesidad virtud ya se tratara de la ley de dios, el movimiento del hegeliano espíritu absoluto o la irreductibilidad de la naturaleza: "Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas".

 

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13 de noviembre de 2019
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Si un tiempo fuertes ya desmoronados

Cayó el muro hace ya treinta años, y de pronto me doy cuenta que va ya para medio siglo que viví en aquella ciudad dividida, moderna y a la vez provinciana, una ciudad de antiguos esplendores que también fue mía y que amaba desde mis lecturas de Berlín Alexander Platz, la novela inolvidable de Alfred Döblin. Era la mitad de los años setenta del siglo pasado, cuando fui becario del programa de artistas residentes en Berlín Occidental, entre escritores, músicos, artistas plásticos y cineastas de muy distintos países. 

En los años cincuenta el ícono de la división entre este y oeste, en el comienzo de la guerra fría, era el paralelo 38, la línea imaginaria que partía Corea. En la década siguiente esa línea zigzagueaba con su trazo rojo en el plano malva y magenta de Berlín a lo largo de 120 kilómetros, y representaba un muro de sólido hormigón armado. Y la gran anomalía para quienes defendían la panacea del mundo socialista, versus el mundo capitalista, era el muro mismo. 

Si se quería atravesar el muro a pie, o en auto, se utilizaba el Checkpoint Charlie, donde los coches eran sometidos a una rigurosa revisión en busca de pasajeros clandestinos que pudieran ir escondidos en el maletero, y los guardas fronterizos buscaban hasta debajo del piso de la carrocería, sometida a examen mediante espejos.

Se podía ir también en metro, o en tren. Los vagones de madera del tren elevado pasaban raudos acercándose a la frontera amurallada, rumbo a la estación ferroviaria de la Friederichstrasse, la misma calle del Checkpoint Charlie: ¡Atención! ¡Está usted dejando Berlín Occidental!, prevenían en letras negras sobre fondo blanco los rótulos a lo largo de la vía. 

Esqueletos de edificios, ventanas tapiadas, paredes en ruinas y paredes aún enteras como en un decorado de teatro, otros que habían sobrevivido a los bombardeos; calles partidas por la mitad, mujeres que se asomaban a los balcones para mirarse de lejos, desde ambos lados. 

De este lado, las plataformas armadas con tubos en la Postdamer Platz a las que los turistas subían para asomarse a aquel otro mundo extraño y sombrío, y la mole del Reichtag, el edificio del parlamento incendiado por los nazis. De por medio, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las alambradas, las torres de vigilancia, como en las prisiones. Del otro, la puerta de Brandemburgo, ahora clausurada, donde, desde lo alto, la diosa Victoria conducía su cuadriga de caballos. 

Bajo el cielo gris, el muro de cemento serpenteaba como el largo convoy un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, o marcado por las cruces en memoria de quienes pretendían atravesarlo y caían asesinados a balazos en el intento. Los trozos de ese muro se volvieron después suvenires, junto con uniformes militares, cartucheras, cascos, charreteras y condecoraciones de quienes lo custodiaban.

Y en la otra mitad, prohibida y desolada, calles llenas de silencio y transeúntes furtivos, donde, sin embargo, los herederos de Bertol Brecht representaban sus piezas en la Berliner Ensemble o en la Volksbühne, y se podía visitar la espléndida biblioteca de la Universidad Humboldt en la Unter den Linden, o las salas del museo de Pérgamo en la isla de los museos.

Porque Berlín dividido era una ciudad doble, como en muchos sentidos aún lo sigue siendo muchos años después de la caída del muro: de uno y otro lado se repiten las salas de ópera, las salas de teatro, las salas de concierto, los museos, las pinacotecas.

La Friederichstrasse es ahora una elegante calle de tiendas de lujo, casas de moda y hoteles cinco estrellas. Entonces el tráfico era escaso, y muchos de sus edificios neoclásicos se hallaban aún en ruinas, mientras otros habían sido reconstruidos y albergaban oficinas públicas. El símbolo de la modernidad, que señalaba el progreso de la sociedad socialista, era la torre de televisión de la Alexanderplatz, con su cúpula de acero que albergaba un restaurante a doscientos metros de altura.

A ambos lados del boulevard Carlos Marx se desplegaban los edificios de viviendas para el proletariado, enseña del porvenir, pesadas moles decoradas con guirnaldas de estuco dorado, como queques de bodas, al mejor estilo de la arquitectura estalinista. En ese boulevard, bautizado primero con el nombre de Stalin, los tanques rusos habían sofocado despiadadamente la rebelión obrera de 1953. Luego pasó a llamarse boulevard Karl Marx en 1961, cuando Jrushchov llegó al Kremlin, y el nombre de Stalin se volvió prohibido en los dominios soviéticos de Europa Oriental.

Todos los muros que dividen terminan cayendo, aunque vuelvan a alzarse luego otros que de nuevo terminarán por caer. Muros para que nadie escape de los paraísos infernales. Muros para que nadie entre en los paraísos vedados. Muros levantados por las ideologías que pretenden ser únicas, por el odio racial, por la discriminación, y por la soberbia del poder. 

 

 

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12 de noviembre de 2019
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¡Resánchez!

A las ocho llegaron las encuestas y eran coincidentes. Habíamos salido de Guatemala y llegado a 'Guatepeor', decían

Mientras esperaba para votar en el colegio de mi barrio, en Madrid, observé que a muchos se nos había puesto cara de urna. Tanto varones como hembras lucíamos la cabeza en forma de caja y la boca como una ranura bajo la nariz. Era la cuarta o la quinta o la decimosexta vez que acudíamos con nuestro DNI por sombrero. Eso sí, mejor tener cara de urna, que cara de barretina, de chapela, de fallera, de gaita o de talayot. Hay que ver cómo progresa el nacionalismo en este país que nunca, ¿verdad?, había sido nacionalista.

Por la tarde no se sabía nada, los diarios y las teles insistían en sus emocionantes planos y fotos de monjitas votando, pero sabíamos ya que la participación había caído un 4%. ¿Es eso mucho, es poco? No lo sabríamos hasta la noche. ¿Quién se había hartado definitivamente? ¿La derecha de misa y peineta, la de los negocios, los liberales, los sociales, los peronistas, los chavistas, los golpistas? El cansado era el tapado. A las ocho llegaron las encuestas y eran coincidentes. Habíamos salido de Guatemala y llegado a Guatepeor, decían. No había manera de formar una mayoría absoluta sin adoptar a un Puigdemont o a un Otegi. Como es natural, los candidatos, en sus sedes, empezaban las preces, rogativas y rosarios para que, en el recuento, les mejorara un poco la carita. Sin embargo, todo podía empeorar.

Y empeoró. Resulta, mira tú qué gracia, que quienes se habían abstenido eran los míos, los de Ciudadanos. Que Sánchez perdía 3 escaños, Pablo 7 y Rivera 50. Era de suponer que los perdedores presentarían su dimisión, pero solo Rivera lo hizo. Ni Tezanos. Todos se agarran al sueldo, al Falcon, al chófer, al sillón y a la más firme incompetencia como si fueran prebostes de Franco. Tendremos que dimitir nosotros.

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12 de noviembre de 2019
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Supremos

Como con Franco, no hay rector en Cataluña que no considere a la nación por encima del saber
 

Han cerrado algunas o todas las universidades catalanas para que los alumnos puedan manifestarse por la patria. En premio a su entrega se les hará un examen de trámite y pasarán curso sin esfuerzo alguno. Como con Franco, no hay rector en Cataluña que no considere a la nación por encima del saber, de cualquier saber y, por supuesto, por encima de la sabiduría misma. Yo creo que llevan razón.

Vimos, hace unos días, cómo una manifestante bailaba un twerking, o un jerk, o un reguetón, en fin, algo muy técnico, delante de las llamas en uno de los incendios de Barcelona y cómo la filmaban para exhibir su acusación en el globo. No creo que haya ningún argumento académico que permita conceder mayor importancia a una clase de física cuántica. El alumnado catalán puede aprender a incendiar ciudades y a mover el culo delante de las llamas. Después de Foucault y Derrida es muy difícil jerarquizar estos saberes si se comparan con los de la gramática generativa, digamos.

No me parece preocupante que en Cataluña se cierre la Universidad, como ya sucedió en Madrid en tiempos de Fernando VII. En aquel año, su majestad abrió, para compensar, las escuelas de tauromaquia. Quizás en Cataluña podrían abrirse escuelas de sardana o de manières de table para comer calçots.

En todo caso, poco se pierde, dada la demostrada capacidad del alumnado catalán para dominar a su sociedad, y en cambio he aquí una ocasión inesperada para que, libre por unos días o meses del adoctrinamiento nacional y del agobiante escrutinio de los comisarios del régimen, ponga el alumno a prueba su inteligencia sobre este asunto de la nación y la identidad. Con un poco de talento, más de uno se pasará al twerking en permanencia o incluso a cualquier otra nación que le parezca más guay.

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5 de noviembre de 2019
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¿No perder la esperanza?… No perder el juicio

El filósofo vasco Patxi Lanceros (El robo del futuro, Catarata, Madrid, 2017, p. 45) cita una frase de Edgar Morin relativa al principio de esperanza "Sólo si logramos combinar los logros del pasado con las expectativas del presente podremos hablar de resurrección de la esperanza. Pero no olvidemos que esperanza no significa certidumbre, sino posibilidad".
 

Tratándose sólo de una posibilidad no deberíamos apostar todos nuestros cuartos a la esperanza. Y sin embargo el mismo Lanceros cita esta frase del sociólogo Zygmunt Baumann "Si perdemos la esperanza será el fin, pero dios nos libre de perder la esperanza".. Pues bien: 

Parece que efectivamente Dios nos libra, pues la esperanza y su potencia vivificante se despliegan en las más adversas condiciones, siendo variable poco importante el que la probabilidad de lo proyectado sea escasa. De hecho las esperanzas que mayor consuelo han aportado a la humanidad no entran siquiera en la problemática de las probabilidades: nula es la probabilidad de una vida eterna, es decir, una vida contraria al segundo principio de la termodinámica, y sin embargo ha constituido una de las causas finales mayormente movilizadoras de la historia.

La esperanza como principio ha sido erigida en cimiento sustentador de la actividad humana por multitud de moralistas. Sin duda por tribunos de cierta concepción del tipo de finalidad que anima las grandes luchas sociales, pero sobre todo -y en todas las épocas- por émulos o predecesores de los actuales predicadores evangélicos. En todo caso moralistas para quienes, de no estar regida por la esperanza, la vida humana no parecería deseable y quizás ni siquiera posible. El principio de esperanza nos marcaría desde el arranque en la infancia, y así un niño no amamantado por la palabra materna en la esperanza sería de alguna manera un hijo de la muerte. Un relato de la narradora y poetisa Teresa Colom (La senyoreta Keaton i altres bèsties, Edicions 62, Col.leció La butxaca, 2016) tiene como protagonista a un niño que "pronunció su primera palabra" teniendo como único testigo a la muerte, la cual, usurpando las funciones de madre, había tomado buen cuidado de que en la criatura no anidara la esperanza:

"Pero la Muerte, experta en arrebatar la vida, no en engendrarla, había olvidado una cosa al tomar el relevo del vientre de la madre muerta, un elemento imprescindible que la Vida entreteje meticulosamente y sin excepción en todas las existencias para que se mantenga aferrado a ellas hasta el último suspiro. Olvidó dotar al niño de esperanza".

La consecuencia de ello es implacable. Al sentirse no ya desesperanzado de hecho, sino incapacitado por esencia para la esperanza, ese niño se siente llamado a abismarse:

"El niño no había sabido nunca de dónde había salido, pero fue a buscar la tierra que intuía más blanda, la que más veces había visto remover, donde no había lápidas, ni féretros, el pedazo de cementerio más alejado de los transeúntes, del mercado, la fosa. 

"No perder la esperanza...". Y sin embargo retomo, tras muchos otros, una pregunta aquí ya otras veces planteada directa o indirectamente: ¿no será precisamente la erección de la esperanza en principio de la acción y del pensamiento, lo que, evitando que asumamos lo real, hace que no seamos capaces de una vida cabalmente humana?

La entrega a la esperanza equivale a dejar legislar lo imaginario, y lo imaginario es la matriz del sueño. Hay sueños fértiles, pero hay también ese sueño sthendaliano que inspira la interrogación de Unamuno: "Soñar la muerte ¿no es matar el sueño?" pero sobre todo: "Vivir el sueño ¿no es matar la vida?"

Lejos de contribuir a afrontar los retos que supone todo proyecto de construcción espiritual, el anclaje en la esperanza se convierte a menudo en el expediente que permite precisamente evitar esa confrontación. En este sentido, la religión sería efectivamente la plasmación mayor de la legislación de la esperanza.

La esperanza meramente imaginaria es en ocasiones alimentada, por así decirlo, para dar ánimos, como el médico oculta lo radical de la dolencia para que el enfermo no se desmoralice. Otras veces la postulación de la esperanza no apunta (o no exclusivamente) a objetivos de salvación individual, sino de dignificación colectiva; la esperanza es entonces concebida como arma para que el ser humano no desfallezca en el noble proyecto de alcanzar la realización plena de su naturaleza de ser de razón...en un mundo por venir. Pero aquí hay derecho a una elemental pregunta: ¿qué pasa entre tanto? Si estamos en el día y vida de una cotidianeidad insustancial, o incluso en la situación de un prisionero o de un enfermo, de tal manera que (excluido el alcanzar uno mismo a ser parte de la humanidad liberada y creativa) ni siquiera hay perspectiva de seguir mucho tiempo luchando por la misma... ¿qué hacer entonces? 

Desde luego, si no una respuesta explícita, el propio Ernst Bloch, apostol mayor del "Principio de esperanza" (título de su libro quizás más célebre) nos da un ejemplo, y no precisamente en el hecho de incitarnos a la esperanza, sino en su propio esfuerzo por dar aliento al pensamiento (tuviera él mismo esperanza o no la tuviera). Y así nos encontramos con un autor que nos ofrece espléndidas reflexiones sobre realizaciones históricas, literarias, artísticas, científicas, musicales, etcétera. Reflexiones vinculadas por la reivindicación del principio de esperanza, pero que hubieran podido tener un hilo conductor bien diferente, ciertamente entonces con interna transformación, pero quizás el mismo grado de vitalidad.

¿Dios nos libre pues de perder la esperanza? Más bien cabe desear que la buena suerte nos libre de perder el pensamiento, ese continente, al decir de Horkheimer, de toda esperanza legítima (Adorno T.W. y Horkheimer M, Hacia un nuevo manifiesto. Eterna Cadencia, 2014. Traducción de Mariana Dimópulos). Entre la exacerbación de la razón pragmática y un descontrol cómplice de la locura, sólo el pensamiento en acto, pensamiento en lucha con asuntos de extrema dificultad, aparece a Horkheimer como forma de afirmación de nuestra naturaleza (festiva afirmación de nuestra naturaleza, me atrevería a decir) cuando escribe: "En el acto de pensar está encerrada toda la esperanza".

La frase dice ciertamente que la aspiración a una situación de mayor bienestar, belleza y dignidad, la aspiración utópica, sólo alcanza legitimidad si el pensamiento lúcido y confrontado la sostiene, es decir, si el pensamiento contempla las condiciones en las que puede venir a ser realizada. Pero hay algo más: en un momento en el que la polaridad teoría- praxis era para los intelectuales un debate mayor, la frase de Horkheimer indicaba que el despliegue mismo del pensamiento equivale a realización de la más legítima esperanza, que el pensar es en sí mismo riqueza esencial, que el pensar nos hace ser. Vieja historia en realidad:

"Soy una cosa que piensa (je suis une chose qui pense)" dice de sí mismo el narrador del Discurso del Método en el momento álgido de su meditación, es decir, cuando aplicando su duda metódica ni siquiera puede afirmar con certeza apodíctica que el entorno inmediato (el fuego en la chimenea, el pliego sobre el que escribe, la propia mano que sostiene la pluma, etcétera) son otra cosa que resultado de una vivencia onírica ("pues no he de olvidar que tengo costumbre de dormir").

Y remontándose a Jonia "lo mismo pensar y ser (tò gàr autò noeîn estín te kaî eînai ...)", arranque de la "Vía de la Verdad" en el poema de Parménides. Cabe incluso extender la sentencia en el sentido de que hay también coincidencia entre ser y ser pensado, pues ¿qué garantía hay de que algo es en ausencia de testigo? Pero dejo este problema ontológico relativo al ser de las cosas, para limitarme al ser que piensa, y cuya fidelidad a sí mismo pasa por hacerlo radical y decididamente, depositando en este acto sus expectativas y alejándose de aquellas modalidades de la esperanza que sólo responden a la imaginación no controlada por los símbolos, la imaginación como arma de consuelo.

 

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4 de noviembre de 2019
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La violencia humana (II)

 

¿Está triunfando la glorificación de la violencia que planea por toda la obra del marqués de Sade?, cabe preguntarse. No son pocos los que tienden a pensar que el binomio víctima/verdugo está presente en la naturaleza. Los reportajes televisivos sobre la vida salvaje abusan de las secuencias en las que un animal parece hacer de víctima y otro de verdugo, pero la etología moderna ha demostrado que es una falacia atribuirle a los animales tendencias humanas. A menudo esos reportajes, muchos de ellos americanos, solo sirven para justificar la despiadada violencia humana; pero como dicen los etólogos, los animales economizan mucho la violencia, solo matan para alimentarse y lo hacen siempre de forma efectiva y rápida.

 

La violencia barroca, exhaustiva y sádica es una invención humana: es nuestra enfermedad. Hablar de víctimas y verdugos en el reino animal es caer en el antropomorfismo más falaz. Ese antropomorfismo se ve ya muy claro en el poema de Sade La verdad, donde atribuye a la naturaleza la misma violencia desmedida que vemos en sus novelas y en sus panfletos.

 

Konrad Lorenz, padre de la etología moderna, vio con claridad meridiana dos clases de violencia: la animal, ajustada y austera como ya dijimos, y la humana, sobre la vque no podemos decir lo mismo, ya que en muchos casos no aspira a generar miedo, aspira a generar terror, que sería el miedo elevado a la enésima potencia. El miedo puede producir agitación, temblor, aceleración de los pies y el corazón, pero el terror paraliza y nos deja sin voz.

 

El terror es la abolición de la palabra.

 

 

 


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2 de noviembre de 2019
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La fábula y el documento

No es la primera vez que Tarantino hace cine de historia envuelto en oropeles: la patraña, la broma, la imitación, el hurto. Y es este Tarantino bipolar (historicista y truhán) el preferible, al menos para mí, quizá porque coincide con una voluntad actual de macla entre la ficción pura y el contexto verídico que la novela favorece (uno mismo la ha practicado en más de un libro) y el cine trata menos o lo hace de un modo más callado. Érase una vez en...Hollywood, como su muy anterior Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) son dos obras maestras de la refundición de situaciones, géneros y personas reales e imaginarias, y ambos insisten desde el arranque, más que ningún otro film suyo, en la condición del cuento de hadas: empiezan con el "Érase una vez", bien ya en el título, como en esta su película número 9, o en el primer plano de la de 2009, donde una cartela anuncia "Érase una vez en Francia, ocupada por los Nazis", con la correspondiente fecha de situación, "1941".

       La acción de la novena película, la del año 2019, también está fechada precisamente, en el verano de 1969, y  la acompaña un uso, más burlón que erudito, de los informativos, las entrevistas trucadas, las canciones de época y el aire un tanto hippie de los tiempos; un aire respirable en comparación al de Malditos bastardos, que era opresiva y encarnizadamente bélica desde el comienzo y tenía brotes de violencia (la marca de la casa) de extraordinaria crudeza, sobre todo en torno al pequeño escuadrón aliado de voluntarios judíos scalphunters arrancando con sádica determinación los cueros cabelludos de los nazis que capturan. La sanguinolencia en Érase una vez en...Hollywood además de estar muy reducida se representa, por decirlo así; forma parte de las escenas de westerns serie B rodados, siendo la matanza  final en la villa del actor Dalton la única apoteosis gore. La justificación parece obvia; estamos en Los Angeles, la mayor fábrica de producción de ficciones que entonces existía, y la película, sin ser metaficticia, un término que no le cuadra nada a Tarantino, casi se ve obligada a transitar los cauces de lo real y lo fingido constantemente  y desde el principio, cuando comparece como estrella un tanto ajada Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), galán de éxito en una serie de cow-boys famosa en los años 1950 cuyo cantado salto a la primera fila de los matinee idols nunca tuvo lugar. Rick y su inseparable Cliff Booth (Brad Pitt, en una de sus más logradas interpretaciones), su doble, su stunt, su amigo íntimo pero no su pareja; aunque las chicas no les quitan a ninguno de los dos el sueño, la homosexualidad de este tándem tan bien avenido ni se insinúa. Su comparecencia es por vía documental: un entrevistador televisivo más bien publicitario que periodístico que hace preguntas banales en un tonillo sensacionalista y así introduce la realidad de la vida de Rick y su Doppelgänger. Ya desde ese reportaje prologal será difícil distinguir en los 160 minutos de duración del film lo que es propaganda de lo que es verdad, lo que es fracaso de lo que aún permite una promesa. O, en otro registro, lo que es reflejo del cine y lo que es sujeto del cine.

    Entre sus aciertos magistrales, que son casi constantes en este film inspirado y arrollador, destacan los que tienen de protagonistas a dos actores míticos por distintas razones, Bruce Lee y Sharon Tate. El episodio con el actor chino-americano es ácidamente divertido, enfrentando al luchador marcial y filósofo de pacotilla a Cliff, que le da una paliza. Por el contrario, la escena de Sharon Tate como espectadora de sí misma es dulcemente cómica; la joven y no muy distinguida actriz pasea por Los Angeles y ve que en un gran cine se proyecta The Wrecking Crew (en España llamada más titilantemente La mansión de los siete placeres), olvidable película de espías dirigida en 1968 por Phil Karlson e interpretada por Dean Martin y un florilegio de bellezas internacionales, encabezadas por Elke Sommer, Nancy Kwan y ella. Dándose a conocer a la asombrada taquillera, Sharon (encarnada con gracia por Margot Robbie) consigue entrar sin pagar y disfruta entre los espectadores de su propia presencia en la gran pantalla; una ingenua mise-en-abîme del cine dentro del cine. Es de notar que estos dos episodios centrales aunque anecdóticos están referidos a actores que murieron muy jóvenes; Bruce Lee a los 32 años a causa de un edema cerebral producido por la reacción a un medicamento contra el dolor, Sharon Tate del modo trágico que no se ve pero queda implícito y anticipado en el film de Tarantino, cuyo desenlace es tan sugerente como elocuente, un movimiento de cámara aérea que pasa de un jardín a otro en la calle de Cielo Drive donde se sitúa la imaginaria villa de Rick Dalton y estaba realmente la de sus vecinos Roman y Sharon. Esa toma sutil escueta y elegante preanuncia lo que sin ver sabemos que ocurrió en la casa de los Polanski con la inminente entrada de la familia Manson.

         Una de las ocupaciones más conspicuas de Tarantino es la de archivista, superior yo diría a la de coleccionista (de discos, de películas malas, de frases hechas y momentos estelares del séptimo arte). Y ese archivo que sigue formando y fomentando se convierte en una de las venas más productivas de su cinematografía; interrumpe sus películas con remedos de Godard o del cine de yakuzas, cita sin parar, recupera y enaltece lo que otros juzgan menor y está olvidado, como lo hacía Borges. Extravagantes ambos, su gesto tiene tanto de arrogancia como de altruismo (¿un poco de humorada también?), y cuando Tarantino glosa en Érase una vez...en Hollywood, como un monje medieval,  los spaghetti westerns de Sergio Corbucci y Joaquín Romero Marchent, yo me acuerdo de Borges proclamando la grandeza literaria -por encima de Lorca o de Antonio Machado- de Rafael Cansinos Assens. O los excursos que ambos, Tarantino y Borges, practican y hacen materia constitutiva de su imaginación: la digresión, la nota a pie de página, el escolio, tan abundantes en Malditos bastardos, con sus inolvidables insertos explicativos y sus mini-disertaciones sobre el cine francés o germano de los años 1940 y el peligro de que las películas de nitrato ardan tan fácilmente.

     Pero hay otra contaminación más recóndita en el cine de Tarantino, que en su voracidad de lector y recopilador también alcanza a la literatura. Los apartes en el proscenio son un recurso de la comedia satírica, así como el coro lo es de la tragedia grecorromana. Pienso en el estupendo set piece gótico-ranchero de la larga secuencia de la visita de Cliff a la finca donde un antiguo y ya anciano amigo (Bruce Dern) alquilaba sus instalaciones para rodajes de poca monta y parece ahora secuestrado o quizá muerto por un grupo de arpías. No hay porqué contar el desenlace de esa visita, pero la salida del rancho entre las dos filas de Furias desencadenadas que le insultan y le amenazan es aterradora, al modo en que lo es el teatro isabelino que, a mi juicio, tanto se deja notar en las situaciones y sobre todo en los diálogos, voluptuosos, malvados, de esmaltada verbalidad, con los que Tarantino enriquece tanto sus guiones. El modelo de un teatro de la crueldad pre-shakesperiano que influiría a Shakespeare, no sólo en Hamlet, esa Revenge Play trascendida. No comparo a Quentin con el Bardo. En su mismo tiempo, un poco antes de aparecer en los teatros de Londres y un poco después de retirarse aún joven a Stratford, floreció una gloriosa segunda fila de dramaturgos (esos segundones que tanto les gusta promover a Borges y a Tarantino), Thomas Kyd, John Webster, Christopher Marlowe, entre otros, que utilizan las tramas de venganza para dar vía libre a sus fantasías libidinales, a menudo localizadas en países remotos o culturas ajenas (descacharrantes en Érase una vez...en Hollywood las escenas de esperpento romano y Cinecittà). Por alguna razón que yo mismo no sabría substanciar ahora, me acordé, al acabar de ver la novena película de Tarantino, de John Ford. No el gran cineasta de La diligencia, sino su homónimo del siglo XVII. El autor de otra sublime extravagancia de ambiente italiano, Lástima que sea una puta. El título es envidiable, los excesos, las mutilaciones, los abusos, casi insoportables aunque hechizantes. Patrañas sobre un fondo renacentista seguramente cierto y reinventado.

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31 de octubre de 2019
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La semana en que Chile cambió

foto de Susana Hidalgo

 

Acaban de tirar gas lacrimógeno, pero nadie puede arrancar. Es viernes 25 de octubre de 2019 en Santiago de Chile, y estamos apretados, pegados unos a otros, somos parte de una muchedumbre, de la marcha más grande en la historia del país. Alguien grita: ¡Tranquilidad! ¡Calma!, pero él es el único más nervioso. En general, nadie pierde el control. En pocos días se han acostumbrado. Ya saben que, en estos casos, hay que dejarse llevar por la marea. Y no tocarte la cara, ni rascarte los ojos, ni sonarte los mocos. Y en eso, cuando aprietas los párpados porque no aguantas más y sientes cómo te van cayendo las lágrimas una atrás de otra, aparecen dos mujeres jóvenes. Dos estudiantes, de veinte o menos años, con pañuelos en el rostro. Traen en sus manos unos spray, y nos rocían la cara con un líquido que han preparado ellas y que alivia. Lo reparten sin preguntar quién eres. Esa parece ser su labor dentro de esta semana, en que el país más competitivo de América Latina cambió para siempre: ayudar a combatir los efectos de las lacrimógenas.

En la marcha, que reúne un millón doscientos mil participantes alrededor de la Plaza Italia de Santiago, no hay discursos, ni un escenario, ni artistas, ni banderas de partidos políticos, ni agrupaciones sociales. Más de un millón de personas caminando, golpeando una sartén, y gritando contra el presidente Sebastián Piñera: que renuncie, que saque a los militares de las calles, que responda por los muertos de la represión de los últimos días y los casi 500 heridos a bala, y que basta de abusos, basta de pagar tan cara la salud y la educación y los medicamentos y los servicios y el transporte y la jubilación que es tan baja, que no alcanza y que no tiene que ver con un oasis. Así definió Piñera a Chile, en relación a América Latina, en una entrevista pocos días antes del estallido: "Nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable".

La evasión

La tarde del viernes 18 de octubre de 2019 comenzó la semana que cambió la historia de Chile. Los días previos, como las semanas previas, como los meses previos, como los años previos y como las décadas previas del país, habían avanzado con el orden establecido. Uno de los temas que ocupó más titulares en los días previos tenía que ver con la selección chilena de fútbol: después de mucho tiempo, Arturo Vidal y Claudio Bravo volvían a compartir nómina y partidos en la Roja, y los medios destacaban que pese a los roces previos y a la guerra declarada entre ambos, en un momento del último partido se habían dado la mano en la cancha.

En el escenario futuro asomaban tres eventos internacionales importantes, que habían elegido a Chile por su fama de país seguro y tranquilo. La Apec, con la posible venida de Trump y Putin para noviembre; la COP25, con la llegada de líderes ambientalistas de todo el mundo, encabezados por Greta Thunberg; y la primera final única de la Copa Libertadores de América, en el Estadio Nacional de Santiago.

Por esos días previos, que son apenas diez días atrás y que parecen tres vidas pasadas, se iniciaba una campaña de los estudiantes escolares a evadir el pago del metro de Santiago. ¿La razón? Un alza del precio del pasaje en 30 pesos chilenos (0,04 dólares). La evasión era simple: saltar el torniquete de pago, y entrar gratis. Evadir. La ciudad empezó a rayarse con la palabra "Evade", como una invitación. Evadir, explicaban los dirigentes, como evaden impuestos las grandes empresas que abusan de sus clientes. Evade, con Piñera, el presidente, en el podio de los mejores: un reportaje de prensa descubrió que llevaba casi 30 años sin pagar los impuestos de su casa de veraneo. Se estima que hoy su fortuna bordea los 3.000 millones de dólares.

La tarde del viernes 18 de octubre se convocó a una jornada amplia de evasión del metro. Ya no eran sólo los estudiantes de colegio. Esa tarde se fueron sumando universitarios, oficinistas, trabajadores, todos saltando masivamente los torniquetes. Al poco rato se comenzaron a cerrar las estaciones. Y se detuvo el servicio del metro. Y se incendió la primera estación. Y después se incendió la segunda y la tercera y la cuarta. Los canales iniciaron un breaking news permanente, que duró toda la primera semana. Y esa misma noche el presidente declaró Estado de Emergencia, y dejó la seguridad de Santiago a cargo de un militar. Y esa noche se siguieron quemando estaciones de metro. Y ahí me enganché al televisor y a las redes sociales y no solté más las pantallas. El país se quemaba en mi televisor, el país cambiaba en mi teléfono, y uno se dormía con noticias urgentes para despertar con nuevas urgencias, más urgentes que todas las anteriores.

La noche del domingo 20 de octubre Piñera apareció por cadena de televisión con cara de preocupado. Con el ceño fruncido y pronunciando las palabras con violencia, declaró que el país estaba en guerra. "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite".

Sus palabras cerraban un fin de semana de toque de queda, de incendios de estaciones de metro, de saqueos a supermercado, de helicópteros sobrevolando toda la noche y a poca altura, haciendo retumbar los vidrios y las camas.

Los expertos en embarazos dicen que, después del séptimo mes de gestación, los bebés escuchan claramente todo lo que pasa afuera de la panza de su madre. Si quieres que sea una persona tranquila, te recomiendan que le hagas escuchar música clásica. Si quieres que sea concentrada, te dicen que le leas historias. Mi hija, que debe nacer en un mes y medio más, se ha pasado estos días de revuelta escuchando los golpes de ollas y sartenes, el rugido de helicópteros militares, y la transmisión interrumpida de las noticias. Su padre y su madre, como muchos chilenos de esta semana, no se han querido perder detalles de esta película en vivo, de esta serie de no-ficción en tiempo real, de esta maratón de Netflix, sin Netflix, donde cada hora pasa algo nuevo.

El lunes aumentan las protestas. Todos salimos a escribir y postear y tuitear, que #noestamosenguerra. La televisión sólo muestra gente en los supermercados, o saqueándolos o haciendo fila para comprar (yonkis del consumo en vivo y en directo). Del robo y del pillaje nacen los "chalecos amarillos", unas brigadas de autodefensa de la clase media y media baja, que defiende sus logros materiales con palos y bates de béisbol (en un país donde nadie juega béisbol). Se organizan por turnos, para hacer guardia en sus barrios. El día siguiente, varios alcaldes aparecen en las noticias con los chalecos amarillos.

El martes no hay gobierno, y no hay oposición, pero tampoco hay guerra. Comienzan a circular, eso sí, las primeras imágenes del show ininterrumpido de abusos de militares y carabineros. Ha pasado tan poco tiempo, pero en realidad es una vida.

El miércoles, hace nada, Piñera anuncia un paquete de medidas económicas: sube un porcentaje la jubilación, eleva el sueldo mínimo, agrega un impuesto a los sueldos altos. Pero del otro lado no hay nadie. Su primer paquete de medidas no tiene contraparte. Sólo queda esperar cuánta gente se moviliza al otro día, y al otro día las protestas siguen.

La angustia republicana

Los días se repiten con una angustia republicana. Agota estar todo el día enchufado a la serie más vertiginosa de todas, pero no se puede abandonar. Esto es importante. "¡Está pegando una patada!", dice la madre de mi hija, y toco su panza y siendo el golpe y miro la tele, y están mostrando a un grupo de jóvenes lanzándole piedras a la policía. En pocos días nuestra rutina son las protestas, los militares en las calles, el último video de una golpiza, la nueva fake news y pensar en qué comemos. En casa decidimos no caer en la fiebre de hacer fila en los almacenes, y así terminamos haciendo pan casero el jueves por la tarde.

Las imágenes se suceden sin pausa. La mujer de Piñera, Cecilia Morel, reconoce que es verdad el audio que circula y donde ella dice que lo que sucede en el país es como una invasión alienígena. Cada noche, en Plaza Ñuñoa, desafían el toque de queda cantando uno de los himnos de esta semana: "El derecho de vivir en paz", de Víctor Jara. Cada despacho de la televisión, alguien toma el micrófono del notero para pedir que muestren las imágenes de abusos y torturas militares. Un jefe de la aviación hace un llamado, desde Antofagasta, para "que no panda el cúnico" en la ciudad. Hablo con un par de radios argentinas, pero les aclaro que no les podré aclarar nada, porque no se entiende bien lo que pasa. El miércoles por la tarde salimos a marchar, aprovechando que la manifestación pasa por Apoquindo, a dos cuadras de nuestro departamento, en una comuna poco habituada a manifestaciones y donde el día antes habían avanzado tanques con militares de verdad y fusiles apuntando a vecinos que golpeaban cacerolas y francotiradores con cabezas de protestantes en la mira. Acompañamos la protesta por un nuevo Chile un par de cuadras, porque no es fácil caminar mucho con una panza de más de siete meses. Alcanzamos a hacer una foto, porque queremos contarle a nuestra hija que ella estuvo ahí.

Fuera de las discusiones en los medios, con expertos y analistas express, en el mundo privado también ha sido una semana de cambios: me ha tocado ver gente que discute y se sale de grupos de WhatsApp, entornos familiares y de amigos que replican el cambio. Y no parece menor. Este nuevo Chile, que marchó con el #PiñeraRenuncia, traerá también un nuevo paisaje en las relaciones íntimas.

El aluvión

Ohhh, Chile Despertóooo. Despertóooo, despertóoo, Chile despertóoo. La gente grita alegre, protagonista de su marcha. Me quedo parado a un costado de la avenida Providencia, a la altura de Condell, y pasan y pasan los marchantes, con carteles ingeniosos, con disfraces, con amigos y hermanos y primos y compañeras de trabajo, golpeando ollas, sartenes, pailas. No se detienen. Trato de registrar en mi memoria cada cara, cada gesto, pero es imposible. El aluvión de personas emociona: y hace una semana, hace justo una semana, estábamos cerrando un viernes como cualquiera, como todos, un viernes para olvidar la semana. Y, sin embargo, a los tres o cuatro días de eso, había detenidos que eran torturados "crucificándolos" en la antena de una comisaría de Peñalolén.

Nadie vio venir todo lo que ha sucedido, pero era obvio que iba a pasar. En el país líder del ranking contra la corrupción de América Latina, hay 140 chilenos que concentran casi el 20% de la riqueza del país. Y los grandes corruptos, empresarios acusados de evasión o de colusión, pagan sus faltas con multas bajísimas o yendo a la universidad a clases de ética. Los niveles de desigualdad, gritan los marchantes de esta tarde, no son sólo económicos. Aunque el gobierno sólo anuncie paquetes en esa dirección.

La última vez que estuve en una marcha fue en mi adolescencia, para el plebiscito de 1988: cuando ganó el NO a Pinochet. Recuerdo que esos años, en el Cine Arte Alameda, el mas cercano a Plaza Italia, estaban dando la película El gran dictador, de Chaplin. Esta semana que Chile exploto, ahí estaban proyectando Joker.

Han pasado 31 años, y en la marcha veo jóvenes como el que fui, empujando un carro en el que creen. Nadie sabe lo que va a pasar después de esta semana, y de eso estamos todos seguros. Pero, posiblemente, con los años, algunos pondrán en duda la magnitud y los beneficios de estos cambios conseguidos. Otros, tal vez, culparán para siempre a esta semana en la que la se desnudó una estructura abusiva, un modelo desigual que nos convirtió en el país ejemplo de América Latina.

Un grupo, cerca del pequeño obelisco de Plaza Italia, canta el otro himno de la revuelta: "El baile de los que sobran", de Jorge González, de Los Prisioneros. Pero hoy no es una noche más de caminar, como dice la canción. Quiero registrar cada detalle de lo que está pasa, una crónica de esta semana interminable en el que ha cambiado la historia de Chile. Dando paso a una nueva, en el país que nacerá mi hija.

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29 de octubre de 2019
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