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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sueño anciano

Una desgraciada dolencia de la edad se representa en el infortunio de dormir mal. No se conoce a  persona madura alguna, medianamente respetable, que duerma como un lirón. La vida se acumula sobre la vida ya vivida pero, también, sobre los sueños de la vida ya soñados. Y, a la manera que sucede tanto con los espejos viejos donde la acumulación de óxido corría el azogue y denotaba tristemente su antigüedad, los sueños desportillados, discontinuos, oxidados dan cuenta de los irremediables desgastes que ha producido la vida. Se trata, en suma, de un achaque y una injusticia nocturna más, porque podría esperarse que yendo cada vez más directamente hacia el sueño eterno, el sueño diario fuera cada vez más propenso a incrementar su profundidad. Todo lo contrario, no obstante, es lo que de verdad ocurre. El sueño del anciano tiende a hacerse más leve y en lugar de adentrarse en la hondura del descanso se desliza apenas sobre él como una arenilla que apenas lo recubre y, en consecuencia, no llega hasta la médula de su aplomada curación. Este sueño en semivigilia viene a ser a la vez inarmónico y, en consecuencia, doloroso. Se desliza sobre el tiempo de la cama sin simetría ni proporción regular porque hallándose de hecho averiado crea una circunstancia accidentada tan sensible como vulnerable al menor sobresalto o emoción. No hay, en consecuencia, descanso nocturno para el ser más fatigado. O más bien: entendiendo correctamente las cosas habría que aceptar, pues, que es la fatiga la que nos está silenciosamente matando. Morimos, si no hay antes una hecatombe violenta,  por sigiloso desgaste de los materiales y en una dirección tan continuada o irremediable que convierte, al cabo,  la vida productiva en un resto y, en general, la presencia, la opinión, la conversación o la existencia entera del viejo en un elemento indefectiblemente inútil. Del útil dorado del bebé al inútil trasto del anciano. Del objeto-bebé al sobjeto del abuelo.



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12 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pura Pasión

Por la ventana veo ya venir el próximo puente de San Isidro. Y con los puentes llegan las salidas, los atascos y la consiguiente vuelta al trabajo o al paro, en cualquier caso a un estado que nos impone la sociedad o la dura realidad, que viene a ser lo mismo. Por eso, en cuanto se nos da la más mínima oportunidad huimos en coches, aviones y trenes a los paraísos de la playa o del extranjero, aunque sea de una forma bastante artificial, porque al terminar el puente regresamos como corderos al matadero, lo que viene a significar que vivimos atrapados en una isla de la que es muy difícil escapar. Algunos lo intentan y deciden quedarse en Bali u otro de esos paraísos de vacaciones para el resto de su vida. Deciden no volver a quitarse el pantalón corto ni la camisola hippy, ni volver a afeitarse, y cambian el coche por una motocicleta. De alguna manera se las han arreglado para fingir unas eternas vacaciones. Algunos se quedan para siempre en la orilla del mar y otros en la orilla de la vida. No está nada mal ver la vida desde la orilla, sentirse extranjero siempre. El extranjero no es siempre un inmigrante, ni el inmigrante un extranjero. Ser extranjero, como nos enseñó Albert Camus, es un estado de ánimo.

También muchos se las han arreglado para alargar la vida de estudiante hasta los cuarenta o más. Becas, cursos, masters. Llevan compartiendo piso desde que salieron de casa y no parece que les tiente demasiado la idea de cambiar la mochila por una maleta, ni su cocina comunal por otra alicatada y solitaria. Desde luego el mercado laboral no favorece lo contrario. Ya nadie aspira a un puesto de trabajo para toda la vida. Hemos pasado de la falsa estabilidad a la inestabilidad total. Por otra parte, estos mismos jóvenes tardan bastante en encontrar el amor definitivo, ese amor sobre el que fundar una familia y un patrimonio, un amor al que atarse y que bloqueará otros posibles amores, porque su permanente estado de formación se lo impide. Sin contar con que uno se ha ido acostumbrando al maravilloso romance. Sabemos, porque todos los poetas del mundo nos lo han dicho, que el amor champanoso, el burbujeante que hace cosquillas hasta doler, se acaba para dar paso a la complicidad y el cariño, que es más seguro y más adulto. Pero ¿quién quiere ser adulto? Vivimos en el planeta de la eterna adolescencia. El poderoso quiere ser poderoso para ser más joven. De nada vale ser bella si no se es joven. El joven quiere ser más joven aún. Ya no hay hombres de solapa ancha y corbata. Del hombre con cicatrices de cuchilla porque apenas se miraba en el espejo al afeitarse ha salido éste de pelos a lo tintín.

¡Ay!, ¡ay!, y ¡ay!, el amor. En la escueta (75 páginas con muchos claros), esencial y completamente encantadora novela de la francesa Annie Ernaux, Pura Pasión (Tusquets), se dice al final:

"Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, los vestidos de noche y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o uncubierta de 'Manos cortadas'a mujer." ¿Algo más que añadir?

También puede uno resistirse a salir fuera en cuanto toca puente y fomentar algo así como una rebeldía pasiva quedándose en Madrid, y aprovechar para mirar la ciudad con ojos de extranjero. O para leer la magnífica novela de Luisgé Martín, Las manos cortadas (Alfaguara). No se la pierdan, se trata de un thriller policial, de una apasionante intriga política y también de una historia de amor profundamente humana. Luisgé Martín, que es el protagonista y narrador de la novela ha pretendido indagar en los límites de las libertades democráticas, en la manipulación descarada de la historia y en los mecanismos que se emplean para conservar los privilegios de las castas dirigentes. La trama arranca de unas cartas inéditas de Salvador Allende que le hacen llegar al narrador en un viaje a Chile. Lo demás, su inquietante atmósfera, su pura pasión, la manera natural de contar y la gran aventura en que zambulle al lector, sin que el lector se dé casi cuenta, tendrán que descubrirlos por sí mismos, en cuyo caso les deseo unas felices fiestas de San Isidro anticipadas.

 



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12 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El valor

Patricia Kolesnicov es periodista y argentina, más periodista que argentina en mi opinión, pero esto es solo una pequeña idea de literato, colocar la profesión antes que la nacionalidad como si estuviera substituyendo un mundo por otro. Hace años le apareció un cáncer de mama al que se enfrentó con el valor con que solo una mujer es capaz. No lo digo para quedar bien, para ganar indulgencias entre la otra mitad de la humanidad. Si lo digo es simplemente porque lo pienso: ante el dolor, ante el sufrimiento, ellas son mucho más valientes que nosotros. El niño que llora y se queja por haberse desollado una rodilla sigue existiendo en el hombre aunque hayan pasado muchos años, y cuantos más pasen, más se notará esa presencia, la mujer le puso un decidido chupete en la boca y, si no consiguió callarlo del todo, al menos le aplicó sordina a sus lamentos, que los hará relativamente soportables ante oídos y sensibilidades ajenas. El hombre exhibe, la mujer no quiere que se note. Cuando el cáncer fue vencido, Patricia escribió un libro al que le dio el título de ?Biografía de mi cáncer?. No me gustó y se lo dije, pero ella no me hizo caso. El libro (publicado también en Portugal, en la editorial Caminho) traza sin complacencias un recorrido durísimo y, tal vez para honrar la palabra de quienes afirman que existe un humor judío particular (Patricia es judía) el relato, que en otras manos sería grave, inquietante, incluso asustador, despierta frecuentemente en nosotros una sonrisa cómplice, una súbita risa, una irreprimible carcajada. Con un poco más Patricia Kolesnicov se nos mostraría maestra de la paradoja y del más negro de los humores. Patricia acaba de recuperar los derechos sobre su obra y no se le ha ocurrido mejor idea que ponerla en Internet para uso, disfrute y lección de todo el mundo. Léanla y agradézcanselo. Y, ya puestos, agradézcanme también a mí que soy su amigo y he escrito estas palabras justas, mínimas para lo que ella merece, y que otros (sus lectores) harán crecer a través del respeto y de la admiración. Por su valor. Aceder al libro



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12 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Santo avispero

Tan temible como la pelea entre religiones puede ser su alianza contra quienes no quieren profesar ninguna religión. Quien denuncie la manipulación de la religión por la política debe preguntarse también, sobre todo si es clérigo, por la manipulación de la política por la religión. Denunciar las más terribles fobias ajenas en casa de quienes son sus víctimas está más cerca del halago que de la condena.

Los viajes espirituales son interiores y se efectúan sin salir de casa. Todos los otros sirven para defender intereses, ideas, posiciones. Cansancio de una tierra tan santa. ¿Será verdad que unos dioses airados se pelean por ella desde hace siglos? Cada dios vocifera su propia ira. Y cada una de ellas es distinta. Aunque al final todos los dioses son iguales. Hay un dios celoso de sus fieles, convertidos en pueblo, al que elige, vigila y ordena, hasta exigir la guerra y el exterminio de los vecinos. Hay otro dios feroz con las mujeres y voraz con la humanidad, a la que quiere unificar y someter por la espada. Hay otro más, remotamente imperial pero todavía poderoso, cansado ya de haber ejercido tanta violencia, que se limita a encomendar a sus sacerdotes el cumplimiento de unas insoportables reglas de la moral y de la política que nadie sigue. Todos se encuentran y compiten en la misma tierra sagrada de donde han salido. Hasta llegar incluso al combate por las armas. Trinidad airada, se alían dos contra uno en todas las combinaciones posibles, según sople el viento de la historia. Sobre todo cuando se trata de defender sus más terrenales pretensiones. A veces se alían los tres, mancomunados por idéntico interés en mantenerse ellos mismos en el centro del poder en todas partes. Nada detestan más que a quienes se emancipan de su tiranía. O a quienes no permiten que sus potestades pretendidamente celestiales se impongan sobre poderes civiles y democráticos. Todos parecen con frecuencia enemigos de sus propios fieles, a los que castigan y someten sin piedad, hasta obligarles a perder toda humanidad. Por eso sólo hay algo más digno de compasión que ser un fiel de cada una de las tres religiones: serlo en minoría, a veces con persecución, siempre aguantando el desprecio, en territorio ajeno. O negarse a someterse a ninguna de ellas. Viajar por estas tierras y también escribir sobre ellas es meterse en un avispero. Un avispero santo, según expresión de un excelente cronista y amigo. 



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11 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Al infinito ma non troppo

Star Trek es tan liviana como una pompa de jabón –así de encantadora, y así de intrascendente.
    Nunca fui fan de la serie original, y por ende no me aproximé jamás a sus múltiples derivados. A pesar de que siempre me gustó la ciencia ficción, creo que la encontraba un tanto ridícula. (Mi problema esencial es William Shatner, el James T. Kirk original, que para mí encarna un frontera que no puedo ni quiero trascender: suelo huir de cualquier serie o película que lo cuente en su elenco.) Pero como buen fan de Lost, apuesto a cualquier cosa que lleve las firmas de J. J. Abrams (director) y de Damon Lindelof (productor). Así que allí fui, dispuesto a no reírme cuando Spock alzase la mano para decir –inevitable- su saludo de siempre: Long live and prosper!
    La pasé bien. Quiero decir, no me creí una sola de las situaciones dramáticas ni tampoco disfruté de las batallas (Abrams debe haber ido a la misma escuela de dirección de Christopher Nolan, donde les enseñaron que las buenas peleas son aquellas en las que no se ve nada) pero los efectos son convicentes y los tramos de comedia –en manos del Kirk de Chris Pine, del McCoy de Karl Urban y del Scotty de Simon Pegg- funcionan.
    Para ser sincero, coincido en parte con lo que dice Anthony Lane en el último número del New Yorker: ‘(Abrams) es más un re-creador que un creador, dedicado a relanzar viejos mitos… Es el perfecto dispensador de ficciones para una generación tan hastiada que nada reclama más que un narrador que –con personalidad artística o sin ella, y más allá de cualquier necesidad de provocar nuestros pensamientos o perturbar nuestros sueños- nunca parece hastiado’.
    ¿No tienen ustedes la sensación de que, más allá de Lost, Abrams no ha creado nada verdaderamente duradero? Ni Alias ni Cloverfield ni la tercera Misión Imposible son otra cosa que entretenidas y competentes. Resulta tentador pensar en este hombre como una suerte de Spielberg manqué, versión menor del Hombre Espectáculo por antonomasia que como Abrams salta de género en género, pero al menos produce obras maestras como Jaws, Encuentros cercanos o El imperio del sol.
    Yo espero más de J. J. Abrams. Pero tal vez el equivocado sea yo.



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11 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Guía para sobrevivir a una isla

Preguntarse acerca de la realidad de lo real es una práctica saludable pese a que no ofrezca garantías de utilidad.  Es más. Según se van cumpliendo años cada vez se acentúa más la sospecha de que estás en vísperas del apagón definitivo y sigues sin estar seguro de nada, pues nada te asegura que lo vivido hasta ese momento se corresponda mínimamente con la realidad, o que ésta no sea sino un interminable juego de espejos o un (macabro) baile de disfraces. El más ilustre predecesor en la mala sospecha sobre la realidad fue Platón, y Zarkadakis lo pone como aval de su propia desconfianza: "Todas las cosas que percibimos son sombras de la verdad, proyectadas sobre la pared de una cueva en la que estamos retenidos, prisioneros de nuestra ignorancia. La verdad existe únicamente en el mundo de las ideas perfectas".

Esta cita le es oportunamente recordada a un hombre al que le han detectado un tumor cerebral que está creciendo inmoderadamente, lo cual impone una extirpación urgente. El neurólogo partidario de tan contundente actuación está seguro de la necesidad de la misma, pero no tanto de sus consecuencias. Lo más probable, le dice al paciente, es que se produzca un antes y un después, y que de la mesa de operaciones surja un ser nuevo, ajeno a lo que fue y necesitado de empezar desde cero.

A todas estas el enfermo, Alexander Eleftheriou, hace meses que tiene crecientes problemas con la realidad, pues no en vano lleva meses con el enemigo anidado en el cerebro y haciéndole toda clase de perrerías. Por ejemplo, no dejarle verse reflejado en el espejo, aunque se las hace peores: esa misma mañana Alexander ha salido de su apartamento con intención de pasarse por el periódico para el que trabaja y, una vez arregladas sus cosas allí, seguir viaje hasta el hospital donde ya le aguarda el cirujano empuñando el bisturí. Pero nada más salir de casa ha advertido una agitación inusual y al preguntar es informado de que acaba de ocurrir un atentado y que le han disparado a alguien un tiro en la cabeza.

Alexander prosigue con el programa previsto. Va al periódico y después se desplaza hacia el hospital, aunque como tiene tiempo visita el museo Benaki (magnífica la descripción del joven de los cabellos ensortijados y que probablemente oliesen a mirra dos mil años atrás) y luego una librería regentada por un tío suyo. Sin embargo, la avalancha de informaciones que surge de esa fantástica librería (fantástica tanto en el sentido admirativo de la palabra como en el de maravillosamente irreal) ya no toma desprevenido al lector porque para entonces ya ha caído en la cuenta de que están pasando cosas raras y que éstas, las cosas que pasan, no son nunca lo que parecen que son. El atentado, sin ir más lejos, no lo ha sufrido un joven ruso, o quizás albanés, sino que la víctima es el propio Alexander, que yace en el lecho del hospital, unas veces por el balazo en la cabeza y otras, al parecer, por la operación que le ha sido practicada. Por si fuera poco la acción se complica debido a la aparición de personajes desaparecidos (la bella y misteriosa Mina) o nuevos, como  el taxista proxeneta de menores, el Chico de las Pizzas, el Grandullón y la Grandullona o el Guerrero Bushido, todos los cuales parecen como surgidos de un sueño por más que actúen con gran realismo.

Zarkadakis es un hombre culto y habla con solvencia sobre filosofía, física, neurología o cualquier otra cosa que se le pase por la cabeza, aparte de que se desenvuelve bien con la técnica del thriller y hace unas estupendas descripciones eróticas trufadas de sabias observaciones sobre los hombres, las mujeres (guapas) y el sexo (gozoso).

Pero su técnica, con ser impecable, tiene el inconveniente de dificultar parcialmente la vieja alianza o identificación del lector con el personaje que encarna la agonía. A la que el lector descubre que todas sus primeras conjeturas se revelan radicalmente inciertas (la acción va siempre varios cuerpos por delante de sus suposiciones) él mismo se provoca una reacción de retraimiento: antes que volver a equivocarse, prefiere quedarse en espectador a la espera de una nueva, y por lo general sorprendente, vuelta de tuerca. Como si dijéramos, el narrador se guarda para sí las claves últimas que justifican todo el tinglado, pero a costa de distanciar al lector. En el esquema tradicional, el lector era el punto de vista último y el verdadero motivo u objetivo de la narración, y el narrador tenía buen cuidado de invitarlo a participar en el juego. Es lo que hacen todavía los escritores anglosajones de novelas de crímenes y viejecitas y mayordomos sospechosísimos. Tampoco es que esta cierta exclusión de la que hablo invalide el gigantesco despliegue de imaginación realizado por Zarkadakis para enseñar a sobrevivir a una isla. Pero justamente  porque es un juego muy divertido, y estimulante, da una cierta rabia no poder jugar más, no ser un confidente privilegiado o que no te hagan partícipe de esas cuatro o cinco cosillas que te permitirían ver el todo sin desactivar lo que de deslumbrante o temeroso encierre cada una de las partes.

 

Guía para sobrevivir a una isla

George Zarkadakis

Ediciones B

 

 



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11 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La amenaza viene de las grandes cifras

Rafael Argullol: Nos encontramos que de las tres amenazas posibles que en este momento se cruzan en España, la que está en la calle, la de los parados, queda mucho más relativa e invisible que la amenaza que está en el virus y que la amenaza que está en el espacio.

Delfín Agudelo: Me llama mucho la atención de la amenaza del espacio y de la amenaza del virus es que una es solamente visible a través del microscopio mientras que la otra es solamente visible a partir del telescopio. Es el micro contra el macro, pero que, sin importar, es amenaza. En relación, por ejemplo, a la del paro, ésta no viene del mundo de la invisibilidad; pero también podríamos hablar del mundo de la invisibilidad económica-financiera -entiende tú las multinacionales, las bolsas, los modelos económicos, etc. Para mí la economía es una ciencia invisible; su aplicación directa en una empresa o en un modelo económico nacional es implica cierta invisibilidad.

R.A.: La economía cotidiana, lo que debería ser la economía de nuestras vidas cotidianas, evidentemente no es invisible, es bien material. Pero a medida en que se va filtrando por los círculos del poder, la economía se va volviendo más y más invisible, más y más abstracta, y casi diríamos irónicamente más y más metafísica. De manera que evidentemente nosotros podemos saber lo bien o lo mal que nos va en el bolsillo, pero nos mostramos completamente impotentes para interpretar los signos que ofrecen ya los mercados bursátiles, y aún más impotentes para entender todos los grandes números que te ofrecen del Fondo Monetario Internacional, los grandes bancos, grandes modelos que se parecen a los grandes numero astronómicos, ante los cuales quedamos empequeñecidos. Evidentemente ante los grandes números de unos expertos bancarios, que manejan las compañías multinacionales, incluso ante lo grandes números que ahora se están manejando en las llamadas campañas de rescate por parte de los estados, quedamos empequeñecidos. Cuando veo lo que se utiliza en España, por no decir lo que se utiliza en Estados Unidos en las campañas de rescate, las cifras son tan enormes que me pasa igual que con los años luz y las distancias entre las estrellas: me da lo mismo tres ceros más o tres ceros menos, son igual de inabarcables, intangibles e invisibles.

Y en todos los casos la invisibilidad contribuye a esa aceptación de sumisión y por tanto a esa sensación de respeto, de adoración, que tiene algo de religioso; nosotros muchas veces nos hemos llenado la boca que en occidente, por el racionalismo, por la ilustración, Dios había muerto, utilizando -o mal utilizando, malinterpretando- la frase de Nietzsche, o que Dios había hecho mutis en el escenario. Lo que ha ocurrido es un cambio de adoraciones. No es que haya habido una emancipación teológica; ha habido un cambio de adoraciones porque vivimos completamente sumidos en adoraciones a poderes invisibles. Sentimos terror por la amenaza de sus poderes invisibles y muchas veces aplicamos los mismos esquemas que la referencia religiosa. Nos inclinamos, adoramos, valoramos, alabamos, pero quizá en lugar de dirigirnos a las imágenes religiosas o a dios mismo, ahora nos dirigimos al director de la sucursal bancaria, a los banqueros a los expertos, a los economistas; y en última instancia al estado para ver si nos puede subsanar o hacer más visible lo que es invisible.



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11 de mayo de 2009
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La imposibilidad de una ética

Un apunte relativo a la moral: sólo la confianza  en que el lenguaje tiene esa potencialidad que el texto evangélico evoca metafóricamente, hace que además de arreglárnoslas para subsistir (ya sea mediante acuidad de un instinto o buena recepción de lo que culturalmente se nos transmite), intentemos  arreglárnoslas para ser decentes, es decir para que, reconociéndonos  a nosotros mismos en la palabra, nos repugne  el tomarla en vano, sintiendo que el hacer tal cosa supondría  regresar a la inmediatez natural, de la que precisamente siempre hemos esperado que la palabra nos arranque.

   Kant considera  que el hecho de no tomar a la razón como instrumento constituye la esencia del comportamiento ético. Pero el término razón es demasiado equívoco y sólo a través de una suerte de análisis especializado cabe llegar a saber lo que el kantiano imperativo categórico implica realmente. Transparente es, sin embargo, para todo el mundo lo que la exigencia de respetar la palabra significa. Nadie duda de que fallar a tal exigencia equivale simplemente a apartarse de la eticidad; nadie duda de que usar la palabra en vano es propia de un ser ruin. Mas sentirse ruin en tal sentido es algo más grave que contemplarse como marginado por el exterior: es contemplarse en el espejo quebrado de aquello en lo que residía nuestra dignidad.

Aquí reside  quizás, realmente lo insoportable, eso auténticamente insoportable que un pensador de nuestro tiempo identificaba a lo real. ¿Quería acaso-con esta identificación sombría- decirnos que no hay manera de evitar la subordinación de la palabra? Son obvias las connotaciones que ello acarrearía a la hora de relacionarse con los demás seres  de palabra, cuya no instrumentalización constituye el primer mandamiento de toda ética digna del nombre. Y en el registro del arte ello significaría  que no hay manera de mantener el espíritu en actitud de promesa,  conclusión a la que parecen invitarnos las consideraciones del profesor Brown del MIT sobre el uso falaz del lenguaje como universal antropológico. Nada sin embargo exige a priori anclarse en esta tesis nihilista, y el hecho mismo de que un libro como la  Recherche  haya llegado a ser escrito es indicio  de lo contrario; indicio que lleva a preguntarse si el problema no reside simplemente en que el esfuerzo que  conlleva el forjar una frase ni prevista ni archivada  acaba necesariamente por hacernos abandonar.

Cuando perdemos la confianza en lo radicalmente singular de nuestra condición, cuando nuestro destino parece confundirse con el de los seres meramente naturales, sujetos a lo aleatorio de las interferencias en la causalidad física y con un comportamiento que, en última instancia, respondería a la pulsión conservadora propia de las especies biológicas, cuando dejamos de experimentar que-en la historia de la evolución- la aparición del lenguaje supuso para la naturaleza el trascenderse a sí misma, cuando, en suma, desesperamos de nuestra humanidad... es imposible no ya que la literatura- sea bajo forma poética o narrativa- realmente nos diga algo, sino que persista algún valor moral digno verdaderamente del nombre.

    En las comunidades humanas regidas por tal convicción nihilista se asiste a esa transmutación de valores que ya Nietzsche consideraba un signo de los tiempos. Pues lo que en momentos de afirmación se considera virtud...en momentos de sombra deviene lo contrario. Así la valentía, el heroísmo, el sacrificio en pos de una causa auténticamente regeneradora, son  considerados como algo periclitado en las sociedades de alguna manera vencidas de antemano, sea porque se sienten objetivamente impotentes ante otras más pujantes, sea porque un cáncer moral interno les ha hecho perder la confianza

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11 de mayo de 2009
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El niño cero

Después de estar ausente diez días de España llego a la terminal 2 de Barajas con más curiosidad que aprensión: ¿habrá mascarillas? En el largo recorrido desde la salida del avión hasta el punto de recogida de las maletas sólo veo, separado yo de ellos por una mampara de vidrio, a dos viajeros a punto de embarcar hacia el aeropuerto parisino de Charles De Gaulle que sí las llevan; mascarillas del habitual color azulado pero en este caso con una forma puntiaguda que me choca, pues más que una protección quirúrgica parecen el capirote de los condenados de la Inquisición. Hace una tarde veraniega en Madrid, nadie a mi alrededor tose ni suda exageradamente, y ninguno de mis amigos alude, en las primeras conversaciones, a la pandemia.

    En el avión que me traía había tenido tres experiencias distintas, ninguna grata. La primera, apenas sentado en mi asiento del vuelo ‘low cost', fue leer con un día de retraso la esquela de Pablo Lizcano, a quien hace tiempo que no veía pero en una época de mi vida traté con asiduidad. Sabía de su grave enfermedad, sin imaginar que alguien tan joven pudiera perecer ante ella tan pronto. El cáncer. Otra pandemia, ésta no contagiosa, contra la que no caben protecciones superficiales.

     Pasé la primera media hora del vuelo anonadado por la noticia de esa muerte, como si el haberla sabido en el aire, lejos de quitarle gravedad, le hubiese dado el peso de un caprichoso horror. Si yo fuera creyente podría haber tenido el consuelo de ponerme a mirar por la ventanilla, con la esperanza de ver el espíritu de Pablo flotando por encima de la materia. Como no creo en nada, nada vi.

      Para distraer la angustia me puse a leer el otro diario que había comprado en el aeropuerto de salida, ‘Le Monde', con su cuadernillo especial conmemorando muy críticamente los dos años de presidencia de Sarkozy y un excelente reportaje de Joëlle Stolz, enviada especial a La Gloria, estado de Veracruz. La descripción de La Gloria que hace Stolz nos acerca más al infierno que al cielo. Situada a dos mil metros de altitud en un terreno semi-árido frecuentemente barrido por el fuerte viento, sus agricultores luchan, casi nunca con éxito, para conseguir que la tierra ingrata donde viven les de unas pocas legumbres y cereales. Y de repente, la popularidad del que podríamos llamar "efecto Perote", recordando el aleteo de la mariposa lejana que puede producir a miles de kilómetros de distancia un tornado.

    El ojo del huracán de Perote, su mariposa inocente, se llama Edgar Hernández y tiene cinco años de edad; él habría sido, dicen, el propagador de la nueva gripe porcina, el "enfermo cero". Como a los niños geniales de ‘Slumdog Millionaire', su singularidad sólo le ha traído fama, y no bienestar. Edgar sigue viviendo en una casucha pobrísima del pueblo polvoriento del valle de Perote donde nació y fue infectado por el H1N1, un virus con nomenclatura de ciencia-ficción post-moderna. Pero, al contrario que otro célebre "agente cero" localizado en los años 80 con nombre y apellido, el auxiliar de vuelo canadiense que, antes de perecer, infectó de SIDA a muchos hombres con los que hizo el amor a pelo, Edgar se ha curado, tomando sólo paracetamol, lo que yo tomo cuando me siento febril en invierno. Ahora el niño mexicano corretea por el lugar, rico sobre todo en moscas, según sus quejosos habitantes. Las moscas, sostienen estos, y lo niegan las autoridades y los empresarios, acuden a La Gloria atraídas por la granja Carroll, una filial local de la gran empresa norteamericana Smithfield, número 1 mundial de la producción y transformación de la carne de cerdo.

     Ha pasado una hora de vuelo y me he dormido, pero el sueño que tengo no trae alivio. Me encuentro desnudo y con un sombrero de charro en una planicie, el llano en llamas, me digo inconscientemente, pensando tanto en el libro de Juan Rulfo como en la película reciente, que tanto me ha gustado, de Guillermo Arriaga (aquí titulada ‘Lejos de la tierra quemada'). Hacia mí se acercan unas formas imprecisas que podrían ser moscas si no tuvieran pies y manos, cara, ojos, y en vez de alas traslúcidas mangas de brocado incrustadas de pedrería. Son tentaciones, ahora me doy cuenta, figuras atractivas y depravadas como las que en los cuadros del Renacimiento se ofrecen carnalmente a los más santos patriarcas y eremitas del desierto. Ninguna tiene sexo, pero todas excitan. Y lo he pasado tan mal desde que embarqué en el avión económico. Me dispongo a caer en la tentación, estoy a punto de hacerlo, me estrecha en sus brazos la primera criatura lasciva.

   Y entonces caigo en la cuenta. No tengo a mano la mascarilla. Qué contrariedad. Estoy llegando a Madrid, estoy llegando al clímax, y me falta lo esencial. ¿Qué hacer? Por esas raras deslocalizaciones de los sueños, la escena cambia de la planicie de las tentaciones a la explanada de una catedral que podría ser la de la Almudena en un día de gran celebración. Las maletas del vuelo van llegando, algunas en forma de ataúd. De repente hay mucha tos, mucho cerdo con cara enfermiza, mucho enfermero con gigantescas jeringuillas de pega. Y una voz, tan profunda y sonora que a la fuerza tiene que ser la del Altísimo: "No hay mascarillas, no. No hay condones para los pecadores".

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11 de mayo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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solitarios, viajeros y bebedores

 

 

 

Nos habíamos escapado a Ciudad Real en compañía del poeta José Manuel Caballero Bonald, último testigo de la generación del saber beber. Fueron divertidos, cultos, noctámbulos, comprometidos y conjurados en espantar asperezas. Se salvaron con la ayuda de sus poemas y sus noches de vino tinto.  Rebeldes seguidores de Byron, de su consigna "Tengamos vino, mujeres, risa y alegría... pues ya vendrán el sifón y las homilías". La salvación estaba en huir de predicadores, de abstemios y otros aciagos demiurgos. El  Dios oficial podría ser un buen fumador de Habanos pero no soportaba el vino. Baco era un proscrito superviviente en las tabernas del exilio. Las barras eran refugio de obreros y de poetas. Faltaban muchos años de navegación, de naufragios, para descubrir un plácido puerto dónde la bebida es la manzanilla de Sanlúcar. Bálsamo de Fierabrás para Caballero. Vino que ni se sube, ni produce resaca ni da positivo en el control de alcoholemia. Verdad poética de este reivindicador del prestigio de la duda. Poeta que sigue hablando desde sus insurgencias para llegar al corazón de ciudadanos que celebran la vida.

Una vida al margen de los mentecatos. De esos "que beben a buchitos su triste taza de preservación, detestan las amenas erratas de la vida, practican tenebrosas religiones...y hablan, hablan, hablan a todas horas de esa historia que desde siempre ocurre intramuros de la banalidad". Tuvimos suerte con los casuales encuentros en el AVE. Viajábamos en un tren lleno de buena gente, amantes del vino y frecuentadores de las tabernas. La noche siguió ardiendo en una de las últimas tabernas fantásticas, ilustradas y madrileñas, "Asturianos". Refugio de gozadores, escondite de solitarios, ¿verdad, querido Manu Leguineche?

Querida tropa  que viaja, bebe y trasnocha. No confundir con las huestes que otro día, en  otro tren, tuvimos  la mala fortuna de tropezarnos en compañía de José María Calleja. Parecían una de esas partidas de rancios patriotas que, repitiendo las arengas escuchadas en sus púlpitos mediáticos, nos echaban la culpa de Paracuellos, de la crisis, de la desaparición de los cines, de la liviandad de las chicas en primavera, "de amordazar a Rouco" o de leer "El País". Pecados que, si ellos tuvieran el poder, nos harían ser carne de presos en su reverenciado Valle de los Caídos. Calleja, por la senda de Sueiro, ha vuelto a esos muros Yo mantengo mis pasados temblores, lejanos recuerdos de banderas al viento, de correajes e himnos que no conseguimos olvidar. Los insultadores patrioteros  tuvieron la osadía de reprocharnos no saber beber. Ser incapaces de parecernos a su héroe, casi un mártir, el general "juntacadáveres" del Yakolev. Me dio la risa. Una risa cómo la del admirado Juan Muñoz, que supo vivir y morir riendo. Navegar es preciso. Estar viajando, estar solos. Reír y beber en compañía.



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11 de mayo de 2009
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