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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La fijación de la identidad

¿Qué significa ser francés? Fijar la identidad se ha convertido en la fijación de Nicolas Sarkozy. Y no estamos hablando de cualquier identidad, una cuestión peliaguda que afecta incluso a los individuos. Tampoco valen ciertas identidades colectivas, como preguntarse qué significa ser marsellés, bretón o europeo. La identidad que conviene es la nacional. Menuda pregunta. Y menudo momento para plantearla. Tiene razón Segolène Royal cuando dice que la nación en su origen era de izquierdas. ¿Pero lo es ahora?

La idea, pensada para lidiar con la inmigración, tiene que ver más con la derecha, incluso extrema del Frente Nacional, cuyos votos Sarkozy persigue, que con la izquierda. Incluso cabe intuir que uno de los objetivos que se persigue es dividir a la izquierda, sabiendo que los jacobinos de tan fuerte tradición y arraigo franceses se agruparán detrás de la pregunta con el presidente de al República y dejarán descolgados a los otros. Quedarán con el pie cambiado quienes piensen en términos de identidades múltiples y solapadas o consideren el debate identitario como una maniobra para secuestrar el concepto de ciudadanía. No es cuestión de traernos el debate de Francia. Si el Gobierno ha querido poner en marcha la maquinaria del Estado, con los prefectos a la cabeza, para lanzar un gran debate nacional sobre la identidad nacional, será por qué no tiene otra cosa más importante que hacer. Pero lo más interesante es que la forma adoptada dice mucho de Francia y de su identidad nacional. Dice tanto que casi puede darse por cerrado el debate. Como es de todos sabido, no es la sociedad, sino el Estado quien construye históricamente la nación francesa. De ahí que nada más adecuado que sea también el Estado quien plantee el debate. Y quien también lo zanje cuando haga falta. (Enlace con el portal oficial del debate).



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4 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Murió Francisco Ayala

Francisco Ayala. Fuente: ABC Con la muerte, a los 1o0 años clavados, del antropólogo francés Claude Levi Strauss se cierra un ciclo más del siglo XX. Pero no es el último ciclo que se ha cerrado. Esta mañana falleció, a los 103 años, el escritor español Francisco Ayala. Parecía inagotable. "Testigo de un siglo" es lo que dicen las entristecidas notas de todo el país. Ayala, quien se ganó todos los premios literarios importantes del idioma. Entre sus títulos más destacados , se encuentran, La cabeza del cordero, (1949), Los usurpadores (1949), Historia de macacos (1954), Muertes de perro (1958), El jardín de las delicias (1971), De raptos, violaciones, macacos y demás inconveniencias (1982), De mis pasos en la tierra (1996), Cazador en el alba (2002). Así lo recuerda el ABC:Un siglo de vida da para mucho, desde luego la de ser testigo de los avatares de toda una época, pero también la de ser partícipe de cambios abismales en la concepción estética del mundo. Bien puede decirse que, en este sentido, Francisco Ayala ha sido un privilegiado pues en cierto modo perteneció a la generación que, tras el ejemplo de Ramón, orteguianos ellos, cumplieron con mayor o peor fortuna el destino de las vanguardias para, luego, después de la segunda guerra mundial volver a una literatura de honda crisis moral para, más tarde, retomar aquellas ideas originales pero depuradas ya de sus gestos agresivos, de batalla, casi totalitarios, en suma. Sus libros cumplen con la ley de esta larga sombra que el siglo proyecta y alumbra luego. Comenzó con dos novelas de corte tradicional, «Tragicomedia de un hombre sin espíritu» e «Historia de un amanecer» para, enseguida, sumergirse en la vorágine vanguardista con «El boxeador y un ángel» y «Cazador en el alba», que cumplían con el canon orteguiano de la deshumanización del arte cuya lumbrera en el momento fue Benjamín Jarnés. En estos libros, sin embargo, frente al dinamismo obligado existe un lado sombrío que dio sus mejores frutos, de hecho nos hallamos ya ante el Ayala maduro, con sus libros posteriores, «Los usurpadores», «La cabeza del cordero, Muertes de perro», «Historia de macacos», «El fondo del vaso», es decir, sus obras más acabadas, aquellas que pertenecen también a su labor de traductor, aquella en la que vertió a un elegante español el alto estilo de la prosa de Thomas Mann y su «Carlota en Weimar», en una defensa apasionada del ideal liberal en los años sombríos de la guerra mundial y los años de la guerra fría, aquella época en que conoció muy bien a Jorge Luís Borges y que, creo, coinciden en lo que fue su cumbre como narrador. Luego, de esa inmersión en la corrupción moral del hombre, la obsesión temática en la que mejor desarrolló su personalidad, perfiló una intensa línea lírica en «El jardín de las delicias», libro donde, como en una pieza de relojería, se ensamblan la visión satírica y la lírica con esa tendencia objetiva que enlaza con sus años orteguianos. Ayala, testigo de un siglo crucial, sí, pero hacedor de muchos de sus logros. Se dice que siguió la mirada del siglo. Creo que en parte la hizo.Por su parte, el diario El País hace rápidamente un monográfico en torno a Ayala. En la semblanza "La pasión y la inteligencia" Rodríguez Marco dice:Un ramo de flores enviado por el cantante Joaquín Sabina con la leyenda "Gracias por tu ejemplo" resume el sentimiento de la mayoría de los que están acudiendo al tanatorio de san Isidro de Madrid para despedirse del escritor Francisco Ayala, fallecido esta mañana a los 103 años. Junto al ramo, entre muchas otras, se podía ver una corona enviada por Cristina Fernández Kirchner, presidenta de Argentina, país en el que Ayala se exilió en 1939. (...) El académico Juan Antonio Pascual, cuya candidatura fue presentada por el propio Ayala, ha recordado emocionado la figura de su colega fallecido: "Era inteligente refinado e incisivo. Hablaba mejor de lo que yo soy capaz de escribir. Ahora parece un cumplido pero es verdad. Ayala era garantía de inteligencia. Cuando regresó del exilio lo hizo sin encono. Dejó España con 33 años en la mejor situación de su carrera en el derecho y cuando tuvo que reciclarse como profesor de literatura se convirtió en uno de primera". Pascual ha mencionado que Ayala mantuvo su energía hasta el final: "Cuando no pudo leer ya en público, improvisaba sus intervenciones sin un solo anacoluto. Tenia algo tan difícil de conseguir como la autoridad, es decir, una mezcla de pasión e inteligencia." Su viuda, Carolyn Richmond, ha recordado, junto al poeta Luis García Montero, los últimos días del escritor: "Aunque perdió la voz se notaba que su mente seguía activa". Y añadió García Montero se fue apagando.



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3 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (2)

De acuerdo a la crónica de Silvina Friera, se armaron grosso modo dos bandos: el de los ‘conservadores', que de algún modo coincidía con el de los escritores (Birmajer, Martínez, Sacheri); y el de los ‘vanguardistas', donde revistaban los cineastas jóvenes encabezados por el gurú Llinás (por momentos inescrutable, sugieren muchos, como todo gurú que se precie) y azuzados por el moderador de la charla, Adrián Cangi. (A quien muchos testimonios, además del de Friera, coinciden en describir como alguien con más afinidad por la inmoderación que por su opuesto especular.)

         Por supuesto, a la distancia resulta fácil coincidir o disentir con algunos de los conceptos que circularon, tanto de un bando como del otro. (Por favor no olviden que el testimonio central con el que cuento es el de la crónica de Silvina, publicada ayer lunes en Página 12.) Podría decir que, de existir en efecto, la diferencia ontológica entre un libro y una película que suscribió Birmajer me tiene sin cuidado; me interesa más el campo común a ambos lenguajes que sus diferencias, y por ende tiendo a coincidir con Cangi (Friera dixit, insisto) a la hora de no encontrar "distinción tajante del régimen de la escritura en el campo textual y en el campo fílmico". Mucha gente confunde la escritura cinematográfica con la redacción del guión, y esto es un error: lo que ‘escribe' el ‘texto' cinematográfico es la cámara con sus encuadres y movimientos, y lo que dota a ese ‘texto' de su puntuación es, en todo caso, la edición.

Como Llinás, creo también que un cineasta es tan artista como un escritor o un pintor: todos están, o deberían estar, igualmente preocupados por desbrozar la materia de su(s) lenguaje(s), para aprender a dominarlo(s) o cuanto menos a arriar su caos rumbo al valle de las nuevas direcciones expresivas. (Durante la charla de la que participé, sin ir más lejos, hubo una intervención de la escritora María Negroni en esta misma dirección, que a mi juicio fue lo más atinado de la noche.) Me sumo, por cierto, a la melancolía que expresó Llinás ante la peregrina idea de "compartimentar que una cosa es el cine y otra la literatura, cuando puede ser visto como un campo infinitamente común".

No tengo duda que, de haberme quedado en la Villa Ocampo, me habría enzarzado en la disputa. Soy un bicho de sangre caliente como el que más. Pero por fortuna (gracias Bruno, hijo mío) me vi forzado a irme y, así, a conservar una distancia del asunto que me permite lamentar el giro que tomó la polémica en la dirección árida, casi futbolera, de las falsas y por ende inconducentes antinomias.

 

(Continuará.)      

 

 



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3 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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AYALA Y LAS ILUSIONES PERDIDAS

 

 

 

 

Tengo la suerte de frecuentar a Francisco Ayala. El rodaje de un documental sobre su larga vida que estoy realizando en compañía de Luis García Montero y con la presencia de Carolyn Richmon, su mujer, su compañera desde hace décadas, ha sido el motivo de acercarnos hasta su casa, compartir algunos whiskies, hablar de sus recuerdos e i intentar que no nos habite el olvido. Hablamos de su memoria de las cosas, las gentes, la historia, el cine, de la cultura de un siglo. Una suerte, un raro privilegio poder compartir con el escritor, con el pensador Ayala, su lúcida manera de mirar atrás para poder entender el presente.

El placer de hablar con un español ni nostálgico, ni sentimental. Francisco Ayala, nuestro contemporáneo. Una rara suerte porque ya fue contemporáneo de la generación del 27. Estudió, se enamoró y se casó en el Berlín de entreguerras. Celebró la República. La rebelión franquista le pilló en Argentina, voluntariamente regresó para servir a la España leal. Durante la guerra colaboró en servicios de inteligencia para la defensa de la República. Sufrió en su propia familia- una familia tradicional, burguesa, liberales unos, conservadores otros- la crueldad de los vencedores. Su padre y uno de sus hermanos fueron fusilados. Ayala, derrotado, no vencido fue uno más de los exiliados. Profesor, editor y traductor en Argentina. Mantuvo su independencia e hizo crecer su obra literaria y ensayística. Brasil, Puerto Rico, Nueva York o Chicago fueron otras de las patrias de este granadino, este español cosmopolita. Un hombre libre que desde los años sesenta, silenciosamente, sin ocultamientos ni concesiones, compartió su vida y su trabajo en Madrid y Nueva York. No regresó definitivamente hasta la muerte de Franco. Sin banderas, pero con convicciones, con su particular manera de estar en la tierra, desde su independencia creadora, su vida y su obra son una lección  de libertad. Un camino poco transitado en nuestra literatura, en nuestro pensamiento. Un ejemplo que nos sigue ayudando para nuestros propios pasos por esta tierra.

 

VIAJE AL MONASTERIO DE LAS HUELGAS

 

Quisimos visitar el lugar del crimen. No quiso acompañarnos Francisco Ayala. Un viaje algo largo para sus cien años. Aunque no es esa la verdadera razón. Más lejos está Granada y hasta allí, hasta los lugares de su infancia y adolescencia, nos acompañó el centenario escritor. No quería volver a Burgos, al Monasterio de las Huelgas, porque fue allí dónde asesinaron a su padre. Dónde detuvieron a sus hermanos- uno, Rafael, fue ejecutado al final de la guerra-,  murió su madre y dónde una familia razonablemente feliz quedó destrozada por la barbarie. El padre, don Francisco Ayala, por intermediación de su hijo Paco, consiguió el puesto de Administrador del Monasterio, que con la llegada de la República pasó de la administración de la Casa Real a la administración del gobierno. No era el padre de Ayala un hombre progresista, ni siquiera republicano; era un hombre conservador, católico y dialogante. Un hombre bueno. Un empleado octogenario que sigue viviendo en las dependencias del monasterio, un trabajador que creció a la sombra de ese lugar central de la historia de Castilla, de España, recuerda con mucho agradecimiento los años de administrador del padre del escritor. Le concedió vivienda gratuita. Vivienda en la que años después, por decisión de la madre abadesa, tuvo que pagar alquiler.

Cuando los franquistas tomaron el Monasterio, en los primeros momentos de la sublevación, detuvieron a la familia Ayala. Encarcelados en el cercano Hospital Real, con la acusación sobre el padre de ser funcionario de la República. La tragedia se precipitó. Apenas unos pocos días la pequeña hija, Mari, tuvo que llevar la comida al padre. Muy pronto avisaron que ya no era necesario que llevaran más alimentos. El padre había sido fusilado. La familia, rota, huida, encarcelada o abandonada.

En ese retorno al monasterio, al lugar del crimen, nos acompañaron la hermana pequeña, Mari, y la hija de Ayala, Nina. Mari, que fue la adolescente que allí se quedó sin padre, sin familia, nunca había regresado. Nina no conocía el monasterio. La emoción era grande, los recuerdos volvían, pero los Ayala, saben contener sus sentimientos. Quizá una gran virtud. O una manera de supervivir sin mirar hacia atrás sin ira.

El lugar sigue siendo impresionante, conserva la historia de muchos siglos, fue símbolo del poder de la iglesia y del sometimiento de los gobernantes al poder religioso. Ahora es un símbolo del pasado. Aunque sigue siendo el principal monasterio de formación de abadesas, las vocaciones ya no son lo que fueron.

 

CUATRO AÑOS DESPUÉS

 

A falta de unos meses para sus 104 años, ha muerto Francisco Ayala, su amor a la vida, su amor a Carolyn,  a su familia de los exilios y desexilios, a unos pocos amigos, a bastantes libros, algunos vinos, buenos whyskies le han acompañado hasta el final de sus trabajos y sus días. Tampoco le faltaron  muchas discusiones, ironías educadas, ilusiones perdidas, recuerdos contados, vidas dignas, olvidadas muertes de perro y placeres cotidianos de un ciudadano universal, de Granada y Madrid. Un español atípico. Como atípica fue su obra que supo mantener su independencia, su originalidad así que pasaran cien años. Y casi cuatro. Lo echaremos de menos.

 

 

 

 



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3 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La raya

Hay pinturas en las que no hay rayas pero las rayas fundan y confunden, despejan y complican, señalan y se esfuman. Todas las rayas trazadas en la pintura desde su alma que es el dibujo o más tarde, cuando el cuadro, ansioso de orden las reclama, son algo más que el armazón de un cuadro. Su función de sustentación o delimitación representa sólo una insignificante parte de su importancia. Ni la composición, cualquiera que sea, acaba con la autonomía de la raya que, si parecer ancilar cuando se reciben las primeras lecciones, pasa después a convertirse, si se quiere, en el factor estético clave.  En el vestido, en el peinado, en el tráfico, en la adicción, la raya es el signo supremo de todos los tiempos. 



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3 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La lista de la corrupción

En cabeza de todos, los corruptores. En segundo lugar, los corruptos. En tercer lugar, los facilitadores, todos cuantos aportan sus saberes técnicos, sus habilidades para organizar los manejos: urbanistas, arquitectos, abogados, fiscalistas, economistas. En último lugar, los que miran a otro lado: la oposición, los auditores y controladores, los fiscales y jueces, los periodistas.

Cada uno puede ir llenando la lista. Teniendo en cuenta que muy rápidamente corren los puestos en la escala. Los corruptos que se convierten en corruptores, los facilitadores que devienen corruptos, los despistados que se convierten en facilitadores. Es el sino de la sociedad que no sabe atajar el mal: irá bajando por el cuerpo hasta infectarlo todo. No hay corrupción sin corruptores. Cuanto más poderosos, más intensa su corrupción. (Cuanto más intensa, más difusa). Cuanto más poderosos, más ocultos y de difícil localización. Y cuanto más poderosos, más responsables. El pescado empieza a corromperse por la cabeza. Pero la obligación de atajarla y evitar que la metástasis nos alcance a todos es de todos. Cada vez que alguien mira hacia otro lado, desiste de su reclamación, se deja invadir por la pereza o el desánimo, regala márgenes a la corrupción. Lo mismo sucede en el nivel siguiente, donde están quienes por su profesión debieran denunciarla; cada vez que un controlador (la oposición, los auditores, los periodistas) se inhibe es un tanto para la corrupción. Ya sabemos que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Limitar el poder, controlarlo, contar con buenas instituciones que vigilen y limiten los poderes de los poderosos, es imprescindible para que la corrupción no se extienda. No es un problema de leyes, que las hay y muchas innecesarias. La impunidad es hija de una sociedad satisfecha y conformista que ha bajado la guardia.



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3 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe

El sábado pasado, apenas regresado de la provincia de Misiones (donde estuve filmando un documental sobre el que hablaré en otra ocasión), llegué a la Villa Ocampo bajo una lluvia digna de Cumbres borrascosas. La mansión, que supo ser la casa de Victoria Ocampo y recibir visitantes como Graham Greene, Federico García Lorca e Igor Stravinsky, no puede ser hoy sino un escenario intimidante para cualquier artista que llegue allí en condición de tal. Y esa noche (literalmente) de brujas fuimos muchos los que peregrinamos a la casa, con la excusa de recrear el venerable y casi perdido arte de la tertulia: un encuentro de gente decidida a conversar y también a debatir sobre el ser y el deber ser de sus particulares disciplinas. En este caso, la convocatoria orquestada por Mariana Sandez y Gabriela Adamo era precisa: se trataba de reunir gente que provenía del cine y de la literatura –o, como en mi caso, de ambos mundos a la vez- y producir la chispa que diese lugar a una conversación que, aunque no llegase al nivel de las que deben haber tenido lugar en la Villa Ocampo, tratase de elevarse por sobre la medianía de estos tiempos.

         Me tocó compartir el sillón y la charla con una escritora: Claudia Piñeyro, la autora de Las viudas de los jueves, y con varios cineastas: Sergio Renán (autor de notables adaptaciones de Mario Benedetti –La tregua- y Haroldo Conti –Crecer de golpe-, entre otras), Juan Villegas, Santiago Palavecino y Manuel Ferrari. Además se arrimaron al fogón el escritor Juan Martini y los cineastas Bebe Kamín y Héctor Olivera, director de una de las mejores películas del cine argentino, en este caso adaptada de un libro de Osvaldo Bayer: La Patagonia rebelde. Durante la hora que pasamos conversando, las ideas se complementaron y se evitó aquello que yo estaba decidido a tratar de evitar: la falsa antinomia entre escritores y cineastas, o si prefieren, entre devotos de la literatura y del cine.

         Como había ido hasta allí con mi mujer y mi hijo más pequeño (cuando uno pasa algunos días lejos de casa, se niega a despegarse de los suyos aunque sea por un par de horas), no me quedó demasiada opción. Bruno estaba fastidioso, me la pasé escuchando sus quejas durante toda la charla. Si no me iba entonces la cosa iba a empeorar para todos los involucrados. Así que ofrecí mis disculpas –tenía muchas ganas de quedarme a escuchar la charla siguiente y conocer a Mariano Llinás, cuya peli Historias extraordinarias me encantó, tal como expliqué en su momento y en este mismo lugar- y, munido de mujer, niño y paraguas, emprendí el regreso a casa.

         Si he de dar crédito a la crónica que publicó hoy lunes Silvina Friera en Página 12, me perdí lo mejor. Porque en la charla que sobrevino después parece haber estallado la polémica, con agresiones y todo.

 

(Continuará.)



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La forja de un rebelde

 

La forja de un rebelde

La reedición de La forja de un rebelde en formato de bolsillo ofrece una oportunidad más, a quien todavía no la haya leído, de conocer por sí mismo una de las mejores novelas escritas en la segunda mitad del siglo XX.  Otra cuestión es si, a estas alturas del nuevo siglo,  la lectura es tan gratuita como sugiere el precio de tapa (17,50 € los tres volúmenes con su estuche y todo), entendiendo el término "gratuito" en la segunda acepción del diccionario de la RAE: arbitrario, sin fundamento.

                Teniendo en cuenta que la voz narradora empieza a dar cuenta de su historia personal hace ahora más o menos un siglo, ¿tiene algún interés meterse entre pecho y espalda casi mil quinientas páginas en las que se habla fundamentalmente de la situación en España antes y durante la Guerra Civil?

                Y lo que es más grave: teniendo en cuenta que la conciencia moral de la voz narradora se forjó (pues de eso va la novela, de asistir a la forja de una conciencia moral) hace ahora exactamente un siglo, ¿compensa el esfuerzo de adaptarse a la mentalidad, el lenguaje, el vocabulario o la forma de narrar de entonces?

                Doy por descontando que se conocen las circunstancias de esta trilogía en la que Arturo Barea, un republicano de buena fe, deja constancia de su peripecia vital desde que se abre a la vida en los barrios pobres del Madrid de principios de siglo hasta su salida de España hacia una Inglaterra de la que (eso lo sabe el lector actual) ya nunca regresará. El primer volumen, La Forja, abarca la niñez y adolescencia del narrador hasta su llamada a filas. La segunda, La ruta, trata de sus experiencias en la Guerra de África y de sus primeros pasos hacia la literatura en el Madrid inmediatamente anterior a la Guerra Civil. Y la tercera parte, La ruta, empieza cuando el narrador ha cumplido ya treinta años y ve configurarse su futuro (y el de todos), con augurios funestos: "En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo". En las últimas páginas del libro anterior ya ha hecho su aparición en el Norte de África el personaje que por activa o por pasiva va a llenar todo lo que resta de siglo: un generalillo ávido de gloria y poder  llamado Francisco Franco...

                Cuando la leí, la trilogía estaba prohibidísima en España y supongo que fue en una edición de Sudamericana entrada medio destrangis. Una de las cosas que me intrigaban al releerla ahora era si aquella sensación de transgresión y de estar realizando un acto subversivo no le habría puesto un plus que ahora, tantos años después ya no jugaría a su favor.

                Primera sorpresa: la que más ha envejecido es La forja, justo la que mejor recordaba, y la que más me gustó entonces, probablemente porque al ser la primera fue la que marcó    decisivamente los otros dos tomos. Pero hoy es la que más enseña los afeites y esas torpezas narrativas que tanto le han reprochado a Barea. Habla un niño de pocos años y no sólo emite juicios y da informaciones imposibles para su edad sino que a ratos redondea la (mala) faena remedando la forma de razonar infantil. No creo que le hubiese costado mucho empezar diciendo: "Hola, me llamo Arturo Barea, tengo casi cincuenta años y me propongo relatar mi vida de forma novelada, empezando por mi niñez". O lo que sea, con tal de no adoptar el tono del adulto que hace como que habla un niño.

                 Más grave me parece el punto de vista moral que adopta el narrador ante las diversas situaciones y circunstancias que se le presentan, algunas tan graves como la injusticia social de la época; la corrupción generalizada del Ejército en África;  el clima social que se creó en España y que condujo inevitablemente a la Guerra Civil, o muchos de los episodios que le tocaron vivir durante la guerra, empezando por su propio oficio de censor. Muchas veces da la sensación de que Arturo Barea está convencido de que basta la mera denuncia, es decir, la descripción "objetiva" de una conducta reprobable, para que ésta quede condenada y maldita, hecho lo cual  uno puede seguir adelante con su vida con la conciencia tranquila. Como si dijera: "Bastante hago con dejar constancia del desaguisado. ¿Acaso esperas de mí, maldito lector, que encima empeñe mi vida en resolverlo?"

                Ni qué decir tiene que la respuesta a esa pregunta es uno de los fundamentos de la Tragedia. Y mira tú si les dio para escribir obras que todavía hoy dan respuestas a las calamidades que nos afligen.

                Y a pesar de todo ello, o por volver a la pregunta de si merece la pena despacharse mil quinientas páginas, etc., la respuesta es sí. Radicalmente, si. Y cuando logras hacer lo que se espera que haga todo lector, es decir, dejarse de historias y meterse de lleno en la historia, la novela se lee maravillosamente y puede decirse que muchas de sus páginas están a la altura de las mejores páginas de Baroja o Sender. Por lo  menos.

               

La forja de un rebelde

Arturo Barea

Debolsillo



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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UN ACTOR ESPAÑOL

 

Se parecía al país. Me refiero a esa España, aquella y un poco ésta. No era alto, ni guapo, ni valiente. No es fácil ser más tópicamente español desde por nombre, apellido o aspecto. Un español del pasado que felizmente no será ya el que fue.

José Luis López Vázquez es la representación mejor terminada de un español que supo supervivir disimulando. Podía haber sido un pelotilla de ministerio, un siervo simulador, un medico de provincias, un tapado republicano o un facha sin demasiado correaje. Un superviviente, un rijoso simulador o un hombre cerrado en el armario de sus secretos. Y un falso amigo, admirador o siervo. Un hombre que fue mejor actor que pensador, mejor ficción que realidad. Tal cómo fuimos.

No podía ser un galán pero ha sido imprescindible en lo mejor de nuestro cine. Sin olvidarnos del teatro y de historias de la televisión de tiempos pioneros. López Vázquez, capaz de estar bien en el cine de Ozores o en las más crípticas películas de Saura, un actor que fue capaz de que Chaplin o Cukor se fijaran en él.  Nunca se atrevió. Hizo bien, allí ya estaban Lemmon o Mathau. El era el hombre perfecto para la España berlanguiana que se parecía a la verdadera España. Siempre estamos cerca de nuestra imagen deformada. De nuestro esperpento.

Unas cuántas veces coincidí con él. Hablamos poco. Yo creo que tenía una perpetua desconfianza o una educada reserva. Era un gran actor. Lo que no quiere decir que fuera tan grande en otras actividades o cualidades. Era, cuentan, un hombre muy preocupado por el dinero. Sobre todo por la carencia de dinero. En la lista de los "roñosos" siempre ocupará un privilegiado lugar.

Una vez esperaba que se publicara una entrevista suya en "ABC". Haciendo una excepción, en un descanso de rodaje, compró el periódico. Se decepcionó porque la entrevista se había convertido en una corta información y sin foto. Una inversión inútil. Un compañero le pidió prestado el periódico. López Vázquez- viendo una salida digna para recuperar su inversión- se lo ofreció en propiedad por cincuenta pesetas. La mitad de su precio y ¡casi sin usar!

Los actores, incluso tan geniales, también son esos económicos seres humanos.



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2 de noviembre de 2009
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Sodoma y Sión II

"Una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros", declaraba el jefe del gobierno español, tras la aprobación de la ley de unión homosexual de 2205. Uno  de los textos  de la Recherche, que citaba la pasaba vez prosigue de esta manera estremecedora:

 

Asesinato en los invertidos, traición en los judíos

 

"Hijos sin madre, a la cual han de mentir incluso llegada la hora de cerrarle los ojos; amigos sin amistad pese a las múltiples afecciones que su encanto, frecuentemente reconocido, inspira y al sentimiento que su corazón, tan a menudo bondadoso, experimenta. ¿Pero, cabe llamar amistad estas relaciones que vegetan al amparo de una mentira y en las que el primer impulso de confianza al que tendrían la tentación de entregarse haría que fueran rechazados con repugnancia, a menos de topar con un ser imparcial, quizás simpatizante, el cual entonces, confundido respecto al tema por una psicología convencional, a partir de la confesión del vicio, extraerá conclusiones relativas a afectos que nada tienen que ver con el mismo, al igual que ciertos jueces excusan con mayor facilidad el asesinato en los invertidos y la traición en los judíos... Amantes a los que está casi cerrada la posibilidad de este amor cuya esperanza les confiere la fuerza de soportar tantos riesgos y tantas y soledades"  (III, 16-17)

 

Y respecto a la coincidencia en persecución con los judíos: recuérdese  que se trata de la Francia en la que el caso Dreyfus había desencadenado una campaña ideológica antisemita que de alguna manera prejuzgaba el  nazismo, la cual tuvo algo  más que un rescoldo en la innoble actitud de tantos franceses bajo el régimen inmundo del general Pétain:  

 

 

La  traición y el escándalo

"Ciertas noches, en otra mesa hay extremistas que dejan entrever un brazalete bajo la manga, en ocasiones un collar  en la obertura de su cuello, forzando con sus miradas insistentes, sus carantoñas, sus risas, sus caricias mutuas, la salida precipitada de un grupo de colegiales, mientras son servidos, con una amabilidad bajo la cual se incuba la indignación, por un camarero que, al igual que en las cenas en que le toca servir a partidarios de Dreyfus, avisaría con sumo gusto a la policía, si no tuviera el aliciente de embolsarse la propina." (III, 21)

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2 de noviembre de 2009
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