Marcelo Figueras
Podría detenerme en cada uno de los ensayos de El arte de la distorsión, porque representan pasos sucesivos a través de la niebla, siempre en busca de la luz. Apología de las tortugas habla del “discreto momento de verdad”, (palabras de Nadine Gordimer) que sólo puede revelar un cuento. El tiro en el concierto: política y novela en Colombia reafirma el derecho de la narrativa a meterse con lo real, siempre y cuando el relato no pierda la ambiguedad que es esencial al género en su versión post-conradiana. La reseña en conflicto sostiene que, como lo demuestran Frank Kermode y escritores como John Updike, la crítica debería ser en sí misma “una pequeña obra de arte”; requiriendo del crítico algo parecido al altruísmo (un sentimiento cada vez menos frecuentado en el mundo, y en particular en el mundo de las letras) en tanto presupone la capacidad de concentrarse en una obra, y sobre todo en una persona, distinta de sí mismo.
Quizás el texto más singular sea Diario de un diario. Para aquellos que como yo lo ignoran todo sobre Julio Ramón Ribeyro, el texto que refiere la lectura que Juan Gabriel Vásquez hizo del diario del narrador peruano puede ser leído también como un relato de ficción: una suerte de cuento borgiano, recreando la figura de un escritor tan misterioso como poco apreciado que fue víctima de una característica trágica, la de ser consecuentemente anacrónico durante toda su vida. “Comprendo ahora con mayor claridad –dice Ribeyro según Vásquez- que lo que le resta audiencia y repercusión a mi obra literaria es su carácter antiépico, cuando el grueso de los lectores de narrativa anhelan la epopeya”. Siento mucho, querido Ribeyro, que te hayas equivocado de tiempo: hoy en día los lectores huyen de la epopeya, porque les recuerda cuán pequeñas y miserables se han vuelto sus vidas. “Para un sudamericano –dice Ribeyro según Vásquez- es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”. Siento mucho, querido Ribeyro, que hayas ido a dar al mundo errado: hoy en día todo el mundo escribe novelas y nadie hace revoluciones.
La frutilla del postre –y la medida de hasta qué punto Vásquez sabe lo que hace- es un texto llamado Hiroshima y la mentira atómica. ¿Por qué un escritor prestigioso elige, a modo de cierre de su primer libro de ensayos sobre narrativa, un texto sobre una investigación periodística: Hiroshima de John Hersey, publicada originalmente en la revista New Yorker? Vásquez se toma el trabajo de contar las (escasas) veces que Hersey recurre a adjetivos y adverbios que suelen hacer las delicias de los escritores de ficción. “Palabras duras, secas y cortas; frases cuadradas, declarativas, terminadas en ángulo recto como un ladrillo… un libro distante y frío”, lo define.
Y sin embargo, detenerse en Hiroshima de John Hersey es más que adecuado en un libro sobre narrativa porque ese texto, a pesar de no reunir ninguna de las características formales de la ficción, hace precisamente lo que la narrativa debería hacer (y que cada vez hace menos, cediéndole esta vocación a carreteras aledañas –como la no ficción): hablar de lo que nadie más habla, y describir lo que se considera indescriptible. Cuando Hersey menciona las siluetas que habrían quedado estampadas sobre las paredes luego del estallido (el pintor con la brocha en alto, el hombre azotando a su caballo), ¿no está haciendo suyas las estrategias de lo ficcional –aquello que Vásquez define, ya desde el título, como el arte de la distorsión?
Al igual que las buenas novelas, El arte de la distorsión no impone respuestas. Hace lo esencial, que es determinar la importancia de las preguntas que plantea. En estos días he intentado aproximarme a mis propias razones. Leo (y escribo, en esto coincido con Roth: las razones no pueden sino ser las mismas) porque no conozco mejor manera de sintonizar con la música de nuestros universos (la ciencia, se habrán dado cuenta, es algo que tan sólo toco de oído); y para descubrir lo que hasta entonces no había sido dicho; y para intentar lo imposible, porque la literatura es muchas cosas (un deporte de contacto, entre ellas) pero ante todo es una utopía: el lugar en el cual, mediante la imaginación, puedo descubrir –y entender- la verdad. El sitio en que fantasía y verdad coexisten a la manera cuántica: un switch que está encendido y apagado al mismo tiempo.
El físico David Deutsch (catedrático de Oxford y autor de The Fabric of Reality, libro que de algún modo moldea mi próxima novela, El rey de los espinos) es uno de los principales defensores de la teoría de los Universos Múltiples. La analogía que utiliza para explicarlos es la siguiente: que el Multiverso se parece a una biblioteca infinita llena de libros que comienzan todos igual, pero que divergen en sus caminos cada vez más con cada nueva página. (Algunos pueden incluso coincidir al final, al que han arribado por diferentes rutas.) O sea que Borges no estaba tan errado. Leyendo sobre física cuántica, a veces pierdo la noción y empiezo a creer que estoy leyendo teoría literaria…
Perdón por haberlos fatigado estos días. Pero ante todo gracias a Juan Gabriel por el placer que me produjo su libro: porque me dio ganas de leer más y mejor, de escribir mejor, porque me impulsó a pensar. El arte de la distorsión es un libro-batería: leerlo implica recargarse.
No se lo pierdan.