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II. La vieja historia vuelve a repetirse

En 1991, el general Raoul Cédras derrocó por la fuerza de las armas al presidente constitucional de Haití, Bertrand Aristide, interrumpiendo un breve sueño de democracia en un país gobernado hasta hacía poco por la larga tiranía de los Duvalier, padre e hijo. Cédras estableció otra, a la vieja usanza de la guerra fría cuando la guerra fría había recién terminado, y la presión internacional, coronada por una intervención militar, lo obligó a devolver el poder a su legítimo dueño que, otra vez, electo de nuevo, volvió a ser derrocado  en 2004, esta vez sin esperanza de regreso desde su lejano exilio en Sudáfrica.

            El siguiente disparo se escuchó en 1992, cuando el coronel Hugo Chávez encabezó un levantamiento militar, fraguado dentro de los cuarteles, para derrocar al presidente constitucional de Venezuela, Carlos Andrés Pérez. El golpe fracasó, pero le abrió a Chávez las puestas de su futuro político, pues tras dos años en la cárcel, y después de ser indultado, vino a ganar las elecciones presidenciales de 1999, y se ha quedado desde entonces en el Palacio de Miraflores, de donde no pudo arrancarlo otro golpe militar orquestado por sus propios compañeros de armas en el 2002, en connivencia con civiles.

            Cédras no proclamó ninguna revolución, por supuesto. El padre Aristide, depuesto dos veces, era el que se proclamaba revolucionario de izquierda, como se proclamó  el coronel Chávez con su revolución bolivariana, fracasado en su golpe militar, y triunfante luego en las elecciones, sin que fuera la primera vez que un golpe militar abría al golpista las puertas del triunfo electoral; basta citar el ejemplo del general Juan Domingo Perón en Argentina, que organizó el golpe contra el poder civil en 1943, fue derrocado y encarcelado en 1945, y de la cárcel salió a ganar las elecciones presidenciales de 1946, en olor de multitudes, para ser reelecto de nuevo, aunque al final, otro golpe lo sacó del poder en 1955. Pero de golpes de estado nacieron el peronismo, y el chavismo como fenómenos populares, y populistas.

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11 de noviembre de 2009
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“Que en el sur de los Tartesos…”

El lector se sorprenderá quizás al saber que las líneas  que siguen no fueron escritas por alguien simétrico  de los voceros de la hedionda patriotería falangista, sino por alguien cuya memoria está asociada en nuestro país a la causa de la libertad...y  que lo fue efectivamente,  excepto en  estrofas como éstas y en la pulsión general que le motivaba al escribirlas:

"Nosotros levantados contra los invasores/Godos, árabes, romanos que escupimos afuera, / Y contra esos mestizos de moros/ Y latinos llamados españoles"

"Chabacano Madrid, gusanera española /Yo eusko-íbero te escupo.../En  nombre de la vida, libre, abierta activa,/ La vida del íbero, la vida de los vascos,/ La vida de verdad"

"Una es la verdad de Iberia; vario el Carnaval de España/Los disfraces, los pingajos, la Dignidad con piojos"

No traigo aquí estos versos para poner en entredicho el valor general de la obra, ni la radicalidad del  compromiso de este autor. Se trata, ni más ni menos de alguien que  recordó a una generación que la palabra veraz, cristalizada paradigmáticamente en forma de poesía, lejos de ser contingente ornato ("bello  producto") propio de vidas marcadas por el ocio, es  "lo más necesario", tiene en el pueblo su único depositario legítimo, y así es intrínsicamente "un arma" contra la brutalidad, la indigencia y la mentira:

"Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
"

Y no obstante, la misma técnica ("me siento un ingeniero del verso y un obrero")  que servía la causa del imperativo moral de resistencia ante la ofensa,  que clamaba por la restauración de la dignidad de un país  ("que trabaja con otros a España en sus aceros."), es instrumentalizada por el polo sombrío de la personalidad del escritor  para ofender profundamente a esa misma España, cuyo nombre en otro momento reivindica.

Y así, en lugar de obra poética surge un sintomático testimonio del cúmulo de prejuicios, inercias, abandonos y construcciones imaginarias de la realidad que, desgraciadamente, configuran en cada uno de nosotros el ego que confundimos con la personalidad:

"Los vascos combatimos. Los vascos golpeamos/ levantando la vida/ Los vascos somos serios. Serio es nuestro trabajo/ Seria es nuestra alegría. / Los vascos somos hombres de verdad, no chorlitos/que hacen sus monerías. /¡Que los pájaros canten! ¡Que en el Sur los tartesos/ se tumben panza arriba/creyéndose de vuelta de todo, acariciando /una melancolía!/ Nosotros somos otros, nosotros poseemos/ ferozmente la vida/ Nuestros cantos terrenos son cantos de trabajo, /victoria y alegría/ Cantándome a mi mismo, canto a mi viejo pueblo/ y el rayo me ilumina"

Cuando hace muchos años una alumna de la universidad de Dijon me descubrió esta faceta de alguien que yo identificaba a lo más noble de la resistencia de los vascos ante la barbarie franquista, lo más desolador fue pensar en el insoportable complejo por el cual versos como los citados fueron entremezclados con cantos de resistencia y merecieron el silencio cómplice de tantos luchadores anti-franquistas, versos tan ofensivos para los  vascos como pretendían serlo para los españoles:

Pues a fin de mostrar su compromiso con la causa de un pueblo vasco ofendido en la exigencia de libertad (como lo eran entonces todos los de España), pero además mutilado por la dictadura en el ejercicio de la lengua de la que recibe nombre, el autor procedía a una tan tópica como indecente valorización jerarquizante de ese mismo pueblo (por cierto, no en ese Euskera que da sentido al término Eusko que reivindica). Jerarquía sustentada en conformidad a los únicos criterios entonces (¡y por desgracia aun más ahora!) operativos a la hora de jerarquizar a los seres humanos, a saber: su mayor o menor adecuación a una sociedad en la que valor equivale a propiedad, decoro equivale a impresión de buen balance y virtud a ascesis en pos de la primera, mas la imprescindible astucia para producir efectivamente la segunda.

Uno de los aspectos más sorprendentes en el tratamiento de los personajes en La Recherche proustiana es la imposibilidad en la que el lector se encuentra de dar de ellos  una entera y definitiva caracterización moral. Pues al igual que el tiempo da cuenta de los sentimientos (... en este mundo,  en el que todo se gasta, todo perece, hay algo que cae en ruina, que se destruye aún más completamente, dejando  todavía menos vestigios que la belleza: es el dolor -IV, 270) destruye asimismo las convicciones. De ahí que nos veamos a menudo obligados a rectificar los juicios que hemos realizado sobre los demás, ya se trate de los seres que nos rodea, ya se trate de aquellos que siendo personajes de ficción han llegado a formar parte de nuestra vida espiritual. Así, convencidos de la ignominia de una de las principales protagonistas del relato, Madame Verdurin, nos vemos sin embargo sorprendidos por el hecho de que se comporta generosamente y de manera totalmente anónima con uno de sus conocidos (al que por otra parte había muchas veces maltratado), víctima de la ruina. Por el contrario, pintado  Robert de Saint Loup como el personaje más entero y generoso de la Recherche, el propio Narrador se sorprende al escuchar la ignominiosa conversación que mantiene con un subordinado. Una de las claves de la Recherche  proustiana reside en la exploración exhaustiva de ese universo de larvas en el que el imperativo moral hace argamasa con la ignominia y la exigencia de dignidad con la complacencia en los propios excrementos. Habrá ocasión de retomar el asunto.

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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Miedo y piedad

Leyendo el libro del helenista Wilhelm Nestle Historia del espíritu griego me he encontrado un pasaje que parece escrito por un historiador del futuro al considerar nuestra propia época. En este pasaje, alusión al mundo helénico del siglo VI antes de nuestra era, se hace referencia a una explosión demográfica, a migraciones masivas, al aumento de comunicación entre países, a un temor sistemático y a "un ambiente moral caracterizado por la general desaparición de la piedad". Aunque no me entusiasman los paralelismos históricos, forzados la mayoría de las veces, me ha llamado la atención la insistencia de Nestle en la presencia del miedo y en la ausencia de la piedad porque, en efecto, creo que ambos fenómenos son simultáneos y se dan con fuerza también en nuestro tiempo.

En relación al miedo, Nestle opina que los textos procedentes del periodo inmediatamente anterior al Siglo de Pericles denuncian una atmósfera inquietante de amenazas que no siempre están justificadas por los acontecimientos que realmente ocurrieron. Esa sociedad que él estudia mediante los escritos de la literatura épica y de la primera filosofía parece atenazada por signos turbadores pese a que, por lo que sabemos, gozó de una notable prosperidad y alcanzó una sobresaliente capacidad organizativa, sobre todo en la polis del Asia Menor. Sin embargo, la riqueza mercantil, el despegue artístico y los prolongados períodos de paz no fueron suficientes para alejar las señales siniestras que, a juzgar por los testimonios que hemos preservado, irrumpían en el escenario en forma de malos augurios y oráculos sombríos. Si es cierto lo que han dejado escrito los poetas, los hombres de ese momento únicamente superaban un temor cuando ya habían abrazado otro.

Una actitud que, saltados los siglos, resumía muy bien un titular reciente del New York Times: ¿A quién hay que temer hoy? El periódico neoyorkino se preguntaba si el terrorismo seguía siendo la principal fuente de nuestro pánico, como lo había sido en los años posteriores al 11 de septiembre de 2001 o si, por el contrario, habíamos ya identificado otras sólidas pistas por las que avanzar hacia nuestro íntimo temor. La conclusión del artículo era que, en cierto modo, el hombre contemporáneo necesita estar anclado en un temor, del tipo que sea, pero no andar a la deriva.

Las oleadas de males augurios y oráculos sombríos de las que se hace eco la poesía griega son recogidos en nuestros días, puntualmente, por los medios de comunicación, los cuales -como también hacía la antigua poesía- cuando ya han agotado los inevitables capítulos dedicados a las guerras y las hambrunas, orientan nuestros ojos y nuestros oídos hacia inesperadas catástrofes que prometen aniquilarnos y cuyos efectos psicológicos persisten más allá de sus manifestaciones reales. No deja de ser curioso que los principales pronunciamientos oraculares de nuestros días se presenten, revestidos de un inapelable lenguaje científico, en los espacios de información sanitaria, cada día más abundantes y cada día más inclinados hacia el reforzamiento de la intranquilidad de los pobres mortales. Sin dioses y sin sibilas que nos asusten a los humanos con sus presagios, soportamos, no obstante, la autoridad de los expertos que emplean sus artes -o malas artes- para confeccionar el catálogo de los inminentes cataclismos. Sólo en la última década los expertos-videntes han construido a nuestro alrededor, con sus epidemias y pandemias, un bestiario que hace palidecer a los monstruos medievales: enfermedad de las vacas locas; gripe aviar, o porcina, llamada luego, bastante absurdamente, nueva.Cuando el monstruo mayor, la serpiente, el terrorismo parece no ser suficiente para mantener la tensión, surgen en el horizonte estos animales mutantes y terroríficos, cerdos, vacas, aves; es decir, nuestros alimentos convertidos en veneno masivo. Nadie sabe con exactitud el grado de veracidad de todas esas noticias. Lo que es seguro es que tras la sombra de una epidemia aparecerá otra, sea porque alguien está interesado en que así se desarrollen los hechos, sea porque como aquellos hombres del siglo VI antes de nuestra era, no sabemos, al menos por el momento, vivir sin el morboso estímulo de la amenaza y, paradójicamente, nos sentimos más seguros cuando podemos preguntar ¿a qué toca temerle hoy?

Es muy posible, por otra parte, que esta obsesión por el temor, convertido en condición para la supervivencia, repercuta negativamente en nuestra capacidad de compasión. El miedo atenaza y acostumbra a disolver la relación generosa con la existencia a la que está predispuesto el que se siente libre de temor o que se enfrenta sin falsedades a la propia inseguridad que genera la vida. Es más: el miedo transformado en ciega cotidianidad, en algo definitivamente asumido e insuperable, puede llegar a borrar la idea misma de piedad, una suerte de trasto inútil del que no se puede hacer uso alguno en una sociedad milimétrica dibujada para la producción y la posesión.

Hace poco, un profesor de historia de la medicina me comentó que tenía grandes dificultades para que sus estudiantes comprendieran el significado del término piedad. Al sospechar que quizá sus oyentes otorgaban a la palabra una connotación religiosa recurrió a una especie de traducción laica y se refirió a filantropía. Con el cambio algo ganó, pero no mucho, y el hombre estaba desesperado porque pensaba que sus estudiantes, precisamente por ser de medicina, tenían que ser los primeros en reconocer el sentido profundo de la piedad. Era chocante, desde luego, esta ignorancia en buena parte de los futuros médicos, los cuales, muy probablemente, llegado el momento, no se sentirían demasiado obligados a colgar de la pared de su despacho el Juramento Hipocrático, juzgado como definitivamente anacrónico en la época de la eficacia y la funcionalidad.

No es de descartar que esa misma dificultad relatada por el preocupado profesor de historia de la medicina se pueda extender a todos los ámbitos, a excepción, tal vez, de aquellos que, enfrentados a la pobreza y a la desigualdad, han convertido la compasión en una pasión. Fuera de estos casos, afortunadamente bien representados asimismo en nuestra época, no parece que la práctica de la piedad obtenga un sitial relevante en nuestras escalas de moralidad. El prestigio de que goza entre nosotros la posesión inmediata de las cosas y el acatamiento del utilitarismo en todos los órdenes deja pocos resquicios para una actividad poco rentable o cuya rentabilidad se mide a través de esta lentísima acumulación que caracteriza a los procesos espirituales.

No es que estemos dominados por la impiedad, malvados a conciencia, por así decirlo, sino que, para demasiados, la piedad ha dejado de formar parte del rompecabezas humano. Escuché atentamente, semanas atrás, al ejecutivo de France Telecom al que se hacía directamente responsable de la epidemia (de nuevo una epidemia) de suicidios entre trabajadores de la compañía que no habían podido soportar más situaciones de oprobio e indignidad. Como desconozco el asunto por dentro, me he formado una idea a través de las informaciones que no me permite juzgar con detalle lo sucedido en la empresa. No obstante, sí puedo emitir un juicio sobre el alto ejecutivo de acuerdo con sus explicaciones: este hombre, acusado indirectamente de 25 muertes, magnífico especialista en balances y reajustes, brillante con los números, habló tres cuartos de hora con buenos recursos oratorios sin dedicar un solo segundo a algo parecido a un ejercicio de piedad. Cuando apagué el televisor pensé que se sentía "un héroe de nuestro tiempo". Acaso con razón.

Pero tampoco es necesario dejarse aplastar por esta percepción. La mezcla de temor y falta de piedad detectada por Wilhelm Nestle en el siglo VI antes de nuestra era no impidió el advenimiento de una época espléndida que, pese a muchas penurias, acogió a la democracia, el arte clásico y la filosofía. La tragedia ática nos lo explica maravillosamente al combatir el temor mediante la catarsis, y al proponer la compasión como el vínculo más elevado que une a los seres humanos. Sería un consuelo pensar que también en esta actitud podamos, quizá pronto, encontrar similitudes entre el pasado y nuestro tiempo.

 

El País, 08/11/2009



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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hipócrates

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Y sin embargo, lo habitual es que suceda exactamente lo contrario de lo que exigía Hipócrates de los médicos. Estamos ya acostumbrados a que una decisión política sirva para liarla o en todo caso para obtener el resultado contrario al proclamado. Tampoco es extraño que la publicación de una información periodística sirva para oscurecer algo más las cosas y obstaculizar el conocimiento de la realidad. Y tenemos bien presentes decisiones de la justicia que no sirven para dar a cada uno lo que es suyo o restablecer el orden vulnerado sino para crear más problemas y dificultades para todos. Basta con pensar en el caso del Alakrana. Cuando la ley, los gobiernos y la información no están al servicio de los ciudadanos, de las personas, se cae toda la arquitectura de la sociedad y pierden cualquier sentido las invocaciones al estado de derecho, a la justicia y a la libertad de expresión. ¿Para qué queremos unas leyes que en vez de estar al servicio de los ciudadanos sirvan para someternos a su rígida arbitrariedad? ¿Para qué unos gobiernos dedicados a complicar las cosas en vez de resolverlas? ¿Y para qué unos medios de información dedicados a suscitar peleas entre políticos y jueces y a obstaculizar la resolución de los problemas gracias a su esmerada vocación castatrofista?

No puede olvidarse ahí, por supuesto, a los armadores que mandan sus barcos de pesca a zonas de alto riesgo, a sabiendas de que pueden caer en manos de los secuestradores somalíes. Los pesqueros que faenan en la zona protegida militarmente por el dispositivo de seguridad internacional, y concretamenre por la operación europea Atalanta, apenas están sufriendo ni siquiera el acoso de los piratas.

El secuestro del Alakrana, en todo caso, en un buen revelador del estado de las instituciones en un país como España. Aquí, unos y otros invierten la sentencia hipocrática: ante todo, buscar el propio beneficio aun a costa de producir el máximo daño.

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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Gatopardo

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El Gatopardo

Acaba de aparecer El Gatopardo en una edición que Edhasa publicita como "definitiva". Ello es una excelente excusa para adentrarse de nuevo en esta novela que, casi cuarenta años después de su aparición en España, conserva todo su vigor y su capacidad de mantener absorto al lector desde la aburrida apertura con el rezo del rosario en  familia hasta la prodigiosa escena final en la que el fiel pero disecado perro Bendicó, al ser arrojado a la basura desde una ventana del palacio, compone por un instante en su caída la apolillada silueta del gatopardo que ha ejercido de animal totémico en esa familia Salina ahora en el umbral de su extinción.

Creo de justicia reivindicar aquí la figura del escritor Giorgio Bassani, que en 1958, cuando ejercía de director de Feltrinelli, cayó en sus manos el manuscrito de un desconocido. Pese a que dicho manuscrito le llegaba rebotado desde Mondadori porque Elio Vitorini lo había rechazado allí,  Bassani no sólo decidió publicarlo sino que se encargó personalmente de editar el texto. Es más: cuando el libro ya estaba en galeradas, Bassani supo que un sobrino de Tomasi di Lampedusa ( Gioacchino Lanza Tomasi, autor del prefacio en la presente edición de Edhasa) poseía una manuscrito mecanografiado posterior al que él mismo había utilizado en Feltrinelli, se trasladó a Palermo con las galeradas a fin de cotejar ambas versiones e introducir todas las correcciones y adiciones que consideró necesarias.  A pesar de lo cual, en 1968, cuando el libro ya era un éxito mundial y Luchino Visconti había estrenado su película, un oscuro profesor de Catania logró una efímera fama al denunciar que Bassani punto menos que había reescrito un texto en el que había " miles de inconsistencias", algunas de ellas  "sustanciales".

Para nada de nada. El sobrino, que parece ser un auténtico caballero, empieza por excusar en su prefacio a Vitorini diciendo que supo reconocer la talla del autor de El Gatopardo (bien que lamentablemente no llevase su reconocimiento hasta el extremo de imponer su publicación en la editorial Mondadori que él mismo dirigía). Y defiende asimismo el trabajo de Bassani, al que reconoce su profesionalidad  y agradece el detalle de haberse recorrido media Italia para mejorar en lo posible el texto sobre el que había trabajado, y que no difiere gran cosa del ahora considerado definitivo. Por otra parte,  los pequeños fragmentos y esbozos encontrados tras la muerte de Lampedusa, y recogidos en la presente edición, no añaden pero tampoco quitan gran cosa al texto original.

En cambio es de gran interés el propio prefacio, sobre todo cuando Gioacchino Lanza Tomasi hace una observación sobre El Gatopardo que a mi me parece muy bien vista. Y me refiero al momento en que traza un paralelismo entre EL Gatopardo y otra novela, traducida en castellano como Las confesiones de un italiano (Acantilado, 2008), de  la que fue autor Hipólito Nievo (1831-1861).  Y dice el prologuista: "... ambas novelas describen efectivamente el ocaso de un mundo; pero Lampedusa hace sonar la campanilla de alarma tan pronto como la voluntad de describir es reemplazada por la voluntad de crear una experiencia, mientras que Nievo es capaz de entregarse a la retórica de la patria y del amor durante capítulos enteros". Y por si cupiera alguna duda, añade un  par de líneas más abajo: "Sin duda [Lampedusa] siente más rechazo por la retórica del Resurgimiento que  por la ideología del Resurgimiento".

Los ecos de la guerra y los desembarcos, Garibaldi y sus sueños dislocados,  los austriacos o los borbones, la nueva clase emergente  con la que el  príncipe Salina va a negociar  hasta el extremo de intercambiar sangre (su sobrino Tancredi) por dinero (Angélica, la hija del alcalde llamado a ser más rico que el propio príncipe) son como los lejanos aullidos del lobo que sólo vienen a importunar con sus funestos augurios ese universo aristocrático cuya futilidad está prodigiosamente descrita en el traslado familiar desde Palermo a Donnafugata para pasar el verano: una Sicilia aplastada por el calor, blanquecina de polvo, esquilmada y sedienta pero que rinde pleitesía al señor pese a que este se encuentra tan blanquecino de polvo, sediento y esquilmado como la propia Sicilia. Con su observación, Gioacchino Lima Tomasi está planteando a su manera la diferencia que se crea dentro de toda narración  entre tiempo histórico y tiempo psicológico, una distinción tan más fundamental cuanto que se trata de una novela que algunos definieron en su día como "autobiográfica". Es prodigiosa la capacidad de Lampedusa para transformar en narración su propia experiencia y para poner al descubierto lo que tiene de retórico, o sea vano, el mundo que va a ocupar su lugar cuando él muera.

 

 

 

 

 

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El Gatopardo

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Edhasa[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]



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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Crecer de golpe (5)

La imagen del artista solitario, apartado del rebaño, que no necesita que nadie entienda su obra porque le basta con entenderla él mismo, es un invento del siglo XVIII –idea que coincide, ¿casualmente?, con la formalización del capitalismo como sistema y el desarrollo de las modalidades de propiedad privada que todavía están en boga.

         Hasta entonces ningún artista concebía el deseo de crear algo tan sólo para sí mismo, o bien su coterie. Nadie en su sano juicio esculpe un bloque de piedra para esconderlo en su habitación, del mismo modo en que los profetas no recibían revelaciones para guardarlas como secreto. La verdadera obra de arte no es tan sólo una prueba de excelencia individual, sino también una expresión de las potencialidades de la especie en su conjunto. En este sentido, no hay mejor lógica para definirla que aquella aparentemente contradictoria de la física cuántica: una obra de arte sólo puede ser excelsa cuando se la puede valorar en simultáneo como producción individual y social a la vez.

El artista es un mediador privilegiado –¡y vaya si se lo privilegia en nuestras sociedades!-, pero mediador al fin. Por eso mismo, la medida definitiva del valor de la obra de arte pasa por el impacto duradero que produzca en su generación, y por supuesto en las venideras. Y conste que no me refiero aquí a un impacto masivo, popular en el sentido en que hoy se suele usar el término: hablo más bien del impacto en las mentes y espíritus adecuados, que a su vez reformularán ese influjo en sus propias obras de arte, ensayos o hechos políticos como parte de su evolución personal, claro, pero también de la evolución del arte mismo.

Lo que me pregunto en este contexto es lo siguiente: ¿cómo juzgar las obras de tantos artistas que trabajan para decorar su propia habitación, sólo que al precio ya no de un bloque de granito, sino de un millón de dólares, o quinientos mil, o cien mil, o lo que sea –siempre mucho- que cueste la realización de una película? ¿Y qué diferencia hay, en esencia, entre esos films ‘de arte’ y los horrendos ceniceros que moldeábamos de pequeños y nuestros padres se veían obligados a exhibir en casa para probar cuán orgullosos estaban de nuestro ‘talento’?

Yo creo que esa gente le hace el juego a un sistema que valora lo raro (en el sentido de escaso) por encima de lo bello o significativo. Y creo asimismo que esa gente propicia una noción autocrática del arte, en tanto sostienen que nada existe, o por lo menos que nada vale, más allá de la conciencia iluminada del Artista.

Esta es una de las razones que explican porqué la literatura y el cine que pretenden escribirse a sí mismos con mayúsculas se han enajenado, y voluntariamente en buena medida, de sus destinatarios naturales: porque algunas de sus voces más notorias, o cuanto menos más estentóreas, sostienen con sus acciones (ya que no con palabras lisas y llanas, dado que sería políticamente incorrecto) una visión aristocrática del arte. Ocultando, así, la sencilla verdad de que la mayoría de los artistas somos unos pánfilos que no sabemos muy bien cómo ni por qué hacemos lo que hacemos. Razón que explica nuestro desmedido agradecimiento cuando producimos algo que, independientemente de nuestros móviles y nuestro dudoso talento individual, opera como fermento en la vida de la gente.

 

(Continuará.)



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En memoria de Pauline

Ernest y Pauline Hemingway. Fuente: jfklibrary París era una fiesta es un libro póstumo de Hemingway, y para muchos una de las mejores memorias escritas en el siglo XX, cuya publicación a manos de su cuarta esposa, Mary Hemingway, siempre ha estado atravesada por la polémica. Dicen que Hemingway en vida pensaba que el libro estaba incocnluso pero Mary, la viuda, impuso la edición luego del suicidio. Y ahora uno de los nietos de Hemingway, Sean, cuya abuela es la segunda esposa de Hemingway, Pauline, ha "restaurado" la edición del libro para demostrar que Mary lo manipuló para dejar a su abuela como una arpía. Si una viuda es demasiado, cuatro (y sus descendientes) es imposible de manejar. Dice la nota:¿Por qué esta revisión? se preguntan muchos expertos o simples aficionados a la lectura. Los cambios son más bien pocos, en su mayoría de orden dentro del volumen. Lo que en un sitio aparece en un capítulo - el dedicado al poeta Ezra Pound-, ahora son dos, uno en el cuerpo principal y otro en los sketches adicionales. Así que sobre la iniciativa de Sean pende la sospecha de que la principal razón para esta revisión no es otra que la de "restaurar" la imagen de su abuela, Pauline Pfeiffer, la segunda esposa del autor de El viejo y el mar. En la edición clásica, a Pauline se la pinta como una depredadora que rompió el feliz matrimonio entre el escritor y Hadley Richardson. Esa misma pregunta del porqué se la formula a bote pronto uno de los lectores que ha acudido a escucharle. "Cuando se publicó por primera vez - contesta el nieto-no se utilizó todo el material. Mi abuelo lo dejó inacabado y el capítulo con el que se cerraba (Nunca hay un final en París) lo rehízo Mary". Precisamente es este capítulo el que ofrece el cambio más sustancial. En la nueva edición no aparece como tal. Parte de ese relato se encuentra en el núcleo central, en el llamado Inviernos en Schrums.Pero cortado de forma abrupta. De pronto se habla "de tres corazones", en lo que es la única referencia a Pauline, a la que no se cita por su nombre ni en un libro ni en el otro. "Cualquier culpa fue mía", escribe ahora Hemingway, se llame Ernest o Sean, para justificar su primera ruptura matrimonial. Además, la conclusión del primer relato se traslada, en la reedición, a los sketches. Es un nuevo título, The pilot fish and the rich, lugar en el que se recupera el tramo final del libro original aunque modificado. Se incide en la irrupción de la que sería la segunda esposa, aunque si en la edición de 1964 ella era la arpía, en la del 2009, el autor de Fiesta o Adiós a las armas asume la culpa. (...) Poco antes de suicidarse, Ernest Hemingway envió una carta a su editor, Charles Scribner, en la que le informaba que esas memorias de los años veinte "no pueden salir tal como están y no tienen final". Mary, su viuda, no lo vio igual y en un artículo que publicó en 1964 sostuvo que "Hemingway debía dar el libro por acabado". Se encargó de perfilar el manuscrito, cambió el orden de algunos capítulos y añadió otros que el autor había descartado. Y, lo más relevante, insertó un apartado final sobre la ruptura del primer matrimonio. El origen del proyecto restaurado, comenta Sean, se encuentra en su tío, Patrick Hemingway, hijo de Pauline. No esconde, porque así lo ha reconocido, que su tío cree que "la edición original fue terrible con su madre". La nueva le satisface. De la revisión de los archivos deduce que "sus padres fueron felices". Patrick, de 81 años, no arremete contra Mary en declaraciones a The New York Times, pero da una clave para entender la animadversión hacia Pauline y el cariño a Hadley: todo se debe, según su versión, a que Hadley poseía un cuadro de Miró que quería Mary.



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No al Paro

Ante las manifestaciones que se están preparando en toda Europa de protesta por el desempleo, escribi, a petición de un grupo de sindicalistas, el texto que a continuación se reproduce. No al Paro La gravísima crisis económica y financiera que está convulsionando el mundo nos trae la angustiosa sensación de que hemos llegado al final de una época sin que se consiga vislumbrar qué y cómo será lo que venga a continuación. ¿Qué hacemos nosotros, que presenciamos, impotentes, al avance aplastante de los grandes potentados económicos y financieros, locos por conquistar más y más dinero, más y más poder, con todos los medios legales o ilegales a su alcance, limpios o sucios, normalizados o criminales? ¿Podemos dejar la salida de la crisis en manos de los expertos? ¿No son ellos precisamente, los banqueros, los políticos de máximo nivel mundial, los directivos de las grandes multinacionales, los especuladores, con la complicidad de los medios de comunicación social, los que, con la soberbia de quien se considera poseedor de la última sabiduría, nos mandaban callar cuando, en los últimos treinta años, tímidamente protestábamos, diciendo que nosotros no sabíamos nada, y por eso nos ridiculizaba? Era el tiempo del imperio absoluto del Mercado, esa entidad presuntamente auto- reformable y auto-regulable encargada por el inmutable destino de preparar y defender para siempre jamás nuestra felicidad personal y colectiva, aunque la realidad se encargase de desmentirlo cada hora que pasaba. ¿Y ahora, cuando cada día aumenta el número de desempleados? ¿Se van a acabar por fin los paraísos fiscales y las cuentas numeradas? ¿Será implacablemente investigado el origen de gigantescos depósitos bancarios, de ingenierías financieras claramente delictivas, de inversiones opacas que, en muchos casos, no son nada más que masivos lavados de dinero negro, del narcotráfico y otras actividades canallas? ¿Y las expedientes de crisis, hábilmente preparados para beneficio de los consejos de administración y en contra de los trabajadores? ¿Quién resuelve el problema de los desempleados, millones de víctimas de la llamada crisis, que por la avaricia, la maldad o la estupidez de los poderosos van a seguir desempleados, malviviendo temporalmente de míseros subsidios del Estado, mientras los grandes ejecutivos y administradores de empresas deliberadamente conducidas a la quiebra gozan de cantidades millonarias cubiertas por contratos blindados? Lo que está pasando es, en todos los aspectos, un crimen contra la humanidad y desde esta perspectiva debe ser analizado en los foros públicos y en las conciencias. No es exageración. Crímenes contra la humanidad no son solo los genocidios, los etnocidios, los campos de muerte, las torturas, los asesinatos selectivos, las hambres deliberadamente provocadas, las contaminaciones masivas, las humillaciones como método represivo de la identidad de las víctimas. Crimen contra la humanidad es también el que los poderes financieros y económicos, con la complicidad efectiva o tácita de los gobiernos, fríamente han perpetrado contra millones de personas en todo el mundo, amenazadas de perder lo que les queda, su casa y sus ahorros, después de haber perdido la única y tantas veces escasa fuente de rendimiento, es decir, su trabajo. Decir ?No al paro? es un deber ético, un imperativo moral. Como lo es denunciar que esta situación no la generaron los trabajadores, que no son los empleados los que deben pagar la estulticia y los errores del sistema. Decir ?No al paro? es frenar el genocidio lento pero implacable al que el sistema condena a millones de personas. Sabemos que podemos salir de esta crisis, sabemos que no pedimos la luna. Y sabemos que tenemos voz para usarla. Frente a la soberbia del sistema, invoquemos nuestro derecho a la crítica y nuestra protesta. Ellos no lo saben todo. Se han equivocado. Nos han engañado. No toleremos ser sus víctimas. José Saramago



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10 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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James Wood comentado

James Wood. Fuente: observer James Wood es uno de los críticos más prestigiosos del mundo anglosajón. Y de los más influyentes, como lo comprueban sus polémicas (muchas de ellas comentadas en Moleskine) literarias sobre el realismo. Hace unos años, el crítico publicó Los mecanismos de la ficción, el ensayo que ahora traduce Gredos, para saber cómo funcionaba la ficción interiormente. Era, dicen, el libro que él quiso leer cuando tenía 20 años. En El País comentan la edición en castellano:El libro no es un texto de crítica académica al uso, mantiene un tono de conversación con breves capítulos que dan agilidad a sus argumentos. En sus páginas, Wood habla de las personas narrativas, de los personajes, del uso del detalle y de la temporalidad y de la eterna cuestión del realismo en la novela. "Recurrimos a la ficción porque nos plantea preguntas sobre el ser humano. El argumento que intento exponer es que uno puede obtener placeres convencionales sin tener que recurrir a formas tradicionales y de la misma manera uno puede tener un gran interés en lo real sin tener interés alguno en el realismo", precisa. La tendencia de algunos lectores a buscar personajes que les caigan bien más allá de entender si están suficientemente vivos, es uno de los errores más comunes, según Wood, a la hora de comprender los mecanismos de la ficción. "Hay una enorme diferencia entre simpatía e identificación", dice. "Es complicado encontrar gente que te caiga bien en la vida y aún más en la literatura, pero la ficción te vuelve más perspicaz ante las situaciones humanas". El profesor no ha querido renunciar a su vocación de crítico y argumenta con fuerza señalando por ejemplo a Flaubert y no a Balzac como el padre de la novela moderna. "Me interesa la forma. Flaubert creó un estándar para la narrativa y Sebald, Marías o Roth le deben algo. Quería abrir debate. A menudo me tildan de defensor del realismo tradicional", explica. "Se trata de una corriente muy común en América: textos sólidos un poco periodísticos, abarrotados de detalles. A mí me resultan bastante aburridos". Al otro lado, se sitúan los detractores del realismo. Wood sostiene que intenta buscar el punto medio. En el centro de su libro ha querido situar la figura del personaje; lo vivo que éste puede estar, el misterio de cómo un novelista crea a un ser en una página. Para ello Wood dice que es fundamental crear el contexto, las reglas del juego. "Se trata de un problema de gestión del apetito, de ver cómo de grande es el plato en relación con la ración de comida que en él se sirve".Ajeno a sus reflexiones sobre los misterios y trucos de la ficción ha quedado el argumento, algo por lo que Wood no siente mucho interés. (...) Fuera ha quedado también una mención directa al realismo histérico, un término que Wood acuñó para referirse al trabajo de Zadie Smith, o David Foster Wallace, entre otros.



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10 de noviembre de 2009
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Menos mal que hay gente decente

Acabo de ver en el informativo de alguna cadena a Miquel Iceta, cerebro dominante del partido socialista CATALAN (uso las capitales en estricta obediencia al partido, el cual escribe sus siglas de este modo: psC) y aún me tiemblan las piernas. Quiero decir, de admiración. Debería haberlo grabado, pero me cogió a trasmano.

    Este caballero es sublime y me parece un despilfarro que sólo le conozcan en Cataluña. En el fragmento que yo pude ver, una mujer adulta, de profesión periodista, le hacía una pregunta. Bien es verdad que le hacía la pregunta componiendo una expresión malévola, como si dijera: "¿Se dan cuenta de lo bruja que soy?". La pregunta afectaba a los últimos latrocinios y venía a ser así: "¿No es menos cierto que, según dice todo el mundo, todo el mundo sabía lo de los latrocinios y que ustedes no hicieron pero es que absolutamente nada, aun sabiendo que todo el mundo lo sabía?".

    Miquel Iceta, el cual habitualmente luce un espléndido rostro de buda alopécico e irradia una grandísima serenidad de alma transmigrada desde alguna ostra perlífera, dio muestras de intensa pena y respondió: "¡Oh Dios mío, pero qué me dice! ¿De modo que lo sabían y no lo denunciaron de inmediato en una comisaría? Pero, pero... ¡entonces se han convertido en cómplices del latrocinio!"

    Colosal. Homérico. Me recordó de inmediato aquella escena, cuando la esposa de Woody Allen le encuentra en la cama con otra señora y el actor reacciona airadamente ante la acusación de adulterio. "¡Pero bueno!, dice. ¿A quién vas a creer, a tus ojos o a mí?".

    Estamos exagerando la desconfianza en los representantes del pueblo. Como dicen nuestros políticos, si no confiamos en nuestros políticos acabaremos en una dictadura comunista, nazi y antropófaga dirigida por nuestros políticos. Y como no es eso lo que queremos, al menos de momento, hemos de confiar en ellos y no en nuestros ojos.

    Al fin y al cabo, como decía Iceta, los inmorales de verdad, los deshonestos colaboradores del latrocinio, somos los votantes. Por votarles a ellos, según sugiere el cerebro del psC.

 

Artículo publicado el sábado 7 de noviembre de 2009.

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10 de noviembre de 2009
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El Boomeran(g)
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