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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un cuento mío en SoHo

Sleeping Beauty. Foto: Dina Goldstein. Fuente: the fire wire La estupenda revista Soho de Colombia, en su edición de noviembre, tuvo una idea muy divertida. Nos pidió a tres escritores latinoamericanos (Jorge Volpi, Marcelo Birmajer y a mí) que nos basáramos en unas fotografías extraordinarias de la canadiense Dina Goldstein para su Proyecto Fallen Princesses y escribiéramos un cuento. Las fotografías de Goldstein son continuaciones gráficas de los cuentos de hadas, cuyo "y vivieron felices por siempre" es engañoso. En ellas se ve a una Cenicienta más bien feliz esperando un taxi, o bebiendo en un pub, en una ciudad del midwest norteamericano; a una Caperucita Roja obesa en medio del bosque, bebiendo su segundo milkshake del día, aprovechándose de la cesta de comida chatarra de la abuela; a una subversiva Jasmine armada de fusil, más furiosa que nunca, en plena Guerra de Irak; a la pelirroja sirenita, Ariel, atrapada en un acuario a merced de los turistas, como un delfín reducido en su enorme pecera climatizada; a la princesa del guisante, el cuento de Hans Christian Andersen, sentada -posiblemente incómoda al notar el guisante como auténtica princesa- sobre una pila de colchones arrojados en un basurero; a Belle, de la Bella y la Bestia, sometida a la cirujía plástica para seguir haciendo honor a su nombre y la imposible "bella" del cuento antes de que la inevitable vejez y su deterioro haga preguntar: ¿cuál Bella?, o peor aún ¿cuál Bestia?Las tres fotos elegidas por Soho para los cuentos son: La sufrida vida marital de Blanca Nieves cuidando niños y perros ante un Príncipe-Al-Bundy ocioso y sacavueltero (el cuento lo hizo Marcelo Birmajer); el cáncer de la bella Rapunzel, que seguirá viviendo pero la quimio le ha quitado el poder de su larga y perfecta cabellera (el cuento lo escribió Jorge Volpi); y la Bella Durmiente que no despierta, encerrada en un geriátrico, ante su aburrido y anciano príncipe azul cuyos besos no funcionan. Ese cuento me pertenece (se titula originalmente "Mientras ella duerme") y, aunque he recibido críticas muy malas entre los lectores, que lo han encontrado una pérdida de tiempo, soso, lento, aburrido e insípido, la verdad es que me alegró mucho escribirlo. Creo que finalmente he logrado equilibrar el deseo por escribir, de ser escritor, y el deseo de entender las cosas que me pasan. Más allá de la buena o mala prosa, de mostrarme ingenioso o culto o de las ganas de divertir a mis lectores, ahora me interesa entender qué está pasando conmigo y eso me sucede desde que escribí "Lindbergh" hace varios años. Y Un lugar llamado Oreja de perro. Y mi novela inédita. Sí, me alegró poder escribir este cuento pues, para decirlo con las palabras lúcidamente cursis del narrador de El cuerpo de Giulia-no (la olvidada novela de Jorge Eduardo Eielson): me ayudó a entender cosas que antes tan solo lloraba.



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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La voz de mi pueblo

Nunca pensé que iba a terminar dirigiendo un documental. Pero hace un par de meses llamó la productora Margarita Gómez para ofrecerme un proyecto que encontré irresistible. Se trataba de dirigir uno de cuatro documentales que ilustrarían los proyectos ganadores del premio Comunidad a la Educación, que organiza todos los años la Fundación La Nación. (Cuántas palabras agudas, diría mi maestra. ¡Pero aquí resultan insoslayables!)

Parafraseando a la Renée Zellweger de Jerry Maguire: Margarita contaba conmigo desde que dijo hola, dado que siempre he hecho y haré lo que esté a mi alcance por la causa general de la educación, y por la particular de la educación pública. Soy uno de los tantos que creen que la educación formal fue una de las víctimas más trágicas de la crisis argentina. Hoy en día, cuando la institución parece averiada hasta el punto del naufragio, las escuelas son más necesarias que nunca no sólo por su función específica, sino también por todas las demás que ha ido cargando sobre sus espaldas para cubrir los fracasos de nuestras sociedad. En nuestras escuelas, además de enseñar, se alimenta a millones de chicos que dependen de esa comida para conservar algo parecido a la salud. Y además allí se contiene a infinidad de criaturas violentadas por la desintegración familiar, la marginalidad y la ausencia de un proyecto de vida -consecuencias directas de la pobreza.

Pero (tengo que admitirlo) lo que terminó de seducirme fue el proyecto. Se trataba de contar la historia de una escuelita de la provincia de Misiones, esa pequeña lengua en el extremo noreste de la Argentina que es famosa a causa de una atracción turística: las Cataratas del Iguazú.

Ubicada a 120 kilómetros de la capital provincial, la escuela de Takuapí está enclavada en mitad de la reserva de los Mbya, una de las tantas etnias aborígenes que existen en nuestro país. Como la lengua de los Mbya es oral, las maestras con diploma habilitante se las veían en figurillas para enseñar a los pequeños los conceptos más elementales. Fue una de ellas, precisamente: Laura Karajallo, la que concibió la idea de armar una serie de cuadernillos que adaptase la lengua Mbya guaraní (que por cierto, no es igual al guaraní que suele hablarse, por ejemplo, en Paraguay) a la grafía del español. Si además de hablar el idioma materno, los chicos aprendían a escribir en Mbya, la adopción de la española como segunda lengua y su relación con el resto de la sociedad misionera podían dejar de ser asuntos traumáticos.

La consigna, pues, era tratar de reflejar del mejor modo posible el trabajo que las maestras, en conjunto con la comunidad Mbya y con la ayuda de los auxiliares aborígenes, están realizando para que estos niños aprendan a leer y escribir en su propia lengua antes que en ninguna otra, del mismo modo en que en su momento lo hicimos ustedes y yo. Un salto exponencial (digno de una elipsis como la de Kubrick al comienzo de 2001) como aquel que la especie humana dio por primera vez hace siglos, cuando entendió que esa serie de signos le permitiría narrar su propia historia, y legar su experiencia de vida, de forma que colaborase con las generaciones futuras.

Y así fue que nos subimos a un avión.

 

(Continuará.)



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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El escritor infeliz ¿solo un mito?

broken typewriter buried in leaves. Autor: John Wollwerth Fuente: shutterstockNunca me pierdo En Minúsculas, el blog de Ezequiel Martínez en Ñ. Y es que siempre termina sorprendiéndome con datos que saca de no sé dónde, no sé en qué tiempo. A partir de la lectura de un texto de Rosa Montero, publicado en "Páis Semanal", sobre el mito del escritor sufrido, Ezequiel consigue estos datos:Nunca falta un especialista que le ponga fórmulas y estadísticas a estas cuestiones. Así me crucé con una investigación que el psicólogo Joe Forgas, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, publicó a principios de este mes en la revista Australasian Science. Ahí dice, palabras más, palabras menos, que los escritores infelices son mejores que los felices. Eso es lo que se deduce en su estudio, y que apuntala el mito que sugiere que para ser realmente bueno hay que sufrir lo suficiente, transitar por crisis existenciales, intoxicarse de sexo y alcohol, empalagarse de angustia y, de ser posible, rozar la autodestrucción.Se me ocurren una catarata de escritores geniales que entran en esta descripción, como también los de otros cuyas biografías no subrayan ningún exceso y que lograron obras igualmente prodigiosas. ¿Será, como dice el tango, que para ser bueno primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento...? ¿O es un tópico ridículo, como sostiene Rosa Montero? ¿Ustedes qué opinan?Me gustaría subrayar algunas de las razones que da el estudio. Una de ellas, la mejor percepción que tienen las personas deprimidas sobre el mundo que lo rodea. Quizá el "pensamiento distorsionado" que malogra las relaciones personales sea, en realidad, lucidez a la hora de escribir ficción. Dice el artículo sobre Joe Forgas: According to Forgas, psychologists have already shown that unhappy people "are less prone to judgmental errors, are more resistant to eyewitness distortions, and are less likely to adopt dysfunctional selfhandicapping strategies." In addition, evidence suggests that being in a negative mood leads listeners and readers to perceive messages more carefully, or, as Forgas puts it in psych-speak, "positive moods may simply lead to less effortful and systematic processing, while negative moods promote a more careful, vigilant and systematic processing style." This explains why happy people read bestsellers, but literature graduate students are always so depressed.Luego, habla de una serie de experimientos por demás interesantes y, por mi experiencia como profesor de talleres por más de 20 años, yo diría que muy acertados:In a series of experiments, Forgas induced sad and happy moods in test subjects by showing one group a happy 10-minute video, while another group watched a sad one, or by asking them to think about something good or bad in their own lives. Subjects then wrote a short persuasive essay on an assigned topic. Trained essay raters determined that the sad participants produced arguments that were significantly better than the happy ones. The unhappy writers argued more concretely and specifically as well, and their texts were more likely to persuade readers to agree with them.Quizá entonces el "mito del escritor infeliz" no sea solo un mito, como quisiera creer Rosa Montero. Quizá sea algo terrible, lamentablemente, objetivo. Y no solo por las biografías de los escritores geniales. Hay un cuadro estadístico en la nota que es inquietante:En fin, parece qye esa es la verdad. Aún así, yo prefiero seguir tomando mi zatrix por las noches y Sertralina por las mañanas. Es una esperanza; aunque eso no me está funcionando últimamente. Por eso escribo.



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26 de noviembre de 2009
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Una mirada desafiante

Con este artículo intento contribuir a que algún productor se anime a rodar la vida de Luis Meléndez, pintor nacido en 1715 y muerto en la miseria, como es de rigor, en 1780. A ver si espabilamos.

Hay en este momento dos exposiciones de arte español corriendo por tierra anglosajona y ambas han dejado perláticos a los expertos. Yo no sé por qué la pintura española es la segunda mejor del mundo, detrás de la italiana. ¿Quizás por la prolongada represión de la palabra a que se ha visto sometido este país durante tantos siglos? Pero entonces habría de sufrir la competencia de la pintura rusa, y no es el caso. Lo cierto es que en este momento los británicos están boquiabiertos ante la escultura religiosa del barroco español y los americanos ante las naturalezas muertas de Luis Meléndez. Dos departamentos a los que nosotros mismos apenas prestamos atención. Bien es cierto que el Prado de Zugaza, que es un lince, ya se adelantó con una exposición dedicada a Meléndez en 2004. Algo cambiada, es la que ahora viaja por Londres, Washington, Los Angeles y Boston.

El primer misterio es el de la naturaleza muerta misma, esas composiciones con quesos, frutas, panes o conejos. ¿Qué llevó a Velázquez, Zurbarán, Sánchez Cotán, a dar tamaña importancia a un asunto sin nobleza? Estos bodegones no tienen la menor relación con los flamencos, en los cuales se exhibe la abundancia, la riqueza, el lujo y el furor vital de unas provincias enormemente poderosas durante el Seiscientos. La humildad de la naturaleza muerta española ha producido más poesía que ciencia, y sin embargo su misterio es acuciante. Heidegger quiso impregnar de sentido las pobres botas de Van Gogh, dos destrozados pedazos de cuero que encarnaban la vida entera de trabajo y dolor de su dueño, como si en la pintura de objetos cotidianos pudiera leerse nuestro destino. Pero el bodegón español es todo lo contrario. No hay aquí patetismo, ni simbología, ni trascendencia, ni siquiera (aunque lo defienda Bryson) un documento de la vida material. Yo creo que este género es el más misterioso que ha dado un arte ya casi extinguido.

Con el fin de esquivar honduras ajenas a su competencia, los especialistas suelen hablar del realismo de la pintura española, el realismo de estos sobrios bodegones. Así Peter Cherry, por ejemplo, uno de los responsables de la exposición junto con Juan J. Luna. Así también el crítico Ken Johnson que habla de "una verosimilitud casi fotográfica". Comprendo la tesis, pero disiento. No hay realidad alguna que se parezca a estas maclas de objetos prístinos, de iluminación sobrenatural, visibles hasta extremos que ni un ojo mecánico puede alcanzar. Sería una realidad visible a ojos angélicos o diabólicos, pero no humanos. Esta "realidad" es tan irreal como la de Mondrian. En cualquiera de los bodegones de Meléndez se constata de inmediato que son el fruto de una obsesión. Están pintados a la altura de los ojos desde una distancia inverosímil, como si el pintor hubiera metido la nariz entre uvas y quesos. Al parecer, Meléndez no componía sus bodegones, sino que pintaba uno a uno los objetos y los iba añadiendo y disponiendo sobre el lienzo según avanzaba (Hirschaner & Metzger). Meléndez se sitúa a pocos centímetros de una calabaza sometida a luz intensísima que aún no sabemos cómo instalaba. Tras escrutarla como un miope, pinta hasta la menor arruga del epitelio. Luego hace lo mismo con un pan de corteza arcillosa. Y así sucesivamente hasta acomodar, al final, un mantel de soporte. Con el añadido de que el tamaño, como es lógico, no es el natural.

Consecuencia: esos objetos no están en ningún lugar, carecen de espacio común, no viven bajo la misma luz, no comparten la atmósfera ambarina en la que flotan los cuerpos del barroco y que es como una temporalidad lumínica, el aire óptico que unifica el espacio en Rembrandt, en Velázquez, en Veermer. Son productos de la obsesión y de la avidez, de una terquedad fría y casi maníaca. ¿Realismo? En absoluto. En el mejor de los casos, alucinación.

Pero vayamos a la película. Y para ello nada mejor que comenzar con el autorretrato de Meléndez que se conserva en el Louvre. He aquí al joven pintor de treinta años (data de 1746), un guapo mozo aceitunado, vestido con elegancia contenida, jubón de raso oliváceo, cascada de chorreras blanquísimas en la camisa, cinta de seda azul y lazo recogiendo el moñete. No obstante, lo que impresiona es la insolencia de la mirada. Este es el majo perfecto, el "guapo" en su acepción clásica (la que analiza Ferlosio), uno que pretende infundir temor a pesar de su frágil constitución. Meléndez pertenecía a una familia pendenciera. Su padre, Francisco Antonio, fue uno de los fundadores de la Real Academia de Bellas Artes (la actual de San Fernando), pero era hombre fácil de agraviar, de temperamento colérico, y logró ser expulsado de su propia criatura tras pelearse con todos sus colegas. También el hijo era asilvestrado y también consiguió que le expulsaran de la clase de dibujo, la imprescindible para acreditarse.

Su vida había comenzado en Nápoles, estupendo y escasamente explorado escenario de la monarquía española del XVIII, donde su padre trabajaba como pintor de corte, pero al cumplir un año ya estaba en Madrid, en ese ambiente escasamente descrito que es el de los monarcas ilustrados, cuando vinieron a España los mayores talentos europeos de la pintura y de la música. También en este círculo privilegiado logró enemistarse con todos sus protectores, porque no obtuvo jamás los encargos de prestigio que su talento merecía y que otros pintores mucho más mediocres consiguieron con suma facilidad. Se han perdido los escasos trabajos de envergadura que le proporcionó el rey Carlos durante una breve estancia en Nápoles (1748-1752), pero ya nunca volvió a conocer el favor real. Así que se vio condenado a pintar naturalezas muertas, género considerado de la más baja estofa por la jerarquía artística, pero que se vendía bien.

En su parte central, la película debe dar cuenta del episodio más violento de este majo inquietante. Toda la familia pintaba, el padre, el hermano José Agustín, y lo que es más notable, también la hermana. No es que faltaran pintoras en aquellos clanes del pincel, pero hay poquísima información sobre ellas. En este caso, según escribe Peter Cherry, la pintora Meléndez (¿Ana, Clara?) fue violada por un discípulo del padre que luego huyó de inmediato, seguramente por saber cómo se las gastaba la familia Meléndez. Cometió, sin embargo, la estupidez de regresar al poco tiempo y fue augustamente acuchillado por uno o por ambos hermanos. A nadie ha de extrañar que Luis tuviera problemas para conseguir trabajos de calidad entre la nobleza madrileña: era un anuncio del romanticismo.

En esta peripecia que tanto le acerca a otro pintor asesino, Caravaggio, me parece que radica el oscuro enigma de la pintura de Meléndez. ¿Cómo podemos relacionar un carácter tan arrebatado con una pintura tan fría y detenida? ¿O no será lo uno consecuencia de lo otro? Me parece que es Sanford Schwartz quien liga ese carácter congelado de los bodegones de Meléndez con la pintura de Jacques-Louis David cuyas obras producen a veces el efecto de representar cadáveres, y en ocasiones los representa realmente, como en el famoso retrato de Marat asesinado. Ahí tenemos a otro artista pasional, despiadado, vesánico, autor de la pintura más gélida y obsesiva de la historia del arte.

Hay en las pinturas de Meléndez, el malogrado majo madrileño, toda suerte de materiales tratados con supremo embeleso: barro, estaño, corcho, madera, loza. Aparecen utensilios domésticos, pucheros, aceiteras, almireces, jícaras, descritos como si fueran joyas. Lo que nunca aparece es algo humano. Carne, cuerpos, sangre. Pero si regreso al autorretrato, única figura humana de su obra, vuelvo a preguntarme por qué esa mirada me da escalofríos.

 

Artículo publicado el jueves 26 de noviembre de 2009.

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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vaso de agua

De la banalidad de la vida cotidiana, de la banalidad de toda la vida en general, nada da mejor cuenta que el vaso de agua. No hay hogar sin su  vaso de agua referencial. El centro de la nada y de su totalidad. La representación de lo nada por ver y el todo de la transparencia que no oculta absolutamente nada.

De un u otro modo, en uno u otro estatus, el vaso de agua representa en cada  casa un mismo aforismo y un aforo similar en donde cabe el amor y el plomo de la muerte, la ingrávida amnesia y la insoportable presencia del dolor. O también, la ausencia absoluta y su mismo reverso encandilado en un recuerdo sin ningún color ni sabor. Pero el agua es además de incolora e inodora, insípida, dice la química, aunque quién podría pasar por alto su invisible potencia,  su influencia decisiva, su saber indecible o su amenaza inscrita en su consolación?

En la mesa, el vaso de agua cumple una función menos simbólica que sistemática, menos conceptual que orgánica, más apegada a la costumbre  que al ritual. Por el contrario, el vaso de agua que se lleva hasta la mesita de noche se erige como un imponente monumento a la muerte o a la salvación. En medio de la noche, a lo largo de ella, el vaso de agua vela el sueño y su pasaje interior. El resto de los objetos abandonan al ser que duerme o dormitan juntos a la vez que él. Sólo el vaso de agua, al estilo de las palmatorias, queda en plena vigilia, inmóvil y alerta,  a mano de quien padece la pesadilla o el insomnio, la indigestión o la frustración.

Los vasos de agua que llegan para aliviar un sobresalto o un desvanecimiento a lo largo del día son versiones menores del vaso de agua nocturno cuando la solicitud de su auxilio trasciende a una vicisitud previsible  y su intervención no tiene límites ni clara determinación. Ese vaso de agua que llega a los labios del enfermo es también el vaso de agua que, sin moverse un ápice  ni variar un mililitro su capacidad actúa como  amuleto ante el posible mal. Un mal a su vez indeterminado e incalculable al que deberá dar respuesta esa transparencia quieta, cristal sobre cristal, agua líquida sobre el material cristalizado, especie de fanal ecuménico  que atiende a todas las razas y condiciones siendo a su vez tan simple y crucial,  La elementalidad extrema con su característica de fatalidad.

Porque ese vaso de agua inocente es de otro lado la cara banal del mal mortal. El mal que asola y anula. El mal irreversible que se bebe sin antídoto posible,  la medicina de la nada que se traga como inocua y como la última desolación.  De este modo culminante ese vaso de agua nos preside, nos atiende o nos disuelve en él. Nos hace, en suma, iguales a él, una nada bendecida de piedad pero, simultáneamente, tan indicativa de nuestro final inminente como representa su mística infinita: el vaso que contiene un contenido sin diferenciación, que acumula un líquido sin coloración, que concluye su identidad en la adición de lo parecido,  simultaneidad del mundo contenido y de su apariencia, del significado y el significante, conclusión final de un mundo más allá de lo que se ve, más allá de lo que pesa y no puede verse, de lo que se toca pero no se apresa, de lo que se ingiere sin degustación, de lo que colma o nos ahoga sin guía ni una elección.

El sueño duerme junto al agua del vaso y esa línea se reproduce cada vez que en la vigilia se sacia la sed. El vaso de agua allana, aplaca, lleva la vida en su seno como un pecho sin relieve ni ondulación o en el mar sin horizonte que disuelve tanto la esperanza como el odio, la reverencia como el extremo rencor.



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26 de noviembre de 2009
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El otro Alas

Le llamé nihilista cuando tenía diecinueve años, y pareció como si Leopoldo Alas (‘Polo' o Leopoldito para los amigos) hubiese querido hacer honor toda su vida a ese adjetivo. Mi empleo de ‘nihilista' era cariñoso (aparte del respeto profundo que, sin yo serlo, me producen los seres que lo son), y estaba corregido por los otros epítetos que le puse en la antología ‘Cinco poetas del 62', seleccionada y prologada por mí en la revista ‘Poesía', un ya lejano día de 1982. Allí, precediendo a sus seis poemas elegidos, Alas era introducido como alguien que "toma el molde de la fábula, lo adorna con una especial zumba y un sabio soniquete infantil que realza el broche nihilista de su verso". Dos de los poemas de la antología trataban de animales, gatos y ballenas. En ‘¿Qué te diría tu gato?' Leopoldo escribía estos preciosos versos aforísticos: "El gato es anterior al cristianismo. / Descarta la piedad y no perdona". En ‘Las ballenas se suicidan', el poeta se hace ballena por solidaridad humilde: "Las ballenas nos suicidamos / para justificar el medio, / no por firmeza, / no por arrebato".

    Zumbón, engañosamente pueril y con un inesperado (pero nada pelmazo) fondo de amargura, Leopoldo Alas dejó al morir el año pasado cierta cantidad de obras dispersas o inéditas que ahora se están ordenando y empezando a publicar. Yo creo que ‘Polo' era ante todo poeta, y la edición completa de sus cinco libros (con el añadido de inéditos) que, al cuidado de su gran amigo el también poeta José Infante, editó el mes pasado Visor, espero que le ponga en el lugar literario que le corresponde y que en vida, por juguetón y por cambiante, le fue escamoteado.

   Una de sus manifestaciones ‘ligeras' más persistentes (y por ello más sospechosas a los ojos de ciertos popes de la alta literatura) fueron los escritos de agitación, donde su voluntad chispeante y decidida, a veces descuidada en la forma, destacaba con el golpe coruscante de lo inmediato. Así es ‘La loca aventura de vivir', una falsa novela en viñetas que acaba de publicar la editorial madrileña Odisea, con portada e ilustraciones de quien también fuera amigo íntimo suyo, el pintor suizo Daniel Garbade.

    En una primera apariencia, ‘La loca aventura de vivir' es la crónica costumbrista de la fauna (y algunas ‘floras') del barrio de Chueca, lugar ameno que Leopoldito trató de hacer más divertido y culto; sus opiniones, no siempre complacientes con sus ‘hermanas' homosexuales, adquirían a menudo la forma de un dardo lanzado a la incultura y el sentido acrítico de tantos jóvenes gays pobladores, sobre todo al caer la noche, de esa zona madrileña. En las páginas del libro figuran los espacios indiscutibles, y algunos ya legendarios, de Chueca: los bares de ligue, las tiendas de ropa más o menos ‘queer', la librería Berkana, donde tantos hicimos la ‘mili' de la mejor literatura y cinematografía gay y lesbiana. Sería inverosímil que no hubiese droga o chaperos en el libro, y no faltan, aunque yo encuentro más instructiva que la advertencia del peligro de los ‘tarifados' la larga descripción de la ketamina, también llamada ‘Special K'. Hay un lógico ‘set-piece' en torno a la fiesta del Orgullo Gay, una trama política quizá no bien desarrollada en torno a un líder conservador en el que algunos verán una persona real encubierta, y, como capítulo indiscutiblemente seminal de la novela, el titulado ‘Una mamada imprudente', donde el joven protagonista Nano da una clase magistral sobre la felación que, por su descaro didáctico y su intención profiláctica, bien podría ser recomendable en los programas de estudios escolares.

    ‘La loca aventura de vivir' tiene una coda en la que Leopoldo Alas se desnuda con una mezcla de candor y abrasiva lucidez, reconociendo que el libro, que tuvo una primera versión en prensa, es "escritura sin un plan: reveladora de sucesivos estados de ánimo, de una mayor o menor calentura, de ciertas carencias y de alguna esperanza". Y el autor declara a continuación haberse masturbado mientras escribía las escenas más tórridas o al concluirlas. "Admito haber gozado del placer de una escritura anárquica que, con todos sus defectos, da cuenta de un mundo regido por el deseo y el caos. No lo hice por dinero, aunque me alivió el que recibí. Tampoco tuve pretensiones literarias".

   El desenfado de Leopoldo Alas se hacía grave al llegar al verso, sin por ello cambiar el diapasón festivo o lúdico de su mundo particular. Por eso, mientras uno pasa momentos de animado regocijo con esta loquísima aventura suya del vivir ‘chuequense', el poeta nos acompaña. El que escribió, por ejemplo, en su poema ‘Me Tiño': "Que no soy dialéctico, dicen los avisados. / Ya sé que estoy en el filo", añadiendo que "Me tiño, y cada color me descubre un rostro diferente. / Hablo con otras voces, digo en tonos distintos, / cada frase escrita en una tinta".

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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dioramas del nuevo mundo

Es el abrazo del ángel con el diablo. Luis Inácio Lula da Silva, el presidente que ha convertido el país del futuro en la potencia del presente, admirado e idolatrado en las capitales occidentales, se estrecha sin remilgos con el presidente déspota y tramposo que han puesto los ayatolás fundamentalistas al frente de la República Islámica de Irán, ese maldito Mahmud Ahmadinejad que amenaza a Israel con un nuevo holocausto y prepara para ello un arma nuclear en sus silos secretos.

No son, pues, Obama en Pekín ni el primer ministro indio, Manmohan Singh, en la cena de Estado de la Casa Blanca los protagonistas de los dioramas que estos días mejor reflejan las nuevas relaciones internacionales. No hubo grandes noticias ni por tanto imágenes de alto significado en el viaje asiático de Obama hace dos semanas respecto a sus predecesores. Como tampoco las hubo en el máximo tratamiento protocolario recibido este martes por India en su compleja y cada vez más estrecha relación con Washington. Siendo ambos muy significativos en el despliegue de las nuevas relaciones internacionales del Washington obamiano, lo que prima ante todo es la continuidad. Con China, ya remota, desde la semilla sembrada en 1972 por Kissinger y Nixon. Con India, más inmediata, culminado ya con Bush hijo el viraje o cambio de alianzas desde las estrechas relaciones con Moscú hasta las actuales casi perfectas con Washington. Lo nuevo es esa foto, de calibre todavía prohibido en el resto del mundo, que expresa las prisas y el adelanto que está tomando Brasil en su acción internacional respecto a otros jugadores más conservadores o débiles. Una foto que no hay que contemplar suelta, sino en el álbum presidencial, donde aparecen los recientes y correspondientes abrazos con el presidente israelí Shimon Peres y con el presidente palestino Abu Abbas. Brasil no es tan sólo una nueva potencia económica y el mayor jugador de la escena latinoamericana. Ahora ha enseñado cartas de mayor calibre: quiere jugar en los dos conflictos más envenenados de la nueva escena, en un paso con el que Lula apuesta por adoptar posiciones propias y no siempre en perfecta sintonía con su aliado Barack Obama, como demuestran las diferencias respecto a la resolución de la crisis hondureña. La jugada está llena de riesgos. No es extraño el contraste entre el abrazo y las severas palabras de Lula respecto a los principios, quizás más duras y directas que las que tuvieron que escuchar los chinos de boca del presidente norteamericano: "La política exterior brasileña está anclada en el compromiso con la democracia y el respeto a la diversidad. Defendemos los derechos humanos y la libertad de elección de nuestros ciudadanos con la misma vehemencia con la que repudiamos todo tipo de intolerancia y de recurso al terrorismo". El abrazo y la admonición. Los intereses y los principios. La jugada de riesgo y la garantía para cubrirse. Finalmente, Lula sólo puede ceder en la imagen si consigue ganar en los hechos, algo que no está nada claro pero que va en su propio interés y credibilidad como potencia. Para jugar en el nuevo tablero global hay que tener cartas de todos los palos. El papel que Brasil está imaginando ahora se recorta sobre el que ha venido desempeñando Europa. Y sucede en el preciso momento en que la Unión Europea estrena Tratado y remoza su cúpula dirigente. Pero estas escenas de cambio apenas cuentan como dioramas del nuevo mundo. Expresan el ensimismamiento europeo frente al hambre de balón de los emergentes. No son resultado de la voluntad sino de su falta. Los nombramientos de los nuevos cargos, y sobre todo la sustitución de Javier Solana, el político europeo con mayor experiencia de la escena internacional, por la baronesa Upholland, sin experiencia diplomática alguna, se hallan en las antípodas del gesto arriesgado de Lula. No es ya la teoría del mínimo común denominador lo que ha conducido a que Durão Barroso renovara su mandato como presidente de la Comisión tan prematura y frescamente antes de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, y a que luego se nombrara para los dos nuevos altos cargos a quienes menos molestan a los grandes de la UE. Los tres nombramientos son fruto de la ausencia de voluntad y de objetivos por parte de los líderes de los 27 y sobre todo de los más grandes, de forma que finalmente gana quien pasa más desapercibido. Es la elección por defecto. Todo lo contrario de la energía que mueve las jugadas protagonizadas por quienes de verdad están jugando la partida: Estados Unidos, China, Brasil, por supuesto, pero también Rusia, Irán o Venezuela. La política internacional también es un deporte de riesgo y de contacto, en el que de vez en cuando, para vencer, hay que abrazar al diablo.



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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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RESEÑA DE LA SEMANA

Hiromi KawakamiEl cielo es azul, la tierra blanca(traducción: Marina Bornas Montaña)Acantilado, Barcelona. 2009. 211 páginasUN HAIKU DE BASHOLas historias de amor cercadas por la muerte, al parecer, tienen muchísimo éxito en Japón. La celebridad de Norwegian Wood (?Tokio Blues? en castellano) de Haruki Murakami es solo la punta del iceberg. La premiada novela de Hiromi Kawakami, El cielos es azul, la tierra blanca es el más reciente ejemplo. La anécdota podría dar para una novela de Philip Roth, pero sin la culpa que causa el placer, ni las racionalizaciones obsesivas, ni el mundo judío norteamericano como escenografía. Es decir, una novela de Philip Roth que jamás escribiría Philip Roth. Tsukiko es una mujer de 38 años, aún con espíritu adolescente pero ya derrotada por la vida. En una taberna, donde va a comer pescado crudo y a beber un poco más de sake del que debería una mujer que siente que nunca ha amado, coincide con un antiguo profesor universitario. Ella no recuerda las clases de ese profesor, no le parece nada memorable, pero dos solitarios en una taberna es demasiada tentación para un novelista. Una Mise-en-scène con elemento mínimos, con solo dos personajes y el poder de la conversación. A partir de este encuentro Hiromi Kawakami, la autora, va trazando una línea curva que conduce a Tsukiko hacia el asiento del profesor, a quien ella llama Maestro. Y al mismo tiempo, el tiempo y el sake compartido van limando las asperezas de las murallas que ambos, Tsukiko y el Maestro, han alzado en torno a sus vidas. Pero no hay prisa. La novela demora, entre peleas sin importancia y pequeñas anécdotas, el momento de la gran revelación que ocurre en una tarde campestre, cuando tanto el Maestro como Tsukiko parecen haber encontrado pretendientes más a su altura o edad. Luego de ese camping, para Tsukiko es evidente que se ha enamorado del Maestro y, al mismo tiempo, que no podrá conseguir enamorar a ese viejo gruñón. Y aunque la novela está contada desde la perspectiva de ella, el lector puede percibir que también el Maestro cada vez depende más de la compañía y la apacible felicidad que le produce el engreimiento y la jovialidad renacida de Tsukiko.El momento cumbre sucede en un viaje que ambos hacen a una isla, donde está enterrada la ex - esposa del Maestro. Él acepta que esa mujer era extraña, que lo abandonó, que nunca supo entenderla; pero, al mismo tiempo, que ha sido la única mujer capaz de amar y aún la recuerda. La contradicción no es pasada por alto por Tsukiko, quien se muestra más resulta en conquistar al Maestro. La defensa de su soledad y la forma brusca, mandona, de responder a los acercamientos de Tsukiko es la coraza transparente que permite ver que el Maestro, por primera vez en la vida desde que su mujer lo abandonó, ha vuelto a ser vulnerable. Es entonces que sucede aquella maravillosa escena en la que Tsukiko y el maestro, una noche en la isla, deciden escribir juntos un haikú. Durante toda la novela, el Maestro ?profesor de japonés en la universidad- le reclama a Tsukiko el no haber memorizado los versos clásicos que él cita y que le enseñó en clases. Esa noche, sin embargo, permite que ella aumente el tercer verso a un haikú inspirado en la carne rosada del pulpo que almorzaron esa tarde. El haikú que ambos escriben le recuerda, al Maestro, un antiguo y hermoso poema de Basho: ?Se oscurece el mar/ Las voces de los patos/ Son vagamente blancas?. La lectura de ese poema (y el título de la novela ?que no sigue al original en japonés, que es El maletín del maestro, sino a la atractiva traducción alemana-, dos versos de un haikú que no está terminado pero que sin duda nos habla del orden del mundo, con el azul del cielo arriba y la blanca tierra debajo) debería darle al lector la pista de por qué, finalmente, la coraza del Maestro y la de la misma Tsukiko termina quebrándose. En efecto, el mar oscurecido es la vida misma, la noche que cae temprano o tarde sobre nosotros; pero las voces de los patos, un rumor lejano pero perceptible, son vagamente blancas e imponen esa luz sobre la oscuridad. ?Vagamente? subrayamos. Y sí, es obvio, el amor y la vida nunca lograrán imponerse de manera absoluta sobre la muerte y la oscuridad, pero antes de que ésta llegue definitivamente podemos aprovechar intensamente el aleteo vital de esos patos y su sonido blanco. Es decir, podemos creer que el amor nos salvará de nuevo. No voy a concluir esta reseña diciendo que la novela es una pequeña obra de arte porque no lo es. No necesita serlo.



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25 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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América Latina no existe

Mesita de novedades diseñada para escritores latinoamericanos en España. Fuente: flickr Mientras en España los escritores latinoamericanos seguimos teniendo un nicho en las librerías, una mesita de té al lado de la mesa de novedades, y muy pocas veces nos exhiben en la mesa principal como escritores en castellano -que somos-, ni tampoco como libros extranjeros -que no somos-; autores como Jorge Volpi intentan entender las cosas desde otra pespectiva. Su libro de ensayos El insomnio de Bolívar es el comentario obligado en los suplementos literarios del ámbito castellano. Y dice cosas muy atendibles. En el suplemento "Babelia" aparece una reseña de M.A. Bastenier. Y en la revista Ñ del diario Clarín el fin de semana le hacen una entrevista sobre la posibilidad de ser latinoamericano hoy. Aquí les dejo algunas respuestas:¿Qué significa ser latinoame­ricano hoy?Uno puede seguir diciendo que es latinoamericano porque sigue teniendo esta carga, por un lado nostálgica y por el otro lado idea­lista, de cercanía con los habitan­tes de los demás países, pero que en términos reales ya tiene un pe­so muy limitado.Usted analiza la caída de las grandes narrativas en América latina ¿Cómo afecta eso a los habitantes de cada país?La caída de las grandes narrati­vas, el fin de esa época utópica, también le llega a América Latina y se manifiesta de dos maneras distintas, contemporáneas y para­dójicas. Por un lado ha desapare­cido esta división entre izquierda y derecha y la cadena utópica. Pero, al mismo tiempo, en muchos de los países, lo que ha terminado por pasar es la ansiada llegada de la democracia, entendida en muchos momentos anteriores de América Latina como esa utopía posible. La democracia, que está en todos los países del continente, con la excepción de Cuba, ha ter­minado en muchos casos por des­encantar a los ciudadanos, porque no resuelve de manera inmediata todos los problemas que frecuen­taban anteriormente. Entonces, a partir de ese desencanto, surgen estos nuevos liderazgos carismá­ticos populistas que intentan revi­vir las grandes narrativas. Ese es el mayor anhelo de Hugo Chávez; el de crear una nueva gran na­rrativa de un continente con una globalización alterna, controlada desde luego desde Venezuela, en contra de la que se lleva a cabo en el resto del mundo. En Europa se sigue vendiendo la imagen de una izquierda latinoamericana unifica­da, pero en realidad no es verda­dera. Se trata de fenómenos casi siempre nacionales y distintos. [...] Somos la primera generación que nunca creyó en esas grandes narrativas. No hay una generación desencan­tada de los 60, porque en realidad nunca estuvo encantada con algo. La mía ha sido la generación bisa­gra a la que le ha tocado observar el derrumbe de esas narrativas y el paso a una indiferencia o a una profunda desconfianza de las generaciones siguientes hacia lo político, hacia el compromiso, ha­cia la democracia, hacia la vincu­lación de lo intelectual en la vida política.Y por qué no existe un proyec­to intelectual latinoamericano? ¿Es imposible?No hay un medio realmente que llegue a todas partes, tal vez el único caso, y siempre por cable, es otra vez la televisión, CNN en español que sí llega a todas par­tes, pero ni siquiera es un medio latinoamericano. Fuera de eso, en realidad son muy pocos los instru­mentos que pueden existir a nivel continental para aumentar el nivel de conocimiento de lo que ocurre en América Latina. Tampoco en Internet, tenemos más bien algu­nos espléndidos sitios nacionales en los que colaboran escritores de otros países, pero el problema está más bien en que ninguno de ellos tiene un peso real continen­tal. Probablemente el que más lo tenga sea el diario El País, que otra vez, no es latinoamericano. No sé si un proyecto común es inviable, simplemente no existe por ahora.América latina no existe ¿Para qué debería servir este Bicente­nario latinoamericano?Debería servir para hacer una conmemoración crítica. No quiero decir que realmente no haya nada que celebrar. En efecto, América latina no había gozado de una eta­pa de paz ni de derechos cívicos tan poderosa como la que vivimos ahora en estos dos siglos. Sin em­bargo, quedan en la agenda pro­blemas por resolver, empezando de manera central por la desigual­dad. No obstante, lo que más me preocupa de los festejos es esta carga típicamente nacionalista. Casi siempre tienen el único obje­tivo, no de unir al país en abstrac­to, sino de unir al país en torno al gobierno de turno. Y eso hace que en las celebraciones de cada acto de prácticamente todos los paí­ses, el centro está en convertirse en, como dice el lema mexicano, "200 años orgullosamente mexi­canos, o argentinos, o chilenos o lo que sea." Y, en medio de una crisis global como en la que vivi­mos, con una enorme cantidad de conflictos sin resolver, solamente sirve como mecanismo de distrac­ción nacionalista. El Bicentenario debería servir para observar las independencias de América La­tina como un fenómeno de toda la región, para tratar de entender verdaderamente su naturaleza y, en segundo lugar, para reflexionar sobre qué problemas podríamos resolver de aquí en adelante.



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25 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ambigua esperanza

Rafael Argullol: La literatura de los últimos lustros es una literatura dominada por este claroscuro de las ciegas esperanzas.
Delfín Agudelo: Veo estas ciegas esperanzas al volver sobre el mito prometeico en Hesíodo, en la medida en que la esperanza se define como uno de los vicios que no sale de la caja de Pandora.
R.A.: Claro, esto es el quid de la cuestión, es el núcleo de la cuestión. Si la esperanza o espera, que es la misma palabra en griego, fuera algo unidimensionalmente bueno o malo, no serviría para esa esencialidad de la condición humana a la que antes me he referido. Lo que le da esa fuerza extraordinaria es que ya en su propia presentación mítica en Hesíodo, y luego también en la tragedia griega, la esperanza es completamente ambivalente. Por un lado la esperanza queda en el fondo de la caja de Pandora, pero no sabemos si queda en el fondo porque es un bien o porque es un mal. Nosotros mismos nunca sabemos si esperar o tener esperanzas es un bien o mal porque cambiamos de opinión muchas veces a lo largo del día. Para algunos no esperar es entrar en un horizonte de tranquilidad; para otros tener esperanza es justamente imprescindible para vivir.
Esto también ocurre en la vida colectiva. Muchas sociedades que no esperan una enorme mejora de la humanidad quizá viven más tranquilas que otras que han esperado drásticas mejoras a través de un proceso revolucionario, etc. Es decir, esa ambigúedad afecta realmente a todos los ordenes. Creo que todas aquellas formulaciones que ha hecho el arte y la literatura, que han sido muy unívocas, han tenido menos rigor y fuerza que aquellas que han implicado esa ambivalencia. Nosotros en nuestro momento también nos movemos en esa especie de doble dirección. A veces nos parece que esperar es muy bueno y a veces no.



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25 de noviembre de 2009
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El Boomeran(g)
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