Vicente Verdú
De la banalidad de la vida cotidiana, de la banalidad de toda la vida en general, nada da mejor cuenta que el vaso de agua. No hay hogar sin su vaso de agua referencial. El centro de la nada y de su totalidad. La representación de lo nada por ver y el todo de la transparencia que no oculta absolutamente nada.
De un u otro modo, en uno u otro estatus, el vaso de agua representa en cada casa un mismo aforismo y un aforo similar en donde cabe el amor y el plomo de la muerte, la ingrávida amnesia y la insoportable presencia del dolor. O también, la ausencia absoluta y su mismo reverso encandilado en un recuerdo sin ningún color ni sabor. Pero el agua es además de incolora e inodora, insípida, dice la química, aunque quién podría pasar por alto su invisible potencia, su influencia decisiva, su saber indecible o su amenaza inscrita en su consolación?
En la mesa, el vaso de agua cumple una función menos simbólica que sistemática, menos conceptual que orgánica, más apegada a la costumbre que al ritual. Por el contrario, el vaso de agua que se lleva hasta la mesita de noche se erige como un imponente monumento a la muerte o a la salvación. En medio de la noche, a lo largo de ella, el vaso de agua vela el sueño y su pasaje interior. El resto de los objetos abandonan al ser que duerme o dormitan juntos a la vez que él. Sólo el vaso de agua, al estilo de las palmatorias, queda en plena vigilia, inmóvil y alerta, a mano de quien padece la pesadilla o el insomnio, la indigestión o la frustración.
Los vasos de agua que llegan para aliviar un sobresalto o un desvanecimiento a lo largo del día son versiones menores del vaso de agua nocturno cuando la solicitud de su auxilio trasciende a una vicisitud previsible y su intervención no tiene límites ni clara determinación. Ese vaso de agua que llega a los labios del enfermo es también el vaso de agua que, sin moverse un ápice ni variar un mililitro su capacidad actúa como amuleto ante el posible mal. Un mal a su vez indeterminado e incalculable al que deberá dar respuesta esa transparencia quieta, cristal sobre cristal, agua líquida sobre el material cristalizado, especie de fanal ecuménico que atiende a todas las razas y condiciones siendo a su vez tan simple y crucial, La elementalidad extrema con su característica de fatalidad.
Porque ese vaso de agua inocente es de otro lado la cara banal del mal mortal. El mal que asola y anula. El mal irreversible que se bebe sin antídoto posible, la medicina de la nada que se traga como inocua y como la última desolación. De este modo culminante ese vaso de agua nos preside, nos atiende o nos disuelve en él. Nos hace, en suma, iguales a él, una nada bendecida de piedad pero, simultáneamente, tan indicativa de nuestro final inminente como representa su mística infinita: el vaso que contiene un contenido sin diferenciación, que acumula un líquido sin coloración, que concluye su identidad en la adición de lo parecido, simultaneidad del mundo contenido y de su apariencia, del significado y el significante, conclusión final de un mundo más allá de lo que se ve, más allá de lo que pesa y no puede verse, de lo que se toca pero no se apresa, de lo que se ingiere sin degustación, de lo que colma o nos ahoga sin guía ni una elección.
El sueño duerme junto al agua del vaso y esa línea se reproduce cada vez que en la vigilia se sacia la sed. El vaso de agua allana, aplaca, lleva la vida en su seno como un pecho sin relieve ni ondulación o en el mar sin horizonte que disuelve tanto la esperanza como el odio, la reverencia como el extremo rencor.