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Primer fruto

Cuando había intentado escribir un poema sobre Parnell, el héroe irlandés de su padre, su cerebro se había negado a engancharse en el tema y en su lugar salieron unas líneas que recogían los nombres de sus compañeros de clase:

                                      Roderick Kickmam

                                      John Lawton

                                      Anthony MacSwiney

                                      Simon Mooman

Y ahora que quería escribir un poema dedicado a E-C, la muchacha  a la que  había tenido pensamientos de besar durante el trayecto del tranvía, temía que de nuevo su cerebro se rebelara. Para conjurar la amenaza se propuso extirpar de la escena todo elemento que pareciera trivial. No debería quedar traza de los viajeros, ni del propio tranvía, ni de los caballos que tiraban del mismo, tampoco su propia persona ni la muchacha habrían de aparecer con claridad:

"Una tristeza indefinible se escondía en el corazón de los protagonistas erguidos en silencio bajo los árboles despojados y cuando el momento del adiós llegó, el beso,  que tan sólo uno había consentido, fue dado por ambos."

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22 de abril de 2010
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El tercero en discordia

El fenómeno tiene una semana de vida. Hoy hace justamente siete días las elecciones británicas eran cosa de dos, como siempre. Todo en el sistema político y electoral conduce a la polarización y a la simplificación: la regla del voto mayoritario, las sesiones de preguntas al primer ministro e incluso la disposición de los escaños en Westminster. Pero esta vez ha llegado el elemento imprevisto, de la mano de una novedad absoluta como son los debates televisivos. David Cameron, el brioso candidato conservador que había conseguido distanciar al fatigado primer ministro Gordon Brown en los sondeos y cabalgaba feliz como el hombre del cambio, la juventud y los nuevos tiempos, accedió a compartir el plató con el candidato del partido liberal demócrata, Nick Clegg.

Hoy sabremos si fue un mero desliz o un error estratégico, quizás el mayor de la vida política de Cameron. Esta noche, el segundo de los tres debates, destinado en buena parte a la política exterior, permitirá comprobar si el éxito de Clegg hace una semana fue un golpe de la fortuna, que dio un premio efímero a la frescura del candidato menos conocido, o si algo más sustancial ha cambiado. En la semana transcurrida varias encuestas han ido consolidando las posiciones del recién llegado, en una clara indicación que apunta hacia la segunda hipótesis: ayer se hallaba en cabeza a tres puntos de diferencia por encima de los conservadores y ocho de los laboristas. Hasta ahora preocupaba entre los dos grandes la amenaza del parlamento colgado, sin mayoría clara de gobierno. Desde el jueves pasado ha empezado a abrirse paso la idea de que este tercero en discordia no sea únicamente un árbitro sino un caballo vencedor. Es decir, que pueda decidir quién y cómo gobierna y exija la reforma electoral que introduzca la proporcionalidad que le permita seguir creciendo. Cuando se desentrañan un poco las encuestas se observan fenómenos interesantes, reveladores de una fuerte corriente de fondo, como es el tirón de los liberal demócratas entre los jóvenes que se han venido absteniendo en anteriores elecciones. Los nuevos votantes, sin adscripción partidista precisa y muy apegados a las nuevas tecnologías, se decantan por Clegg en masa. Es un fenómeno que tiene algo del entusiasmo que suscitó Obama en las primarias frente a la fuerza de Hillary Clinton entre los votantes tradicionales. El empuje de Clegg es la gran novedad de una campaña que iba a rodar por raíles previsibles, con el candidato conservador convertido casi en el vencedor inevitable y un primer ministro como Brown boqueando como pez fuera del agua, a la espera de un buen dato económico. Hasta tal punto es inesperado el terremoto, que ayer se supo que el candidato liberal demócrata se daba por perdedor cuando terminó el debate y no se dio cuenta de lo bien que le había ido hasta que habló con su esposa. Ahora intenta evitar que un exceso de euforia entre sus partidarios corte súbitamente la marea. Y no quiere ni oír el nombre de Barack Obama, aunque la comparación tiene sus fundamentos. Como Obama, es el candidato menos tradicional y con una biografía mejor adaptada al mundo global. Le ha robado a Cameron la idea del cambio, tal como hizo Obama con Clinton. Pero a la afinidad de ideas y propuestas con Brown le corresponde una enorme coincidencia en imagen, edad y actitudes con Cameron, algo que perjudica directamente al conservador. Sobre el papel, Clegg parecía ofrecérsele a Cameron como un bocado fácil. El clásico ataque conservador se basa en un tridente de tintes populistas que apunta contra la Unión Europea, la inmigración y los impuestos. Frente a las tres cuestiones aparecía como una diana perfecta el candidato más europeísta, más favorable a la inmigración y quizás más ecuánime con los impuestos. Pero todo esto puede actuar ahora como un revulsivo si sabe vender bien hoy mismo en el debate la profundidad del cambio que propone en política exterior, que es una de las cosas que le diferencia de unos y de otros. Los liberal demócratas quieren abandonar la subordinación a Washington que ha caracterizado a todos los gobiernos desde la crisis de Suez en 1956 y que llegó a su momento culminante precisamente con Tony Blair, consagrado por sus críticos izquierdistas como el perro faldero de Bush. Quieren también moderar el gasto en el dispositivo nuclear, sobre todo la renovación de los submarinos Trident. Y salir de Afganistán en cuanto sea posible, en la misma línea que otros países europeos. Clegg es muy prudente con Europa y no va a resbalar fácilmente con los plátanos que le tenderá Cameron. Pero es partidario del euro y el más europeísta de todos los candidatos. Para mejorar en algo el sombrío horizonte europeo sería una excelente noticia que fuera el tercero en discordia quien dejara en la cuneta a un candidato como Cameron que cuando se refiere a la UE sólo muestra disgusto y fastidio.

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22 de abril de 2010
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LA PIEL DURA por Fernanda García Lao

Fernanda García Lao. Fuente: Laovisual

ADELANTO Mascotitas furiosas Mi vida me da miedo. Hace días que no me llama nadie. Discutí con todas mis amigas, no se salvó ni una. La última fue Analía. Las espanté como quien barre el jardín. Las hojas secas contra el rastrillo. Encima, no pude ensayar. Uno de los actores de mi obra intentó suicidarse. Pasé todo el fin de semana en su casa atendiéndolo y disimulando las ganas de correr, de no parar hasta el infierno. Tuve que pasarle una esponja para retirar la pintura azul que le llenaba los poros, antes de que llegara su familia. Fue un intento de muerte especialmente turbia. Lo encontré tirado en el living de su monoambiente con el cuerpo cubierto por una costra seca de pintura. Parecía un pitufo trágico, demacrado. Uno no sabía si llorar, o pegarle una paliza. Las pastillas no fueron suficientes y se salvó, pero con secuelas. No se acuerda de nada. Tuve que sacarlo de la obra. Un actor sin memoria es un cuchillo sin filo. Esa noche, cuando llegué a casa, Damián estaba durmiendo en mi cama con una viborita adolescente. El living revuelto. Una pila de platos y un grupo de cucarachas rubias realizaba una orgía en la mesada de la cocina. Todos felices, menos yo. Entré hecha una furia a mi cuarto y saqué a la pareja del nido mientras gritaba toda clase de improperios. Palabras terribles que me llenaban la boca. Adjetivos puntiagudos que se disparaban solos como dardos inconscientes. Ellos, ni amagaron una respuesta. Se vistieron en silencio y cerraron la puerta. Ese silencio terco me dolió más que ninguna respuesta posible. Entonces lloré. Hacía siglos que no lloraba así. No había límite en mi desesperación. Lloré por mí, por ellos y por la ristra de desgracias que me persigue cual reguero de pólvora. Después de un par de horas, fui al baño. Cuando me miré en el espejo no me reconocí. Me di cuenta de que llorar no es conveniente. Se hinchan los ojos como delirios duros. Abrí la botella de gin y me dediqué a tragar pequeños sorbos durante un rato para enaltecer mi sentido dramático de la existencia. La bestialidad que hay que disfrazar socialmente, dentro de mi jaulita hogareña se desboca. Con el décimo trago de gin, abrí la puerta. Mi última amiga estaba en el umbral. Era medianoche. Traía en brazos a Oliver, un pequinés consentido y ojeroso como todos los de su especie. Un infeliz con problemas psicológicos que hacía su papel de perrito gomoso, pero que en realidad ocultaba en su interior a una serpiente emplumada. Anubis lo arañó en cuanto pudo y después desapareció con rumbo incierto. Analía vino a contarme su último enredo geométrico: engañó a su marido con un funcionario ralo porque su marido la engañaba con la mujer del funcionario. Yo la miraba y no entendía con exactitud cuál era su boca. La invité a sentarse y me cubrí de almohadones mientras intentaba una conversación. Cuando se levantó para ir a la cocina, lancé un sugestivo vómito sobre su mascota miserable, pensando que era un jarrón del mismo color que utilizo a tales fines. Oliver comenzó a chillar y su dueña regresó como un bombero al rescate, encontrando al desgraciado cubierto de un líquido denso. Lanzó un grito de espanto y yo no pude menos que reír sin sentido, reír porque sí, porque la vida era un disparate en ese mismo momento. El perro me ladró con su furia enana y ella creo que me insultó, pero no me acuerdo porque me quedé dormida. Al instante caminábamos juntas por una calle onírica y encontrábamos un teatro con una inmensa marquesina que anunciaba, Hoy: GATO CON RABIA. Sacábamos las entradas y nos sentábamos en la primera fila. Analía abandonaba de pronto la butaca y se acercaba al único actor que había sobre el escenario. Un felino vestido de persona. Un asistente corrió a prevenirla. Pero ella quería tocarlo, desatendiendo el aviso y las convenciones sociales. El gato comenzó a ponerse blanco y demente. Cuando parecía que iba a saltarle a la cara, cuando su mejilla estaba destinada al zarpazo, el minino cambiaba radicalmente de actitud y se hacía bueno. Es más, abandonaba su forma para convertirse en medio niño. Un niño peludo y gatuno con necesidad de afecto. Cuando desperté, entendí la lección. La falta de confianza conduce a la rabia del otro. O, no hay que confiar en los gatos. O, la rabia en escena sólo funciona si hay distancia. Visto de cerca, cualquier criminal es un niño

FERNANDA GARCIA LAO.- Narradora, dramaturga y actriz argentina. 1º Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes 2004 por la novela Muerta de hambre (Cuenco de Plata) 3º premio de Novela Julio Cortazar 2004, por La perfecta otra cosa (Cuenco de Plata). Ambas novelas serán editadas al francés por Editions La Dernière Goutte. Su novela inédita La Piel Dura será traducido al francés y su edición en ese idioma se adelantará a la del castellano. Esta es la primera vez que se publica un fragmento del libro. Su blog: http://fernandagarcialao.blogspot.com/

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21 de abril de 2010
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Quemar los días

 

James Slater, (o el "Horrible Horowitz, como le llamaban sus compañeros de clase cuando todavía usaba el apellido judío paterno), es un narrador y guionista cinematográfico estadounidense nacido en 1925 en Nueva York y que alcanzó su mayor aprecio profesional a finales del siglo XX. "Aprecio", aquí, vale para la alta consideración en que le han tenido siempre sus compañeros de profesión y en especial los críticos, quienes todavía hoy le dedican toda clase de encendidos elogios. En cambio, las preferencias masivas del público se orientaron más bien en  dirección a escritores como Irwin Shaw, Norman Mailer, James Baldwin y tantos otros de sus contemporáneos. Haciendo referencia a esa dicotomía entre "aprecio" y "éxito", James Walcot, crítico de la revista Vanity Fair, recurrió en 1985 a una fórmula que casi suena más bien a epitafio. "[James Staler] es el escritor menos reconocidos entre los escritores menos reconocidos".

                Slater tiene en su haber unas cuantas novelas muy notables (entre ellas The Hunters (traducida como Pilotos de caza), Light Years (Años luz) o A Sport and a Pastime (Juego y distracción); escribió bastantes guiones fallidos y alguno de éxito (como por ejemplo Downhill Racer, una película de 1969 protagonizada por Robert Redford y estrenada en España como El descenso de la muerte). No obstante, la verdadera fuente de su prestigio reside en sus relatos, que entre otras satisfacciones le proporcionaron el dinero suficiente para financiarse sus proyectos más ambiciosos.  La recopilación de todos sus cuentos apareció en 1988 como Dusk and Other Stories (publicada en España como Oscuro) y le valió el premio PEN/Faulkner del año siguiente.

                Quemar los días es un relato aparentemente autobiográfico y que tiene más de relato que de biografía. Uno de sus muchos atractivos es el tono, amable y elegante incluso cuando toca relatar sucesos que evidentemente debían de causarle más pesadumbre de la que cabe colegir de su forma ecuánime de contarlos. Por ejemplo cuando, al resumir su larga y entrañable relación con Irwin Shaw (un hombre literariamente  mediocre pero inmensamente popular desde sus primeras novelas, cosa que le permitió ganar dinero a espuertas y pegarse la gran vida), Slater cierra el relato de dicha amistad diciendo: "Vivió una vida bastante mejor que la mía". Sin más.

                Esa falta de lamento se hace extensiva a la renuncia al ajuste de cuentas incluso cuando el ofensor le pone en bandeja la posibilidad de propinarle uno de esos pescozones rasantes que tanto escuecen en el cuero cabelludo, pero sobre todo en el orgullo.  Entre el centenar largo de personas que desfilan por las 400  páginas de estas  memorias  (lo más granado del cine y la literatura desde la década  de 1960 en adelante), sólo una persona alcanzó a exasperarle hasta el extremo de que, casi treinta años después, todavía la recuerda con profundo desagrado, llegando a describirla como mezquina, avariciosa y manipuladora. Sin embargo, y puesto que Slater evita con elegancia dar su nombre, el lector que desee saber quién  dejó en su alma tan negativa huella habrá de hacer una prolongada investigación en Internet hasta descubrir que se trata de Charlotte Rampling. (Vaya por dios, con lo guapa que era esa mujer).

                En esa misma línea es muy de elogiar la discreción de la hace gala un narrador en primera persona y que por lo tanto está todo el rato en escena, pero que se las arregla para que casi siempre los protagonistas sean los demás. Si se trata de su iniciación sentimental, la atención se la llevan las mujeres que le acompañaron en tan turbulentas experiencias, con la particularidad de que, al despedirse de ellas al final de sus respectivas intervenciones, indefectiblemente les dedica unas palabras de afecto. Y al llegar a sus años de piloto de guerra, quienes cargan con el peso del relato son los aviones y no las hazañas del piloto. Naturalmente que mientras habla de esto y aquello Slater ofrece un montón de datos personales que permiten al lector crearse una imagen cabal del personaje oculto tras la voz narradora, pero muchas veces habla de sí mismo con tanto tacto que sólo después de cerrado el libro caes en la cuenta de determinadas confesiones. Un último ejemplo: cuando cuenta las aventuras sentimentales de unos y otros (entre ellas las propias), de pronto, y como quien no quiere la cosa comenta: "En el mundo, las relaciones no se desarrollan basadas en la fidelidad", una frase que, pese a su falta de aparatosidad cuando se habla de pasiones y conquistas ocurridas  en plena etapa matrimonial, seguro que no se le pasa desapercibida a ninguna esposa atenta. Quiero decir: James Slater es un viejo zorro y lo cuenta todo, pero hay que leerlo con atención.

 

 

Quemar los días

James Slater

Salamandra

 

 

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21 de abril de 2010
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Twitter: ese animal feroz

Anoche me visitó un amigo que vive en Las Villas y que para llegar hasta la capital debe sortear los problemas de transporte y el círculo de vigilancia que lo rodea. Me contó que hace unas semanas estuvo detenido y le quitaron el teléfono móvil durante un par de horas, hasta que un oficial apareció, contrariado, con el pequeño Nokia entre sus manos. ?Ahora sí que estás en problemas? le repetía una y otra vez el teniente de la Seguridad del Estado que lo tenía recluido en aquella estación. La razón para tanta alarma era que en su agenda telefónica había una entrada bajo el nombre de Twitter acompañada de un número en el Reino Unido*. ?Nadie te salva de los quince años? lo amenazó el policía mientras le confirmaba que enviar SMS a alguien con un nombre tan raro y que vivía tan lejos era un delito enorme. No sabe él que el camino para sacar nuestros tweets al ciberespacio es el rústico envío de mensajes de sólo texto a través del servicio celular. Tampoco imagina que en lugar de llegar a manos de un miembro de la inteligencia británica, nuestros breves textos van a parar a ese pájaro azul que los hace volar por el ciberespacio. Es cierto que se trata de una emisión a ciegas y que no podemos leer las respuestas o referencias que hacen los lectores, pero al menos estamos relatando la Isla en trozos de 140 caracteres. Pensando siempre en conspiraciones, agentes y conjuras, no se han percatado que las tecnologías han convertido a cada ciudadano en su propio medio de difusión. Ya no son los corresponsales extranjeros quienes validan determinada noticia ante los ojos del mundo, sino que ?cada vez más? nuestras incursiones en Twitter se convierten en referencia informativa. Mi amigo me lo cuenta a su manera: ?Yoani, cuando veníamos hacia La Habana teníamos un gran operativo detrás. Yo redacté de antemano un SMS para advertir si nos detenían?. Quizás fue el brillo de la pantalla del Nokia o la convicción de que algo nuevo se interponía entre el perseguido y los perseguidores lo que evitó que lo metieran en la patrulla. Si lo hubieran interceptado, un breve clic en el botón de enviar habría sacado su grito a la Web, contando aquello que a la prensa internacional le hubiera llevado horas saber. Lo despedí en la puerta y llevaba su móvil en la mano, como una linterna de tenue luz.  En la carpeta de ?borradores? un texto ya preparado lo protegería de las sombras que lo esperaban allá abajo. * Entre los servicios que ofrece Twitter, está la posibilidad de publicar a través del SMS para quienes no tenemos acceso a Internet. Todo se hace a través de un número de servicio al que se mandan los mensajes que aparecerán inmediatamente ubicados en la cuenta del usuario.

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21 de abril de 2010
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‘Novum’

Hace poco más de un año Álvaro Pombo y yo jugamos una partida de ajedrez en un hotel de Madrid. La partida en sí, tomada no muy en serio por ninguno de los contendientes, quedó en tablas, pero el diálogo que la acompañaba supuso, al menos para mí, un gran placer. Convocados por Literalia (TV), un canal especializado en la difusión literaria, la conversación formaba parte de una serie de grabaciones a escritores, generalmente reunidos por parejas (la que sostuvimos Pombo y yo puede ser consultada, en sus tres partes, a través de la Red).

      En un momento ya final de la conversación, que antes había girado sobre libros y también sobre nuestras opuestas maneras de enfocar los viajes., Álvaro me pregunta qué estoy haciendo en ese momento, recién publicado entonces mi libro de relatos ‘Con tal de no morir', y yo le cuento los preparativos de ‘El dios de madera', así como el argumento de la película. Con la rapidez intelectual que le caracteriza, le bastaron al gran novelista las dos o tres frases someras que yo le dije para recapitular él a su brillante modo lo que ‘realmente' (o al menos ‘intencionalmente') es este segundo film que ayer presenté en el Festival de Cine de Málaga. A esas palabras de Pombo me refería el lunes en el blog al anunciar mi texto sobre el alma de ‘El dios de madera', texto que llega con un día de retraso (inevitable: la jornada de ayer empezó para mí y para los actores desplazados conmigo a Málaga a las 11 de la mañana y acabó, tras el maratón de las entrevistas y ‘chats', la rueda de prensa, los photocalls y la propia sesión a concurso en el Teatro Cervantes, pasadas las dos de la mañana de hoy miércoles).

     Yo le había dicho a Pombo en ese resumen del argumento que ‘El dios de madera hablaba del temor y la atracción de lo nuevo (del Otro), encarnada la idea en la pareja de María Luisa/Mavi y Róber/Roberto, madre e hijo llenos de historia, de pasado, de fantasmas culturales y religiosos y de amores frustrados o sin realizar, simultáneamente enfrentados ambos por el azar a las figuras de los dos inmigrantes, Yao y Rachid, que entran en sus vidas, trastocándolas. Un cansancio o ‘tristeza' de la civilización frente al puro presente enérgico y arriesgado de Yao y Rachid, los africanos de la película. Y entonces vino la frase de Álvaro Pombo que mejor puede representar mis aspiraciones en el concepto de la película; tras sostener que Europa está mal preparada para recibir novedades, por su fondo idealista, la llegada masiva y creciente de los inmigrantes, entendidos en cierta medida como ‘el ser salvaje', hace, decía él, que nuestra conciencia se recoja sobre sí misma. Una Europa "que concibe el mundo desde una conciencia que determina la existencia del mundo", le cito literalmente, y en consecuencia provoca, mezclada con la curiosidad y el deseo, la desconfianza, no exenta de dadivosidad, hacia ese ‘novum' que vemos llegar a nuestras asentadas y ricas tierras de Occidente.

   Una apostilla de Álvaro Pombo a nuestra conversación podría asimismo explicar  perfectamente el final de ‘El dios de madera': "Europa no puede [por tanto] ser fecundada".

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21 de abril de 2010
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I. La lengua suelta en las bocas

Juanita Bermúdez fue mi asistenta por todo el tiempo que ejercí funciones de gobierno, y ahora tiene una galería de arte en Managua. Recientemente ha leído un artículo sobre cuestiones gramaticales, y he recibido un mensaje suyo en el que me pregunta si realmente se dice la asistenta, o la asistente, duda que se extiende a la presidenta o la presidente, que es más crítico aún dado su trascendencia política, ahora que por fin las mujeres se sientan en las sillas presidenciales de nuestros países, antes sólo reservadas para los hombres.

            Contesto a Juanita no como oráculo gramatical, que no lo soy, pues si ocupo un asiento como miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua lo hago en mi condición de escritor, y no de experto en reglas del lenguaje. Alguien pensaría que una cosa arrastra a la otra, pero no es así; tiemblo ante mis potenciales errores con el idioma, baste el ejemplo de mi recurrente confusión entre las palabras haya y halla.

            Claro que un escritor no puede alegar ignorancia de la gramática, faltaba más, pero tampoco puede apuntarse al bando de quienes considerar las reglas del idioma como infalibles, cuando el idioma, como ser vivo que es, está expuesto a cambios y mutaciones que provienen de la vida misma, porque nada sufre tantas alteraciones e innovaciones como la lengua, que andan suelta en tantas bocas por las calles y las plazas. Esa lengua suelta es la que nutre la obre de invención del escritor.

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21 de abril de 2010
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