Javier Fernández de Castro
James Slater, (o el "Horrible Horowitz, como le llamaban sus compañeros de clase cuando todavía usaba el apellido judío paterno), es un narrador y guionista cinematográfico estadounidense nacido en 1925 en Nueva York y que alcanzó su mayor aprecio profesional a finales del siglo XX. "Aprecio", aquí, vale para la alta consideración en que le han tenido siempre sus compañeros de profesión y en especial los críticos, quienes todavía hoy le dedican toda clase de encendidos elogios. En cambio, las preferencias masivas del público se orientaron más bien en dirección a escritores como Irwin Shaw, Norman Mailer, James Baldwin y tantos otros de sus contemporáneos. Haciendo referencia a esa dicotomía entre "aprecio" y "éxito", James Walcot, crítico de la revista Vanity Fair, recurrió en 1985 a una fórmula que casi suena más bien a epitafio. "[James Staler] es el escritor menos reconocidos entre los escritores menos reconocidos".
Slater tiene en su haber unas cuantas novelas muy notables (entre ellas The Hunters (traducida como Pilotos de caza), Light Years (Años luz) o A Sport and a Pastime (Juego y distracción); escribió bastantes guiones fallidos y alguno de éxito (como por ejemplo Downhill Racer, una película de 1969 protagonizada por Robert Redford y estrenada en España como El descenso de la muerte). No obstante, la verdadera fuente de su prestigio reside en sus relatos, que entre otras satisfacciones le proporcionaron el dinero suficiente para financiarse sus proyectos más ambiciosos. La recopilación de todos sus cuentos apareció en 1988 como Dusk and Other Stories (publicada en España como Oscuro) y le valió el premio PEN/Faulkner del año siguiente.
Quemar los días es un relato aparentemente autobiográfico y que tiene más de relato que de biografía. Uno de sus muchos atractivos es el tono, amable y elegante incluso cuando toca relatar sucesos que evidentemente debían de causarle más pesadumbre de la que cabe colegir de su forma ecuánime de contarlos. Por ejemplo cuando, al resumir su larga y entrañable relación con Irwin Shaw (un hombre literariamente mediocre pero inmensamente popular desde sus primeras novelas, cosa que le permitió ganar dinero a espuertas y pegarse la gran vida), Slater cierra el relato de dicha amistad diciendo: "Vivió una vida bastante mejor que la mía". Sin más.
Esa falta de lamento se hace extensiva a la renuncia al ajuste de cuentas incluso cuando el ofensor le pone en bandeja la posibilidad de propinarle uno de esos pescozones rasantes que tanto escuecen en el cuero cabelludo, pero sobre todo en el orgullo. Entre el centenar largo de personas que desfilan por las 400 páginas de estas memorias (lo más granado del cine y la literatura desde la década de 1960 en adelante), sólo una persona alcanzó a exasperarle hasta el extremo de que, casi treinta años después, todavía la recuerda con profundo desagrado, llegando a describirla como mezquina, avariciosa y manipuladora. Sin embargo, y puesto que Slater evita con elegancia dar su nombre, el lector que desee saber quién dejó en su alma tan negativa huella habrá de hacer una prolongada investigación en Internet hasta descubrir que se trata de Charlotte Rampling. (Vaya por dios, con lo guapa que era esa mujer).
En esa misma línea es muy de elogiar la discreción de la hace gala un narrador en primera persona y que por lo tanto está todo el rato en escena, pero que se las arregla para que casi siempre los protagonistas sean los demás. Si se trata de su iniciación sentimental, la atención se la llevan las mujeres que le acompañaron en tan turbulentas experiencias, con la particularidad de que, al despedirse de ellas al final de sus respectivas intervenciones, indefectiblemente les dedica unas palabras de afecto. Y al llegar a sus años de piloto de guerra, quienes cargan con el peso del relato son los aviones y no las hazañas del piloto. Naturalmente que mientras habla de esto y aquello Slater ofrece un montón de datos personales que permiten al lector crearse una imagen cabal del personaje oculto tras la voz narradora, pero muchas veces habla de sí mismo con tanto tacto que sólo después de cerrado el libro caes en la cuenta de determinadas confesiones. Un último ejemplo: cuando cuenta las aventuras sentimentales de unos y otros (entre ellas las propias), de pronto, y como quien no quiere la cosa comenta: "En el mundo, las relaciones no se desarrollan basadas en la fidelidad", una frase que, pese a su falta de aparatosidad cuando se habla de pasiones y conquistas ocurridas en plena etapa matrimonial, seguro que no se le pasa desapercibida a ninguna esposa atenta. Quiero decir: James Slater es un viejo zorro y lo cuenta todo, pero hay que leerlo con atención.
Quemar los días
James Slater
Salamandra