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Libros de Asteroide, 2024

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Reivindicación de la dulzura

 

El Caribe es un estado mental, más allá de su mar turquesa o esmeralda, un mar cambiante de azules donde la luz despliega toda su verdad. “Dios está en el paisaje”, leo en Las propiedades de la sed de Marianne Wiggins (Libros del Asteroide). Basta con alzar los ojos del libro para cubrirse de asombro ante las filigranas del atardecer. Pasé los últimos días del año admirando la hospitalidad de los isleños que pintan sus casas de amarillo limón y verde jade, o de azul y rosa pastel, acaso como un acto de resistencia a una vida gris. Y pude reflexionar sobre una cualidad que apenas nombramos, tan ocupados en la resiliencia o la empatía. Me refiero a la dulzura, de la que Aristóteles aseguró que era “un medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla”.

Adulterada por lo cursi y naif, no ha sido explorada en nuestra cultura. Porque la verdadera dulzura no es azucarada, ni blanda, ni boba, ni aduladora, y nada tiene que ver con los manuales de autoayuda. Se trata de una inclinación consciente de no extraviar el cuidado ni la belleza de cada momento. Dulzura es tener en cuenta lo fácil que resulta lastimar al otro, dejarle un rasguño encima de las heridas que ya acumula, y evitar sumar amarguras. Considerada como la inteligencia de la sensibilidad o la elegancia del espíritu, la dulzura no solo es ternura o indulgencia; también es compromiso.

Una de las filósofas que más ahondaron en ella fue Anne Dufourmantelle, en su Potencia de la dulzura (Nocturna). Para esta especialista en Jacques Derrida –con quien escribió La hospitalidad–, la dulzura es un enigma: “Puede darle la vuelta al mal y deshacerlo mejor que ninguna otra respuesta”. La pensadora insistía en humanizar el miedo y la angustia, y en aplicar una ondulación del ánimo para acoger lo inesperado. Ese instante en que la vida cambia por completo y hay que convertir la vulnerabilidad en confianza.

Anne murió en la playa de Ramatuelle en julio del 2017. Se lanzó al mar para salvar a unos chicos que custodiaba, y las olas la tumbaron. Al llegar a la orilla, poco antes de morir, preguntó a los socorristas: “¿Cómo están los chavales?”. Su reivindicación de la dulzura debería calar algún año nuevo en esta durísima costra terrestre.

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9 de enero de 2025
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Los exilios de mi abuela

Ahí está. Lo volví a sentir. Pasé frente a la puerta de la cocina y otra vez me atacó ese olor. Es dulce pero no es un perfume. Es agrio, pero no duele. Es un olor simple y básico que no viene de ninguna de las cosas que tengo en la cocina. Tiene un vago tufillo a comida, pero no es un vegetal ni una fruta ni ninguna de las especies que se apiñan en frasquitos de vidrio sobre la mesada. Es un olor a exilio que lo inunda todo y me pone la piel de gallina. Pero no es mi exilio. No es mío. Es un exilio lejano y permanente, un olor indefinible a algo que se come pero que nunca saldrá de una receta.
Tengo que escribir sobre mi abuela.
Mi abuela se llamaba Ellen. "No es Helen. Es Ellen", decía ella con su castellano que nunca pasó de estrafalario. Le preocupaba que confundieran su nombre, de procedencia centroeuropea, con el de su prima Helen, que tomó otro vapor y se convirtió en American. "An American life". Helen se instaló en Los Angeles para la misma época que mi abuela recaló en Buenos Aires. Pero para la nueva gringa California era tierra de promisión. Para Ellen, Argentina fue un naufragio.
Se pasaba las mañanas en la peluquería, las tardes jugando al bridge con las amigas. No me imagino sus noches. Supongo que soñaba mucho, con un Berlín elegante en tonos pastel poblado de valses, abrigos de cuello suave para ir acariciando por la calle y empedrados donde repicaban los cascos de caballos negros. Soñaba en letra gótica, mi abuela.
Si mi abuelo tenía que salir por negocios, Ellen empezaba a llorar. No lloraba fuerte ni se atoraba con hipos. El efecto era acumulativo. Lloraba un día. Lloraba dos días. Al cuarto día mi abuelo anunciaba que no iba a viajar. Entonces Ellen dejaba de llorar. No sonreía mucho. Sólo dejaba de llorar.
Cuando el abuelo murió, en el 57, Ellen empezó a recibir huéspedes en la casa. Alquilaban cuartos, pero ella los llamaba sus huéspedes. Mi papá -un adolescente flaco de pantalones anchos- dormía en la sala, para dejarle su cuarto a los huéspedes. Casi todos eran alemanes desarraigados. Me los imagino siempre comentando sobre el tiempo y leyendo diarios viejos, los señores oliendo a colonia y crema de afeitar, las señoras con la mirada perdida dentro de un cuadro que había en el comedor, una calleja de Baviera que se perdía en la montaña.
Todas estas cosas pasaban antes de que yo naciera. El primer recuerdo que tengo de mi abuela es éste: Yo estoy parado sobre una mesa en el baño. Mi abuela me está secando con una toalla mientras me canta canciones de cuna en alemán. A mí me gusta que me cante, pero no en alemán; quiero que cante en castellano, como mamá. Pero mi abuela no sabe ninguna canción en castellano. Habla muy despacio, traduciendo palabra por palabra; tiene ojos celestes. Sonríe y se le endulzan todas las arrugas.
Ahora, lo primero que surge en la familia cuando nos acordamos de mi abuela son las anécdotas por su torpeza con el idioma del país donde vivió 54 años. Una anécdota: Cuando se estrenó "La historia oficial" en 1984, a todo el mundo se le ocurrió llevarla. "La vi tres veces", se lamentaba en uno de los idénticos tes con leche en tazas de porcelana. "Y la tercera vez fue la que menos entendí".
Siempre la sorprendían las carcajadas. "No es para reir", nos explicaba. Nos suplicaba.
"Yo no sabe si puedo mandarle cosas", me escribió con infinito trabajo y letra de niña al lugar donde yo padecía mi servicio militar. Y punto seguido, una frase que quedó como refrán en la familia: "Si sí, di que".
En 1975, mi abuela recibió una carta del Burgomaestre de Berlín. Como parte de las compensaciones a los berlineses que huyeron del nazismo, el funcionario la invitaba a volver a la ciudad. Una semana, todo pago y con una cena de cuento en el Ayuntamiento, presidida por el Burgomaestre en persona. Mi abuela saltaba de contenta. En esas noches debe haber soñado de nuevo toda su infancia.
Berlín era hermoso, nos decía Ellen mientras se hamacaba en su mecedora. Atrás, la ventana daba a un edificio en construcción. Desde su ventana el cielo estaba siempre gris, pero Ellen tenía sus contactos para compartir el paraíso perdido. El médico, el peluquero, la modista, el fiambrero, las amigas del bridge, todos eran expatriados de Berlín. Cada día mi abuela recorría una ciudad fantasma, sin mirarla, buscando refugiarse en la complicidad de su logia secreta.
Una mañana de 1975, la abuela plegó sus mejores vestidos en una valija y se fué a Berlín. Diez días después regresó, diez años más vieja.
En algún rincón oculto Ellen debió esperar encontrarse con el mundo de antes de la guerra. Un mundo ordenado, despoblado, silencioso, con penumbras y músicas suaves. Ese mundo acabó en todas partes, pero en ninguna tan definitivamente como en Berlín.
Buenos Aires, Montevideo, San Francisco, Rio de Janeiro, La Habana o Quito guardan el pasado en forma de ruinas, museos, esqueletos, paseos, plataformas sonoras sobre las que surge con estridencia el presente. En Praga, Londres, Florencia, Sevilla o París el pasado nos asalta en cualquier esquina, con su olor intacto. Pero el Berlín de mi abuela fue meticulosamente bombardeado, transformado en montañas de escombros y extirpado de las memorias culposas. El paraíso de Ellen desapareció de la faz de la tierra y, en su viaje de regreso, la ciudad del Burgomaestre la agredió con los mismos vahos, bochinches y plásticos que detestó siempre en la cárcel de su exilio.
Con sus huesos de papel a cuestas, Ellen recorría Buenos Aires con una mirada tristísima. Nunca se recuperó de su viaje. Poco a poco se empezó a resignar a que ese lugar, donde había pasado casi toda su vida, era su casa. Se pasaba horas arreglando adornitos, plantas y libros vetustos en su departamento. Se contentaba con cocinar sopas y postres para sus nietos, mirar con dificultad la televisión, dar vuelta a la manzana una vez por día.
Pero la abuela no podía estar sola, y a medida que pasaba el tiempo podía hacer menos cosas. Necesitaba una ayudanta y una enfermera 24 horas por día y eso era muy caro. El consejo familiar fue llamado a dictaminar. Una mañana, muy nublada y ventosa, llevamos a mi abuela al asilo.
Un año de asilo, con visitas frecuentes. Ellen casi no nos reconocía. Farfullaba unas pocas frases en alemán y entraba en hondos silencios. Decía que no esperaba nada del futuro, y no había forma de contradecirla.
Al año de su internación, la crisis económica obligó a otro consejo familiar. No se podía seguir manteniendo el departamento desocupado mientras se sumaban las cuentas del asilo y los médicos. "Total, nunca va a volver". "Podríamos alquilarlo". "No hace falta decirle nada".
Otra mañana gris nos repartimos sus cosas tal como ella nos había instruído muchas veces. Sacamos los adornos, los jarrones, las tazas de porcelana para el té. Alguien descolgó el cuadro que había en el comedor con la calleja de Baviera que se perdía en la montaña. Yo me quedé con la mecedora.
Los domingos me tocaba buscar a la abuela en el asilo y llevarla a la casa de mis papás o a lo de mis tíos para el almuerzo. "Vamos a ver el departamento. Sólo un minuto; estamos cerquita", imploraba la abuela. Y yo tenía que decirle que no, que estaban todos esperando, que se enfriaba la comida, que tal vez otro día. Nunca supe si me creía.
En el almuerzo Ellen trataba de seguir las conversaciones vertiginosas, perdía la paciencia, se hundía en su sopa. De pronto interrumpía todo para contar sus planes para cuando volviera al departamento. Uno de esos domingos, poco antes de cumplir los noventa, dejó de hablar de planes.
Mucho, mucho tiempo después me empezaron a asaltar estos recuerdos. Tal vez por mi propia lejanía de casa. O por el paso de los años cuando me levanto a la mañana.
En el olor de la cocina viven estas historias. El exilio. Berlín. El departamento alquilado. Y esa mañana de noviembre en que llovía a baldes, llovía y llovía y todos teníamos cara de tener que estar pronto en otro lugar. Los murmullos eran gritados para traspasar la cortina de agua, la catarata sin río que acompaño a mi abuela Ellen hasta el cementerio.
Mi papá apretó el botón. El cajón de madera oscura empezó a rodar por la mesa. Del otro lado de la cortina aguardaba el fuego, la consumación, la rapidez de lo inevitable. El fin del exilio de mi abuela.

Escribí este texto en los años noventa. Yo apenas llevaba un exilio a cuestas, de Buenos Aires a Costa Rica. No lo publiqué hasta hoy. Ahora, treinta años más tarde y con muchos exilios más, siento que varias de estas historias no son exactas, pero son verdaderas en mi memoria, como yo me las acuerdo y como las siento todavía hoy.

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7 de enero de 2025
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La sociedad hipocondríaca

 

El aluvión de voces que se oyen a todas horas, las imágenes que se emiten de día y de noche, los textos que se publican, recitan y repiten a través de canales, emisoras, pantallas, plataformas y altavoces, el eco y la resonancia de lo que no deja de sonar, configuran el efervescente espacio de la globosfera. Etérea y transparente, pero influyente, persuasiva y mentora de una envolvente entelequia. La globosfera, hecha de información, datos y sugestión, amalgama las ideas instaladas, los relatos intensivos y las emociones con que la sociedad imagina su ficción identitaria.

Prensa, radio, redes y televisión alimentan la expansiva dimensión de la globosfera y sostienen el hipnótico consumo de las primicias que nos sorprenden. Tanto da que vibren en sus membranas las discordantes notas de la quimérica “conquista del espacio”, la matanza de los civiles sacrificados, la rivalidad de dos locutores o la airada denuncia de una mujer ofendida. El anhelo de la novedad es insaciable y su producción, inagotable.

Recientemente se ha incorporado al abundante caudal de la globosfera un inédito y fabuloso interés por el extenso repertorio de las enfermedades. Según consta en los anales digitales, la detallada descripción de los males incubados en el cuerpo del hombre suscitan una gran atención y despiertan unas enervadas ganas de saber. Hallazgos clínicos, investigaciones médicas y patentes registradas se consultan obsesivamente a la espera de conocer la cura del dolor, el remedio de las dolencias y la panacea de la aflicción universal.

El inventario de plagas, epidemias, contagios, enfermedades raras, incurables y corrosivas, afecciones, congojas y angustias, trepida en la globosfera y alienta la penuria del hombre resignado a su fragilidad y caducidad. En la globosfera se hilvana el filamento narrativo del malestar que conmueve a la multitud.

El ciudadano impaciente que sigue el relato de la lucha de la humanidad contra la enfermedad y la muerte, no dejará de buscar noticias alentadoras sobre la histórica batalla. Aunque sus conocimientos no le permitan entender el significado de los descubrimientos científicos, siempre esperará sacar provecho de sus publicitados efectos.

Holly Ingraham, profesora de Farmacología Molecular Celular de la Universidad de California, afirma haber descubierto una hormona capaz de fortalecer los huesos, pero se ve obligada a aclarar que el producto glandular solo actúa por el momento en ratones. En algún momento, dice, se confirmará en humanos: “En ratones hembras modificados genéticamente a los que se les eliminó un receptor de estrógenos ubicado en un grupo de neuronas del hipotálamo se producía un significativo aumento de la masa ósea”.

En el Laboratorio de Ciencias Médicas de Londres han comprobado que al inyectarles un simple anticuerpo la vida de sus ratones se prolonga un veinticinco por ciento. El investigador español Jesús Gil declara que “no hay razón para pensar que lo que pasa en ratones no vaya a funcionar en humanos”.

No todos los experimentos se ensañan con las ratas del laboratorio. El Tony Blair Institute ha calculado las pérdidas que la escasa productividad de los obesos ocasiona a la economía británica y el nuevo Gobierno laborista se propone recetar inyecciones adelgazantes a los desempleados obesos. La multinacional farmacéutica Eli Lilly dispone del fármaco adecuado y lo inyectará semanalmente y durante cinco años a 250.000 gordos. Se supone que los resultados del ensayo permitirán al Gobierno británico acabar con la obesidad mórbida y devolver la salud a la economía del país.

Las conclusiones del congreso de la Sociedad Europea de Oncología Médica, recientemente organizado en Barcelona, han hecho temblar en la globosfera una de las más espeluznantes y conocidas aprensiones: “Se incrementa la aparición temprana del cáncer en adultos jóvenes con tumores impredecibles y agresivos”. Los datos estremecen a los especialistas: “Es una emergente epidemia mundial, los tumores han crecido un ochenta por ciento en tres décadas”. La información enumera los órganos en los que se ceba el temido cangrejo: páncreas, esófago, riñón, hígado, vesícula, estómago, cabeza y cuello.

Gracias a la OMS descubrimos algo de lo que nunca nadie nos había hablado. Que una bacteria llamada pseudomona aeruginosa es la causante de quinientas mil muertes al año. La organización la considera una de las grandes amenazas infecciosas del planeta, un bacilo carnívoro, un patógeno oportunista, un germen letal. Por lo visto el microbio aprovecha el defecto inmunológico de los pacientes con fibrosis quística y corroe la salud de quienes padecen “enfermedad pulmonar obstructiva crónica”. Es cierto que los fallecidos son un 0,006 % de la población mundial, pero ¿por qué no temer que sea cualquiera de nosotros el destinado a sufrir el ataque de la tenebrosa bacteria?

Al mismo tiempo nos sorprende que el virus del Nilo Occidental se haya instalado en las riberas fluviales de Andalucía. Dice la noticia que miles de familias sevillanas se han confinado voluntariamente. En Sevilla falleció una mujer, en La Puebla una niña ha quedado en estado vegetativo y en Camas un niño sufre ataques epilépticos. Según lo publicado, el 80% de los infectados por el mosquito Culex, el transmisor del virus del Nilo Occidental, cursan la enfermedad de manera asintomática y solo un pequeño porcentaje padece encefalitis o meningitis, lo que no deja de ser un terrorífico consuelo.

Igualmente inquietante parece el rastro que deja la avispa asiática desde que en el año 2010 entró en España por Guipúzcoa. Al operario agrícola afectado por la picadura de la vespa velutina se le durmió el brazo y le dieron tembleques, se le abrió una herida de diez centímetros por cinco, con los bordes rojos, el centro negruzco y con aspecto necrosado. La plasticidad de los detalles publicados hace muy creíble la recomendación de ahuyentar los enjambres de la avispa asiática.

Se informa también del delicado estado de salud de un hombre picado en Toledo por la garrapata que le inoculó la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo. Un virus para el que no existe vacuna y que es endémico en África, los Balcanes, Oriente Medio y Asia.

Justo un día después de que la OMS decretara la emergencia sanitaria internacional se confirmó en Suecia el primer caso de la nueva variante de la viruela del mono. La cepa contagiosa, cuyo solo nombre despierta un escalofriante espanto, afecta especialmente a los niños. Bajo el visible titular de la noticia se citaba la nota del Centro de Control de Enfermedades: el riesgo que supone la nueva variante de la viruela del mono es muy bajo en Europa.

No solo los insectos infectan a los humanos. Las enfermedades de transmisión sexual aumentan exponencialmente y cada año se registran en Europa trescientos mil nuevos diagnósticos. Los casos de gonorrea, sífilis, clamidia y linfogranuloma venéreo no fomentan, al parecer, la precaución profiláctica que recomiendan las campañas de las autoridades sanitarias.

Otro de los asuntos que reverbera en la globosfera es la reacción que contagia el suicidio de los famosos. Se cita el estudio publicado por la Universidad de Columbia en la revista Science Advances : un nuevo procedimiento estadístico puede medir la virulenta expansión de los pensamientos suicidas. Nos dicen que, al conocerse el suicidio del actor Robin Williams, la probabilidad de que una persona que jamás había padecido semejante tentación empiece de repente a pensar en ello se multiplicó por mil. El reputado estudio confirma lo influenciable que puede llegar a ser un ciudadano conectado a la globosfera.

Que un clandestino instinto suicida pueda brotar de golpe y ser contagioso pone en jaque el autodominio del que presumen los humanos. Según publica el informe anual del Sistema Nacional de Salud del 2023, uno de cada tres españoles padece algún problema de salud mental. Un porcentaje del que todavía no se han sacado las debidas conclusiones. Los síntomas que ayudan a diagnosticar las escurridizas o estrepitosas dolencias mentales abarcan un extenso repertorio de emociones furtivas, ansiedad, insomnio, obsesión, depresión, temor, locura... Un inquietante trastorno masivo. Se constata también que el consumo de antidepresivos en menores de edad se ha duplicado en los últimos cinco años. El estallido patológico explica la ordenada prescripción de ansiolíticos y la reiterada receta de psicofármacos. Se afirma que España es uno de los mayores consumidores del mundo de benzodiacepinas. Informa al mismo tiempo el Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses que la mitad de las personas que se quitaron la vida en el 2023 tenía restos de ansiolíticos en la sangre. La medicación masiva, el encono de la obcecación y la métrica de las estadísticas oficiales permiten a los expertos asegurar que la enfermedad mental es otra de las epidemias de nuestro siglo.

El director de YouTube Health, Gart Graham, sin perder de vista la oportunidad de negocio que supone la formidable demanda del público, quiere contribuir a la influencia de la globosfera y pone en marcha en España un programa para “ayudar a la gente a encontrar fuentes sanitarias autorizadas”. La plataforma estadounidense sabe a ciencia cierta lo que hacen los usuarios y puede contabilizar las búsquedas que se hicieron en España el año pasado: trescientos millones de visualizaciones tras la pista de la “salud mental”. Una inquietud que refleja la hondura del malestar que atemoriza a la sociedad española.

Mas no todo lo que se presiente en la globosfera es lúgubre y amargo. También circulan las promesas que aseguran arreglar los estropicios del defectuoso ser humano y encontrar los remedios que acabarán con su padecimiento. Un reputado centro de investigación busca en los entresijos del cuerpo las huellas biológicas que permitan detectar la dolencia antes de que duela. Se anuncia con entusiasmo la técnica que podrá pronosticar lo que te puede pasar. Avanzar hacia la detección cada vez más temprana, supondrá, según dicen, una revolución sin precedentes. Especialmente, se supone, en el sector de las aseguradoras, que podrán calcular mejor el riesgo que asumen con cada uno de sus clientes.

Dado que el relato sanitario elaborado por la globosfera se pronuncia como una sentencia terminal, corresponderá a nuestra época actualizar el dictamen de Hobbes: en nuestro malhadado siglo, el hombre es un enfermo para el hombre. Un paciente en potencia, un sufrido cuerpo de achaques, un organismo destinado a ser medicado, ingresado y operado. La transformación del hombre en una criatura frágil, enfermiza y febril anticipa el absurdo y grotesco fracaso de la civilización. Según la Encuesta Europea de Salud del año 2020, publicada por el Instituto Nacional de Estadística, cerca del 50% de la población de más de quince años padece alguna enfermedad o problema de salud crónico. Un porcentaje que el Instituto de Métricas y Evaluación de la Salud, de la Universidad de Wisconsin, considera demasiado optimista. Su informe GBD (Carga Global de Enfermedades) publica la más completa cuantificación del estado de salud del mundo. Y constata gracias a la “evidencia oportuna, relevante y científicamente válida” que más del 95% de la población mundial tiene algún problema de salud; y eso que en muchos casos “hay personas con hasta cinco enfermedades”.

En 1975, Carlos Barral publicó en su editorial, Barral Editores, el demoledor ensayo que el austríaco Ivan Illich dedicó al pathos industrial de las sociedades desarrolladas. El teólogo y filósofo por la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, ordenado sacerdote y vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico, señaló en su Némesis médica. La expropiación de la salud la enrevesada crisis de nuestro tiempo: “La medicina institucionalizada ha llegado a convertirse en una grave amenaza para la salud”. Al advertir los efectos indeseables causados por “la medicalización de la vida”, formuló la teoría de la yatrogénesis : el conjunto de intervenciones innecesarias que lleva a cabo la medicina industrial propicia un nuevo espasmo de enfermedad, deterioro y dolor. Con su reflexión, Illich no solo proponía revisar el modo en que la ideología mecanicista ha construido una versión política del cuerpo humano, sino recuperar la responsabilidad con la que cada persona debe cuidar de su propia salud y devolver a la condición humana la conciencia de su verdadero lugar en el mundo.

Más espeluznantes han sido los libros del médico e investigador danés Peter C. Gøtzsche. En el prólogo a Medicamentos que matan y crimen organizado, Joan-Ramon Laporte, catedrático emérito de Farmacología Clínica en la Universitat Autònoma de Barcelona, enumera las prácticas impunes de la industria farmacéutica: “extorsión, ocultamiento de información, fraude sistemático, malversación de fondos, violación de las leyes, obstrucción a la justicia, falsificación de testimonios, compra de profesionales sanitarios, manipulación y distorsión de los resultados de la investigación, alienación del pensamiento médico y de la práctica de la medicina, divulgación de falsos mitos en los medios de comunicación, soborno de políticos y funcionarios, corrupción de la administración del Estado y de los sistemas de salud”.

La estrategia de evasión y encubrimiento corporativo del sector farmacéutico no se debe solo al beneficio obtenido gracias a su acreditada amistad con los legisladores, sino al inconveniente que supondría admitir que “las reacciones adversas a los medicamentos son las responsables de la muerte de doscientos mil europeos cada año”.

Mucho antes, hace más de tres siglos, el público de París ya se reía a mandíbula batiente con la ironía de Molière. El estreno de El enfermo imaginario fue apoteósico y de nuevo cautivó al espectador con la sátira que se burlaba del colegio de médicos, cirujanos y boticarios. Argán, el personaje hipocondríaco que protagoniza la obra, vive obsesionado por las lavativas que reblandecen, humedecen y refrescan sus entrañas. Es un hombre asustado por la corrupción de la sangre, la acritud de la bilis y la feculenta turbiedad de los humores, quiere casar a su hija con un médico para tener siempre a mano los potingues, recetas y remedios que reclama su maniática obsesión y vive atormentado por el miedo a padecer alguna de las enfermedades escondidas en la impenetrable madeja de los órganos vitales. Y eso a pesar de tener cerca a su hermano, Beraldo, un escéptico que cultiva la sabiduría popular y considera a la medicina una de las mayores locuras acaecidas a los hombres: “Los médicos saben hablar en latín y conocen el nombre griego de las enfermedades, pueden clasificarlas y definirlas, pero de curar, lo que se dice curar, no saben nada. La excelencia de su arte es un pomposo galimatías y una cháchara capciosa”.

La puesta en escena de El enfermo imaginario fue otro de los éxitos del dramaturgo francés, pero con su última temeridad sacudió a todo París. El propio Molière actuaba como protagonista principal de la comedia y puso en boca de su hipocondríaco personaje, Argán, la maldición que durante mucho tiempo ha resonado entre los bastidores: “Muérete, Molière, muérete, así aprenderás a no reírte de los médicos”. Con estas palabras el popular autor teatral se despidió del mundo: tuvo un desvanecimiento, empezó a vomitar sangre y, al cabo de unas horas, estaba muerto.

El conocido episodio da cuenta de hasta qué punto el más discreto de los hipocondríacos tiene motivos para temer sus maniáticas aprensiones. Es probable que la abundante información clínica que circula por los canales de la globosfera prolongue la comedia de Molière y contribuya a excitar el corrosivo murmullo de los miedos inconfesables. ¡Quién sabe lo que es capaz de imaginar un hombre asustado!

La elocuencia de la globosfera, tan persuasiva, redundante e insistente, va conformando la imagen que el hombre contemporáneo se hace de sí mismo. La empastada amalgama de doctrina, publicidad y pavor que el modelo antropológico de la civilización industrial ha instalado en la mentalidad colectiva nos ha familiarizado con el sorprendente desenlace del progreso: l’homme malade. Un hombre diagnosticado, medicado y resignado a la mordacidad de los males imaginarios, factibles y fatales.

 

Bibliografía recomendada:

Peter Gøtzsche Medicinas que matan y crimen organizado: cómo las grandes farmacéuticas han corrompido el sistema de salud Libros del Lince

Psicofármacos que matan y denegación organizada Libros del Lince

Cómo sobrevivir en un mundo sobremedicado Roca

Vacunas. Verdades, mentiras y controversia Capitán Swing

Joan-Ramon Laporte Crónica de una sociedad intoxicada Península

Fernando Fabiani La salud enferma. Cómo sobrevivir a una sociedad que no te permite sentirte sano Aguilar

Antonio Sitges-Serra Si puede, no vaya al médico. Las advertencias de un médico sobre la dramática medicalización de nuestra hipocondríaca sociedad Debate

Nick Dearden Farmaconomía. Cómo las grandes farmacéuticas contribuyen al deterioro de la salud global Galaxia Gutenberg

 

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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7 de enero de 2025

«Robinson Crusoe» de Daniel Defoe, Londres, ed. 1719.

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Surfear el Kali Yuga

El mito de Robinson se inspira en la vida de un marinero español llamado Pedro Serrano que navegaba desde La Habana a Cartagena de Indias. El barco naufragó y Serrano acabó en un banco de arena. Durante ocho años solo se alimentó de pájaros y peces, sangre de tortuga y agua de lluvia. Al volver a España, Serrano se hizo famoso y rico contando sus peripecias. Esta historia llegó a los oídos de Daniel Defoe en un viaje de negocios por España y Francia y empezó a escribir. Como era común en la época, el título original de la novela era extenso: La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York; quien vivió 28 años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrojado a tierra por el naufragio, en el cual todos los hombres perecieron excepto él mismo. Con una explicación de cómo al fin fue extrañamente liberado por unos piratas. Escrito por él mismo.

Más allá de la pura supervivencia, la historia que compuso Defoe trata sobre un hombre descuajado de su cultura y sociedad. En ella, el personaje de Robinson Crusoe es un náufrago inglés que vive veintiocho años en una isla cerca del río Orinoco. El mito de Robinson es la leyenda de todos los tiempos: el hombre es el constructor de la civilización y sólo el aislamiento permite sondear nuevas sensaciones.

Doce años después de la publicación de Robinson Crusoe, se publicó una novela alemana llamada La isla de Felsenburg. Trata sobre una colonia de náufragos y la construcción de una sociedad utópica. Algo más fantasiosa es El Robinson Suizo de Johann David Wyss. Vuelve al mismo tema: trata sobre una familia de inmigrantes suizos que naufraga en una isla desierta de las Indias Orientales cuando se dirigían a Australia. Los episodios se fundamentan en los principios de la moral cristiana y varios de ellos se presentan como lecciones de historia natural y ciencias. Johann David Wyss la escribió para sus hijos porque no encontraba literatura que pudiera instruir a los niños sobre el altísimo valor de la familia y la agricultura de supervivencia.

La lista temática es extensa: La isla misteriosa de Julio Verne (1874), Los náufragos de William Clark Russell (1896), El señor de las moscas de William Golding (1954), Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling (1897), etc.

¿Cómo es posible que la mente humana nos lleve a una isla remota para experimentar algo de anarquía íntima y social? Una y otra vez vemos la isla, el desierto, la nada, el motivo que nos permitirá vivir cosas nuevas, tan nuevas como, por ejemplo, usar toda nuestra capacidad de golpe. Quizás no haya ilusión más engañosa para el común de los mortales que la idea del continuo perfeccionamiento de la humanidad. Nos destruye el peso de las expectativas sociales, pero también las estructuras que nos protegen. De ahí que la isla perdida se convierta en la única dimensión posible para la realización de nuestro deseo de convertirnos en alguien diferente, esta vez de verdad de la buena.

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3 de enero de 2025
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El gran garrote arcaico

Desde antes de asumir por segunda vez el mando el presidente Trump está dejando claro que lejos de despertar confianza entre los aliados tradicionales de Estados Unidos, prefiere hacer mofa de ellos, y mantenerlos en zozobra, una de las peores maneras de crear incertidumbre en las relaciones internacionales.

No es nada serio insistir en tuits que se pasan de graciosos, que Canadá debe ser el estado 51 de la unión, y llamar “gobernador” a su primer ministro Justin Trudeau, como no lo es tampoco la grotesca propuesta de comprar el territorio de Groenlandia a Dinamarca, ambos países miembros fundadores de la OTAN; y no es menos la agresiva exigencia de que el canal de Panamá sea devuelto a Estados Unidos, “en su totalidad y sin cuestionamientos”, y advertir “a los funcionarios panameñas actuar en consecuencia”.

Hay quienes se tranquilizan diciendo que las amenazas del presidente Trump contra Panamá son parte de un catálogo demasiado copioso como para que pueda ser tomado en serio, y que se hallan fuera de la realidad porque son contrarias a los mecanismos y convenciones internacionales. El asunto está en que revelan la naturaleza de una voluntad agresiva, y fuera de control, y pareciera ser que el viejo big stick, símbolo nefasto de la política imperial de Estados Unidos con América Latina en el pasado, está siendo sacado de la vitrina del museo donde había estado guardado por muchos años, para ser blandido de nuevo.

Si el gran garrote es el símbolo de una política que parecía ya enterrada años atrás, el canal de Panamá es, a su vez, todo lo contrario: el símbolo inequívoco de la soberanía que las naciones latinoamericanas han defendido históricamente en el contexto de sus relaciones, tantas veces conflictivas, con Estados Unidos.

“I took Panamá”, declaró sin ambages el presidente Teodoro Roosevelt, y no se trata de ninguna cita apócrifa. Se apoderó de Panamá en 1903, decidido a emprender la construcción del canal, y en 1911, ya fuera de la presidencia, confesó en un discurso pronunciado en Berkeley, California: “me apoderé del canal y dejé que el congreso deliberara, y mientras sigue deliberando el canal se está haciendo”.

Surgió así, alrededor del canal interoceánico, la Zona del Canal, un territorio segregado a Panamá sobre el cual Estados Unidos ejercía plena soberanía, bajo la autoridad del gobernador de la Zona, con sus propias leyes y bases militares. Y surgieron “los zoneítas”, los habitantes del territorio colonial.

La doctrina expansionista del destino manifiesto había sido inventada para justificar la conquista del territorio continental de América del Norte, y luego sirvió para extender el dominio político y militar de Estados Unidos hacia el sur, cuando en 1898 se apoderaron de Cuba y Puerto Rico tras la derrota de España, y pocos años después de Panamá en 1903. México, Honduras, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana, vieron a partir de entonces el desembarco de los marines para hacer valer por la fuerza reclamos territoriales, facilitar golpes de estado, imponer dictaduras militares, y asegurar los intereses de enclaves económicos.

Tras continuas protestas callejeras que buscaban reivindicar la soberanía del canal, el gobierno en Washington hizo en 1964 una concesión simbólica: que la bandera de Panamá fuera izada también en las instalaciones públicas de la Zona del Canal, a la par de la bandera de los Estados Unidos. Los zoneítas se negaron a cumplir el mandato en las escuelas públicas, las manifestaciones de estudiantes panameños marcharon a la Zona para izar su bandera, se dieron enfrentamientos y disturbios, las tropas de ocupación dispararon contra los manifestantes y hubo 21 muertos. El gobierno de Panamá rompió las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.

Hay toda una historia de lucha del pueblo de Panamá por reivindicar el canal, que concluye en 1978 con la firma de los tratados Torrijos-Carter, una transición ordenada de la vía interoceánica, sus instalaciones, bases militares y territorios adyacentes, que se completó en 1999 conforme fue previsto en los mismos tratados.

No hay duda que para llegar a este acuerdo estuvieron de por medio la voluntad del presidente Jimmy Carter, y el empeño del general Omar Torrijos, que supo movilizar a la opinión internacional en favor de la causa de la reivindicación del canal, y a la misma opinión pública dentro de Estados Unidos, al punto de conseguir el apoyo de un ícono de la derecha mediática, el actor John Wayne.

Desde entonces, recuperada la soberanía, el canal ha sido administrado con éxito por los propios panameños, hasta llegar a su ampliación en 2016, con un nuevo sistema de exclusas.

Con su amenaza tan desabrida, el presidente Trump conseguirá, como ya está ocurriendo, unir a los países latinoamericanos en defensa de la soberanía nacional de Panamá, sin distinciones ideológicas, y al sacar de la urna de museo el arcaico gran garrote, hacer que se abre el paraguas del viejo antimperialismo, bajo el cual se acogerán muchos, entre ellos los dictadores de la izquierda arcaica como Diaz Canel, Maduro y Ortega. Ellos serán los grandes beneficiarios si el presidente Trump insiste en el dislate.

 

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2 de enero de 2025
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Dúplex

Aprendí inglés gracias a las portadas, las carátulas, los estuches de los discos de 45 RPM, las fundas en las que aparecía, junto al título español de la canción, su título original que casi siempre era inglés dada mi preferencia por los Platters, por los Everly Brothers, por Paul Anka, Sonny James, Neil Sedaka, Pat Boone, Roy Orbison, Elvis Presley, y demás genios estadounidenses. Ahora, aprendo portugués gracias a MERCADONA; mientras meriendo voy leyendo los envoltorios de las galletas, del chocolate, del yogur líquido y del resto de productos, etiquetados, rotulados, invariablemente, en expresión bilingüe hispano-portuguesa. La dualidad, el nombre doble, parecido, pero no exacto, es algo consustancial a mi vida… y, por cierto, ahora recuerdo un asunto que me tuvo preocupado durante meses, quizá durante años, el porqué la ópera de Alban Berg se llamaba Wozzeck y su fuente, el drama inconcluso de Georg Büchner, se llamaba Woyzeck. Dicen que fue un error de imprenta en la cubierta de la edición del manuscrito del drama de Büchner, error que transformó el “Woyzeck” original en un espurio “Wozzeck”, grafía leída por Alban Berg y utilizada para su ópera. Quizá sea así pero realmente da igual, quiero decir que lo que me importa es el hecho de la dualidad, la condición doble, casi diría la condición del doble, del sosias, del otro, la copia que se te parece tanto que muchos o todos creen que eres tú, como esa persona que vi sentada en el extremo de la primera fila, pegado a la pared, cuando yo me sentaba en el extremo que daba a la puerta de entrada del salón de actos del Círculo la Unión de la localidad jienense de Torredonjimeno, y que se parecía tanto a mí que al terminar la presentación del número 20 de la revista cultural Órdago, me levanté rápido del asiento para conocerle, para interpelarle, casi para exigirle de forma puede poco educada que me dijera quién era él realmente, porque a todas luces Gregorio Malaca era yo, Gregorio Malaca soy yo.

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30 de diciembre de 2024
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La boca de Marisa

 

No he querido mirar en el tanatorio las facciones de Marisa Paredes a medida que la muerte se apoderaba de ellas como un invasor orgulloso de su conquista. Mi mirada ha ido hacia atrás, más de treinta años atrás, la noche en que la boca de la actriz nos maravilló en el escenario del teatro María Guerrero, y ganó el desafío: decir a velocidad vertiginosa dos de las cuatro magistrales piezas cortas de Samuel Beckett repartidas entre el actor (Joaquín Hinojosa) y la actriz, Marisa Paredes, dirigidos ambos en las cuatro por el escritor y cineasta Álvaro del Amo.

De aquel fascinante espectáculo es imposible olvidar esa boca femenina de distintas edades diciendo a borbotones el monólogo “Yo no”, donde solo una boca desmesuradamente abierta brilla en la oscuridad de las tablas, salmodiando un texto a medias entre la plegaria y el trabalenguas, eje central de ´Beckettiana’, pues así fue llamado el conjunto de obras para su estreno.

La imagen última de aquella velada teatral fue el encuentro entre bastidores de la protagonista escénica y el ingeniero Benet, el traductor escogido por el CDN y aprobado expresamente por los muy estrictos editores-albaceas de Beckett. Como los dos, Marisa y Juan, eran de talante humorístico, cada uno a su modo, el encuentro nos hizo reír a gusto a sus acompañantes de la farándula y la novela. “Sudden flash” fue el lema preferido para tomarnos el pelo unos a otros. La pequeña frase se repite como un mantra  en toda la duración del original inglés; Benet lo había traducido como “repentino fogonazo”, que alguno de nosotros encontraba demasiado largo de sílabas. “Sudden flash” es bastante más corto, y así, con cierta discrepancia, nos separamos. Aunque, contando a Javier Marías, han muerto ya tres de aquellos amigos, el brillo de sus libros y de sus actuaciones en cine y teatro, les hace duraderos.

Marisa ha muerto entre ensayos de teatro y sesiones de rodaje cinematográfico.

Supo muy pronto que el compromiso de los artistas no sólo es con la tradición de su arte sino con el futuro de su sociedad.

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28 de diciembre de 2024
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Armarmadura (Encontré tu disfraz de encierro cósmico)

Comparto un breve texto sobre la última intervención del artista mallorquín Grip Face (David Oliver, 1989):

En una postura aparentemente cómoda, recogida -los brazos abrazando las piernas en un gesto protector- una entidad extraña y refulgente va perdiendo el aire que circula por su cuerpo hasta quedar tumbada, desangrada: se asemeja a un erizo explorador que, al salir al mundo exterior el ir alejándose paulatinamente de su hábitat, es sorprendido por unos faros encendidos y arrojado de un golpe en una cuneta.

En un espacio íntimo, alejado del ruido del mundo y su masificación, David Oliver instala un disfraz efímero solo al alcance de unas pocas personas privilegiadas; en su refugio -una cantera bajo tierra-, este ser se esconde de una sociedad que rehúye, de la cual ha decidido activamente no formar parte. La desilusión frente al sistema perfectamente articulado del mercado del arte se manifiesta en forma de espinas que apuntan directamente a los artistas: así, la máscara es a la vez arma y armadura, ataque y defensa, baile y contención.

Es un momento complejo para Oliver; a menudo a gusto en los entornos desolados, busca proyectos que le hagan sentir vivo y le devuelvan el uso de su lenguaje esencial. Acostumbrado a trabajar también fuera del circuito de galerías y museos, esta necesidad de habitar los márgenes no resultará ajena a nadie que se haya abandonado completamente al acto creativo: en un sistema en decadencia, rodeado de campos de batalla abiertos sembrados de minas antipersona, es menester continuar con la búsqueda de lo familiar, lo cálido, lo suave y lo mullido. Delicado con sus alrededores, el artista plantea una escultura site-specific blandita, que se adapta a su contenedor y que, lejos de ser invasiva, le aporta una nueva dimensión: lo universal tornándose cobijo, el silencio y la reflexión apoderándose de los lugares e invitándonos a una reflexión tan fundamental como ineludible.

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27 de diciembre de 2024
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La esgrima de los duelistas

 

En la batalla cultural de nuestro siglo, como si fuera un duelo de esgrima entre dos oficiales de la caballería napoleónica –no siempre con los buenos modales que describe Conrad en su novela–, se sostienen vigentes los conflictos y las disputas que han forjado nuestra razón política. Va pasando el tiempo, pero no parece que las querellas entabladas por el genio polémico de los pensadores, artistas y escritores muertos, tan minuciosamente reconstruidas en Un duelo interminable, puedan darse por caducadas.

El nuevo libro del historiador José Enrique Ruiz-Domènec, granadino y barcelonés, aparece tras los recientemente publicados por la editorial Taurus ( El sueño de Ulises , El día después de las grandes pandemias , Informe sobre Cataluña) y después de las obras rescatadas que va incorporando a su esmerado catálogo (La novela y el espíritu de la caballería).

El historiador inglés Eric Hobsbawm fechó el inicio del corto siglo XX con la Gran Guerra; su final, con la caída del Muro de Berlín y la dispersión de la Unión Soviética. El nuevo libro de nuestro historiador, la sinfónica reconstrucción de la batalla cultural que da forma a nuestra visión del mundo, sugiere no dar por consumado el largo siglo XX.

Las ideas desplegadas en la mentalidad contemporánea y las fuerzas incubadas durante el prolongado siglo (1871-2021) conservan su aleccionadora virulencia y permanecen enfáticamente presentes en los dilemas y encrucijadas de nuestro ahora.

Los protagonistas que encabezan el ambicioso relato de Ruiz-Domènec son, no en balde, dos historiadores: Jacob Burckhardt y Jules Michelet. Un reconocimiento a la vocación académica desempeñada por el autor durante su prolífica carrera y un elogio al desafío intelectual y moral que supone interpre- tar el sentido solapado por el paso del tiempo.

En la década de 1870, cuando Giuseppe Verdi va ultimando la partitura de la ópera Aida que se estrenó en El Cairo, el suizo Burckhardt detecta la corriente profunda que configura los episodios más notables de la historia, el francés Michelet dibuja los lindes que ayudan a entender las mutaciones del tiempo histórico, Nietzsche atribuye al Estado el afán de dirigir el curso de la cultura, Wagner se dispone a recuperar el lado oscuro de los mitos, el levantamiento de La Comuna de París acaba con el imperio de Napoleón III, los pintores Pisarro, Manet, Degas et alter convocan la insurgencia estética del movimiento impresionista… En esta bisagra temporal sitúa Ruiz-Domènec los comienzos de nuestro largo siglo XX.

La cronología del historiador registra los parentescos, forcejeos y simetrías entre la literatura, la música, el cine, el teatro y la filosofía que emana en cada uno de los momentos vertebrales de nuestra época. El gran puzle de las ideas que nuestro autor encaja en la cartografía cultural de los hechos históricos muestra la fabulosa complejidad de un siglo atestado de inteligencia, imaginación y coraje intelectual.

El libro de los combates culturales podrá leerse también como el tratado de un método histórico: tan raro será predecir el futuro como adivinar el pasado. Pese a la penetrante indagación de los historiadores dedicados a entender la articulación de los acontecimientos subsiste entre ellos la callada sospecha de estar ante una oscura causa inabordable. Y es precisamente la incesante discusión de las mejores cabezas, culta, elegante y civilizada, la obra de los pensadores que desbrozan las imposturas del siglo, la que contribuye a descifrar la tupida trama de la Historia.

En la enciclopédica narración de Ruiz-Domènec aparecen consignados los artífices de estos 150 años y el decisivo papel que han jugado en la composición de nuestro patrimonio cultural. El lector atento podrá seguir el hilo que lo sacará del intrincado laberinto y descartar para siempre la tentación de la banalidad doctrinaria. Errico Malatesta y Guillaume Apollinaire, Schönberg y Coco Chanel, Picasso y Heidegger, Sartre y Kerouac, Salinger y Pasternak, Robbe-Grillet y Bob Dylan, Habermas y Foucault, Harari y Ratzinger, son algunos de los duelistas que se han batido en los acuciados escenarios de su tiempo.

Hace pocos días leíamos en la prensa las declaraciones del nuevo secretario general de la Otan, el político neerlandés Mark Rutte. Su petición a los países miembros de la Alianza Atlántica no se limitaba a reclamar el aumento de los presupuestos que cada país dedica a la industria armamentística, sino a crear una verdadera “mentalidad de guerra”, una especie de alarma que nos predisponga a empuñar las armas. La sorprendente proposición, que tan vivamente contrasta con la disputa de las ideas civilizadas y que tanto recuerda la retórica guerrera de los peores tiempos de nuestra historia reciente, no parece haber escandalizado a la opinión pública pero nos proporciona la ocasión de recomendar la urgente lectura del libro de Ruiz-Domènec. Al advertir el peligro de un nuevo fracaso de la Historia, incapaz de bloquear la patológica inercia del belicismo, el autor de Un duelo interminable nos invita a contribuir a la batalla cultural, a la esgrima de la inteligencia, al torneo que perfeccionará, pese a todas las dificultades, el compromiso ilustrado de la paz perpetua.

 

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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23 de diciembre de 2024
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Ormond el sangrante

Julia Ormond, la actriz inglesa (Surrey, 1965) de peculiar atractivo, ha reaparecido, tras décadas de enclaustramiento, en el Festival de Cine de Turín de este año para recoger un premio, dejando sorprendido al público por el cambio físico experimentado; hablan, los medios, de que ha envejecido con naturalidad lejos de la dictadura estética, hasta el punto de resultar irreconocible. Por la coincidencia en el apellido y, más aún, por las guadianescas trayectorias, recupero un relato de 1998 incluido en el libro de artista Cavernas y otros orificios que se halla en fase preliminar de edición conjunta con mi amigo pintor y escenógrafo Frederic Amat.

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Una etapa de mi vida de la que nunca he hablado es la que pasé en Santander como celador en el Hospital Marqués de Valdecilla. No digo que fueran años especialmente esplendorosos pero sí cumplieron a la perfección con el objetivo deseado: vaciarme a fondo, sentimental e ideológicamente. Además, y por eso rescato ese periodo, pude conocer a algunos personajes realmente sobresalientes de los que destacaré uno, el hombrecillo parlanchín y vivaracho que apareció la madrugada de un domingo de invierno contando a todo el que se le ponía a tiro, en especial al sufrido personal de recepción, que a él le sangraban no sólo los orificios sino que también se le cubría la piel de sangre. Preguntado que cuándo le sucedía dicho fenómeno respondió que cuando le daba la gana. Llamaron al corpulento doctor López, el internista de guardia, entraron juntos en la sala de reconocimiento, y nunca más volví a ver a tan minúsculo individuo. Estas vacaciones, en las fiestas patronales del pueblo del que soy originario, me sorprendió ver que junto a los habituales autos de choque, noria gigante y caballitos, se había instalado un barracón pintado de rojo y con aspecto de búnquer, ya que carecía de vanos excepto la taquilla y una estrecha puerta tapada con una pesada cortina. Compré un tique y entré. Daba miedo. La oscuridad casi absoluta y el aire viciado se complementaban con la música siniestra que surgía de una chirriante gramola. Me senté, apartado del resto de espectadores, todos hombres, que fumaban compulsivamente. El espectáculo fue breve. Un alfeñique, anunciado, con grandes caracteres, como ORMOND EL SANGRANTE, en pijama hospitalario, se tendió, tras despojarse de la parte superior de la prenda, sobre una cama metálica, y un tipo corpulento, ataviado de galeno, le dio a la manivela para incorporarlo de modo que pudiéramos constatar, a la luz de un foco, cómo, de repente, comenzaba a sangrar por la boca, por la nariz, por los oídos, luego por los ojos y, finalmente, por toda la superficie de piel que quedaba al descubierto.

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20 de diciembre de 2024
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