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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Materia emocional

Cuando un camión transporta dinamita, lleva invariablemente un aviso de peligro. Si en un cierto lugar de trabajo se guardan materiales radiactivos, nunca falta uno o varios letreros de advertencia. Si acaso una botella contiene veneno, la calavera en la etiqueta se encargará de hacerlo tan claro como pueda. ¿Quién alerta, no obstante, al dichoso infeliz que en mala hora le tocó hacer lo suyo con trozos de materia emocional? ¿Quién previene a cada uno de los incautos que sin más profilaxis le hacen compañía? 

     Según las estadísticas, existe una dramática incidencia de suicidios entre los dentistas, la más alta entre todas las profesiones. Por más que los villanos se rían a carcajadas en extreme close up, nadie es del todo inmune al contagio del dolor causado. ¿Qué hace un endodoncista luego de abrir canales en siete muelas, llegando cada vez al nervio traicionero cuya mera anestesia se percibe en principio como rauda estocada en la entrepierna? Si uno sale del consultorio deseando sepultar esa hora de vivencias difíciles, el dentista se queda a seguir adelante con la carnicería. A sufrir, que es lo suyo.

     Desde niño creí que ganchos, pinzas, abatelenguas y el resto la parafernalia que se juntaba sobre la charola metálica no podía ser menos que una colección de refinados instrumentos de tortura; hasta que padecí el primer dolor de muelas y me pasé dos noches añorando al dentista con los ojos llorosos. Pensaba, de igual forma, que un narrador tenía el majestuoso poder de hacer sufrir o gozar a los personajes de acuerdo a su capricho más arbitrario, y además con la mano en la cintura; hasta que descubrí que un escritor impune es un tipo aburrido hasta para sí mismo, y que sólo quien tira los dados junto a los personajes puede salvar la historia y el pellejo.

     Trabajar con materia emocional equivale a vivir en un tobogán de espirales violentas e interminables, y lo que es peor: aficionarse a ello. Intenta uno lidiar con el mundo exterior simulando que adentro no pasa nada, al tiempo que pelea cuerpo a cuerpo con los monstruos que intentan salir a empujones. Nadie cuya materia de trabajo sean las emociones intensas y constantes puede evitar que monstruos y demonios se le reproduzcan sin control ni concierto, para luego crecer hasta, eventualmente, usurpar su lugar en el momento más comprometido. Pocas cosas encuentro tan vergonzosas como verme obligado a dar la cara por lo que unos demonios hicieron en mi nombre, con frecuencia impulsados por emociones vicarias y espurias que al volver la cabeza son ya las mías.

 

     Si, tal como sospecho, los personajes de una historia en proceso tienen vida propia y existen más allá de la opinión de quien los trajo al mundo, no dudo que los míos me contemplen con una desconfianza equiparable a la que siente el niño frente al dentista. Es más, yo en su lugar me temería lo peor, miraría a la pluma y al tintero como el paciente que de lejos se asoma a la charola tapizada de tirabuzoncitos cuya misión es arrancar los nervios de cuajo. ¿Qué vas a hacerme ahora?, preguntaría con la voz temblona y las palmas mojadas, maldiciendo la suerte que me llevó vivir en ese mamotreto insoluble -toda novela lo es, mientras no está completa- bajo la férula de un incubador profesional de monstruos y demonios infumables.

     Yo no sé decir qué quiere decir lo que voy a decir, afirma la canción-romance cuya entrada parecería describir el momento en que el narrador enfrenta a los primeros demonios del día y todavía cree, conmovedoramente, que al terminar sabrá lo que estuvo haciendo, cuando los materiales propios de su trabajo apenas le permiten decir cómo se llama, no así dónde termina su existencia y comienza la de sus monstruos y demonios.

     Intenta uno dejarlos en la casa, guardados bajo trancas y cerraduras subsecuentes, pero encuentran la forma de escaparse no bien una emoción intempestiva se cruza en el camino. Y aquí están, recordándome que narrar es un acto de amor con varias endodoncias involucradas y ni una sola gota de anestesia. De aquí a que me lo arranque, pobre de quien me toque el nervio susodicho.

 

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17 de marzo de 2008
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Hit me with your best shit

A lo largo de Tu rostro mañana, Javier Marías habla de tres personas que bailan. El narrador los mira desde la ventana, si bien no alcanza a escuchar su música. La escena vuelve cada tarde a mi cabeza desde que comencé a jugar con la guitarra frente a la pantalla, y de paso ante el ventanal que da a la barranca. Al otro lado hay casas, pero se ven distantes. ¿Cien metros, ciento veinte? Podrían ser menos, incluso, pero el astigmatismo no ayuda a establecerlo, menos si se apandilla con la miopía. Veo bien, según yo, pero de lejos como que se emborrona el paisaje. Veo bien las ventanas, y de repente algunas sombras detrás, pero lo cierto es que me importa poco cuanto pueda ocurrir en su interior, y ello me hace creer que a ellos tampoco les interesa lo mío.

     Uno cree, o se consuela creyendo, que los demás están por siempre lejos y en lo suyo. Que comparten incluso sus limitaciones, porque si yo no veo claramente cuanto pasa detrás de sus ventanas tampoco ellos verán tras de la mía. Serán también un poco miopes y astigmáticos, lo pensarán dos veces o cincuenta para operarse los ojos. Podría cerrar la persiana, pero la luz externa me mejora el humor y no me da la gana cerrarla. Vamos, que no tengo ni el tiempo. Miro hacia la pantalla, voy moviendo los dedos al tiempo que las piernas intentan una suerte de balance rítmico, aborrezco de pronto las distracciones. De aquí hasta que termine, maldito el que me llame por teléfono.

     ¿Pueden mirarme los distantes vecinos desde sus ventanales? No es francamente mucho lo que me preocupa, aun con esta guitarra blanca de juguete que muy difícilmente me dará galanura, o al menos gañanura, que también sirve. Los vecinos de al lado, en cambio, deben de estar podridos de escuchar durante horas el mismo sonsonete. Pero no tengo tiempo para pensar en ellos. Todo mi mundo ocurre al centro de la pantalla, donde recibo puntillosas instrucciones en una suerte de clave morse rítmica que me tiene aquí tieso, de pie frente a la tele, con los dedos corriendo tras la voz que de nuevo suplica que le dé con mi mejor golpe.

     Hit me with your best shot, insiste la canción y yo otra vez maldigo mi suerte porque me he equivocado ya más de siete veces y eso me deja una vez más por debajo de la marca de ayer. De repente me duelen las piernas, antes por la tensión que por el cansancio, pero una compulsión conocida me compele a oprimir el botón verde y arrancar otra vez con la canción. Deben de haber ya dado las seis de la tarde, tenía un par de cosas por hacer pero creo que ya no. Antes tengo que cometer menos de siete errores en las 242 notas de la canción. Aquí viene mi best shot.

     No sé si sea realmente más difícil aprender a tocar la guitarra o alcanzar un progreso sensible en el Guitar Hero III, pero entiendo que tomar clases de auténtica guitarra será por fuerza menos entretenido, o no tan compulsivo. Solían decir mis tías que quien aprende a tocar la guitarra siempre será bienvenido en las fiestas, pero es tarde para eso. En las recientes tardes he ido encariñándome con esta guitarrita ridícula cuyos cinco botones de colores me permiten subirme a la canción y me premian con la barata sensación de estar tocando los sonidos que escucho, mientras piernas y brazos se coordinan con ansiedad escrupulosa para evitar otra metida de pata. Me pregunto si no los vecinos al otro lado de la barranca me ven y se divierten haciendo chistes a mis costillas cada vez que termina la canción y levanto una pierna en ademán salvajemente triunfador. Me llamarán tal vez Onán el bárbaro.

 

     En la novela de Javier Marías, el narrador es invitado a unirse a los bailarines. "Ven", le dicen a señas. Dado que el Guitar Hero III trae su público incluido -si el guitarrista se equivoca de más, la gente lo abuchea y le obliga a bajar del escenario-, dudo que invitaría a nadie a venir hasta el escondrijo donde practico un vicio solitario que no me enorgullece, pero igual no le da la gana soltarme. Lleno el tiempo de nada, ya lo sé, pero un imperativo oscuro y terminante sube de las caderas a los dedos como la chispa de una mecha corta para excitar más de una glándula lujuriosa, en tanto el coco exige que termine el solo sin cometer otro pecado de disritmia, y de pronto ya no manejo una guitarra de juguete sino un raro vehículo de placer que me encierra entre cuatro bocinas estruendosas y por mí que se caiga el mundo, mientras tanto. Vicio de mierda, mira a lo que me orillas.

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14 de marzo de 2008
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Las cuerdas inmarcesibles

Envidio esas iglesias donde la gente canta y hasta baila gospel, tanto como me habría avergonzado unirme al coro de buenos muchachos que cantaban en misa cada domingo De qué color es la piel de Dios. Aunque también es cierto que aquellas ñoñerías eran preferibles a la liturgia en seco. Me recuerdo llegando a misa de once a lomos de una moto roja marca Islo-Honda, con el motor rugiendo a la altura del Yo pecador, y un minuto después ya en la iglesia, con el casco estudiadamente bajo el brazo. Me veía como uno de esos pandilleros de utilería que al fin de la película resultaban presos, muertos o descalificados por la leyenda que en ciertas ocasiones la censura imponía: Los culpables fueron castigados de acuerdo a las leyes vigentes, o algo así de barato. Espectador escéptico, yo sabía que los malos de moto difícilmente pierden, como no sea por apetito épico.

     Cuatro motocicletas y otros tantos chilazos más tarde, mi asquerosa tendencia a sobrevivir subraya desde entonces hasta hoy un muy dudoso apetito épico. Si he de decir verdad, habíamos entonces algunos repentinos ex niños cuya más honda motivación para poseer una moto era cumplirnos finalmente el sueño de ir por la vida a ciento veinte por hora con una chica guapa pescada del abdomen. Cierto es que casi todas, por decir lo menos, apreciaban primero al aparato que a su dueño, y que de no tenerlo vibrando entre las piernas jamás le habrían dirigido el saludo, pero quince minutos con la ninfa detrás eran ya por sí mismos un largometraje.

     Con el paso de algunos desengaños penosamente idénticos, entendí que esa imagen de malviviente light ya no era suficiente. Comenzaba a sentirme una caricatura de una caricatura, urgía dar un salto cualitativo. Luego de varios meses de ahorrar pesitos escrupulosamente, reuní lo necesario para comprarme una guitarra eléctrica. Roja, como la moto. La experiencia, en principio, fue tan emocionante como gastarme tardes enteras con la guitarra colgada del hombro, sin mejores propósitos que el de irme acostumbrando, y con ese pretexto pasar lista obstinada delante del espejo del baño; o tan frustrante como descubrir que para hacer sonar ese aparato necesitaba de un amplificador.

     -Ya compramos el piano, ¿qué más quieres? Aprende a tocar piano y luego sigues con la guitarra -¿cómo explicar que aquella cariñosa propuesta de mis padres me parecía equivalente a convertirme primero en Richard Clayderman y después en Keith Richards? Una metamorfosis por demás dilatoria e incierta, pues ya sentía fuertes comezones por deslumbrar a las chicas veloces con mi pinta de malo enguitarrado. Armar mi banda, escribir las canciones y lanzar besos largos desde el escenario: tales eran las grandes prioridades, ya después habría tiempo para aprender a tocar la guitarra. Y por qué no, berrear en el micrófono, asumiendo con cierto orgullo punky que es uno más desentonado que el taladro del dentista.

     Mal podría intentar, con menos de quince años, bajarme de la moto para tocar el piano. Se sabe que las chicas veloces no suelen ser sensibles a la delicadeza del tecladista, como al estilo rudo del guarro del requinto. Lo pensé muchas veces, mientras acariciaba trastos y cuerdas y aguardaba el momento de encontrar a los otros prospectos músicos. Nadie, por otra parte, parecía dispuesto a darme clases de guitarra eléctrica. ¿Y si aprendía con una acústica? Ni hablar: iba a sentirme como los monigotes que cantaban en misa. Y yo quería hacer ruido, antes que méritos. Sólo que me seguía faltando el amplificador.

 

     La vendí años después, aceptando por fin que jamás tocaría una nota con ella. Y hoy que miro hacia atrás entiendo que si hubiera buscado un lugar al lado de los ñoños de la iglesia no sólo habría tenido pronto y vibrante acceso al sexo opuesto, sino seguramente me sabría unas cuantas pisadas de guitarra, tal vez no muchas más de las que precisó Sid Vicious en el bajo para hacerse leyenda. Finalmente, para estar en el bando de Sid Vicious no había siquiera que tener guitarra. Y si ahora prefiero envidiar a los fieles del gospel antes que rendir culto al pelmazo de Vicious es porque escucho La Divina Sassy y celebro en mitad de un rapto místico que aquel aprendiz de rufián nunca se haya comprado el amplificador, tanto como lamento su estúpido desdén por el piano. Con su permiso, pues, vuelvo a los cielos: I get misty just holding your hand.

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13 de marzo de 2008
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Odio de perdedor

Dice el proverbio que a los amigos se les conoce en la cárcel y en la cama, pero la sola idea tiene un tufo de chantaje evangélico. Porque estuve en la lona y no me levantásteis. Lo cierto es que uno puede perdonarle al amigo que lo deje a su suerte en el pabellón o la crujía, pero no que le enseñe su lado más oscuro por quítame estas pajas. Me explico: antes que en la desgracia suya o mía, he conocido a mis peores amigos en la mesa de juego. Frecuentemente los ajedrecistas se jactan de ser especialmente inteligentes, pero vale la pena preguntarse si es siquiera prudente, ya no digamos hábil, dar tanta información sobre uno mismo. El que lee al jugador lee a la persona. Uno juega y devela su estrategia vital, además de sus fobias, caprichos y complejos menos presentables.

     De niño nunca me interesó ganar, me bastaba con que me hicieran caso. Afortunadamente, no puede uno perder todos los días y seguir lamentándose como si fuera la primera vez, o como si no fuera la constante. Uno va acostumbrándose, hasta desarrollar algún cinismo redentor que le permite sobrellevar derrotas grandes y pequeñas con la resignación del niño acorralado. Después, cuando aprendí a ganar en ciertos juegos propios de los vagos -el poker, la ruleta, el billar, el boliche-, lo hice de todas formas protegido por la cachaza de perdedor indiferente que había desarrollado desde la infancia. Casi diría que perder me divierte tanto como ganar, acaso porque mientras algunos de los otros sacan su lado oscuro, uso mi despreocupación como una atalaya desde la cual me asomo a esos abismos con la fascinación de un entomólogo y el pasmo de un ex amigo en ciernes.

     Los he visto gritar, amenazar y dar patadas al aire por una pinchurrienta mano de poker. Lanzar tablero y piezas al suelo después de un jaque mate. Agujerar la mesa a raquetazos y romper la raqueta contra la pared para vengar un punto de ping-pong. Y ojo: sólo en el primer caso se jugaba dinero, casi siempre poco. Uno empieza a sacar el lado oscuro cuando planta en la mesa una apuesta privada y secreta. El amor propio, por ejemplo. A la gente le gusta poner el amor propio en los dados. Juran que los controlan, mentalmente. Lo echan en cara del perdedor, como parte del pitorreo fanfarrón del que gana y precisa proclamarlo. Insisto en que la gente da mucha información de sí misma cuando juega y apuesta lo que no debe.

     A nadie simpatizan las recriminaciones fáciles de los acomplejados con piel de seda, pero de ellas se aprende lo que ninguna escuela nos enseña. El juego tiene la dudosa virtud de exponer las entrañas de la envidia, el rencor, la desconfianza, el narcisismo y las múltiples clases de mala leche de quienes no lo saben pero juegan a perder, aun si ganan. Pues cada vez lo que está en juego es tanto que no hay manera de cobrar las ganancias. Basta un juego de trivia entre ignorantes fatuos para que el ganador sea en adelante despreciado tanto como los perdedores menospreciados. Por nada, se diría, si al jugar no se hubieran delatado como pastores de tantos demonios.

     Hay un resabio de niñez podrida en esa propensión a tomarse los juegos de mesa o de salón como un indicador de las capacidades personales de cada cual. Hay, también, grandes oportunidades para dar nuevo aliento a las viejas antipatías que resucitan al calor de unos dados adversos. "Siempre me cayó mal el estúpido ése", dirá uno al salir. "Te dije que no sabe ni jugar, el pobre idiota", dirá el otro, a su vez. Y eso lo sé muy bien porque mi juego íntimo, que ahora y aquí ejerzo, suele acarrearme toda suerte de frustraciones, pues como tantos en este oficio temo que si no puedo escribir la novela no sirvo para nada en esta vida. Me odio entonces, como aborrecería uno al tramposo que le quita su casa con cartas marcadas. Me odio tanto que compro un nuevo lote de fichas y pido cartas, listo para perder quinientas veces antes de la primera victoria (igual que perdí un año escolar por jugar al billar, sin por ello aprender bien a bien cómo hacer una carambola de tres bandas).

     Me consuelo pensando que nadie va a enterarse.

 

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7 de marzo de 2008
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Dispárenle al pajarraco

Siento una antipatía natural por las armas de fuego. Temo que baste con tener una entre manos para empezar a convertirse en imbécil. Hasta hoy, mi padre se pregunta cómo alguna vez cometió la insensatez de poner en mis manos un rifle de diábolos. Según él, iba a conformarme con disparar a blancos inertes. Un bote, un palo, una diana de papel, nada que se parezca a la emoción que prueba un treceañero cuando le mete al vecinito un diábolo en la nuca. "Y da gracias que no te dejé tuerto", le grité todavía, de pie sobre la barda que dividía a su casa de la mía, mientras él se quejaba entre lágrimas frescas. "Ya me diste en la madre...", repetía, sin aún calibrar las ventajas genuinas de haber volteado a tiempo la cabeza. Pues lo que yo quería era sacarle un ojo.

     Para suerte de todos, el rifle se rompió unos meses después, cuando apenas había enviado a dos vecinos a la enfermería. ¿Cómo explicar esos ataques de furia, durante cuyo incendiario transcurso -les lanzaba asimismo botellas llenas de gasolina y tapadas con un trapo en llamas- no pensaba sino en hacerme respetar? ¿Cómo justificar los ataques de risa que los reemplazaban? De entonces para acá, he entendido que sólo necesito de un arma para ser el idiota de mis pesadillas.

     Varios años después del rifle roto, otro vecino, recién llegado, me presentó a su esposa, y un minuto después sacó la pistola. Una era rubia y vulgar, de falda mínima y chamorros obsequiosos; la otra me pareció espeluznante, no tanto por su amenazador calibre .009 como por el orgullo de niño mimado con que la levantaba su feliz poseedor. "Es un súper juguete", se ufanaba, mirando hacia la rubia y sobando el cañón, mientras yo paladeaba la idea juguetona de meterle una noche un diábolo en la nuca, nada más por mamón.

     Nunca se me ocurrió matar a un pájaro. Los pájaros no me tiraban piedras, como lo hizo el vecino antes del diabolazo, pero ya habría dado cualquier cosa por derribar a un pájaro robotizado. Aún en estos momentos, luego de haberlos visto en un documental, donde sus creadores afirman que serán usados para efectuar labores de espionaje, me pregunto si no tendría que irme consiguiendo un rifle de caza, de manera que cuando vea pasar al primero lo pueda recibir tal como se merece. Imaginemos un cielo ennegrecido por parvadas de animales mecánicos equipados con cámaras de alta precisión. ¿Quién no querría cegar a esos bicharajos entrometidos de un plomazo en el motherboard?

     Un pájaro con cámaras y sensores en lugar de ojos es un robot armado. Puede fisgar y registrar la vida privada de quién le dé la gana al que lo maneja, sin dejar de volar. ¿Cómo evitar que semejante juguete caiga en manos de gente capaz de idiotizarse fácilmente no bien dispone de un pequeño poder? ¿Se toparán siquiera con un mínimo escollo legal los pájaros robóticos para invadir los cielos impunemente? ¿Nos acostumbraremos a verlos como parte regular del paisaje, hasta que los ilegales no sean ya ellos sino nosotros?

     Desde el balcón donde mañana con mañana me siento a escribir -casi siempre entre pájaros de verdad, que raramente cesan de cantar y de pronto se posan en la baranda- me digo que ahora sí debería conseguir un rifle. Hay que estar preparado, insisto, mientras de las bocinas escapa una canción de Vanessa da Mata cuyos ecos pueblan de la escena de otras aves, sin duda preferibles. Tiempo de descartar los demás escenarios y entregarse a volar sin miramientos.

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6 de marzo de 2008
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Siete demonios insomnes (y otras tantas coartadas para perder el sueño)

1. La nada. Cuando la gente lo manda a uno lejos -el carajo, la mierda, la chingada, destinos en teoría muy distantes- lo que intenta es enviarle a la nada. El vacío absoluto, la pesadilla madre. "Imaginar la nada, o creer que se gobierna la nada, es una de las formas, acaso la más segura, de volverse loco", escribió Carlos Fuentes en torno a la más hueca de las vigilias. Dada la proverbial vacuidad de su existencia, en la nada las horas transcurren como días, los minutos como horas, la noche como un lustro de zozobras sin nombre y ni siquiera sombra. Recuperar el sueño en tan comprometidas circunstancias es arriesgarse a soñar con la nada. Quedar a su merced. No regresar.

2. El dolor. Algunos dividimos a las personas en dos: los que han sufrido un verdadero dolor de muelas y los que aún están por sufrirlo. No parece haber noche más extensa que la de quien padece un martirio así. Se blasfema y se reza al mismo tiempo, se piensa en la farmacia como en un oasis y en la anestesia como un dulce beso, se cuentan los minutos y segundos que faltan para tomar el próximo analgésico. Se entiende cabalmente por qué los muertos descansan en paz, y eventualmente se les envidia.

3. El miedo. Tal vez lo único bueno de sentirlo es que pronto se entiende lo que cuesta cargarlo. Miedo al hoy, al mañana, al anteayer: ninguno suele resistir de pie la artillería tenaz del Valium 5. Contra lo que sospechan quienes lo padecen, el miedo es tan cobarde como su nombre, por eso nos agarra a solas y a oscuras, cuando menos podemos defendernos. Es natural que el miedo sienta miedo: sabe que la osadía come de su carne.

4. La nostalgia. Su sola intervención, acompañada por toda suerte de efectos especiales, puede hacer de un insomnio un largometraje. Parece un desperdicio tener que dormitar cuando un recuerdo vívido viene como un demonio a sobornarnos. "La nostalgia es un animal estéril", me dijo no hace mucho Jaime López. Pensándolo de nuevo, tal vez sea esa la razón más juiciosa para perder el sueño a su lado.

5. La ficción. Ya sea porque gusta uno de imaginar a solas realidades paralelas y alimentar futuros y pasados posibles, o porque lo hace en compañía de un libro o una pantalla, el solo gesto de desdeñar al sueño por fugarse hacia alguna ficción tiene ya un suculento gusto de trapacería, desde los días en que tus padres te acostaban temprano a la fuerza y tú te desquitabas persiguiendo al insomnio redentor. Engañar a la noche y a la realidad: rebelión duplicada.

6. La ambición. Es un insomnio oscuro que se cree luminoso, pero es cierto que pasa con cierta rapidez. Nada hay más dulce para el ambicioso que el placer de hacer cuentas alegres. La noche avanza entonces propulsada por el motor de la obsesión numérica, y al cabo queda la impresión de que faltaron horas para llevar los cálculos a buen puerto. Esta clase de insomnio, bien administrado, produce entre los ávidos un descanso profundo, equivalente a varias horas de sueño.

7. El amor. La manera más idiota de perder el sueño es también la mejor, y de paso la menos juiciosa. Todo se escribió ya sobre el extraño tema, y sin embargo nada queda escrito. Uno, al fin, pensará lo que quiera, luego de navegar por la nada, el dolor, el miedo, la nostalgia, la ficción, la ambición y todos los demás causales de insomnio que se asocian al menos explicable y más obedecido de los sentimientos. En el amor se pierde el sueño cuesta abajo pero bocarriba, mirando a las estrellas y las nubes en un pasmo con pinta catatónica. "No existen precipicios en el vértigo del amor", informa la canción, y remata: "Sólo descubre eso quien se lanzó".

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4 de marzo de 2008
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¿Fuera burkas?

A la escritura, como al amor, poco le ayudan las facilidades. Un narrador comodino no es mejor que un amante abúlico, pocas ideas parecen tan repelentes como mezclar los besos con los bostezos. ¿Quién, que no sea un tramposo de muy barata estofa, querría sentarse a escribir un libro fácil? ¿No es verdad que es precisamente en los escollos donde la historia encuentra necesidad, origen, flujo y derrotero? Pero si la facilidad está sobrevaluada por los conformistas, no lo ha sido menos la libertad total por los inconformistas. Escribir sin obstáculos ni restricciones puede ser el infierno en la tierra, y al cabo aburridísimo como todos los juegos carentes de reglas.

     Es posible que la mayor complicación de un texto consista en encontrarle límites y reglas, de manera que en la versión final nada falte, ni sobre, ni estorbe. Pocos artistas lucen tan patéticos como aquellos que pretenden romper las reglas convencionales y no tienen con qué sustituirlas. Destruir mundos es fácil, lo complicado es darse a alumbrarlos de manera que no se derrumben al primer soplido. Y ello exige ajustarse a reglamentos íntimos, renunciar a las tentaciones suicidas del narrador -quien no tendría más que romper sus propias reglas para meterse un plomazo en la sien-, perseguir a la historia con la amorosa incondicionalidad de un romántico extremo.

     Teóricamente, un blog es territorio libérrimo. Puede hacer uno en él cuanto le venga en gana, pero la diversión empieza una vez que se ha echado a andar el mecanismo, y con él los obstáculos, límites y reglas que dan sentido al juego de bloguear. En mi caso, me atraen las zonas negras: esos espacios de misterio parcial o absoluto de los que se alimenta el mutuo morbo, como ignorar el nombre, la pinta y el carácter de los visitantes, y sin embargo convivir con ellos en una suerte de promiscuidad mental de la que casi nadie más tiene noticia. Cada blog es un pueblo de casas sin ventanas, ni puertas, ni rendijas casi. Un pueblo cuyos habitantes se conocen por medio de cartas anónimas y quién sabe si apócrifas. Una cueva platónica llena de monitores y teclados, donde el solo mirar hacia los lados merecería la pena capital.

     Desde aquí, los probables lectores y colaboradores de este blog se miran como sombras dentro del monitor. Yo, a mi vez, elijo trabajar en el espacio negro del titiritero. La misión del autor consiste en esconderse, aun y sobre todo cuando se exhibe. Escribo para exhibirme, corrijo para esconderme. Y aprecio especialmente que al otro lado se miren asimismo varios agazapados. Esta limitación -no conocerlos más que por apodo- me permite excederme en un sentido y contenerme en otro. Puedo ir lejos en la experimentación, en la medida en que la idea quepa dentro del juego y se ajuste a sus reglas particulares.

     ¿Encontrarnos?, dudé, cuando leí la invitación en uno de los comentarios -tampoco me acostumbro a llamarlos post-, y en un tris resolví que era esa una propuesta indecorosa. Es decir, una invitación a la obscenidad. Se supone que estamos escondidos, romper con esa regla sería un atentado contra el juego mismo, seguí craneando, pero al cabo sonaba como una travesura. Romper las reglas por una noche, luego volver a hablarnos de perfil, sin jamás intercambiar un e-mail, cuantimenos una llamada telefónica. Como los cómplices que pintan las paredes. Puesto en términos simples, una noche sin burka.

     El sábado pasado nos encontramos, en una rara mezcla de blind date y gang bang, aunque en la más estricta castidad. Fue algo muy similar a un shock múltiple del que este blog aún no se repone. Cómo romper las reglas de una diaria ficción y no suicidarnos en masa en el intento. Quiero creer que nunca me atreví, pero nueve horas no se ocultan fácilmente. Tengo, además, un cd, un dvd, varias fotografías y una gratitud múltiple que me señalan como infractor. De vuelta tras las faldas de El Boomeran(g), cuento con la película y el cd para salir del pasmo y volver a mirarlos a todos como sombras y reptar sigiloso por entre las trincheras, que al fin tal es el juego y tales sus misterios.

    Alguna vez, de niño, pude ver unos cuantos capítulos, que ya entonces me parecían viejísimos, de la serie En la cuerda floja, donde el actor Mike Connors encarnaba a un policía infiltrado en el hampa, que al final del capítulo escapaba en la confusión. Según entiendo el juego, mi trabajo consiste en cometer el desaguisado y esfumarme en mitad de la confusión. Intentar, atentar y ojalá que tentar. Andar también a tientas y en la penumbra enviar señales de humo. Complicarse la vida. Esconderse. Escaparse. Emboscarse. Jugar.

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29 de febrero de 2008
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Blowin' in rewind

Ingresé al culto cuando ya era tarde, y para colmo lo dejé temprano. Supongo, sin embargo, que cuando lo escuché por primera vez era ya un dylaniano. Casi todo el mundo lo es por estos días, y el que no ya se esfuerza por parecerlo. Su influencia es tan inmensa que me cuesta trabajo pensar en gente inmune a ella, pero aún más difícil parece vivir soportando la cruz de ser Bob Dylan. ¿O es que alguien todavía lo considera persona?

     Canta horrible, de pronto, y eso uno lo disfruta especialmente. Desentona a propósito, destroza sus canciones con tal de reventar las expectativas, pero si no lo hiciera no sería Bob Dylan. No saluda a su público, ni lo mima, es como si tuviera el placer de ignorarlo. Nunca, que yo recuerde, lo vi bailar. Hoy mismo, hace unas horas, con trabajos movía la pierna izquierda (las manos en las teclas, tieso, cool como sólo él consigue serlo). Tengo en momentos la impresión de que a gran parte de los que me rodean les interesa menos escucharlo que verlo, y ni siquiera sé si también sea mi caso.

     Llegué, de cualquier forma, libre de expectativas. No esperaba siquiera que tocara una sola canción conocida, y si se le ocurría cantar I Want You la distorsionaría tanto que de seguro tardaría media canción en darme cuenta. O tal vez era esa la expectativa, que hiciera estrictamente lo que se le antojara. ¿No era tal la razón que a tantos nos llevó a seguirlo con una preferencia rayana en beatería? Y esta noche, tan lejos ya de aquellas veladoras, ese look de bandido de Las Vegas me parece sublimemente ridículo, y lo sería sin duda si no fuera Bob Dylan quien lo ostenta.

     Se dice uno que vino a verlo y oírlo, pero ya entrado en gastos se da cuenta que basta con reconocerlo. La voz, la armónica, la pose, la ronquera, el estilo que casi nadie se ha librado de copiar un poco. Sus palabras barridas que apenas si se entienden, su actitud de lunático soberbio, de profeta undercover y poeta underground, patentada en los años en que ser subterráneo era un grave pecado social y no, como hoy, una medalla al mérito para crápulas wannabe. Lo reconozco para reconocerme, y acto seguido me desconozco porque a ratos me doy permiso de aburrirme, muy dylanianamente.

     Ver en estos momentos a Bob Dylan es como darse cita con un amor de la adolescencia. Menudean las señas de identidad, pero ya ni uno ni otro son los que eran. Alguna vez coleccioné versiones de Just Like A Woman, casi todas de Dylan en diversos conciertos, casi ninguna similar entre sí. Y lo más lindo era que la despedazara, nadie nunca lo haría como él, aunque por eso mismo y por más que lo intente su maldición consiste en nunca poder dejar de ser el entrañable monstruo que creó. Dylan: fuimos legión quienes quisimos ser como él y tuvimos la suerte de que fuera imposible. Valdría preguntarse si varios de los tránsfugas del culto no cedimos a la comezón de ir a verlo sólo para acabar de entender que nadie más que Dylan es Dylan. Y en fin, amén.

 Dylan, por Milton Glaser.

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28 de febrero de 2008
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Game never over

Ciertos juguetes nuevos dan pavor. No olvido las semanas que pasé titubeando frente a mi primera computadora equipada con módem. Venía con un cupón válido por dos meses para conectarse supuestamente gratis a Internet; mismo tiempo que conseguí resistir a la tentación, sabiendo de antemano que era causa perdida. Tanto así que temía fundadamente que la llegada de ese juguete empezaría por sacudir, trastornar y monopolizar mi vida -situación suculenta de por sí- tal vez aun con mayor contundencia de la que alguna vez me tuvo varios meses rebotando entre el Zelda y el Supermario, presa de una obsesión que no dejaba espacio para más. Y así fue, por supuesto. Tardé cinco años en sacudirme del vicio online.

     No quiere uno ni imaginar la depresión que le provocaría sentarse un día a hacer cuentas de las horas que se ha pasado virtualmente postrado frente a unos y otros monitores. Por eso ahora miro hacia la guitarra de juguete del Guitar Hero III con un recelo apenas superior al deseo de estrenarla inmediatamente. Uno al fin se conoce, sabe que apenas necesita de un impulso pequeño para caer en picada, obsesión abajo.

 

     Pienso en una película: Hasta el fin del mundo, de Wim Wenders. La mujer que comienza su viaje al ínfinito íntimo saliéndose arbitrariamente de la carretera, y un día se descubre atrapada por el pequeño monitor donde observa sus sueños obsesivos. Wenders, que habíase arriesgado a construir una historia de ciencia-ficción a corto plazo, cometió un solo error: ignorar Internet, aunque no la inminente adicción al monitor. ¿Existe una superstición más obtusa y retrógrada que la de suponer que el mundo entero cabe en un monitor? No obstante, vive uno como si así fuera. Se va de monitor en monitor, en ocasiones con la urgencia patológica que se atribuye al furor uterino, asumiendo que el mundo es quien ha cambiado.

     Las víctimas frecuentes del monitor solemos inventarnos los pretextos más estrambóticos, y hasta hacerlos pasar por razonables, para justificar la adquisición de otro juguete. No vayamos más lejos: compré el Nintendo Wii, equipado con un mecanismo que detecta los movimientos corporales, con la excusa de que me serviría al menos para hacer ejercicio. Y ayer mismo, angustiado tal vez por el creciente magnetismo de mi guitarra nueva, corrí a hacerme con el Final Cut Express 4, pretextando que más valía obsesionarme con editar video que desvelarme estúpidamente con el Guitar Hero III.

     Normalmente combato esta clase de conductas desordenadas con la compra de alguna novela, que uso como detente durante las horas de alta tentación. Pero no bien el libro me suelta, los monitores pelean entre sí por mi favor, y entonces necesito decidir entre editar imágenes, jugar con el Nintendo, ver un concierto en dvd o buscar una buena película en la programación, asumiendo con ello los diversos grados de culpa que cada una de estas actividades implica, diríase que inversamente proporcionales al tamaño del monitor. No dudo que haya quien se atreva a ver películas en la pantalla de un teléfono celular, pero tampoco me parecería extraño que cualquier día se tirara desde un séptimo piso sin más explicación.

     Nunca he simpatizado con esta suerte de argumentación catastrófica, excepto cuando viene esa ola de extraño puritanismo que con cierta frecuencia nos revuelca justo antes de recaer en el vicio de siempre a través de uno nuevo. Que al final es idéntico a los anteriores, si ha de juzgarse por sus puros efectos. Juguetes miserables: piensa uno que son suyos y resulta al revés. Game Over. Game Over. Game Over. Por lo pronto, ya estamos en la última línea. Cambio de monitor.

 

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26 de febrero de 2008
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Eclipse total en la mitad del mundo

Supón y haz suponer que ahora es la hora de contar ficciones. Has leído en la página web de la NASA que un eclipse total de luna ocurre solamente durante el plenilunio, una vez que el satélite queda del todo inmerso en la sombra del planeta. Hoy que recién dejaste la mitad de ti en la mitad del mundo te preguntas, aún dentro del avión que te tiene flotando en la zozobra sobre las nubes densas de Brasilia, qué consecuencias tiene un eclipse lunar, como otro se preguntaría cuándo ocurrirá el próximo terremoto. Nada que uno pudiera responder, sensatamente al menos, pero tampoco está el horno para bollos. Hará una media hora, o así te lo parece, que el avión sobrevuela esta ciudad horrendamente geométrica que una vez pretendió parecer del futuro, y de pronto el futuro, tu futuro, ya está en tela de juicio desde que la mujer atrás de ti se abrazó a su marido y empezó a sollozar.

     ¿Afectan los eclipses lunares a los aviones? La pregunta suena bastante estúpida, pero igual te conforta más que contemplar la tormenta en las ventanillas y seguir dando tumbos con todo y asiento. Van dos intentos de aterrizaje fallidos, cada vez se escucharon suspiros alarmados y se adivina el rechinar de dientes. Asimismo soportas el súbito fastidio de estar sentado a un lado del pasillo, no puedes ni aspirar a asomar la cabeza y comprobar si acaso hay otra cosa que bruma allí debajo. Así estaba la noche en Macapá, tanto como la madrugada en Belem. Es la segunda escala y la lluvia no para, siempre será más cómodo preguntarse si acaso hay algo raro con el eclipse, en lugar de tener que hacerse mala sangre calculando -la paranoia lo hace sin ayuda de nadie- si con este aguacero se puede aterrizar de alguna forma. "Que nadie se preocupe", afirma el capitán por el altavoz, "tenemos todo bajo control". Eso mismo decía la revista de abordo de Varig sobre la compañía, antes de la debacle que casi la borró del mapa. Además, el eclipse terminó. Era la medianoche en Macapá cuando la sombra estaba en su apogeo, de forma que la luna fue desapareciendo hasta volverse sombra entre las sombras.

     La señora de atrás ya llora abiertamente, mas casi no la escuchas. Sigues con la cabeza inmersa en la mitad del mundo, cierras los ojos y recorres de nuevo la costera mojada por el Amazonas, la avenida Fab, la Hildemar Maia, los semáforos antes del aeropuerto. Resuena en las paredes del cráneo la canción de Belle & Sebastian que día y noche salía de las bocinas del Toyota Corolla donde todas las tardes mudabas de hemisferio y ya sólo por eso creías acreditar la magia circundante. No debería estarse en la mitad del mundo sin consecuencias, menos aún en medio de un eclipse. Piensas por ocio, de un modo juguetón y ya sólo por eso tranquilizador, que si ahora mismo se cayera el avión, te pescaría la muerte con la cabeza en la mitad del mundo. Cosa linda ha de ser morir imaginando que se vive feliz e intensamente.

     El miedo es contagioso, se supone, aunque muy rara vez te lo han ocasionado los aviones y ésta no es la excepción. Es apenas algún desasosiego escurridizo, te incomoda el sollozo que aún repta desde el asiento trasero. Son ya más de las seis de la mañana en el avión de Tam, por la noche estarás en uno de Aeroméxico. Piensas, igual que tantos, que no vas a morirte en un avión. Sería ridículo, te dices luego de los últimos tumbos. Además tienes cosas por hacer. No imaginas la posibilidad de no volver a la mitad del mundo, o la de nunca más ver un eclipse ni fundirte en los ojos astrales de una genuina Princesa Amazónica.

     Aterriza el avión en Brasilia, dentro de unos minutos despegará de nuevo, camino de São Paulo. La señora de atrás todavía se abraza a su marido, que la ignora y se esmera en poner cara de tipo duro a toro pasado. Cierras los ojos sólo para instalarte en la imagen vivísima donde vuelves corriendo a la mitad del mundo y la luna persiste en esconderse y el avión no despega y se alarga el eclipse, noche tras noche. Quienes que más saben de esto le llaman saudade.

 

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22 de febrero de 2008
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El Boomeran(g)
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