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Blowin' in rewind

Por 28 de febrero de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Ingresé al culto cuando ya era tarde, y para colmo lo dejé temprano. Supongo, sin embargo, que cuando lo escuché por primera vez era ya un dylaniano. Casi todo el mundo lo es por estos días, y el que no ya se esfuerza por parecerlo. Su influencia es tan inmensa que me cuesta trabajo pensar en gente inmune a ella, pero aún más difícil parece vivir soportando la cruz de ser Bob Dylan. ¿O es que alguien todavía lo considera persona?

     Canta horrible, de pronto, y eso uno lo disfruta especialmente. Desentona a propósito, destroza sus canciones con tal de reventar las expectativas, pero si no lo hiciera no sería Bob Dylan. No saluda a su público, ni lo mima, es como si tuviera el placer de ignorarlo. Nunca, que yo recuerde, lo vi bailar. Hoy mismo, hace unas horas, con trabajos movía la pierna izquierda (las manos en las teclas, tieso, cool como sólo él consigue serlo). Tengo en momentos la impresión de que a gran parte de los que me rodean les interesa menos escucharlo que verlo, y ni siquiera sé si también sea mi caso.

     Llegué, de cualquier forma, libre de expectativas. No esperaba siquiera que tocara una sola canción conocida, y si se le ocurría cantar I Want You la distorsionaría tanto que de seguro tardaría media canción en darme cuenta. O tal vez era esa la expectativa, que hiciera estrictamente lo que se le antojara. ¿No era tal la razón que a tantos nos llevó a seguirlo con una preferencia rayana en beatería? Y esta noche, tan lejos ya de aquellas veladoras, ese look de bandido de Las Vegas me parece sublimemente ridículo, y lo sería sin duda si no fuera Bob Dylan quien lo ostenta.

     Se dice uno que vino a verlo y oírlo, pero ya entrado en gastos se da cuenta que basta con reconocerlo. La voz, la armónica, la pose, la ronquera, el estilo que casi nadie se ha librado de copiar un poco. Sus palabras barridas que apenas si se entienden, su actitud de lunático soberbio, de profeta undercover y poeta underground, patentada en los años en que ser subterráneo era un grave pecado social y no, como hoy, una medalla al mérito para crápulas wannabe. Lo reconozco para reconocerme, y acto seguido me desconozco porque a ratos me doy permiso de aburrirme, muy dylanianamente.

     Ver en estos momentos a Bob Dylan es como darse cita con un amor de la adolescencia. Menudean las señas de identidad, pero ya ni uno ni otro son los que eran. Alguna vez coleccioné versiones de Just Like A Woman, casi todas de Dylan en diversos conciertos, casi ninguna similar entre sí. Y lo más lindo era que la despedazara, nadie nunca lo haría como él, aunque por eso mismo y por más que lo intente su maldición consiste en nunca poder dejar de ser el entrañable monstruo que creó. Dylan: fuimos legión quienes quisimos ser como él y tuvimos la suerte de que fuera imposible. Valdría preguntarse si varios de los tránsfugas del culto no cedimos a la comezón de ir a verlo sólo para acabar de entender que nadie más que Dylan es Dylan. Y en fin, amén.

 Dylan, por Milton Glaser.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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