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Hit me with your best shit

Por 14 de marzo de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

A lo largo de Tu rostro mañana, Javier Marías habla de tres personas que bailan. El narrador los mira desde la ventana, si bien no alcanza a escuchar su música. La escena vuelve cada tarde a mi cabeza desde que comencé a jugar con la guitarra frente a la pantalla, y de paso ante el ventanal que da a la barranca. Al otro lado hay casas, pero se ven distantes. ¿Cien metros, ciento veinte? Podrían ser menos, incluso, pero el astigmatismo no ayuda a establecerlo, menos si se apandilla con la miopía. Veo bien, según yo, pero de lejos como que se emborrona el paisaje. Veo bien las ventanas, y de repente algunas sombras detrás, pero lo cierto es que me importa poco cuanto pueda ocurrir en su interior, y ello me hace creer que a ellos tampoco les interesa lo mío.

     Uno cree, o se consuela creyendo, que los demás están por siempre lejos y en lo suyo. Que comparten incluso sus limitaciones, porque si yo no veo claramente cuanto pasa detrás de sus ventanas tampoco ellos verán tras de la mía. Serán también un poco miopes y astigmáticos, lo pensarán dos veces o cincuenta para operarse los ojos. Podría cerrar la persiana, pero la luz externa me mejora el humor y no me da la gana cerrarla. Vamos, que no tengo ni el tiempo. Miro hacia la pantalla, voy moviendo los dedos al tiempo que las piernas intentan una suerte de balance rítmico, aborrezco de pronto las distracciones. De aquí hasta que termine, maldito el que me llame por teléfono.

     ¿Pueden mirarme los distantes vecinos desde sus ventanales? No es francamente mucho lo que me preocupa, aun con esta guitarra blanca de juguete que muy difícilmente me dará galanura, o al menos gañanura, que también sirve. Los vecinos de al lado, en cambio, deben de estar podridos de escuchar durante horas el mismo sonsonete. Pero no tengo tiempo para pensar en ellos. Todo mi mundo ocurre al centro de la pantalla, donde recibo puntillosas instrucciones en una suerte de clave morse rítmica que me tiene aquí tieso, de pie frente a la tele, con los dedos corriendo tras la voz que de nuevo suplica que le dé con mi mejor golpe.

     Hit me with your best shot, insiste la canción y yo otra vez maldigo mi suerte porque me he equivocado ya más de siete veces y eso me deja una vez más por debajo de la marca de ayer. De repente me duelen las piernas, antes por la tensión que por el cansancio, pero una compulsión conocida me compele a oprimir el botón verde y arrancar otra vez con la canción. Deben de haber ya dado las seis de la tarde, tenía un par de cosas por hacer pero creo que ya no. Antes tengo que cometer menos de siete errores en las 242 notas de la canción. Aquí viene mi best shot.

     No sé si sea realmente más difícil aprender a tocar la guitarra o alcanzar un progreso sensible en el Guitar Hero III, pero entiendo que tomar clases de auténtica guitarra será por fuerza menos entretenido, o no tan compulsivo. Solían decir mis tías que quien aprende a tocar la guitarra siempre será bienvenido en las fiestas, pero es tarde para eso. En las recientes tardes he ido encariñándome con esta guitarrita ridícula cuyos cinco botones de colores me permiten subirme a la canción y me premian con la barata sensación de estar tocando los sonidos que escucho, mientras piernas y brazos se coordinan con ansiedad escrupulosa para evitar otra metida de pata. Me pregunto si no los vecinos al otro lado de la barranca me ven y se divierten haciendo chistes a mis costillas cada vez que termina la canción y levanto una pierna en ademán salvajemente triunfador. Me llamarán tal vez Onán el bárbaro.

 

     En la novela de Javier Marías, el narrador es invitado a unirse a los bailarines. "Ven", le dicen a señas. Dado que el Guitar Hero III trae su público incluido -si el guitarrista se equivoca de más, la gente lo abuchea y le obliga a bajar del escenario-, dudo que invitaría a nadie a venir hasta el escondrijo donde practico un vicio solitario que no me enorgullece, pero igual no le da la gana soltarme. Lleno el tiempo de nada, ya lo sé, pero un imperativo oscuro y terminante sube de las caderas a los dedos como la chispa de una mecha corta para excitar más de una glándula lujuriosa, en tanto el coco exige que termine el solo sin cometer otro pecado de disritmia, y de pronto ya no manejo una guitarra de juguete sino un raro vehículo de placer que me encierra entre cuatro bocinas estruendosas y por mí que se caiga el mundo, mientras tanto. Vicio de mierda, mira a lo que me orillas.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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