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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Ni llamen al oftalmólogo…

No hay envidiosos; hay admiradores bizcos, escribió Carlos Drummond de Andrade para consuelo de tantos maladmirados. ¿Debería extrañarnos, no obstante, advertir aquel súbito estrabismo que no es sino el reflejo de un sentimiento inconfesablemente chueco y sin duda humillante para quien lo alberga? Ahora bien, no es lo mismo anhelar la posesión de algo que otro tiene, que mirarse tentado a arrebatárselo, ya no para tenerlo sino de menos para destruirlo. La rabia desatada del ladrón que, antes de huir de vuelta por la ventana, castiga con navaja implacable sillas, cama y sillones de la casa que acaba de robar. La satisfacción mustia de la vecina que vio al ratero entrar y bien pudo llamar a la policía, pero eligió el placer de ver a los de enfrente despojados y tristes, para que se les quite lo presumidos. El pesar falso de los falsos amigos que al enterarse del artero despojo no pudieron por menos de experimentar un consuelo mezquino como usurero divorciado.

     Mal hace quien se deja malquistar por la rabia secreta de un admirador bizco, cuando tendría que dejarse envanecer por homenaje tan inesperado, y encima irrefrenable. La envidia es un relámpago que toma por sorpresa hasta al más envidioso; de ahí que el envidiado tenga de menos una oportunidad para advertir el malestar que ocasiona su buena suerte de mierda. Nada que se le escape a un ojo atento, por eso el ostentoso profesional nunca se olvida de registrar -de riguroso reojo, si es posible a través de algún espejo- la reacción predecible del envidioso. Esa punzada pronta y traicionera que sus ojos no saben ocultar, ya sea porque miran chueco hacia el coche, el reloj, la ropa, la mansión que no tienen ni a este paso tendrán, o porque creen que al ni siquiera mirarlos reflejan el desdén de quien no se interesa por lo material. Pero los ostentosos -varios entre los cuales conocen a la envidia de primera mano- rara vez se equivocan, toda vez que lo suyo es gozar de esas bizqueras que tan escrupulosamente provocan.

     Poca cosa es, no obstante, la dicha plástica del presumido pro si se compara con la sonrisa angélica de los auténticos dichosos y agraciados, que de pronto lo son sin enterarse casi, ni por supuesto olerse que alguien a sus espaldas, o hasta en su mera cara, se retuerce como una almeja con limón y piensa ya en la forma de zancadillarle. No es que el dichoso quiera embarrarle su bienestar al desdichado, sino que cada uno, desde donde está, es incapaz de imaginar el estado mental del otro. Los dos se han convencido a su manera de que el día de mañana será igual al de hoy. Óptimo el uno, nefasto el otro. El pesar y el contento son tan subjetivos como su percepción. El que envidia percibe, con los ojos y el alma igual de torcidos, que las vidas de varios entre los demás parecen preferibles a la suya. Le resulta más fácil y satisfactorio, y al mismo tiempo menos riesgoso y cansado, sentarse a ver caer a los demás que levantar un dedo para rescatarse.

     El admirador bizco no precisa siquiera que sus amigos entrañablemente aborrecidos sean ricos, felices o afortunados. Son legión los pudientes que día a día pierden el sueño y el sosiego pensando sin provecho en las pequeñas cosas que no pueden comprar. Ilusiones, ingenio, simpatía, sex appeal. No todos pueden darse el lujo de tenerlos, por eso luego nada hay como la ostentación extrema para cubrir la envidia bajo un manto engañoso de inverosimilitud. ¿Cómo va el envidiable a envidiar a nadie? Pero pasa que, tal como el comprador compulsivo siempre encuentra motivos para embarcarse en nuevos gastos y deudas, al admirador bizco nunca le faltarán motivos para torcer la vista y a ratos delatarse, como un niño. O como un pobre diablo cuyos ojos pirómanos sueñan con prender fuego al bien ajeno y pisotear alegremente sus cenizas.

     Si no fuera por los admiradores bizcos, millones de envidiados estirarían la pata sin saber cuán felices fueron en vida. ¿Cómo negar que la fotografía mental de la jeta del envidioso es uno de los pocos consuelos para quien está solo en su felicidad y nadie va a creerle si se queja? Hay quienes son felices ya sólo de enterarse que otros los creen felices y se hacen mala sangre por eso. Tal vez lo más amargo de ser envidioso sea verse condenado a practicar la generosidad de los mezquinos, que sin dar un centavo al envidiado le concede en secreto tesoros y alegrías inagotables. Nada, eso sí, que no pueda minimizarse torciendo la mirada y subrayando con alguna sorna que el interfecto tiene una sonrisita de imbécil que no veas.

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29 de mayo de 2008
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Examen de inconsciencia

Nunca fui escrupuloso para ese engorro del examen de conciencia. Por fortuna ya había descubierto el paquete de pecados multiformes que reúne a los malos pensamientos, de cuya comisión inminente y periódica no había que pomernorizar ante el cura. Cada vez que, de acuerdo a las cuentas de mi madre, me tocaba formarme ante el confesionario, llevaba a cabo el tal examen como quien cumple con algún requisito burocrático obsoleto. Reunía tres pecados regulares, como decir mentiras, repetir palabrotas y desobedecer a mis padres, sumaba el comodín de los malos pensamientos y así tenía listo el póker de la absolución. Armado ya con el salvoconducto del perdón fresco, dábame una vez más a la oficiosa exploración de la inconsciencia, quehacer que comúnmente no requiere otra prueba que la de fuego.

     Escribir una historia es, lo quiera uno o no, realizar una larga prueba de inconsciencia. Reinventar el pecado hace años cometido según se empeña en traerlo de vuelta la nostalgia. Si, como cuenta Zeca Baleiro, la saudade es una película pálida "que el corazón quiere ver colorida", las confesiones del inconsciente contienen cada una de las tonalidades precisas para que la nostalgia por lo no vivido sea tan honda y nítida como el origen del déjà vu. Ciertas noches transcurren solamente a la caza de esas carnadas. La canción adhesiva que desde el primer día alebrestó más de un campanario recóndito. Aquel coro románticón que brochazos mediante podía servir para inspirar los pasos de un personaje trágico. Esa videoantigualla que te deja mirarte de regreso con las muñecas tiesas y las yemas dolientes y las uñas punzantes de tantos y tan raudos nintendos.

     A partir de este punto cualquier cosa se vale, e incluso se diría que de muy poco vale el recuerdo dorado frente al poder morboso del bochorno traumático. No escribe uno para ir tras los mejores recuerdos, sino para tratar de reinventar los que menos espera, y de repente peor rememora. Los necesarios, que con cierta frecuencia prefieren adherirse a la canción que entonces no aceptaste apreciar porque te parecía imperdonablemente cursi, y hoy resulta que tiene más trozos de memoria pegados que las que te gustaban y por tanto empalmaron los bastantes recuerdos para ya no aspirar a singularidades mayores. Pocos deleites encuentro tan gozosamente clandestinos como exprimir el tuétano de una cierta canción que oficialmente no me gusta, con la coartada de que a mi personaje le emociona hasta las lágrimas. He de hacer lo que él hace, en lo posible, y a menudo ello empieza por escuchar su música.

     ¿Tan fácil soy de olvidar?, me pregunta Engelbert desde la zona tórrida del iTunes, entre la incomprendida Delilah de Tom Jones y la versión gloriosamente Vegas de There's a Kind of Hush. Que conste que esto último no es que lo diga yo, sino la señora N., que en los años sesenta, antes aún de alumbrar al protagonista de la historia, comparte con sus mismas enemigas la pasión por Jones y la debilidad por Humperdinck. A Delilah se le supone una balada querendona, a pesar de esos acordes melodramáticos que no permiten predecir final feliz alguno, mientras la letra cuenta en primera persona la historia de un asesinato pasional, a cuchilladas. ¿Por qué tiene que estar Delilah en mi historia? Porque sin ella se me caería la historia, y eso tanto consciente como inconscientemente me enciende cada una de las alarmas, y ya no queda allí más que correr en pos del primer astro de casino que prometa sacarlo a uno del apuro.

     Cada vez que se cumple el gusto húmedo de escuchar a su Engelbert interpretando There's a Kind of Hush, la señora N. experimenta unas agridulces ganas de llorar, pero el día que muera su marido es probable que baile sola escuchando Release Me a todo volumen.

     Mi madre no logró que ya en la edad adulta siguiera visitando al sacerdote, pero he aquí que contra mi voluntad me heredó religiones paganas que no puedo más que endosar a personas ajenas, como la señora N. y su hijo J., inoculados ambos asimismo del virus Jones & Humperdinck. Nada que sea visible durante un chato examen de conciencia.

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27 de mayo de 2008
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¿Dónde está Wendy?

Más que un álbum de música, parecía un juguete. O mejor todavía, un audiojuego. Si lo escuchaba uno dentro de un coche con cuatro bocinas, los sonidos saltaban y daban vuelta de una a otra bajo una suerte de efecto marquesina que lo llevaba a uno del feudo del Hi-Fi al reino del Sci-Fi sin estupefacientes de por medio. No en balde Stanley Kubrick había encomendado al mismo autor -por entonces llamado Walter Carlos- la música de su Naranja Mecánica, que era otra fechoría con un extraño gusto a caramelo en extremo acidulado. La combinación de Bach y Moog podía sonar plana y primitiva, pero al cabo eran esos también sus encantos. Nadie le exige a un juego que cumpla con más reglas que las propias.

     Que del primer experimento formal con un sintetizador saliera el primer disco de platino con música de Bach podía fastidiar a los puristas, pero igual, a su modo, profetizar los éxitos futuros de Philip Glass, que por entonces se pagaba el vicio de hacer música recorriendo Manhattan en su taxi. Aún hoy -y es posible que especialmente hoy, con parte ya del augurio cumplido- los sonidos del Switched-On Bach conservan la virtud de permitirle a uno asomarse al futuro. Valdría preguntarse si la misma Clockwork Orange mantendría impoluta su vigencia sin el trabajo de Walter Carlos (quien terminada la película persistiera en su tendencia a la vanguardia por la vía de una por entonces osada cirugía, que acto seguido lo convirtió en Wendy Carlos). Aún hoy siente uno que compra ciencia-ficción cuando se deja ir como un zopilote sobre la caja con los cuatro volúmenes del Switched-On. En mi caso, un objeto de culto instantáneo.

 

     A Wendy le disgusta sobremanera que le recuerden la existencia de Walter, pero a algunos no acaba de gustarnos que Wendy asome la cabeza y abra la boca cuando no debe. No he descendido aún del entrañable platillo volador cuando escucho la voz de una mujer añosa que habla sobre el trabajo original. Walter según Wendy. ¿Qué hacen esas pistas con la voz del autor ahora que ya es autora y más parece guía de museo? Afortunadamente, el aparato cuenta con la tecla delete, que se salta las pistas indeseables. Pero a veces lo olvido, y una vez más la puntillosa Wendy se encarga de sacarme del hechizo con su intervención. ¿Pensará acaso que uno quiere escucharla a ella tantas veces como a la música? Tampoco es agradable certificar que doña Wendy redujo drásticamente el tamaño de las queridas portadas originales para que la veamos a ella sosteniéndolas. Ahora bien, exigir o esperar que la señora Carlos entre completamente en razón, después de haberse dado a inventar un futuro que todavía hoy se asemeja al futuro, es pedir demasiado y hasta pecar de ingenuo.

     Cada dos o tres meses, desde que la compré, la caja con las cuatro piezas principales del trío Bach-Moog-Carlos se apodera del aparato y me instala en su atmósfera onírica con un extraño poder de convencimiento, de pronto comparable a la Técnica Ludovico. Ahora mismo, las cinco de la mañana, los ecos juguetones del Moog bien temperado van y vienen por entre las paredes de la casa con una nitidez que sobresalta. Bien oído, diríase, no es del todo imposible que ya esté soñando. 

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23 de mayo de 2008
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La inconcebible historia del blog asesino

Sarah y Megan solían ser amigas. Nacidas ambas en 1993, compañeras de escuela en O'Fallon, Missouri, vivían con sus familias a cuatro puertas de distancia. Cierta vez, al final del verano de 2006, la amistad se apagó, merced a uno de esos pleitos fáciles que de un día para otro inauguran pequeñas enemistades entre niñas que pugnan por ser adultas. Todavía indignada, Sarah Drew contó su personal versión de los hechos a su madre, Lori, quien de inmediato se ofreció a apoyarla. Sólo que más que darle consejo u opinión, la madre decidió entrar en la pelea.

     ¿Cómo combate una mujer de cuarenta y nueve años a una niña de trece? Lori Drew conocía bien a Megan Meier. Sabía que tenía problemas de autoestima, seguía una terapia contra la depresión y apenas con nueve años había mimado pensamientos suicidas. Era una niña frágil y ella una mujer dura; con la ayuda de una artimaña fácil podría averiguar cuanto decía acerca de su hija, y llegado el momento escarmentarla. Por eso no tardó en abrir una cuenta en MySpace, a nombre de un galán inexistente: Josh Evans, 16 años, apuesto, cariñoso, diestro en guitarra eléctrica y batería, sin teléfono. Poco tiempo después, Meg recibía una solicitud. Un tal Josh Evans deseaba ser su amigo.

     Durante seis semanas, Megan vivió feliz. La relación virtual, convertida en pequeño noviazgo tras todos los halagos recibidos, había hecho milagros por su autoestima. En tanto, Lori Drew estimulaba a su hija a seguir adelante, y hasta solicitó la ayuda de otra cómplice: Ashlee Grills, 18 años, empleada de Drew Ad Vantage, el negocio familiar. ¿Cómo iba a imaginar la enamorada Meg que al otro lado de los cables se hallaban tres mujeres inventándolo todo y acaso divirtiéndose a su costa? Quien recuerde cómo era el amor a los trece años -una pasión tan fresca como tiránica de la que no se escapa ni durante el sueño- sabrá cuán alto ya flotaba Megan en el momento del desengaño.

     Lori Drew no se había conformado con hablarle de amor a Meg. Decidida a humillarla a golpes de vergüenza, la llevó a referirse a temas sexuales y explayarse al respecto, para después usarlo todo en su contra. Intempestivamente, cuando Megan ya hablaba de invitar al tal Josh a su próxima fiesta de cumpleaños, apareció en su blog un mensaje agresivo. Josh la invitaba a terminar la relación, pues había escuchado que Meg "no era buena persona con sus amigos". Ante su desconcierto, el falso pretendiente procedió a desvelar sus conversaciones privadas entre sus conocidos. Se trataba de avergonzarla delante de todos, que en la escuela y el barrio se burlaran de ella. Llamarla "puta" y "gorda" públicamente. Destruirla a sus trece años, arruinar su cumpleaños número catorce.

     "Ya todos en O'Fallon saben cómo eres. Eres perversa y todos te odian. Ojalá que te espere una vida de mierda. El mundo sería un mejor lugar sin ti." Tal fue el texto del último mensaje firmado por Josh Evans. Mismo que Tina, la madre de Megan, no alcanzó a ver a tiempo, pues se hallaba ocupada en reprender a su hija por no haber cancelado su cuenta en MySpace cuando se lo exigió. Anochecía en O'Fallon, Missouri, cuando los padres de Megan Meier subieron a su cuarto y la encontraron moribunda en el closet, colgando de un cinturón atado al cuello. Al día siguiente fue declarada muerta.

     Apenas se enteró de que la niña estaba en la ambulancia, Lori Drew exigió a Sarah y Ashlee que cancelaran la cuenta y no abrieran el pico en modo alguno. Luego acudió al sepelio, dio su sentido pésame y lamentó sonoramente la tragedia . La policía, a su vez, dio el caso por cerrado. Pero Ashlee no pudo con el remordimiento, así que en pocos días acudió a visitar a los señores Meier y les contó la historia de Josh Evans.

     ¿Qué castigo le espera a quien se atrevió a hacer lo que Lori Drew? En Missouri, ninguno. La crueldad no es delito, según esto. Pero no todos pensaron igual. Pronto, un pequeño ejército de bloggers se aplicó a la tarea de lanzar a la fama a la señora Drew. Publicaron la historia de Megan, así como el teléfono y la dirección de la familia Drew, que desde entonces se queja de diversas formas de acoso, como llamadas anónimas, ventanas rotas y puertas pintadas. Han puesto incluso cámaras y realizado denuncias, pero la impopularidad de Lori Drew es demasiado grande para esquivar a tantos malquerientes, de modo que el negocio familiar ha sido boicoteado hasta la quiebra. Hace unos días, además, que la mujer enfrenta cargos federales por usurpación de identidad y violación de normas de MySpace, que le pueden costar hasta veinte años de cárcel. Un castigo que a uno se le antoja pequeño, incluso comparado con la condena implícita en seguirse llamando Lori Drew y ser aborrecida dondequiera que vaya.

     Los villanos, no obstante, tienen sus propios códigos. Hasta hoy, la señora Drew jura no conocer el remordimiento. ¿Karma? ¿Cuál karma? Según ella, es perfectamente inocente. Duerme bien. No acaba de entender por qué razón los vecinos no le hablan, o le hacen malas caras, o la insultan. ¿Quién, que viera su foto tan sonriente, sosteniendo en los brazos sendos periquitos, la creería capaz de ilusionar a una niña de trece años a lo largo de seis semanas de ficción execrable, para luego humillarla hasta destruirla? Tal vez la gran ventaja de concebir maldades inconcebibles sea poder tacharlas de inverosímiles. Ir a dar al infierno y allí mismo jurar que todo fue un error. No es lo que ustedes piensan, señores demonios. Si no me creen, hablen con los pericos.

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21 de mayo de 2008
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No todos temen al karma

Las ideas perversas suelen ser tan vulgares como quienes se atreven a ponerlas en práctica, pero al pensarlas uno se siente original. "Me doy miedo", se dice, con alguna orgullosa vergüenza, como si antes millones de canallitas no hubiesen concebido idénticas o equivalentes ruindades. De niño, me pasé incontables noches obsesionado con el trazo de un crimen perfecto. No iba a matar a nadie, pero me divertía teorizar al respecto. Saber que, si quería, podía escabecharme a un semejante. Luego, en la adolescencia, el juego predilecto de mi gang consistía en imaginar torturas tan insoportables que no quedaba más que retorcerse primero y carcajearse después; como aquella del tubo de vidrio roto en varios pedazos hacia dentro del meato urinario. Cosas que uno creía en esencia imposibles, pues no pensaba hacerlas ni imaginaba que otro las hubiera pensado. Cosas para contarse, como en un juego donde todo se vale porque nada es verdad.

     No sabría decir cuántas canalladas he llegado a planear, entre otras cosas porque es mi trabajo. Cuando encuentro que alguna tiene buena pinta -podría funcionar, si se intentara- la guardo en el cajón de las armas nucleares, para el uso y abuso de mis personajes. Gracias a ello, disfruto de una impunidad ilimitada, amén del privilegio de gozar de principio a fin la canallada, con el pretexto de que nunca pasó. Tortura uno a los personajes, y a veces se atormenta junto a ellos, por el puro placer de imaginar lo que más teme y ponerlo en escena de alguna forma convincente. Sufrir y hacer sufrir a las hipótesis: qué prurito sabroso.

     Las ideas perversas parecen más perversas cuando además se valen de la cobardía. Una amenaza, una calumnia, un insulto o una indiscreción resultan más arteros y antipáticos si son anónimos. No estaría muy seguro de seguirme respetando si un día me valiera de una artimaña así, pero lo peor sería que, cometido el crimen, ya no podría escribirlo sin delatarme. Y eso sí que saldría demasiado caro, más que el karma y el cargo de conciencia, que al final se negocian de infinitas maneras. Pensé algo así después de concebir la idea del Cyrano From Hell. Una suerte de terrorismo romántico que por entonces creí original.

     El plan, que en sí mismo invitaba a narrar la historia, consistía en hacerle la guerra a un equis enemigo solitario. No a fuerza de amenazas, sino de ilusiones. Enviarle una tras otra cartas apasionadas y anónimas, ir llenando su soledad con una ilusión hueca que al final destruiría con la noticia de que su remitente falleció. Un plan que al fin me parecía imposible, pues requería de una mente cruel y sistemática, amén de varios litros de mala leche. ¿Quién sería el imbécil resentido capaz de semejante masacre emocional? Tenía ahí a un personaje, con el perfil completo de la historia.

     No pasó mucho tiempo antes de que el proyecto se me viniera abajo a medio cine. Sin remitente, se llama la película de Carlos Carrera donde una adolescente destruye a un vecino viejo y solo haciéndose pasar por anónima enamorada. Al cabo consolado por la buena factura de la película, me temí sin embargo que aquella canallada fuera un lugar común en el menú de los hijos de puta. ¿Quién, que tenga los pocos escrúpulos para llevar a cabo un plan así, no puede ir más allá con la imaginación y concebir maldades realmente originales, desde ese territorio donde todo es posible porque ya se han saltado todas las trancas?

     En pleno 2008, una historia como ésta es puro costumbrismo. Nunca el anonimato -aun y sobre todo el agresivo- estuvo tan de moda. Nunca antes fue tan fácil penetrar en la intimidad de cualquiera. Vamos, que las ideas perversas ni siquiera parecen perversas. Hasta que un día aparece el primer muerto, confirmando que las palabras también matan...

 

Mañana, aquí: La inconcebible historia del blog asesino.
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20 de mayo de 2008
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Así se empieza, hijo

Es científicamente comprobable que a las malas amistades también se les alerta, desde niños, justamente contra las malas amistades. Recuerdo al director de la escuela previniendo a mi madre contra la cercanía de cierto compañero incorregible, a cuya madre había prevenido a su vez contra mi mala influencia. ¿Cómo quebrar, no obstante, la simpatía natural que florece entre aquellos amigos automáticos que se adivinan mutuamente perniciosos?

     Mi madre siempre estuvo convencida de que ese repetido desapego a las buenas costumbres aprendidas en casa sólo podía deberse a las malas amistades. Hasta el día en que, con dieciséis años, estrellé un carro espectacularmente a medio centro de Tlalpan. Mérito suficiente, según el Ministerio Público -que por entonces se declaraba incompetente para juzgar a un moco de mi edad- para enviarme a pasar la noche al Consejo Tutelar para Menores Infractores, antes de eso llamado "Tribunal de Menores" y mejor conocido como Tribilín. A partir de ese día, ya no pudo la autora de mis días culpar a los compinches de la cuadra por la segura perdición del único vecino que conocía por dentro el Tribilín

     Fueron sólo siete horas, pero nunca volvieron a tratarme igual. Era ya, oficialmente, una mala amistad. Había instituciones que así lo constataban. Poco o nada importaba que la fechoría acreditada fuese un simple accidente de tránsito, el hecho de saber -merced a los relatos hechizados que no me ahorré ante uno solo de mis vecinos, quienes bebían de la narración con quijada caída y ojos saltones- que durante cada una de aquellas horas había llevado puesto el uniforme del Tribilín, me etiquetaba como proscrito. ¿Qué puede uno hacer en esas circunstancias, sino esforzarse por estar a la altura de las expectativas generadas? Si tanto me gustaba contar las aventuras, y creía que antes o después lo haría por escrito, no podía por menos de reunir todas cuantas pudiera. Curiosamente, nunca más me volvieron a faltar los amigos.

     Dentro del Tribilín hice sólo un amigo, que como yo venía de la Delegación Tlalpan, había chocado y no cumplía aún los diecisiete. Pero era una porquería de sujeto. En las horas que malvivimos ahí dentro me contó de los coches que había desvalijado, los animales que mató a balazos y las incautas a las que atiborró de yohimbina. El Kikis, lo llamaban. Tenía dos guardaespaldas y sabía disparar ametralladoras. Ninguno de los dos sabíamos aún que nuestra respectiva inclinación por la vagancia nos valdría un boleto para cursar de nuevo el cuarto de bachillerato, ni que mi nueva escuela -donde en principio nadie estaría enterado del Tribilín Affair- sería justo aquélla donde el Kikis había reprobado el curso.

     A ver si otra vez te haces mala fama..., aconsejóme mi querida madre, diríase que en tono de amenaza, cuando llegó el primer día de clases. Aun, pues, con las ganas de contar a mis nuevas conocencias todo sobre el periplo carcelario de marras, logré con mi silencio que durante la primera semana ninguno me mirara con el miedo magnético que suelen inspirar las malas amistades. ¿Cómo iba a imaginar que el lunes siguiente se haría presente el Kikis, en calidad de ex alumno añorante? No bien me saludó -para asombro de varios entre mis compañeros, que lo consideraban maleante aventajado- uno de ellos soltó la pregunta inminente. ¿De dónde se conocen ustedes dos?

     Del Tribilín, respondió raudo el Kikis, con desprecio estudiadamente patibulario, para asombro e hilaridad de los presentes, que apenas si tardaron en lanzarme a la fama de ex convicto. Y entonces lo demás fue lo de menos: al día siguiente estábamos en el billar. Fugados de la escuela, felices de la vida. Echando estilo con el taco en la mano y el cigarro en la boca (apagado, en mi caso, para no toser). Contándoselos todo sobre el Tribilín.

     A poco más de un año del Goofygate, una nueva vecina llegó a tocar el timbre de la casa. Quería presentarse con mi madre, pedirle algún favor, ya no recuerdo cuál, y ofrecerle un consejo por retribución. Cuide mucho a su hijito, que por aquí está lleno de malas amistades -le advirtió, con los ojos saltones- como será la cosa que me dijeron que hasta hay un muchacho que ya estuvo en el Tribunal de Menores. Sorprendidos y atónitos, mi madre y yo cruzamos miradas silenciosas. Definitivamente, esa vieja chismosa era mala amistad para cualquiera.

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14 de mayo de 2008
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La lista de las listas de las cosas que nunca sirvieron de gran cosa

1. La de invitados. La verdadera gracia no es figurar en una de sus páginas, sino aceptar el reto de verse excluido de ella y entrar de todas formas al evento. Según recuerdo, y pocas de esas cosas alguna vez se olvidan, los mejores festines siempre fueron aquellos a los que uno llegó sin boleto.

2. La de espera. Mal lugar para pesimistas y desesperables. Desde el momento mismo en que acepta mirarse allí enumerado, queda uno sometido a reglamentos nunca escritos cuya elasticidad no puede controlar. Saber que está uno en-lista-de-espera es recibir la bienvenida a un limbo que bien puede hacerse purgatorio. No se entiende por qué no hay todavía una lista especial para los impacientes.

3. La de buenos propósitos. Sólo quien es dos veces ingenuo se aventura a ponerla por escrito. ¿Qué es un contrato, al fin, sino un conjunto de buenos propósitos? En su modalidad puramente verbal, estas listas son verdaderos cañonazos de anticuerpos contra el complejo de culpa. Lo más satisfactorio no es cumplirlas, sino dejar bien claras las buenas intenciones.

4. La de granujas. Escribe estas palabras un delator frustrado. Nunca, durante los años escolares, logré que un profesor me pidiera apuntar a los malportados. Suponían, tal vez, que un cliente frecuente de esas listas tendría cuentas pendientes con sus acusadores, y ello habría equivalido a apuntar al noventa por ciento de los compañeros. ¿Quién habría creído, además, en una lista de granujas sin mí?

5. La de agravios. Quienes sufren despecho gustan de releerlas cada día, para evitar así llamarle al ser odiado y ponerse a sus pies, como quisieran. Esto, no obstante, deja entre las membranas emocionales un sedimento al que podría llamarse cáncer sentimental, más una larga y agria sed de revancha. De ahí al sarcoma físico median, quizá, no muchas relecturas.

6. La de deseos (a.k.a. wishlist). Muy rara vez termino comprando un objeto que duerme entre mi wishlist. La realidad es que los pongo allí como una forma de no comprarlos, así como otros logran dormir tranquilos luego de hacer la lista de pendientes que de cualquier manera no van a atender. Los caprichos no son cosa de juego: hay que cumplirlos pronto, u olvidarlos.

7. La de sospechosos. Siempre que se me ocurre matar a un cristiano, dejo el trabajo en manos de un personaje. Ser narrador es la única coartada que lo libra a uno de toda sospecha. Si acaso me preguntan, los asesinos son los lectores.

8. La de amigos. La llevé de los nueve a los doce años, hasta que ya no pude con los constantes altibajos. Intempestivamente sucedía que quien era el primer lugar de hoy despertaba mañana fuera de la lista, y al cabo ya la única razón para llevarla era creer que había lo que más faltaba.

9. La de amores difuntos. Solamente las almas malamadas se atreven a atacar un sagrado sepulcro para calmar su sed de pasiones. Hay quienes aconsejan quedar siempre a deber un buen dinero, de manera que cualquier esperanza de reconciliación se revele de entrada incosteable.

10. La negra. Es un halago figurar en ellas, en la medida que uno tenga vacía la propia (para más datos, remitirse al número 5). Alguna vez, poco antes de su muerte, Parménides García Saldaña me dio la bienvenida a la literatura a través de un kōan que aquel día juzgué intimidatorio: "¿Tú qué preferirías, estar en la lista negra del Playboy, o en la de los que están en la lista negra del Playboy?". Aun sin una respuesta satisfactoria, pienso que si yo fuera Hugh Hefner, difícilmente me quedaría tiempo para llevar cualquier clase de lista. Y negra menos, claro.

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12 de mayo de 2008
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Manzana no come iguana

1. Admiramos en tal modo a la máquina que le entregamos horas cada vez que promete ahorrarnos minutos.

2. La máquina consigue seducirnos porque sugiere, no muy sutilmente, la idea jugosa de un esclavismo impune.

3. Decimos que la máquina es intuitiva cuando su mecanismo detecta fácilmente nuestras intenciones, y que es estúpida cuando se opone a ellas.

4. La máquina es celosa y vengativa porque se sabe condenada al reemplazo.

5. ¿Quién soporta a una prótesis con ideas propias?

      Ninguna de las dos acepta ser lo que es, mas sólo a una le sigo la corriente. No porque sea más guapa, ni más nueva, ni porque vaya y venga a donde voy. Tampoco solamente porque en estas cuestiones la lealtad es la mística del idilio. Hay que elegir, no cabe la bigamia. Decir que son distintas sería aún más grosero que redundante, si tomo en cuenta que la mera experiencia de haber entrado en alta intimidad con una y otra me indica, sin temor a equivocarme, que no sólo hablan idiomas entre sí distantes, sino de hecho pertenecen a especies tan distintas como podrían serlo un ave y un reptil. Supongo que se entiende que elija al papagayo sobre la iguana.

     Hoy me tocó lidiar con la iguana. Experiencia nostálgica, al principio, reconfortante luego, patética al final. Había olvidado la mayoría de sus malas mañas, tanto como las gracias con las que comenzó queriendo sobornarme. Tenía un par de semanas sin tocarla, y antes de eso otras tres, cuatro quizá. Debe de haber notado que una vez más pensaba dejarla, porque después de la primera rabieta se trabó. ¿Qué te extrañaba entonces de que no te extrañara?, rezongué, dudando al propio tiempo si valdría la pena meterla metafóricamente en la piel de una iguana, cuando podría limitarme a describirla prosaicamente como una PC Vaio chantajista, achacosa y ciclotímica.

     De muy niño quería tener un loro. Creía que con un poco de entrenamiento podríamos sostener largas conversaciones. Deseé también la compañía de un chimpancé, que sería como un hermano a modo e iría conmigo al cine, tomado de la mano o colgado del cuello. Nunca se me ocurrió que perico y macaco podían opinar diferente, ni calculé que eventualmente ambos se sentirían tentados a hacerlo con las tripas y encima de mí. Que es lo que hacían las máquinas sobre la cabeza de mi amor propio, hasta que el papagayo vino a cambiar las cosas. Nunca he simpatizado con el fanatismo evangelizador propio de los apóstoles de la manzana, pero a la MacBook para ser perfecta sólo le falta pararse en mi hombro.

     A veces, mientras puede, la iguana se defiende. Me habla al oído, intenta confundirme. Hoy, antes de trabarse, puso en duda los mitos que ubican a Bill Gates en el papel de Príncipe de las Tinieblas. ¿Quién creería a Don Sata, viejo experto en el arte de facilitar las cosas, capaz de diseñar un sistema operativo coronado de espinas y sembrado de cruces que hacen de los usuarios mártires meritorios? ¿No es verdad que las Mac son sospechosamente sencillas, al extremo de generar la dependencia propia de un miembro artificial? ¿Cómo explicar, aparte, esos diabólicos sistemas de comercialización global, sino mediante el tufo a azufre que despiden? ¿Cómo confiar en quien te ofrece una manzana?

     -Puede ser -concedí, mientras imaginaba al dueño de Microsoft en el papel de Cireneo del usuario-, pero entonces explícame qué más premio le va esperar en la otra vida al bendito de Windows que se porta bien. ¿Un Ipod Touch de 32 gigas?

     Fue entonces que se trabó. Temo a veces que hasta una Silicon Graphics demuestra más sentido del humor y menos arrogancia que una Vaio de escritorio. Pero como decía, es otra especie. Iguandows, chimPC, dirán los manzanistas recalcitrantes. Ave María Purísima, sabrá el diablo si no soy ya uno de ellos.

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9 de mayo de 2008
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Aterriza el Zsa Zsa Zsu

Tardé años -hoy sé que los tiré a la basura- en descubrir que Sarah Jessica Parker es el más alto oráculo de la falosofía contemporánea. Ayer mismo caí en un par de capítulos consecutivos de su Sex And The City, y he aquí que estoy de vuelta con un Mr. Concept. Una de esas ideas tan familiares, y de paso tan íntimas, que hasta parece obsceno tratar de nombrarlas. A menos que se tenga un sustantivo estrella, como es el caso del que aquí nos ocupa. Una de esas palabras que es preciso robarse, no bien se pregunta uno cómo logró vivir tantos años sin ella.

     Según quien por lo visto lo acuñó, el ahora anglicismo designa esa sensación ancha y obsesiva que toma posesión de los incautos a través del deseo compulsivo y convulsivo de abrazar y tener a una cierta persona. Tenerla en la cabeza, en las manos, en la cena, en el cine, en la calle, en las piernas, en la tarde, en la niebla, en los dados, en los sueños, en el altar secreto, en la cueva recóndita, en el trono del cráneo, en el centro preciso del campo visual. Un magnetismo ciego que electriza la atmósfera en su presencia y la devasta apenas se nos va. Una paz imposible del alma al estómago, más el temor -tan sexy, de repente- a ya no ser por dentro sino estómago. Un insomnio orgulloso de sí mismo, una canción sonando día y noche, un vuelco de las vísceras cada vez que el teléfono hace ring. Un impulso sutilmente homicida si quien llama se equivocó de número. Ladies & Gentlemen, el Zsa Zsa Zsu.

     El término tiene algo de seppuku, ninjitsu y tsunami. Se anuncia impredecible, pernicioso, alevoso, fatal, pero asimismo lúbrico, querendón, y para colmo espiritualmente correcto, pues se sabe que durante su transcurso totalitario el Zsa Zsa Zsu se precia de ser rico en coartadas y generoso en licencias. Y uno, que le recibe con beatitud a prueba de razones, sabe que en adelante no hará sino seguir el santo curso de su monomanía, pues ya vio que no sabe salir de ella sin tiritar un poco y palpitar un chingo. Esto es, incalculablemente. Pues lo primero que hace el Zsa Zsa Zsu es dar al traste con las propias nociones de distancia, frecuencia y consecuencia. Deja uno de medir sus pensamientos y actos, o si acaso los mide con la vara intangible del idilio.

     Una parte del niño cae cadáver cuando el adolescente prueba el Zsa Zsa Zsu, igual que cierta parte del viejo resucita si el destino se atreve a traerle de vuelta el telele. Ahora bien, tiene uno que ser un añejo malquerido para seguir usando sucedáneos tan pálidos como telele cuando se cuenta con el Zsa Zsa Zsu -hay un lujo en el acto de pronunciarlo, provocando zumbidos entre dientes y lengua-, que ya en su música tiene algo de conjuro. Según se infiere en las agudas narraciones de nuestra Phallosophy Doctor, no existe pegamento más poderoso entre dos seres vivos que esa urgencia sin nombre que para tener nombre necesita de una palabra mágica. O mejor, tres en una, por si no estaba clara su procedencia.

     Uno escribe también para esperar con dignidad de brujo a que una vez más venga el Zsa Zsa Zsu y le caiga del Cielo, como es su costumbre.

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7 de mayo de 2008
Blogs de autor

Bingo, Ringo

"I always followed my heart, and I never missed a beat."

Ringo Starr, Liverpool 8

 

No podría traducir el epígrafe aquí presente sin echar a perder la deliciosa ambigüedad de su contenido. Más que un epígrafe, parece el epitafio a la medida exacta de su autor. Hay que haber sido el baterista de los Beatles para estar a la altura de una lápida así, pero al cabo ninguno tenemos prisa por ver llegar la hora de efectuar esos trámites. Cuando quería ser estrella de rock, me imaginaba con la guitarra colgando hasta los muslos, no protegido tras la batería; ignoraba que no es tanto en las cuerdas como entre los tambores y platillos que late el corazón de la banda.

     Quienes hemos deseado ser músicos, aunque no con la determinación indispensable para conseguirlo, difícilmente renunciamos del todo a esa meta difusa y envidiable que permite seguirle el ritmo a la vida sin preocuparse demasiado por ella. Narrarla y que te narre, al mismo tiempo. Obedecer al ritmo y al color de las palabras, más todavía que a su significado estricto. Dejarse ir con el tam-tam interno, que tan bajo prestigio tiene entre los miedosos. Expresarse en latidos, suscribirse a la precisión cardíaca y creer que sin instrumentos puede uno replicar a golpe de palabra el efecto de varios redobles concatenados.

     Los bateristas tienen fama de gaznápiros. Se dice, por ejemplo, que quien se expresa a golpes difícilmente puede articular ideas. O que para saber si la tarima del escenario está derecha basta con observar que el de la batería babea por ambas comisuras labiales. Dudo, no obstante, que mi sistema operativo sirva para diferenciar y reproducir los múltiples latidos de toda una canción sin que nervios y huesos procedan a enredarse. ¿Que la mano derecha cuente una historia mientras la izquierda se entretiene en otra y los pies a su vez narran las suyas? Ni hablar, seguro que me trabo.

     Corría noviembre del 2004 cuando hubo aquella clínica de batería, a cargo del ilustre Billy Cobham. Era la tarde de un domingo helado en París, iba con ella abordo de una scooter, sus brazos enganchados en mi cintura, nuestros ritmos cardíacos saltando juntos con la misma canción. Tras cincuenta minutos de Billy Cobham, estar de nuevo sobre esas dos ruedas era como estrenar corazones, o de menos sacarlos del taller. Billy Cobham no ayuda a pensar, ni pensar hace bien al escucharlo. Hay, en cambio, un pensar sin pensar, a fuerza de latidos y ciertas intuiciones sordomudas, a cuyos lomos suele galoparse lejos.

     No siempre se es consciente del trabajo del baterista. Es ardid conocido del corazón hacer lo suyo más allá del celo vigilante del cerebro, que en este y otros casos suele ser arrogante y paranoico. Luego de ver un par de días atrás, entre la carcajada y el entrañable asombro, una regocijante entrevista de Dave Stewart con Ringo Starr en HBO, entiende uno que hasta el mismo Lennon citara a Ringo como el corazón de la banda. El más sabio, al final; el menos maltratado y el más disoluto. El que jamás se hizo la fama de juicioso, ni paró de seguir al corazón, ni se atrevió a perder un solo beat. La prueba última de que en este cochino mundo puede vivirse bien con el hígado tenso y el cerebro torcido, pero nunca sin un corazón alegre. De entonces hasta hoy, tocar la batería es un poco jugar a ser Ringo. Y escribir ojalá que también.

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5 de mayo de 2008
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El Boomeran(g)
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