No hay envidiosos; hay admiradores bizcos, escribió Carlos Drummond de Andrade para consuelo de tantos maladmirados. ¿Debería extrañarnos, no obstante, advertir aquel súbito estrabismo que no es sino el reflejo de un sentimiento inconfesablemente chueco y sin duda humillante para quien lo alberga? Ahora bien, no es lo mismo anhelar la posesión de algo que otro tiene, que mirarse tentado a arrebatárselo, ya no para tenerlo sino de menos para destruirlo. La rabia desatada del ladrón que, antes de huir de vuelta por la ventana, castiga con navaja implacable sillas, cama y sillones de la casa que acaba de robar. La satisfacción mustia de la vecina que vio al ratero entrar y bien pudo llamar a la policía, pero eligió el placer de ver a los de enfrente despojados y tristes, para que se les quite lo presumidos. El pesar falso de los falsos amigos que al enterarse del artero despojo no pudieron por menos de experimentar un consuelo mezquino como usurero divorciado.
Mal hace quien se deja malquistar por la rabia secreta de un admirador bizco, cuando tendría que dejarse envanecer por homenaje tan inesperado, y encima irrefrenable. La envidia es un relámpago que toma por sorpresa hasta al más envidioso; de ahí que el envidiado tenga de menos una oportunidad para advertir el malestar que ocasiona su buena suerte de mierda. Nada que se le escape a un ojo atento, por eso el ostentoso profesional nunca se olvida de registrar -de riguroso reojo, si es posible a través de algún espejo- la reacción predecible del envidioso. Esa punzada pronta y traicionera que sus ojos no saben ocultar, ya sea porque miran chueco hacia el coche, el reloj, la ropa, la mansión que no tienen ni a este paso tendrán, o porque creen que al ni siquiera mirarlos reflejan el desdén de quien no se interesa por lo material. Pero los ostentosos -varios entre los cuales conocen a la envidia de primera mano- rara vez se equivocan, toda vez que lo suyo es gozar de esas bizqueras que tan escrupulosamente provocan.
Poca cosa es, no obstante, la dicha plástica del presumido pro si se compara con la sonrisa angélica de los auténticos dichosos y agraciados, que de pronto lo son sin enterarse casi, ni por supuesto olerse que alguien a sus espaldas, o hasta en su mera cara, se retuerce como una almeja con limón y piensa ya en la forma de zancadillarle. No es que el dichoso quiera embarrarle su bienestar al desdichado, sino que cada uno, desde donde está, es incapaz de imaginar el estado mental del otro. Los dos se han convencido a su manera de que el día de mañana será igual al de hoy. Óptimo el uno, nefasto el otro. El pesar y el contento son tan subjetivos como su percepción. El que envidia percibe, con los ojos y el alma igual de torcidos, que las vidas de varios entre los demás parecen preferibles a la suya. Le resulta más fácil y satisfactorio, y al mismo tiempo menos riesgoso y cansado, sentarse a ver caer a los demás que levantar un dedo para rescatarse.
El admirador bizco no precisa siquiera que sus amigos entrañablemente aborrecidos sean ricos, felices o afortunados. Son legión los pudientes que día a día pierden el sueño y el sosiego pensando sin provecho en las pequeñas cosas que no pueden comprar. Ilusiones, ingenio, simpatía, sex appeal. No todos pueden darse el lujo de tenerlos, por eso luego nada hay como la ostentación extrema para cubrir la envidia bajo un manto engañoso de inverosimilitud. ¿Cómo va el envidiable a envidiar a nadie? Pero pasa que, tal como el comprador compulsivo siempre encuentra motivos para embarcarse en nuevos gastos y deudas, al admirador bizco nunca le faltarán motivos para torcer la vista y a ratos delatarse, como un niño. O como un pobre diablo cuyos ojos pirómanos sueñan con prender fuego al bien ajeno y pisotear alegremente sus cenizas.
Si no fuera por los admiradores bizcos, millones de envidiados estirarían la pata sin saber cuán felices fueron en vida. ¿Cómo negar que la fotografía mental de la jeta del envidioso es uno de los pocos consuelos para quien está solo en su felicidad y nadie va a creerle si se queja? Hay quienes son felices ya sólo de enterarse que otros los creen felices y se hacen mala sangre por eso. Tal vez lo más amargo de ser envidioso sea verse condenado a practicar la generosidad de los mezquinos, que sin dar un centavo al envidiado le concede en secreto tesoros y alegrías inagotables. Nada, eso sí, que no pueda minimizarse torciendo la mirada y subrayando con alguna sorna que el interfecto tiene una sonrisita de imbécil que no veas.
