Xavier Velasco
1. Admiramos en tal modo a la máquina que le entregamos horas cada vez que promete ahorrarnos minutos.
2. La máquina consigue seducirnos porque sugiere, no muy sutilmente, la idea jugosa de un esclavismo impune.
3. Decimos que la máquina es intuitiva cuando su mecanismo detecta fácilmente nuestras intenciones, y que es estúpida cuando se opone a ellas.
4. La máquina es celosa y vengativa porque se sabe condenada al reemplazo.
5. ¿Quién soporta a una prótesis con ideas propias?
Ninguna de las dos acepta ser lo que es, mas sólo a una le sigo la corriente. No porque sea más guapa, ni más nueva, ni porque vaya y venga a donde voy. Tampoco solamente porque en estas cuestiones la lealtad es la mística del idilio. Hay que elegir, no cabe la bigamia. Decir que son distintas sería aún más grosero que redundante, si tomo en cuenta que la mera experiencia de haber entrado en alta intimidad con una y otra me indica, sin temor a equivocarme, que no sólo hablan idiomas entre sí distantes, sino de hecho pertenecen a especies tan distintas como podrían serlo un ave y un reptil. Supongo que se entiende que elija al papagayo sobre la iguana.
Hoy me tocó lidiar con la iguana. Experiencia nostálgica, al principio, reconfortante luego, patética al final. Había olvidado la mayoría de sus malas mañas, tanto como las gracias con las que comenzó queriendo sobornarme. Tenía un par de semanas sin tocarla, y antes de eso otras tres, cuatro quizá. Debe de haber notado que una vez más pensaba dejarla, porque después de la primera rabieta se trabó. ¿Qué te extrañaba entonces de que no te extrañara?, rezongué, dudando al propio tiempo si valdría la pena meterla metafóricamente en la piel de una iguana, cuando podría limitarme a describirla prosaicamente como una PC Vaio chantajista, achacosa y ciclotímica.
De muy niño quería tener un loro. Creía que con un poco de entrenamiento podríamos sostener largas conversaciones. Deseé también la compañía de un chimpancé, que sería como un hermano a modo e iría conmigo al cine, tomado de la mano o colgado del cuello. Nunca se me ocurrió que perico y macaco podían opinar diferente, ni calculé que eventualmente ambos se sentirían tentados a hacerlo con las tripas y encima de mí. Que es lo que hacían las máquinas sobre la cabeza de mi amor propio, hasta que el papagayo vino a cambiar las cosas. Nunca he simpatizado con el fanatismo evangelizador propio de los apóstoles de la manzana, pero a la MacBook para ser perfecta sólo le falta pararse en mi hombro.
A veces, mientras puede, la iguana se defiende. Me habla al oído, intenta confundirme. Hoy, antes de trabarse, puso en duda los mitos que ubican a Bill Gates en el papel de Príncipe de las Tinieblas. ¿Quién creería a Don Sata, viejo experto en el arte de facilitar las cosas, capaz de diseñar un sistema operativo coronado de espinas y sembrado de cruces que hacen de los usuarios mártires meritorios? ¿No es verdad que las Mac son sospechosamente sencillas, al extremo de generar la dependencia propia de un miembro artificial? ¿Cómo explicar, aparte, esos diabólicos sistemas de comercialización global, sino mediante el tufo a azufre que despiden? ¿Cómo confiar en quien te ofrece una manzana?
-Puede ser -concedí, mientras imaginaba al dueño de Microsoft en el papel de Cireneo del usuario-, pero entonces explícame qué más premio le va esperar en la otra vida al bendito de Windows que se porta bien. ¿Un Ipod Touch de 32 gigas?
Fue entonces que se trabó. Temo a veces que hasta una Silicon Graphics demuestra más sentido del humor y menos arrogancia que una Vaio de escritorio. Pero como decía, es otra especie. Iguandows, chimPC, dirán los manzanistas recalcitrantes. Ave María Purísima, sabrá el diablo si no soy ya uno de ellos.