Xavier Velasco
Más que un álbum de música, parecía un juguete. O mejor todavía, un audiojuego. Si lo escuchaba uno dentro de un coche con cuatro bocinas, los sonidos saltaban y daban vuelta de una a otra bajo una suerte de efecto marquesina que lo llevaba a uno del feudo del Hi-Fi al reino del Sci-Fi sin estupefacientes de por medio. No en balde Stanley Kubrick había encomendado al mismo autor -por entonces llamado Walter Carlos- la música de su Naranja Mecánica, que era otra fechoría con un extraño gusto a caramelo en extremo acidulado. La combinación de Bach y Moog podía sonar plana y primitiva, pero al cabo eran esos también sus encantos. Nadie le exige a un juego que cumpla con más reglas que las propias.
Que del primer experimento formal con un sintetizador saliera el primer disco de platino con música de Bach podía fastidiar a los puristas, pero igual, a su modo, profetizar los éxitos futuros de Philip Glass, que por entonces se pagaba el vicio de hacer música recorriendo Manhattan en su taxi. Aún hoy -y es posible que especialmente hoy, con parte ya del augurio cumplido- los sonidos del Switched-On Bach conservan la virtud de permitirle a uno asomarse al futuro. Valdría preguntarse si la misma Clockwork Orange mantendría impoluta su vigencia sin el trabajo de Walter Carlos (quien terminada la película persistiera en su tendencia a la vanguardia por la vía de una por entonces osada cirugía, que acto seguido lo convirtió en Wendy Carlos). Aún hoy siente uno que compra ciencia-ficción cuando se deja ir como un zopilote sobre la caja con los cuatro volúmenes del Switched-On. En mi caso, un objeto de culto instantáneo.
A Wendy le disgusta sobremanera que le recuerden la existencia de Walter, pero a algunos no acaba de gustarnos que Wendy asome la cabeza y abra la boca cuando no debe. No he descendido aún del entrañable platillo volador cuando escucho la voz de una mujer añosa que habla sobre el trabajo original. Walter según Wendy. ¿Qué hacen esas pistas con la voz del autor ahora que ya es autora y más parece guía de museo? Afortunadamente, el aparato cuenta con la tecla delete, que se salta las pistas indeseables. Pero a veces lo olvido, y una vez más la puntillosa Wendy se encarga de sacarme del hechizo con su intervención. ¿Pensará acaso que uno quiere escucharla a ella tantas veces como a la música? Tampoco es agradable certificar que doña Wendy redujo drásticamente el tamaño de las queridas portadas originales para que la veamos a ella sosteniéndolas. Ahora bien, exigir o esperar que la señora Carlos entre completamente en razón, después de haberse dado a inventar un futuro que todavía hoy se asemeja al futuro, es pedir demasiado y hasta pecar de ingenuo.
Cada dos o tres meses, desde que la compré, la caja con las cuatro piezas principales del trío Bach-Moog-Carlos se apodera del aparato y me instala en su atmósfera onírica con un extraño poder de convencimiento, de pronto comparable a la Técnica Ludovico. Ahora mismo, las cinco de la mañana, los ecos juguetones del Moog bien temperado van y vienen por entre las paredes de la casa con una nitidez que sobresalta. Bien oído, diríase, no es del todo imposible que ya esté soñando.