Xavier Velasco
Las ideas perversas suelen ser tan vulgares como quienes se atreven a ponerlas en práctica, pero al pensarlas uno se siente original. "Me doy miedo", se dice, con alguna orgullosa vergüenza, como si antes millones de canallitas no hubiesen concebido idénticas o equivalentes ruindades. De niño, me pasé incontables noches obsesionado con el trazo de un crimen perfecto. No iba a matar a nadie, pero me divertía teorizar al respecto. Saber que, si quería, podía escabecharme a un semejante. Luego, en la adolescencia, el juego predilecto de mi gang consistía en imaginar torturas tan insoportables que no quedaba más que retorcerse primero y carcajearse después; como aquella del tubo de vidrio roto en varios pedazos hacia dentro del meato urinario. Cosas que uno creía en esencia imposibles, pues no pensaba hacerlas ni imaginaba que otro las hubiera pensado. Cosas para contarse, como en un juego donde todo se vale porque nada es verdad.
No sabría decir cuántas canalladas he llegado a planear, entre otras cosas porque es mi trabajo. Cuando encuentro que alguna tiene buena pinta -podría funcionar, si se intentara- la guardo en el cajón de las armas nucleares, para el uso y abuso de mis personajes. Gracias a ello, disfruto de una impunidad ilimitada, amén del privilegio de gozar de principio a fin la canallada, con el pretexto de que nunca pasó. Tortura uno a los personajes, y a veces se atormenta junto a ellos, por el puro placer de imaginar lo que más teme y ponerlo en escena de alguna forma convincente. Sufrir y hacer sufrir a las hipótesis: qué prurito sabroso.
Las ideas perversas parecen más perversas cuando además se valen de la cobardía. Una amenaza, una calumnia, un insulto o una indiscreción resultan más arteros y antipáticos si son anónimos. No estaría muy seguro de seguirme respetando si un día me valiera de una artimaña así, pero lo peor sería que, cometido el crimen, ya no podría escribirlo sin delatarme. Y eso sí que saldría demasiado caro, más que el karma y el cargo de conciencia, que al final se negocian de infinitas maneras. Pensé algo así después de concebir la idea del Cyrano From Hell. Una suerte de terrorismo romántico que por entonces creí original.
El plan, que en sí mismo invitaba a narrar la historia, consistía en hacerle la guerra a un equis enemigo solitario. No a fuerza de amenazas, sino de ilusiones. Enviarle una tras otra cartas apasionadas y anónimas, ir llenando su soledad con una ilusión hueca que al final destruiría con la noticia de que su remitente falleció. Un plan que al fin me parecía imposible, pues requería de una mente cruel y sistemática, amén de varios litros de mala leche. ¿Quién sería el imbécil resentido capaz de semejante masacre emocional? Tenía ahí a un personaje, con el perfil completo de la historia.
No pasó mucho tiempo antes de que el proyecto se me viniera abajo a medio cine. Sin remitente, se llama la película de Carlos Carrera donde una adolescente destruye a un vecino viejo y solo haciéndose pasar por anónima enamorada. Al cabo consolado por la buena factura de la película, me temí sin embargo que aquella canallada fuera un lugar común en el menú de los hijos de puta. ¿Quién, que tenga los pocos escrúpulos para llevar a cabo un plan así, no puede ir más allá con la imaginación y concebir maldades realmente originales, desde ese territorio donde todo es posible porque ya se han saltado todas las trancas?
En pleno 2008, una historia como ésta es puro costumbrismo. Nunca el anonimato -aun y sobre todo el agresivo- estuvo tan de moda. Nunca antes fue tan fácil penetrar en la intimidad de cualquiera. Vamos, que las ideas perversas ni siquiera parecen perversas. Hasta que un día aparece el primer muerto, confirmando que las palabras también matan…