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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Escape de Nahualópolis / VII

VII. Cállate y decapítalo. 

El demonio del caos dispone de una sola arma letal: su desmedido poder de intimidación. No es un diablo muy fuerte, en realidad, pero uno insiste en verlo corpulento. O lo que es igual, en verse a sí mismo como un pobre alfeñique en su presencia. Durante un tiempo ridículamente largo, contemplé las montañas de libros y papeles y demás elementos autosaboteadores como un problema que me superaba en tamaño. No era que lo pensara, sino peor: lo asumía. Semana con semana, conforme iban creciendo las cordilleras, encontraba más fácilmente las coartadas ideales para dejar las cosas como estaban. O sería que ya cualquier pretexto me alcanzaba. Una vez que consigues relajar los estándares hasta que propiamente desaparecen, no hay excusa mejor que la falta de excusas. Soy así, acepta uno, qué más se le va a hacer.

     Ahora bien, algunos mortales cambiamos de opinión por cuestiones de higiene. Sólo eso me faltaba, díjeme una mañana, tener que suscribir mis ideas de ayer, si ahora mismo tengo otras recién cocinadas. Esas cosas le mueven el tapete a los demonios, habituados a siempre ser ellos los que le hacen a uno mudar de parecer intempestivamente. No bien me vio pararme a las nueve de la mañana (de un salto, para impresionarlo), hacerme con un par de refrigerios y trepar por las faldas de la primera montaña de papeles, el demonio del caos se me colgó del cuello, zalamero. Acto seguido, se esmeró en recordarme cada una de las dificultades que entrañaba el empeño insostenible de hacer de aquellas sierras planicies. Nunca vas a acabar, sentenció, tal vez sin calcular que no estaba logrando más que desafiarme. No suena verosímil, pero es verdad que ciertos demonios se pasan de ingenuos.

     Ay de quien ose creer que estoy contando aquí una historia edificante. Guerrear contra un demonio sobrealimentado no es más que un acto crudo de supervivencia, nacido de la súbita y airada convicción de que el pueblo es muy chico para los dos. Pero antes de eso hay que elegir el campo de batalla. Es iluso creer que al demonio del caos se le puede vencer en sus dominios, donde cualquier iniciativa en su contra parece una proeza irrealizable, cuya sola mención podría despertar -furibundo, se entiende- al demonio tenaz de la pereza.

     -Una cosa es estar dentro del caos, y otra muy diferente que él esté dentro de uno -me arengué, enfrente de él, mientras entresacaba tres meses de periódicos y los acomodaba cronológicamente, en pilas verticales que a partir de los treinta centímetros de altura comenzaban a proyectar una angustiante ausencia de desorden. Para un observador, el desmadre imperante habría evidenciado la superioridad indiscutible de mi enemigo, pero dentro del coco le estaba ganando. En mis meros dominios, qué carajo.

     -"Somos irresistiblemente arrastrados hacia ese estado cuasiorgiástico que se crea a partir de la muerte y la destrucción. Está en todos nosotros. En él nos deleitamos" -declara gravemente el demonio del caos, de pie sobre dos pilas de periódicos. Lástima que no sean ideas suyas: se le olvida que vimos juntos la película (las comillas son mías, con perdón). Waking Life, se llamaba. Una pequeña joya de animación rotoscopiada. En la escena de marras, un bonzo de ocasión diserta sobre el caos mientras llena de gasolina un garrafón.

     -"Decirle sí a un instante es decir sí a toda la existencia" -cito a mi vez. De la misma película, para exhibirlo.

     -"¿Cuál es la más universal de las características humanas, el miedo o la pereza?" -cita de vuelta, ya con cinismo y hasta pedantería.

     -¿Tú qué crees, que me tienes medio muerto de miedo, o que me mediomata la hueva de humillarte? -sin otras citas para contraatacar, no me quedaba más que ponerme sardónico.

     -Lo que creo es que tienes que rematar la historia, y ya se te hizo tarde para seguir peleando -encima me lo dice tronándome los dedos.

     -¿Que tengo yo que qué? ¿Desde cuándo un guarrazo con ese aliento de albañal me dice dónde tengo que acabar? -no lo puedo evitar, mientras peleo con el diablo caótico brinca detrás de mí el de la soberbia. No sé por qué en los cuentos se aparecen los diablos de uno en uno, cuando en la realidad trabajan en equipo.

     -Tú lo dijiste, idiota. El final del capítulo anterior anuncia claramente: próximo desenlace. Si lo cambias ahora, vas a acabar trayendo agua a mi molino -¿de modo que llegaban los insultos? Con permiso, pensé, ya se van los escrúpulos.

     -¿Al molino de quién, perdón? -repuse, al tiempo que me levantaba, y antes de que pudiera sobreponerse al súbito terror a verme una vez más cambiar de opinión (y entonces someterlo a un capítulo entero de vejaciones), alcé la espada de mi propio capricho y de un solo sablazo le corté la cabeza, como con ganas de mostrársela al pueblo. Ahí tenía, por fin, su desenlace. El final de esta historia podía esperar.

 

     Muerto el nahual, ¿qué se hace con los monstruos?

     ¿Cuáles son las secuelas conocidas del clásico exorcismo jacobino?

     ¿Qué destino le aguarda al malagradecido que se lanza a la cacería de sus propias brujas?

     Próximo final: VIII. ¿Alguien dijo jaqueca?

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1 de julio de 2008
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Escape de Nahualópolis / VI

VI. El festín de los instintos.  

Es más fácil meter a un centenar de monstruos en cintura que expulsar a un demonio del reparto; pero antes los echa uno a todos a la calle que meterse en cintura a sí mismo. Si los monstruos descienden de los demonios y los demonios vienen del interior convulso de la conciencia, debe entenderse así que no hay demonio más poderoso y temible que aquel que se ha encargado de cuidar y alimentar a tamaña manada de alimañas. Pero qué hacer, si a uno también le gusta tener sus animalitos, y eventualmente sacarlos a pasear. Vamos, no es que cosechen muchos amigos, menos con esos modos arrebatados, pero tampoco es cosa de tenerlos guardados entre catacumbas.

     -Deja eso y vámonos, antes de que se empiecen a soltar los monstruos -me advirtió aún a tiempo el diablo del capricho, no bien me vio peleando a solas y en total desventaja contra el nahual de la página en blanco. Ver perder las maneras a un demonio impulsivo y temperamental es tan sencillo como hacerlo esperar. Odia las antesalas, los preludios, las sobremesas, los paréntesis y las listas de espera. No comparte, ni entiende, ni soporta argumentos independientes de su comezón.

     Habemos quienes no sabemos conducirnos en la autopista recta del deber sin tomar unos cuantos atajos entre las numerosas brechas del capricho. ¿Cómo es que una vereda sinuosa y empedrada puede llegar a ser más expedita que el camino pavimentado y sin curvas? He ahí el poder secreto del capricho, cuyas antenas captan y traducen los mensajes cifrados del instinto que a la razón le pasan de noche. En su carácter de necesidad ilegítima, se asemeja el capricho a esas relaciones subrepticias que cualquier día despiertan exigiendo derechos patrimoniales. ¿Quién quiere ver la clase de monstruos que se desamarran una vez que se enoja el diablo del capricho y salta de las matas un tropel de pasiones indocumentadas, revanchas resurrectas y bestias cobradoras de todos los tamaños? Para qué iba a cantar el capricho, si no para que el mundo baile con él.

     Cuando muy niño, me gustaba bucear en la basura. A menudo regresaba a la casa cargado de papeles y cartones que había rescatado del basurero, intuyendo que luego me servirían quién sabría para qué. Me recuerdo chillando del berrinche cada vez que a uno de mis padres se le ocurría echar a la basura lo que a mi entender no era basura, sino pertrechos para actividades futuras. Caprichitos, decían, aduciendo que no me enviaban a la escuela para que un día me hiciera pepenador. ¿Cómo explicarles que ya desde entonces incluso mis caprichos más arbitrarios tenían una fuerza que ya hubieran querido mis mejores propósitos? En vista, sin embargo, de que esa costumbrilla de hurgar en la basura tampoco me granjeaba el éxito social entre los de mi edad, debí aprender a someter a los propósitos a la orden de ciertos caprichos fundamentales. Dotarlos de motor, ruedas y combustible. Cargarlos de basura recobrada entre los tiraderos de la memoria.

     De entonces hasta ahora, me sobran varios dedos para contar las veces que me ha jugado sucio el instinto, y me faltan cabellos para representar cada uno de los engaños de quien se presentó como el buen juicio. No me cuesta, por tanto, seguir la juerga con el diablo del capricho sin mirar ya el reloj, ni el mapa, ni la brújula. El capricho, me digo, tiene sus propios campos magnéticos. No sabe uno lo que hace cuando se encapricha, pero igual que los perros hambrientos aprende por olfato a procurarse eso que necesita, dondequiera que esté. ¿Malos instintos? Según opina el diablo del capricho, un aliado vital como el instinto sólo puede ser malo cuando funciona defectuosamente. Hasta donde recuerdo, mis mayores decían algo así de la basura que no era basura.

     Pelear contra el demonio del caos no es propiamente hurgar en el basurero, sino en el basural. De ahí, no obstante, a expulsarlo de la propia conciencia existe una distancia comparable a la que separa al analfabetismo de la erudición. Ya me verán cadáver y el demonio del caos apenas estará pensando en esfumarse, pero entre tanto me urge darle unas cachetadas. Ponerlo en su lugar, a él que tanto le irritan esas cosas. Y ya no por deber, ni pundonor, ni horror al qué dirán, sino por mero capricho guajiro. Se me antoja saber si como ronca, duerme. Se sabe, mientras tanto, que el cornudo caótico ha sobornado a todos los instintos, con excepción de uno: el de conservación. Será por eso que nadie sale sin él a un campo de batalla de los mil demonios.

 

     ¿Al demonio de caos se le mata, se le encierra, se le ahuyenta, se le orilla, se le quema, se le olvida?

     ¿Cómo se hace para vencer a un invasor que cada vez pelea en nuevos frentes?

     ¿Es factible mirarse cualquier día completamente corrompido por él?

     Próximo desenlace: VII. Cállate y decapítalo.

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27 de junio de 2008
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Escape de Nahualópolis / V

V. Trínchame a tu capricho.  

El del capricho es un diablo elegante. Seductor instantáneo, tirano intempestivo, hetaira ciclotímica, este demonio dandy se aparece como una urgencia del instinto, que sin razón que valga se declara renuente a seguir trabajando si no satisface uno sus nuevas exigencias, seguramente exóticas y un tanto improcedentes. ¿Cómo se las arregla el glamoroso malandrín para que uno se sienta libre y pleno cuando a la letra sigue sus dictados? ¿Por qué se adorna con tamañas ínfulas de independencia quien obedece al diablo del capricho? ¿No es él, y nadie más, quien besa a la doncella sin permiso y perpetúa la especie a costa del poseso?

     Hay quienes creen -con cierta envidia a cuestas, aunque a lomos de alguna ingenuidad alada- que el caprichoso es dueño de sus caprichos. Ja, ja, ja. ¿Es la pasión acaso mucho más que capricho? Verdad es que a menudo tilda uno de suyos a los caprichos que le soliviantan, mas ello es sólo para hacerse cargo de su cumplimiento (igual que se adjudica la propiedad del amor que le truena el chicotito hasta hacerle caer de bruces a sus pies). Una vez que el demonio del capricho ha irrumpido en escena para circunvolar los espacios obsesos de su víctima como la mosca que asedia la oreja, nada parece haber más apremiante -y, ojo, deleitoso- que mimar sus antojos y rendirse a sus arbitrariedades, que en adelante parecerán las propias. De poco servirá al encaprichado, en situación así de constreñida, confesarse a merced de un diablo veleidoso, toda vez que al chamuco en cuestión le complace ocultarse bajo las auspiciosas enaguas del ego. ¿Quién, que cabalgue a lomos de caprichos imperiales, va a tropezar en la guarrada victimista de confesarse pobre esclavo suyo?

     -Humildad, que le llaman los soberbios vestidos de piadosos -escupe, con notoria displicencia. Pocas cosas fastidian tanto al nahual posh como el mal gusto en el arreglo personal. Vamos, el mismo tufo a azufre que inevitablemente lo acompaña despide cierto aroma de Eau Sauvage Extrême, y él tampoco hace mucho por ocultar el alto rango de su indumentaria.

     -¿Siempre usas trajes Boss, Demonio del Capricho? -se lo digo acentuando las mayúsculas, no sé por qué me sale lo obsequioso cuando se me aparece este fantoche.

     -Siempre que se me antoja, nada más. Y si no te parece, hazle como quieras -ya conozco sus celos. Suele ponerse así cuando sabe que vengo de tratar con un hada.

     -¿No te da gusto que por una vez sea yo quien te procura? -Dios mío, qué papelón. Las cosas que hace uno por huir de la rutina...

     -¿Dios tuyo, ¡yo!? -sonríe al fin, con esa autoridad perdonavidas que hace de cada rictus un imperativo, como refocilándose en mi rubor, al tiempo que lo miro y me propongo detener la máquina indiscreta de mis pensamientos (impresos, a sus ojos omniscientes, a 120 puntos en Times New Roman)- ¿Crees que no he percibido que me tachas de fantoche, justo cuando pretendes postrárteme? ¿Olvidas que mis peores defectos serán también los tuyos, y sólo tú tendrás que responder por ellos?

     -Eso ya suena a crítica literaria.

     -¿Qué esperabas? ¿Que no pasara de la narrativa? Mi trabajo no quedaría completo, ni mi oficio sería así de entretenido, si además de orillarte a hacer lo que haces no empujara a los otros a juzgarte por eso. Soy un demonio, al fin. Te prefiero en la horca, y si es posible luego en el infierno. Y lo más divertido es que para salvarte necesitas primero obedecerme. Debe de ser mortal eso de ser mortal.

     -Lo es, mi querido aliado antojadizo. Razón de más -ahora elevo la voz, con una suerte de solvencia argumental que delata su pronta asesoría telepática- para ponernos juntos al mando de la nave y arremeter contra el demonio hueco de la página en blanco.

     -No tan rápido, Champ -levanta el dedo índice mi sponsor, con la clase de ritmo sugestivo que distingue a los diablos de mucho mundo-. Espero que no esperes que yo te garantice que me voy a amafiar con un mortal para armarle la guerra a uno de los míos.

     -Y espero que no esperes que yo espere que guerrees conmigo contra uno, sino una infinidad de cornudos entrinchados, aunque ninguno de ellos mejor vestido que tú. Tendrías que ver las fachas con las que anda el demonio del caos por la vida.

     -¿No por casualidad esperarás capitalizar la escandalosa envidia que me tienen esos, excuse my french, pinches gañanes imbañables?

     -No es que espere, es que me florece la Real Gana que así sea. ¿Y?

     -That's my boy! -levanta el puño, pega un golpe en la mesa y me mira con simpatía embarradiza; juraría que el azufre le brota como lava de ambas córneas. Esperemos que no sea una hepatitis.

 

     ¿Usa brújula o mapa el nahual del capricho?

     ¿Qué esperar de unos cuernos, que no sea una cornada?

     ¿Cuántos antojos entran en una misma juerga?

     Próximamente: VI. El festín de los instintos.

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24 de junio de 2008
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Escape de Nahualópolis / IV

IV. En el fondo están las formas.

Cuentan que la rutina no tiene fondo, y que sus formas son un tanto difusas. Aseguran que uno se diluye en ella como el veneno en los flujos vitales, y que más tarda en ser uno con ella que en darse a corromperla sin mas tregua o recato que el oficial cuidado de las formas. Cada vez que uno ingresa en nuevos cautiverios, se le informa de cuán estrictas son allí las rutinas: patrañas, casi siempre. El fantasma de la rutina no soló es corruptible, sino también profundamente corruptor. Uno acaba amafiándose con la rutina no porque sea obediente ni disciplinado, como porque no tarda en volverla su compinche, tapadera y secuaz. Ella acepta torcerse un poco a mi medida si yo convengo en moderar mis caprichos. Un tráfico penoso, según la experiencia. 

     Nadie que sea tan permisivo como Miss Ruth puede aspirar a disciplinar a quien sea, y todavía menos a quienes, aun armados de los mejores propósitos, vivimos gobernados por una minoría, de modo que sacar adelante un proyecto nos obliga no exactamente a moderar, sino a atender, privilegiar e inclusive mimar a los caprichos, esos parlamentarios independentísimos -más de uno entre ellos inflamado por cierta vocación de autócrata insular- que en muy rara ocasión reconocen otra soberanía que la suya y ejercen un letal poder de seducción sobre la voluntad, cuya fuerza de pronto se alimenta de ellos. ¿Cómo es que los soldados de la voluntad abandonan las filas de la rutina para unirse a las tropas mercenarias del primer capricho dispuesto a sobornarlas? Nada que no se explique si se toma en cuenta que a doña Ruth le basta con soltarse las fajas para perder las formas, y al propio tiempo hacérselas perder a sus adeptos. Lerda, tragona y burocratizada, el hada ofrece a sus seguidores un menú de compensaciones a largo plazo que incluyen sendas versiones económicas de paz de espíritu y estabilidad emocional. Una oferta atractiva para quien vive libre de caprichos mayores.

     Ser mediador entre rutina y capricho es tener que enseñarse a pelear cuerpo a cuerpo con la culpa, y después seducirla, envilecerla, anularla. Imposible ignorar la dosis de barbarie atrabiliaria requerida para tan arduos menesteres, pero ya en el transcurso de esta guerra descubrí que entre mis caprichos abundaba esa clase de caballero incorruptible que a ninguno se vende, pero a todos compra. ¿Quién me creía el hada de la rutina para esperar que moderara las exigencias de aquellos barones, afectados de formas especialmente rígidas y nada transigentes? No pretendo justificar mi actitud posterior, ni aligerar las culpas consecuentes con una confesión a destiempo, pero es verdad que la rutina fomentó, antes que combatir, un estado de anarquía licenciosa que acabó alimentando el caos imperante. ¿Está bien que una sosa como Miss Ruth, con tal de ya no ser tachada de rígida, baile en cueros encima de la mesa, en perjuicio del apetito de la tropa? ¿Qué moral de combate va a conservar un soldado de la voluntad cuando combate por una causa sin fondo, ni fondos, ni forma, ni formas? ¿Cómo seguir al mando de esta guerra sin antes dar la espalda a la rutina y volver a aquel puesto, todavía vacante y bien pagado, de ejecutivo de los propios caprichos?

     Quieren los obedientes y sus comandantes que a los deberes los veamos como ángeles y a los caprichos igual que a demonios, pero hasta donde alcanzo a distinguir unos y otros están dotados de alas, cola y sendos cuernos paralelos. En cuanto a demonología íntima, nada parece menos democrático que asignar a deberes y caprichos valores diferentes, con el pretexto amargo de que unos aportan los recursos y otros sólo se encargan de derrocharlos. Antes que obedecer al gobierno corrupto de la rutina, me entrego a los demonios del deber y el capricho, de forma que éste alcance el noble rango de aquél; y el deber, por su parte, despliegue el sex appeal del capricho. Ignoro si la fórmula funcione, por ahora me basta para escapar de los brazos del hada de la rutina. La veo venir lenta tras de mí, profiriendo amenazas y maldiciones. Al final saca cheques a mi nombre, me ofrece que sea yo quien ponga los ceros. Me grita que sin ella nunca voy a ganar la guerra contra el caos. Me da un poco de lástima, verla tan deformada y desfondada. Y todo, pobrecita, por no saber bailar.

 

     ¿Qué vale más, un demonio expedito o un hada burocrática?

     ¿Quién, que tenga caprichos insatisfechos, va a contentarse con el deber cumplido?

     ¿Cuál es el precio de formar pandilla con el demonio de los antojos?

     Próximamente: V. Trínchame a tu capricho.

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20 de junio de 2008
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Escape de Nahualópolis / III

III. Apuntes de alpinismo emocional. 

Hasta donde se ve, las rutinas sirven menos para alcanzar las alturas que para abandonar los agujeros. No es extraño, por tanto, que a la larga echen mano de las maternalistas artes del chantaje. Es costumbre, entre sus obedientes devotos, rendirse a su capricho redentor con tan avasallada sumisión que ya la mera idea de incubar por ahí un caprichillo propio que contradiga sus precisos dicterios parece poco menos que una traición de sangre. O poco más, quién sabe.

     Para mejor mandar en nuestros actos, la rutina crea la percepción de un precipicio negro que se abre más allá de sus fronteras. Se supone que basta con saltarse esas trancas una vez para correr el riesgo de nunca regresar, pero no están las cosas para supersticiones. Si he venido tras ella, poseído por este arrojo abochornado, no es pensando en subir piedras a la montaña, empeño meritorio, loable y decorativo, sino apenas sacarlas del agujero, quehacer a todas luces más sufrido y menos fotogénico. Según recuerdo, una de las promesas de campaña del demonio del caos rezaba: No se admiten rutinas.

     -El caos -exclamó Lady Ruth, con la vista en los cielos, como si se apiadase de mi candor- es también una rutina. La rutina del limbo, cuando las horas pasan como autobuses y sabes que a ninguno vas a subirte y las semanas se confunden con los meses y los años parecen estaciones. La rutina de los días idénticos que se sientan contigo a esperar el colapso, igual que otros esperan por sus trenes. La rutina de no enterarte qué pasa y esperar que por eso no pase nada. Aunque de menos te queda el orgullo de comer cada vez a una hora distinta, y si te da la gana quedarte sin comer. Eso es lo que proteges de mí, ¿no es cierto? Tu sagrado derecho a malograrte.

     -Perdona -interrumpí, ligeramente demasiado tarde-, pero tienes mala fama. Son demasiados los que se quejan de ti. Como si algo muy dentro se quebrara en el instante que uno recurre a tus auspicios. Lo que llaman venderle el alma al diablo.

     -Déjame adivinar. Tienes miedo de que te lleve a un lugar confortable del que podrías nunca querer salir.

     -Adivinaste. Menos miedo me da la zona roja que la de confort.

     -¿Y dónde estás ahora, zopenco? Hay quienes piensan que el gobierno despótico del caos otorga las mayores libertades. Puede que sea verdad, en un principio. Luego, cuando más cómodos están, se enseñan a creer que lo más natural es jamás tener tiempo ni espacio para nada, como no sea para crear más caos, y todavía osan preguntarle a una si trae prisa, que es lo que menos tiene quien trabaja conmigo. ¿No te da algo de pena describirme con el semblante de un himen y además los esfínteres apretados? ¿Pedir mi ayuda y caracterizarme con la caricatura de una guarra encuerada, peluda y adiposa?

     -Las hadas nunca son como son -me defendí, sin gran convencimiento- sino como las vemos. No cuenta lo que creen, como lo que uno cree.

     -La última vez que te propuse un trato -el desdén rencoroso de sus ojos me insinuaba el despecho mudo y, ay, rutinario que persigue a los labios malbesados- me dijiste que podías arreglártelas sin mi humilde respaldo.

     -Mea culpa -me di un golpe en el pecho, teatralmente-, creía que el infierno estaba hecho de rutinas, y aun ahora siento que necesito realizar un esfuerzo constante para no rechazarte con la primera excusa que se me atraviesa. Me preocupa, además, que puedan vernos juntos. Podrían pensar cosas, tú me entiendes. ¿Te importa si te niego, cuando se ofrezca?

     -Solamente si lo haces por triplicado y antes de que ponga el gallo -me desafió, con esa megalomanía evangélica de la que tanto abusan a los aparecidos. Reparé sólo entonces en que ya era de noche. Me era imposible verla, pero podía sentir el latir burocrático de sus ventrículos, y acto seguido relamerme los bigotes calculando hasta dónde la rutinaria dama esperaría de mí respeto absoluto, o tal vez lo contrario, por ventura.

     -Una cosa es negarte, y otra sería negarme -me rendí, ya en sus brazos pegajosos. ¿Quién sabría si no trepando por aquellas laderas escarpadas encontraba la piedra y la montaña?

 

     ¿Entiende Lady Ruth la sutil diferencia entre alcoba y mortaja, clímax y catalepsia, santos óleos y sacras secreciones?

     ¿Es un hada tan rígida como se cuenta, o tan flexible como será preciso?

     ¿Hay vida humana en el seno de la rutina?

     Próximamente: IV. En el fondo están las formas.

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17 de junio de 2008
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Escape de Nahualópolis / II

II. Llámame Ruth. 

No es cuestión de pereza, sino de principios. Proponerse pelear contra el demonio del caos es asumir, primero, que está uno metido en sus dominios, y en consecuencia no sabe siquiera por dónde diablos debe principiar. Los fundamentalistas aconsejan levantarse temprano y bañarse de inmediato, pero la práctica me ha demostrado que a esas horas agrestes basta con el cobijo del agua caliente para darse a desear con desenfreno el retorno al edén del edredón, y en un par de minutos proceder en friolenta consecuencia. De modo que termina uno resucitando ya demasiado tarde para apelar a ideas constructivas, y en cambio muy a tiempo para mirarse a tono con el caos reinante y declararse siervo de su capricho. Nada de fanatismos, me dije, así que comencé estableciendo que al día siguiente pondría manos a la obra no temprano ni tarde, sino a buen despertar.

     Para los que llevamos una doble vida, dormir ocho horas diarias es puerto inalcanzable. Inmerso en dos proyectos que demandan las horas más intensas del día y la noche, abro y cierro los ojos en horarios lo bastante disímbolos para ser cualquier cosa menos horarios. Otro punto a favor del demonio del caos. Imposible enfrentármele sin el concurso de viejos enemigos, como sería el caso del fantasma de la rutina, que tantas veces uno despreció en el nombre de sus derechos humanos. ¿La rutina... conmigo?, reculé, como si un hada oscura me empujara hacia el lecho de la bruja Hermelinda.

     -Ya deberías saber a estas alturas que un pleito con Don Caos produce extraños compañeros de gang-bang -disparó, al tiempo que se materializaba, mi recién adquirida hada matrona. Para quienes se jactan de ser tan cool que ni siquiera lo conocen de vista, el de la rutina es (digo esto en descargo de presuntas memorias selectivas) un fantasma de esfínteres algo tensos. En contraste con la sonrisa de malandro carioca que hace de Dom Caosinho un seductor nato, la siempre señorita Rutina tiene por rostro un himen de talante inexpugnable y grave; lo cual no la hace mucho más fea, pero subraya su halo de valquiria inflexible, para pesar de tantos perezosos. En sus labios, incluso la gustada expresión gang-bang tenía los ecos de una orden terminante al pelotón. O en fin, al pelotudo, que en su esquema tenía que ser yo.

     -¿Vienes con prisa o con sueño? -le cambié el tema, con un vago sentido del sarcasmo.

     -Más prisa tienes tú cada vez que no encuentras las llaves del coche, y de seguro me ganaría el sueño si tuviera que esperar a que aparecieran en medio de tamaño tiradero -disparó a quemarropa, con el resentimiento que desde muy pequeños experimentan los oficiosos hacia los morosos. Pero un indigno instinto de conservación insistía en prevenirme contra la posibilidad de enfurecerla y verme, en plena guerra contra Mr. Chaos, privado de una aliada fundamental.

     -¿Qué quieres que te diga? ¿ "No puedo vivir sin ti"? -desafié a Miss Ruth, aunque ahora que lo pienso no estoy seguro de haber aplicado correctamente los signos de interrogación. Puede que haya afirmado, más que preguntar. Tampoco me afané mucho con las comillas. En una de estas lo entendió como una declaración de amor, y en otra de éstas era así como yo quería decirlo.

 

     ¿Será verdad que desde ciertos ángulos, inaccesibles a las desorbitadas córneas del libertino estándar, tiene la señorita Ruth sus encantos secretos?

     ¿Qué tan sano es seguir guardando en la alacena los principios podridos, habiendo tantos fines perfectamente frescos?

     ¿Qué hacer para evitar que un hada matrona despierte convertida en hada matriarca?

     Próximamente: III. Apuntes de alpinismo emocional.

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13 de junio de 2008
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Escape de Nahualópolis / I

I. En caso de caos en casa. 

Hará un mes que le declaré la guerra. No es que lo viera débil o me sintiera fuerte, pues todo lo contrario, el demonio del caos me tenía perfectamente apergollado. Luego de varios años de ir invadiendo mis distintos espacios, pocos metros cuadrados le faltaban ya por arrebatarme. Tenía en su poder tres recámaras completas, más numerosas zonas de la mía, donde los montes de periódicos, libros, películas, cuadernos y álbumes hacían de cada búsqueda una excursión inmersiva por hondas y enlamadas lagunas mentales. ¿Qué hace esto aquí?, se dice uno búsqueda tras búsqueda, como si la botella de yoghurt que caducó al principio del invierno pasado hubiera conseguido escapar del refrigerador y luego camuflarse bajo cuatro cables, tres libros, una pila de copias fotostáticas, otra más de recibos, invitaciones y estados de cuenta de los que nunca quise acordarme, más dos controles inalámbricos, tres videojuegos, un psp, dos cargadores de corriente, la guitarra del wii, seis revistas iguales, cuatro instructivos diferentes y un número indeterminado de cintas de video digital que nunca etiqueté, seguro cada vez de que lo haría más tarde. En un ratito, pues.

     De pronto me pregunto cuántos ratitos de estos son necesarios para que suene la alarma principal, pero no los conté. Como eran pequeñitos, les di poca importancia, y ahora cada uno regresa a mí injertado en temporada, con un precio que así lo certifica. De sobra está contar que Mr. Chaos, soberbio como es cuando se ve en ventaja, se carcajeó de mi beligerancia.

     -¿Quién te ha dicho que puedes vivir sin mí?- repuso el adefesio aparecido, apenas se repuso del ataque de risa.

     -Hablas como si no supieras que eres mi hijo tarado. El caos que engendré porque así quise. Con esas ínfulas de dealer cósmico, cualquiera diría que llegaste antes que yo -lo atajé, al tiempo que tomaba uno de mis cuadernos y dábame a trazar un plan de ataque numerado.

     -¿Qué haces? ¿Una lista buenos de propósitos? ¡Cosita, que me vas a hacer llorar! -canturreó, con medido afeminamiento, y rompió en otra de esas risotadas a las que tan afecta suele ser cierta especie asquerosa de villanos sardónicos.

     -No es una lista de buenos propósitos -atrapado in caganti, mentí en defensa propia- y te ruego que tomes tu distancia. Cosita la más perra de tu casa, con todo respeto.

     -Ojalá que de aquí a treinta días sepas de menos dónde quedó tu lista. Pero como ya sé que una vez que la pierdas nunca vas a encontrarla, te anticipo que vamos a acabar riéndonos juntos. De la lista y de ti, ingenuote -dicho esto se esfumó, dejando tras de sí una de sus famosas humaredas, cuya sola absorción por los pulmones induce a placenteros y elásticos accesos de pereza autocompasiva. Antes de caer presa de sortilegio tan suculento, me dije que mañana mismo empezaría.

     No crean ustedes que vivo de espaldas al hecho de que Don Caos goza de buena prensa entre quienes alguna vez abrazamos estilos de vida alternativos, quién sabría si a falta de otra alternativa. Nada parece haber más cool que asilarse felizmente en el caos luego de haber librado, a lo largo de tantos episodios de pedagogía contraproducente, batallas desiguales contra los fundamentalistas del orden. Pero de ahí a cederle los controles y claves de la propia existencia al vándalo risueño para que la contrahaga a su capricho, media tanta distancia como la que separa a la inconformidad del terrorismo. Una cosa es llevarte bien con los borrachos y otra llevártelos a vivir a tu casa.

     Luego de pocos días de incubar esta raza de reflexiones inofensivas y autoerotizantes, entendí que no me iba a bastar con saber dónde estaba la lista -veinte puntos titánicos, cuya mera escritura resultóme tiránica-, pues el nahual igual se burlaría de mí cuando pasara el mes y, lejos de ganarlo, hubiérale cedido más y más territorio, inmerso en esa inercia de tiempos apilados sin conciencia. Con el pretexto cómodo de que tal vez así podría despistarlo, comencé por burlarme de mi lista. Menospreciarla, ridiculizarla, darle el trato que suelen recibir los ñoñotes propósitos de Año Nuevo. Humillarme delante de ese enemigo vaporoso a quien recién había desafiado. Ya después, cuando la marea bajara y el regusto de sus inciensos corruptores se desprendiera al fin de mi voluntad, encontraría la forma de burlarlo.

     Con el paso de algunas cordilleras de horas escarpadas y nebulosas, fui comprendiendo que la lista de marras era en tal modo fatua y autoritaria que acabaría por servir a la causa enemiga, pues como ya se ha visto la autoridad tiene un problema conmigo. Pero no iba a romperla como un principiante. No, señor. La dejaría ahí, limpiecita. Sin palomas, ni taches, ni asteriscos. Intacta como novia de difunto. A la vista de tan desfachatada negligencia, nunca imaginaría el coludo enemigo que en sus plenos dominios se ocultara un enclave de mi orgullo industrioso, alzado en armas en rigor secretas, y ojalá que también devastadoras...

 

     ¿Es, en efecto, el del caos nada más que un nahual mustio, colonialista y permicioso?

     ¿Qué tan cool te parece combatir con remilgos de beata-bien-reciente a quien sabe tu precio, tu vicio y tu sabor?

     ¿Es el de la rutina espectro preferible, y en tanto serán éstas las últimas tardes con pereza?

     Próximamente: II. Llámame Ruth.

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11 de junio de 2008
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Del ring-ring y otros bang-bangs

Ni hablar, el aparato tiene su sex appeal. Ya lo sabía mi abuela durante su temprana juventud, cuando para poder atender a las ardientes llamadas de ese novio secreto que ya entonces pujaba por hacerse mi abuelo, debía meter pedazos de algodón entre los timbres, de modo que sólo ella pudiese advertir las vibraciones mudas del aparato. No sé con qué frecuencia timbraría el teléfono en aquella casa, pero imagino ya las taquicardias que se desatarían a cada nuevo ring-ring, que sonaría a rrr-rrr una vez aplicado el mute analógico. Sabrá el diablo si al cabo vine al mundo también por las bondades de ese aparato.

     Ningún timbre genera la incertidumbre alegre y esperanzadora propia del teléfono. Cierta vez, al atardecer de un domingo largo y hueco, agonizaba yo en la sala de mi casa -inflamado de aquella terquedad masoquista según la cual tal es la hora cero para los suicidas- cuando un súbito ring-ring acudió a rescatarme de la nada. Antes de levantar el auricular -no había identificadores, ni cosa semejante, y hasta los policías en las películas solían pasarlas negras para intentar rastrear una llamada- ya tenía un esbozo de lista mental con mis expectativas más acariciadas. Las guapas, las simpáticas, los secuaces, los cómplices, cualquiera finalmente sería bienvenido. Para mi desazón instantánea, la voz al otro lado pertenecía a un promotor universitario que llamaba para informarme de las actividades culturales de su dependencia. ¡El domingo a las siete, válgame la chingada! ¿Qué iba a hacer? ¿Insultarlo o colgarle? Debe de haberme dado tanta piedad el infeliz que lo escuché hasta el fin de su perorata. Me preguntaba, en tanto, cuan jodido tenía que estar el promotor sin rostro para darse a espantar de tan triste manera a los fantasmas del domingo en la tarde. Y en cuanto a mí, ni hablar; había vuelto al hoyo, sólo que más abajo. Una vez que colgamos, me ganó la risa. Carcajadas inesperadamente contentas. Irónicas. Sardónicas. El ring-ring, al final, me había rescatado.

     En alguna medida todo eso se acabó con el arribo del marketing telefónico. Esto es, desde que los primeros mercachifles se asumieron con el derecho a invadir la privacidad ajena mediante la utilización abusiva de voces humanoides resueltas a vender servicios y productos nunca solicitados, mediante peroratas cuyo solo sonsonete invita a remitirlos al carajo que en silla coja los parió. En un principio lo intenté todo, de indignarme a tratar de indignarlos, con lo cual solamente conseguí que siguieran llamándome nada más para hacerme rabiar. Luego, no eran robots. Cuando al cabo entendí que no podría evitar esas llamadas abusivas -de las que sus autores, meros empleados, no eran exactamente responsables- me enseñé a limitar sus estragos a fuerza de minimizar su duración. Apenas reconozco el sonsonete, cuelgo inmediatamente. Por lo común no insisten.

     De repente son muchas, demasiadas las llamadas de paja para no arrebatar al otrora esperado ring-ring algo de su poder de seducción. Aunque no todo él, y he ahí el problema. El maldito aparato vuelve a sonar y uno, que tiene cosas mejores por hacer, se rinde a su asquerosa curiosidad y corre hacia el tirano antes de que sea tarde, en lugar de bajarle el volumen y enseñarle quién manda en esta casa. ¿Por qué no he de apagarlo, si es mío y no yo suyo? ¿Por qué no he de colgarle al androide que insiste en asestarme una nueva tarjeta de crédito? ¿Por qué debe la vida paralizarse cada vez que resuena un nuevo ring-ring? ¿Por qué la angustia cuando se descompone y el alivio no bien lo reconectan? Tal vez porque al final el ring-ring es la música más dulce de este mundo. No en balde sus efectos estupefacientes aún lo hacen confundible con uno de esos eclipses de soledad que acabaron llenando a mi abuela de nietos. Finalmente, quién puede asegurar que la vida o la muerte no se ocultan detrás del próximo ring-ring.

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9 de junio de 2008
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La manada interior

El problema no es tanto temerse, con o sin Rimbaud, que "yo es otro"; una sospecha en teoría preocupante que en la cínica práctica puede reconfortar al irresponsable. Total, si yo es otro a mí qué cuentas quieren ya pedirme. El verdadero lío sale a escena cuando no puede uno ya ocultar que yo, lo que se dice yo, somos quién sabe cuántos, y que todos mentimos al unísono cuando osamos decir por intermedio de mis labios que yo soy así. ¿Así cómo? Como en ese momento se nos antoje a todos, o a la mayoría, o inclusive a esa minoría tramposa que habla en nombre de la manada entera -esto es, en el mío- cuando los demás duermen. O en fin, dormimos.

     Nunca sé bien de qué lado estoy, y desde ya concuerdo con los quisquillosos en que al menos durante los presentes párrafos debería evitar, por mera congruencia, el empleo de una primera persona del singular a la que he descalificado, por argüendera. Tomando, sin embargo, en cuenta que no soy un político, ni tampoco lo somos cualquiera de nosotros, puedo o podemos ser tan incongruentes como a mí se me pegue la gana, porque al cabo no creo en las ganas colectivas. Si ellas fueran posibles, nada habría más sencillo que ponerse de acuerdo consigo mismo en los temas de suyo divisivos, como sería, digamos, la relativa urgencia de sacudirse un vicio pernicioso. No todos dentro de uno quieren corregirse, y tampoco es cuestión de aceptar el chantaje de los edificantes, que en mi opinión son un hatajo de mustios. ¿En opinión de quién, perdón? Mía, he dicho, y al que no le parezca que se joda.

     Gobernarse es tan fácil como poner al mando del propio destino a las versiones más sensatas de uno mismo, o tan difícil como lograr que el resto se deje mangonear por una minoría más risible que graciosa. Sé que es una opinión sesgada y hasta injusta, pero esas cosas pasan cuando se es gobernado por los menos y se vive a la orilla del golpe de estado íntimo. No es que no aprecie uno los dividendos que en ciertas coyunturas estrictas y puntuales rinde la sensatez aplicada a los propios intereses, sino que rara vez puede o quiere evitar que tales intereses resulten naturalmente insensatos. Se entiende así que nadie entre los que aseguran ser yo y firmar en mi nombre sepa con precisión para quién trabaja. ¿Debería asustarme descubrir esta brecha profunda y escarpada entre lo que intentó expresar mi gobierno y lo que terminó coreando mi oposición?

     "No sé qué me pasó", alega uno luego de haber dejado el poder en manos de los radicales más exaltados, como aquellos que llevan al infeliz yo a casarse en Las Vegas con la primera tercera persona que se le cruza. Las prisiones normalmente están llenas de gente que no sabe muy bien qué le pasó. Media, afirman, distancia entre sus intenciones y sus hechos. Fueron pero no fueron ellos, sino los otros, que además son muchos. ¿Qué sería, en estas circunstancias, el homicidio en defensa propia sino un linchamiento espontáneo, desesperado y unánime? Tomo distancia y pienso: No es cierto, yo soy yo. Uno es su propia y ciega dictadura. Algunas noches, luego del toque de queda, salgo a cazar a aquellos yos furtivos que no aceptan plegarse a esa voluntariosa voluntad que párrafos atrás atribuí a una multitud balcanizada y ahora centralizo con absoluta y terminante intransigencia.

     Siempre es así. Todos quieren hacerlo a su manera, se atropellan para imponer su punto de vista y al cabo convencerme de aplicar el párrafo final que cada uno imaginó, y en este punto lo único que puedo aplicar es la ley del látigo. De uno en uno, del uno al treinta y nueve. Una vez sofocada la rebelión, sigo adelante como si fuera yo uno y no una manada. Cuando menos espero que lo esperen, meto el freno y apago el motor. Señores pasajeros, ya llegamos.

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4 de junio de 2008
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El peso del mundillo

El mundillo literario es 99 % mundillo y 1 % literario, recién ha dicho Carlos Ruiz Zafón. Temo que exageró. Ese uno por ciento parece demasiado. Siendo tan grande el mundo, no sé que hace la gente encerrada en mundillos. Creo que es antihigiénico, en principio; amén de improductivo y con cierta frecuencia contraproducente. Pocas novelas me resultan en tal modo infumables como aquellas donde todos los personajes son escritores, y como cree el autor que es natural sólo saben hablar de temas cultos. No dudo que haya quienes encuentren cierto esparcimiento en el jueguillo díscolo de encontrar quién es quién y qué chismes se cuentan en aquellas novelas escritas solamente para el consumo de unos cuantos implicados. Habrá también quien logre divertirse conociendo la vida íntima de los cisticercos. Pero lo que es a mí me da terror la idea de acabar escribiendo para el consumo interno de una pandilla que vive en permanente torneo intramuros para saber quién tiene más ancha la cultura, o más grande la obra, o más larga la lista de amigos encumbrados.

     Habemos quienes no servimos para eso. No es cuestión de principios, y ni siquiera de incapacidad, sino de vil pereza. Y tampoco es que allí falten los personajes interesantes, si más de uno practica la perversión de frecuentar mundillos e incidir en sus dimes y diretes. Conozco a varios grandes conversadores que pierden buena parte de sus encantos en cuanto pasan lista en el mundillo, donde las circunstancias les obligan a guardar esas formas que de otro modo se estarían pasando por el arco del triunfo. Hay en la mentirosa fraternidad de los mundillos culturales un tufo provinciano y defensivo que delata el horror al qué dirán en quienes menos tendrían que sentirlo. Cierto es que allí se mueven las pasiones, igual que se intercambian lealtades y se practica el trapecismo laboral, pero pasa que todos esos ingredientes servidos en un plato no siempre contribuyen a incrementar el apetito, ni alcanzan para calmar el hambre propia de quien trabaja en plena soledad y cuando sale lo hace en plan de murciélago. ¿Cuándo se ha visto que uno de estos animales chupe la sangre de otro de su especie? Esta sola objeción me basta para eludir el ambiente incestuoso de los mundillos. Por cochino, se entiende.

     I'm not a joiner, afirma Hank Moody a la hora de ser invitado a una cena de beneficencia para una causa afín al ecologismo. ¿Qué es exactamente un joiner, en términos sociales? El que se suma, porque quiere o requiere pertenecer a un grupo, o una causa, o una determinada provincia social. El entusiasta pronto. El trooper que navega de cocktail en cocktail y pasa lista en cada capilla. Me asombra que haya quienes tengan tiempo para tantas actividades extraliterarias, y aún se den el lujo de publicar libros. Algunos de ellos son mis amigos, pero cuando nos vemos suele ser más allá o a espaldas del mundillo, dondequiera que siga siendo posible carcajearnos un rato a sus costillas. ¿Cómo es que un narrador, cuyo trabajo es concebir y desarrollar mundos alternos y autosuficientes, puede sentirse de algún modo a sus anchas en un mundillo donde son más las poses que las obras y menos las pasiones que las conveniencias? Menos aún me explico qué haría un chupasangre merodeando precisamente los festines donde la hemoglobina es más pesada y menos nutritiva. Puede uno perder las páginas que acaba de escribir, pero ni siquiera eso sale tan caro como perder el tiempo en plan de joiner.

     No sabría describir con precisión el mundillo de marras. Cada vez que sospecho estar en él, me reconforto en la certeza de ser tratado por los habitués con las dosis de irreprochable cortesía que suele dispensarse a los fuereños, y hasta diría que sin la suspicacia que despiertan otros extraterrestres. He ahí la desventaja de ser narrador. Para inventarse un mundo más allá del mundillo, es preciso cambiarse de planeta.

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2 de junio de 2008
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El Boomeran(g)
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