VII. Cállate y decapítalo.
El demonio del caos dispone de una sola arma letal: su desmedido poder de intimidación. No es un diablo muy fuerte, en realidad, pero uno insiste en verlo corpulento. O lo que es igual, en verse a sí mismo como un pobre alfeñique en su presencia. Durante un tiempo ridículamente largo, contemplé las montañas de libros y papeles y demás elementos autosaboteadores como un problema que me superaba en tamaño. No era que lo pensara, sino peor: lo asumía. Semana con semana, conforme iban creciendo las cordilleras, encontraba más fácilmente las coartadas ideales para dejar las cosas como estaban. O sería que ya cualquier pretexto me alcanzaba. Una vez que consigues relajar los estándares hasta que propiamente desaparecen, no hay excusa mejor que la falta de excusas. Soy así, acepta uno, qué más se le va a hacer.
Ahora bien, algunos mortales cambiamos de opinión por cuestiones de higiene. Sólo eso me faltaba, díjeme una mañana, tener que suscribir mis ideas de ayer, si ahora mismo tengo otras recién cocinadas. Esas cosas le mueven el tapete a los demonios, habituados a siempre ser ellos los que le hacen a uno mudar de parecer intempestivamente. No bien me vio pararme a las nueve de la mañana (de un salto, para impresionarlo), hacerme con un par de refrigerios y trepar por las faldas de la primera montaña de papeles, el demonio del caos se me colgó del cuello, zalamero. Acto seguido, se esmeró en recordarme cada una de las dificultades que entrañaba el empeño insostenible de hacer de aquellas sierras planicies. Nunca vas a acabar, sentenció, tal vez sin calcular que no estaba logrando más que desafiarme. No suena verosímil, pero es verdad que ciertos demonios se pasan de ingenuos.
Ay de quien ose creer que estoy contando aquí una historia edificante. Guerrear contra un demonio sobrealimentado no es más que un acto crudo de supervivencia, nacido de la súbita y airada convicción de que el pueblo es muy chico para los dos. Pero antes de eso hay que elegir el campo de batalla. Es iluso creer que al demonio del caos se le puede vencer en sus dominios, donde cualquier iniciativa en su contra parece una proeza irrealizable, cuya sola mención podría despertar -furibundo, se entiende- al demonio tenaz de la pereza.
-Una cosa es estar dentro del caos, y otra muy diferente que él esté dentro de uno -me arengué, enfrente de él, mientras entresacaba tres meses de periódicos y los acomodaba cronológicamente, en pilas verticales que a partir de los treinta centímetros de altura comenzaban a proyectar una angustiante ausencia de desorden. Para un observador, el desmadre imperante habría evidenciado la superioridad indiscutible de mi enemigo, pero dentro del coco le estaba ganando. En mis meros dominios, qué carajo.
-"Somos irresistiblemente arrastrados hacia ese estado cuasiorgiástico que se crea a partir de la muerte y la destrucción. Está en todos nosotros. En él nos deleitamos" -declara gravemente el demonio del caos, de pie sobre dos pilas de periódicos. Lástima que no sean ideas suyas: se le olvida que vimos juntos la película (las comillas son mías, con perdón). Waking Life, se llamaba. Una pequeña joya de animación rotoscopiada. En la escena de marras, un bonzo de ocasión diserta sobre el caos mientras llena de gasolina un garrafón.
-"Decirle sí a un instante es decir sí a toda la existencia" -cito a mi vez. De la misma película, para exhibirlo.
-"¿Cuál es la más universal de las características humanas, el miedo o la pereza?" -cita de vuelta, ya con cinismo y hasta pedantería.
-¿Tú qué crees, que me tienes medio muerto de miedo, o que me mediomata la hueva de humillarte? -sin otras citas para contraatacar, no me quedaba más que ponerme sardónico.
-Lo que creo es que tienes que rematar la historia, y ya se te hizo tarde para seguir peleando -encima me lo dice tronándome los dedos.
-¿Que tengo yo que qué? ¿Desde cuándo un guarrazo con ese aliento de albañal me dice dónde tengo que acabar? -no lo puedo evitar, mientras peleo con el diablo caótico brinca detrás de mí el de la soberbia. No sé por qué en los cuentos se aparecen los diablos de uno en uno, cuando en la realidad trabajan en equipo.
-Tú lo dijiste, idiota. El final del capítulo anterior anuncia claramente: próximo desenlace. Si lo cambias ahora, vas a acabar trayendo agua a mi molino -¿de modo que llegaban los insultos? Con permiso, pensé, ya se van los escrúpulos.
-¿Al molino de quién, perdón? -repuse, al tiempo que me levantaba, y antes de que pudiera sobreponerse al súbito terror a verme una vez más cambiar de opinión (y entonces someterlo a un capítulo entero de vejaciones), alcé la espada de mi propio capricho y de un solo sablazo le corté la cabeza, como con ganas de mostrársela al pueblo. Ahí tenía, por fin, su desenlace. El final de esta historia podía esperar.
Muerto el nahual, ¿qué se hace con los monstruos?
¿Cuáles son las secuelas conocidas del clásico exorcismo jacobino?
¿Qué destino le aguarda al malagradecido que se lanza a la cacería de sus propias brujas?
Próximo final: VIII. ¿Alguien dijo jaqueca?
